lunes, 12 de marzo de 2018

Gatos de hojalata II (Segunda parte de dos)

 
«Caught in the middle of a hundred and five
The night was heavy and the air was alive
But she couldn’t find how to push through»
 
A medida que me acercaba al final de mi viaje, la percepción del entorno cambiaba. Las aguas de La Dordogne, caudalosas y tranquilas, pasaban a mi lado, trayendo fragancias conocidas, que revivían los recuerdos de otro tiempo, devolviendo mi mente a fragmentos del pasado que mi alma conoció y que se resistía a olvidar. Como aquellos, a los que también mis padres quisieron volver. Aunque para ellos no fue nada fácil. Los vínculos estaban rotos.
 
Nada, ni nadie, les esperaba después de treinta años. Sus costumbres habían cambiado, su perspectiva, incluso su acento y su forma de expresarse. Como tantos que les precedieron, como si la condena del emigrante fuese serlo para siempre, tuvieron que seguir la estela y continuar hasta Madrid en busca de trabajo.
 
Pero, con todo, lo que ellos habían perdido, yo nunca lo había tenido. Extranjero allá donde fuere, sin más patria que un viejo Volkswagen aparcado en una era, tuve que ganarme el rincón para comenzar la pelea.
 
Con el tiempo, mi bilingüismo, que al principio fue tan sólo objeto de burla, llegó a abrirme unas cuantas puertas. Una de ellas fue la redacción del diario «Pueblo». Con mi cámara al hombro y ganas de meterme en todos los «fregados», asistí a los primeros pasos de la democracia española.
 
Cuando dejé Francia, la añoranza y la frustración crearon en mí un intenso sentimiento de abandono, de vacío, de renuncia vehemente a cualquier intento de conservar algo de lo perdido.—No quiero tus cartas. Te quiero a ti—, me había dicho Véronique. Pero los dos sabíamos que éramos muy jóvenes para cambiar las cosas.
 
Poco a poco, a la rabia la sustituyó la culpa, y la idea obsesiva de haber perdido la oportunidad se enquistó en mi cerebro. Lo absoluto del «todo o nada» había dejado una «nada» demasiado angustiosa, y la imagen de Véronique, en lugar de difuminarse en el pasado, se hacía dueña de un rincón de mi memoria.
 
Dicen que el tiempo todo lo cura, pero hay recuerdos que maceran en el olvido y, en lugar de diluirse, te hacen suyo lentamente. Durante aquellos años tuve un par de relaciones, pero no cuajó ninguna. En cambio, veía a Véronique en cualquier chica de rizos cobrizos que caminase delante de mí, volvía a escuchar sus reflexiones en cada conversación, todavía podía identificar su perfume. A veces me la imaginaba en París, viviendo sola en un ático de Les Halles, o en algún pueblecito suizo, casada con un famoso arquitecto.
 
Catorce años tuvieron que pasar. Catorce años para dar el paso. Nunca sabes por qué eliges un momento para hacer algo importante, pero cuando llega ese momento, probablemente es el día que menos has pensado en ello. Y yo no soy de los que se lanzan a la aventura sin más. De hecho, los cambios siempre me han gustado poco, quizás debido a mi propia experiencia. Por eso, aunque la decisión se había ido abriendo camino poco a poco, mis primeros trabajos como «freelance» me permitieron ahorrar lo suficiente y, con el bolsillo lleno y el viejo R5 prestado, la cosa ya tenía otra pinta. Cuando el periódico, meses después, redujo su plantilla casi a la mitad, este nuevo factor vino a sumarse a mi motivación.
 
Después de catorce años, Véronique no era sólo el recuerdo de un amor de adolescencia. Era un tiempo, un lugar, una vida. En el momento en que fui consciente de ello nació la necesidad y la decisión de volver.
 
«Carried away by a moonlight shadow
Carried away by a moonlight shadow
Far away on the other side
But she couldn’t find how to push through»
 
Pasado Bergerac, había tomado la ruta que atravesaba Beaumont du-Perigord en dirección a Mompazier. Unos kilómetros antes de llegar a esta localidad, pasé a la altura de la granja de los Bonnaterre. No me atreví a entrar con el coche directamente y, como si tuviese que pensar un poco más lo mil veces pensado, continué por unos metros y estacioné junto a una casa, para luego retroceder andando por la carretera.
 
Mi corazón palpitaba frenético cuando llegué a la línea del seto que limitaba los terrenos de la casa. Las ocas se acercaron en tropel a mi paso graznando ruidosamente, y los perros ladraron al unísono. Aparte de eso, no parecía haber nadie más. Entonces vi el gran castaño y el columpio, y un torbellino de nostalgia comenzó a girar a mi alrededor. De repente, sentí una extraña sensación, como si hubiese sido transportado en el tiempo, como si los catorce años que mediaban entre la última vez que había estado allí y ese momento, no hubiesen existido nunca. Desde que comencé el viaje fui consciente de que no volvía al sitio del que partí, de que encontrar allí a Véronique, e incluso de que me reconociera, era lo más improbable. Sin embargo, en aquél instante, todo parecía posible.
 
Un movimiento cerca del cobertizo llamó mi atención. Intenté tragar saliva y me acerqué. No conocí a quien se asomó por la puerta pero, ante la imposibilidad de rehuir el contacto, me dirigí a él. Según el hombre, la familia estaba en Mompazier y Véronique en la tienda. Durante un momento estudió mi expresión de desconcierto y acto seguido me indicó el lugar donde estaba el comercio. Por un segundo pensé en preguntarle muchas cosas sobre los años de ausencia, pero ni sabía por dónde empezar ni si él era la persona que podría contarlo, así que le di las gracias y me fui hacia el coche para seguir sus indicaciones.
 
Entré por la Rue Transversale hasta la de Saint Joseph, donde aparqué el coche, en la parte de atrás de la iglesia de St. Dominique. El hombre me había dicho que la tienda se encontraba en la calle de Notre Dame, una de las vías principales de la antigua bastida, que llegaba hasta la Place des Cornières, donde se instalaba el mercado tradicional. El día estaba llegando a su fin y las luces ambarinas de las farolas se reflejaban en los adoquines mojados, creando un ambiente cálido en el frío otoñal. Intentando relajar los nervios, di un paseo por aquella plaza, rememorando viejos recuerdos, como el lugar donde ubicaba su puesto de flores y patés la familia de Véronique, las grandes arcadas, la tienda de sombreros, el café del rincón, el banco de piedra, el carrito de arroces de Mme. Blanchard.
 
Innumerables veces había ensayado aquel encuentro, imaginando todas las posibilidades. Sin embargo, me sentía como un estudiante ante un examen decisivo, del que dependiera toda su carrera. Catorce años eran muchos años para presentarse así, sin más, y el «pasaba por aquí» era una excusa demasiado tonta. Consciente de que su reacción podía ir en cualquier sentido, al final decidí, simplemente, dejar que las cosas ocurrieran por sí mismas.
 
La tienda estaba a pocos metros de la plaza, al lado de un estrecho pasadizo, pero como me había entretenido tanto en mis cavilaciones, ya tenía la verja echada. Con una mezcla de alivio y decepción, me fui a buscar un alojamiento para pasar la noche. Por lo menos sabía que había llegado al final de mi camino, pues encima de la puerta, un letrero de madera tenía grabado el nombre comercial: «Le chat en étain»
 
¡Ay de mi gato enamorado!
Una sombra a la luz de la luna,
a su gata le ha robado
aquella noche inoportuna.
 
A la estrella del destino
quiso pedirle un favor:
que le alumbrase el camino
para buscar a su amor.
 
Pero el lucero errante,
taimado y traicionero,
mudó su semblante
y le ocultó el sendero.
 
¡Pobre gato de hojalata!
Encaramado a un viejo coche,
busca el rostro de su gata
en el cielo de la noche.
 
La mujer pelirroja había salido del pasadizo y se dirigía a la puerta del local. Con un estridente chirrido, subió la verja de cierre. Un escaparate poblado de figuras, de todos los tamaños y colores, hizo su aparición: personajes de cuento, animales, campesinos en sus distintas tareas, estructuras decorativas, arquitecturas, y una larga lista.
 
Dejé transcurrir unos minutos, no sé si para que ella completase la apertura del comercio o para que mi pulso frenase un poco su alocada carrera, y me lancé. El chivato que colgaba sobre la puerta, avisó con su tintineo. Era un gato persa plateado en cuyas patas se enredaban, a distintas alturas, cuatro ratoncitos de largos bigotes. No había nadie tras el pequeño mostrador de madera, pero al cabo de unos segundos, la cortinilla de la trastienda se abrió y una mujer esbelta, de esponjoso cabello rojizo, salió con ensayada sonrisa.
 
Las miradas se cruzaron de nuevo después de catorce años. Y se reconocieron. La sonrisa ensayada se congeló, durante un instante que a mí me pareció eterno, para luego brillar con luz propia y hacerse acogedora. Se acercó. Sus ojos brillaban. Acarició la solapa de mi chaqueta levemente. Pasó el tiempo. Sin palabras, como la última vez. Estaba tan cerca que veía sus pupilas claramente. La miel. El sol. La brisa. El romero. Sus brazos se enroscaron en mi cuello y su mejilla se pegó a la mía.
 
—¿Me dibujas otro gato?—, me susurró al oído.
 
Nos sentamos en la única mesa exterior del café «Le coin», bajo una de las arcadas de la plaza. Por un momento tuve la sensación de que nada había cambiado. La yedra seguía colgando a la misma altura por el vano del arco, la mesa de madera tenía las mismas manchas de vino, el farolillo seguía sin tener bombilla, incluso el menú del día era el mismo de hace catorce años.
 
Durante un rato hablamos del pasado. Véronique me contó que hacía cinco años se había casado con un veterinario destinado al departamento y ahora tenía un hijo de dos. Me enseñó las fotos pertinentes. Lo más extraño es que, mientras hablaba, no experimenté decepción, sino tan sólo paz, como si por fin estuviese comprendiendo un antiguo misterio. Luego me hizo preguntas sobre mi vida en España, pero no sobre el motivo de mi presencia en Mompazier. Por último dejamos de hablar durante un momento. Ella miró su café y sujetó la taza con ambas manos. Sin levantar la vista dijo:
 
—Has venido por mí, ¿verdad?
 
No respondí.
 
Es mucho tiempo. Los gatos que tú me dibujaste y que mi padre me hizo en hojalata son los únicos que son tal como eran. Los únicos que guardan la memoria del tiempo. Tú te marchaste, mi padre murió unos años después. Aquellos gatos, curiosamente, formarían parte de mi futuro mucho más de lo que yo pensaba en ese momento. Ya lo has visto. El gato de la vitrina es el último que hizo mi padre. Yo… que distinta era… ¿Te acuerdas?.. Mi sueño era París, Londres… el mundo. Pero mi sueño terminó cuando me diste el primer beso. Creo que, sin saberlo, ese día cambió mi destino. En cambio, en ese mismo momento, para ti comenzó un sueño que ha durado catorce años…
 
«No, no, por favor, no te pongas triste. No te estoy reprochando nada. Sé que tú no podías hacer otra cosa. Durante un tiempo te odié. Muchas veces no somos dueños de nuestra vida, y sé que tú has tenido tu carga. Sólo digo que tanto nuestra vida en aquellos años… como nuestros sentimientos, como nuestros mismos sueños, no son nuestros, son del tiempo. Yo cambié París por un beso. Pero por aquel beso, no por los besos de un futuro.
 
Se rió.
 
—Tú no lo sabes, pero acabas de cambiar Madrid por un café en «Le coin».
 
Vi relucir sus ojos de miel.
 
—No conocía esta faceta filosófica.
 
Hizo caso omiso a mi observación.
 
—Me alegra que hayas venido.
 
Sonreí.
 
Véronique tuvo dos hijos más y abrió otra tienda en Sarlat.
 
Yo vendí mi Nikon, cambié los reportajes fotográficos por los escritos y trabajé para varios medios.
 
No volví a Madrid.
 
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17 comentarios:

  1. Esta es una de esas historias que me recuerdan porqué me gusta leer, de las que te convierten en su protagonista y te hacen creer que eres tú el que las estás viviendo, de las que se guardan y de vez en cuando se sacan del cajón para volverlas a leer, de esas historias que me gustaría escribir tan bien como tú algún día. Preciosa y llena de sentimientos, pero nada sensiblera. Enhorabuena. Un beso muy grande

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    1. Viniendo de ti, Ana, este comentario es todo un cumplido. Para mí, tú eres un referente en este tipo de relatos más extensos y elaborados. Por eso, me resulta curioso que digas eso de que "te gustaría escribir tan bien como yo algún día", porque es lo mismo que me pasa a mi contigo.
      Muchas gracias compañera

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  2. El viaje de ida y vuelta de catorce años termina para nuestra protagonista en el café Le Coin.
    Una historia llena de sentimientos (no sensiblería, como dice Ana), demostrándonos que eres capaz de tocar todos los palos. Humor, Ciencia Ficción, erotismo,... No. Hay nada que se te resista, y yo te lo agradezco enormemente.
    Un abrazo enorme, maestro.

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    1. Muchas gracias Bruno, por tus generosas palabras. Me gusta tocar todos los palos, pero como se suele decir, aprendiz de todo y maestro de nada.¿Qué haría yo sin vosotros, fieles e inestimables lectores, que siempre me animáis con vuestras letras? Un gusto escribir así.
      Hasta pronto, amigo

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  3. Maravillosa tu manera de narrar el relato, Isidoro, y me has hecho ver esos ojos de miel con tus letras.

    Un viaje lleno de emociones de lo más apasionante, amigo mío.

    Un placer leerte.

    Besos enormes.

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    1. Muchas gracias por leerme, María. Me alegro que te haya gustado. Para mí es un placer escribir este tipo de relatos. Más que cualquier otro. Los personajes casi hablan por si mismos, no me piden gran esfuerzo de imaginación. Será porque, sus emociones son de todos.
      Un beso grande

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  4. Oh qué bonito Isidoro, me ha gustado ese viaje al pasado, esas esperanzas intactas y el paso del tiempo. Has descrito muy bien la magia de ese momento soñado, en el que se reconocen y esa familiaridad para la que no pasan los años, cuando se está bien con alguien se está bien a pesar del tiempo y la distancia. Como te han dicho los compañeros tocas cualquier género y bien y eso es muy difícil.
    Un beso

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    1. Gracias Conxita. Como he dicho, aunque me gustan todo tipo de relatos, me siento cómodo contando estas historias. Ese momento del encuentro me hizo pensar mucho. Como narrarlo sin que fuera, ni frío ni empalagoso y poco creíble. Trate de verme en la situación. Tanto en un lado como en el otro, buscando la naturalidad. Porque yo también estoy contigo: hay veces que tiempo y distancia desaparecen, como cuando duermes y al despertar no eres consciente de sí han pasado segundos o horas. No pasa siempre, pero pasa. Y los personajes hablan de ello al final.
      Un beso grande

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  5. No ha decepcionado en absoluto esta historia, pues romántica se prometía y romántica ha sido, no sabría si calificarla de amor, de desamor, o ambas cosas, y sin embargo como han resaltado los compañeros está escrita con la sensibilidad justa para llegar al lector sin convertirse en sensiblera, con una pluma medida y experta en estas lides.
    En este capítulo dejas definitivamente atrás el pasado, que tan sólo se nos aparece en pinceladas de algunos recuerdos, y te centras en el presente del personaje. Oye Isidoro, qué bien descrito está el abandono en esos párrafos primeros del relato, esa sensación de haber perdido parte de uno mismo, excelente. Después te lanzas por las calles del pequeño pueblo francés y nos llevas de la mano, esperando encontrarnos la dulce sonrisa de Veronique en cualquier momento. Y el encuentro se produce con naturalidad, entre dos personas que nunca han pasado a ser extraños. Ella ya se ha forjado una vida cuyo rumbo marcó un beso dado y una espera demasiado prolongada, y a él le toca romper con su pasado y encontrar su lugar.
    Al final nos cuentas que Veronique tuvo dos hijos más y que él nunca volvió a Madrid. No hay motivo para creer que ella podría dejarlo todo porque catorce años después un antiguo amor haya vuelto a aparecer. Pero te cuidas mucho de decirnos con quién tuvo esos dos hijos, pillín. ¿Y si...? no no, es del todo imposible... mejor no me hagas mucho caso.
    Enhorabuena por tan buen trabajo Isidoro. Un abrazo.

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    1. Yo tampoco sabría clasificarla. Tú y yo sabemos que las historias de amor existen, pero no siempre tienen un final claro, como en las películas. Quizá por eso este relato da la sensación de huir de la sensiblería. Es una historia sencilla, como miles, que narra una experiencia, una ausencia, un reencuentro que no siempre se produce pero que, de ser, no puede eludir que el tiempo ha pasado, que existen unas vidas ya vividas que no se pueden soslayar. Unas vidas condicionadas, insertadas en un entorno que influye en su devenir. En ese sentido va el final y... Sinceramente Jorge, no pensé en crear esa duda que tú comentas con el asunto de los hijos pero, ahora que lo dices...
      Y por cierto, me ha gustado esa observación tuya sobre el destino de cada uno, el rumbo de ella marcado por un beso dado y él buscando su sitio. En esencia, se trata de eso.
      Muchas gracias por tus comentarios
      Un fuerte abrazo

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  6. ¡Pero cómo ha gustado Isidoro! Has hecho bien en dividir en dos el relato, no solo por su longitud, sino porque es un texto de lectura lenta, no lo digo en el sentido de pesadez ¿eh?, todo lo contrario, sino por la recreación de la multitud de detalles con la que el autor hace que nos detengamos en cada uno de ellos para saborearlos: el paisaje… los lugares que al nombrarlos dan visos de ser reales y de que el narrador anduvo por ellos. Las palabras utilizadas no solo refuerzan cierta serenidad que emana del relato, (aguas tranquilas) sino la nostalgia y el paso del tiempo, el verdadero protagonista además del amor (recuerdos de otros tiempos, fragmentos del pasado, recuerdos que maceran en el olvido…)
    Y también, como en el capítulo anterior, nos hablas de la emigración, de la vuelta a la “patria” de aquellos hombres y mujeres, de la sensación de sentirse extraños en su propia tierra.
    La canción – versos de “Le chat en étain” poetiza más aún, si cabe, el relato, además de justificar el título junto a todos los guiños tan bien llevados del gato de hojalata.
    El encuentro de la pareja y los breves diálogos, para mi gusto, en su justa medida, sin edulcorar demasiado, no es necesario, el cariño y la emoción lo has sabido evidenciar.
    Y por supuesto el final me encanta, abierto no solo a una continuación de la serie (daría para una novela si te pones a ello), sino porque me gusta que confíes en que tus lectores completen la escena. Gran final ese “No volví a Madrid”, en serio Isidoro.

    Pues bueno chico, que lo has bordado.
    Aprovecho para decirte que me encantaría que participaras con algún cuento en el Tintero, es una oportunidad para conocer a otros compañeros y que ellos conozcan tu manera de escribir.

    Marramiau chimpún fin

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    1. Muchas gracias Isabel. Tus lecturas y comentarios son un tesoro para mí, te lo aseguro. Tu punto de vista siempre me aporta cosas. Muchas
      Veces, cuando escribes, utilizas recursos y palabras determinadas de forma inconsciente (tú ya sabes) que el lector puede hacerte ver mucho más claramente. La serenidad, el paso del tiempo, la nostalgia, que comentas, son ejemplo de ello. No sé muy bien como explicar esto, pero para mí, en un relato es muy importante el equilibrio. Depende, claro, del tipo de relato. En este se mezcla descripción, recuerdos, diálogo, tiempos distintos... Si te fijas, comienzo y final ocurren en el mismo instante, en la mañana del día del encuentro. Las estrofas de la canción de Oldfield estructuran los saltos en el tiempo, marcando las transiciones y narrando el viaje. Las dos partes del poema separan el día actual (el encuentro) del viaje... En todo ello, los diálogos cumplen su papel, pero sin desequilibrar. Y el final... Bueno, siempre es abierto, ja ja, pues en algún sitio tienes que cortar. Sin embargo, quise remarcar que, las palabras de ella, eran la sentencia: los recuerdos pertenecen a pasado y, el futuro, es otra historia (el hecho de aclarar que ella tiene dos hijos más, es para evidenciar que no se va a repetir la historia de amor entre ellos y el que él diga que no volverá a Madrid, es símbolo de la ruptura que tendrá que afrontar con su propio pasado, incluido su antiguo amor por ella... ¿Un poco enrevesado?... Como la vida misma.
      Encantado, Isabel, de que me des pie a contar todo esto, y perdona el rollo.
      Ah, otra cosa: me encantaría participar en la iniciativa del amigo David, pero, te soy sincero, me agobian mucho los compromisos... Aunque reconozco que tienes razón, lo sé, lo sé, en cuanto libere un poco más de tiempo para dedicarle al blog y si el bueno de David no se ha cansado (es todo un currante), me apunto
      Un beso grande

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  7. Esta última parte también me ha gustado mucho, Isidoro. Pero no me queda claro del todo si acaban juntos o no. Creo que no, pero, de todas formas, ese final semiabierto queda muy bien.
    Y esa sensación de cuando has pasado mucho tiempo sin ver a nadie está muy bien captada, así como el paseo guiado por el que nos llevas en Francia, ja, ja, ja. Ha estado genial.
    ¡Un abrazote, amigo!

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    1. Hola de nuevo
      Has acertado en tus conclusiones, a pesar del final semiabierto.
      Te explico: lo que quiero dar a entender (de ahí las palabras de ella y la explicación de que "ella" y no los dos, tenga dos hijos más) es que ambos siguieron con su vida, pero la de él cambió radicalmente y, fue como una vuelta a los orígenes, no solo a Véronique, sino, como dice él, a su pasado, a una vida. Volvieron a verse, si, pero la relación ya era distinta. Podrían haber seguido siendo grandes amigos durante muchos años. Eso ya se me escapa, pertenece solo a ellos.
      Vaya, casi me has hecho escribir un epílogo, ja ja. Esto es lo bueno del blog, que la historia no termina cuando tú la escribes
      Muchas gracias, Noemí, y un beso grande

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    2. Es que soy una experta en sonsacarles nuevos argumentos a mis amigos escritores, ja, ja, ja. Con otros amigos también me pasa.
      ¡Un abrazote!

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    3. Pues es una gran virtud, eso de suscitar la creatividad. Eres una musa, se podría decir, ja ja
      Un abrazo

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