lunes, 25 de abril de 2016

Mala fama 2. The first time


 —Señorita, debería usted prestar esa delantera al Rayo, a ver si sube a Primera—sentenció el anciano más bajito, el de la pajarita, cabello ralo y bigotito «Errol Flynn», apuntando su mentón prominente hacia mis tetas—.

—No seas grosero José Luis—le reprendió el más alto, de manos grandes, papada y gafas de pasta, dejando caer sus ojos saltones en mi escote—. Hija mía, no le hagas caso, que tiene menos luces que el carrito de un bebé.

Sólo llevaba un par de semanas en la calle, desde que el tío Fran decidió que ya podía sacar a escaparate la mercancía, hasta entonces reservada a clientes privilegiados que pagaban tanto por sexo como por silencio. Quizás por eso no era muy ducha en ahuyentar moscones y viejos verdes.

—Verá usted, señorita… —comenzó el tal José Luis—, aquí mi amigo y yo estaríamos interesados en contratarla a usted para un apaño…, ya sabe, un pequeño servicio.

—¿Un «servicio» para cada uno, o éste va de miranda?

—¡Oh!, no, no… No es lo que usted piensa—continuó el bajito, que no sé por qué, me recordaba a un actor—. Por desgracia, no es para ninguno de nosotros…

—Verás, hija—terció el alto, que hablaba muy deprisa y que también me recordaba a un actor— la cosa es que tenemos un amigo un poco tímido sabes, y que, por razones que no vienen al caso, nunca ha encamado con una moza, aunque bueno, no es que haya sido tímido para eso, sino para venir con nosotros a pedir la intervención de una profesional, tal como requiere el caso, ya que más bien se trata de un tema médico, al ser debido a un pequeño frenillo en el prepucio que le impedía incluso el precario disfrute de la actividad manual y que, aún ya corregido el defecto físico, dejó en su mente un poso de obsesión que marcó todas sus relaciones con el sexo opuesto y es por ello que nosotros, viéndonos en el compromiso al que obliga la amistad, hemos decidido solicitar la ayuda de alguien en cuyas manos podamos poner «el asunto»…

—Vamos que… lo que queréis es que le haga un «fers-tain» —lo que en el mundillo llamamos «una primera vez»—. ¿A quién?, ¿a vuestro nietecito?

—¡Sí, eso mismo, señorita, un «fies-tón», y por todo lo alto!—exclamó entusiasmado el de bigote.

—Perdona a mi amigo, querida—se excusó el de gafas—, es para un compañero de la residencia y, lo que queremos, es darle una sorpresa precisamente para celebrar su ochenta aniversario.

Desvirgar a un octogenario en la residencia de ancianos no se me antojaba el mejor comienzo como puta en la calle Desengaño, y tampoco así se lo parecía a Nelson, que se divirtió mucho cuando se lo conté mientras almorzaba en su bar, y que se lo pasó aún mejor cuando le expliqué el descabellado plan mediante el cual pretendían hacerme entrar en el Hogar del Anciano, con uniforme de celadora sobre un erótico conjunto de fina ropa interior.

Pues…, ¿no dicen que nunca digas «nunca jamás»? El caso es que Antonio, el más alto de los dos, terminó por convencerme con su verborrea, y con las veinte mil pesetillas que dijo haber reunido, junto a sus compañeros, para entregarme una vez cumplido el trabajo que, por otra parte, una vez superada la fase de infiltración, no parecía presentar gran dificultad.

Así pues, allí me presenté, con gabardina gris, pijama turquesa y lencería escarlata. De la gabardina me desprendí en la lavandería, por donde me colaron los dos peculiares ancianos, y del pijama, en la misma puerta de la habitación a donde me condujeron. Cuando el longevo cumpleañero me vio apoyada en la jamba de la entrada, su mandíbula inferior cayó, dejándome ver una bien conservada dentadura.

—Alfredo, te presento a Felicia—le dijo el hombre alto con gesto solemne—, la diosa del sexo que te va a mostrar el paraíso de una vez por todas.

—¡El paraíso… y ese cuerpazo, que quita el hipo!—apostilló José Luis.

Alfredo era un hombre menudo, de aspecto afable y ojos lánguidos, que permanecía sentado en la cama, con las manos apoyadas en las rodillas y las gafas en el extremo de la nariz. Una vez hechas las presentaciones, sus generosos amigos nos dejaron la intimidad pertinente.

En consideración a lo avanzado de su edad y su nula experiencia sexual, traté de ser lo más delicada posible. Primero me desnudé yo, muy cerca de él, mientras acariciaba sus hombros y mejillas, dejando que mi perfume actuase como bálsamo a su nerviosismo. Después cogí sus manos y las apoyé en mis pechos. Habían quitado la calefacción y yo tenía los pezones como púas, que se introducían entre sus dedos encallecidos Eso terminó de ponerlo a tono. Cuando hice que las fuese bajando por mis costados, mis caderas, hasta cerrarlas como garfios en mis nalgas, ya boqueaba como un pez mientras su hermano pequeño se despertaba de la siesta.

El resto parecía coser y cantar, así que fui desnudándole poco a poco mientras le echaba de espaldas en la cama y me colocaba a horcajadas sobre sus piernas. Sin embargo, ya en plena faena, cuando había logrado que su mástil se pusiera a la altura de las circunstancias, cimbreándose en el interior de mi tempestad, algo raro pasó, porque se llevó las manos al pecho. Al suyo primero y a los míos después, como si quisiera exprimirlos. Entonces, justo en el momento culminante, un espasmo sacudió todo su cuerpo. Luego varios estertores y se quedó tieso. Tardé un poco en reaccionar, pero en cuanto me percaté de la situación y sin pensar en nada, corrí a dar la alarma.

—¡Por el amor de Dios, señorita, tápese un poco, que uno no es de piedra!—exclamó el anciano del bigotico recortado, que parecía haber estado todo el tiempo tras la puerta.

—¡Pues lo parece! ¡No se quede ahí mirando, hombre, váyase a buscar a alguien, que a su amigo le ha dado un infarto!

Por suerte apareció el alto, que parecía más espabilado, y se hizo cargo de la situación.

—Tienes que marcharte, no pueden verte aquí— me dijo, apremiante—No te preocupes por él, nosotros nos ocuparemos de todo.

Me vestí a toda prisa y desaparecí de allí como alma que lleva el diablo. No volví a ver a los dos ancianos pero, durante varios días, cierto remordimiento no me dejó dormir. Dicen que esa es la muerte más dulce, pero la mueca que se le quedó a aquel hombre más parecía debida a un cólico de gases que a un orgasmo póstumo y, sus ojos, muy abiertos y clavados en mis tetas, me torturaban en sueños. Me imaginaba detenida por abuso de mayores, por ejercer de puta en un asilo e incluso por asesinato, o lo que es peor, condenada a soportar a un fantasma llamado Alfredo que, todas las noches venía para someterme a las más horribles vejaciones.

Por supuesto que, en mi calle, nada dije de la malograda aventura. Llevaba poco tiempo en el oficio y aún no había aprendido a dejar de lado ciertos escrúpulos. Pero una noche en el bar de Nelson, que ya se había convertido en mi confidente, algunas copas de más ahogaron mis reparos y exploté, contándole todo.

—¡Cómo te embaucaron, mi amor!—exclamó entre carcajadas—. Esos tres llevan tiempo haciendo de las suyas para follar gratis. Se turnan al que le toca morirse. Las chicas han debido darles el chivatazo para hacerte la novatada y por eso han podido entrarte sin problemas, porque en esta calle ya son bastante conocidos.

Nelson tuvo que sujetarse la barriga para que no se le saliesen las tripas de tanto reírse y yo, entre molesta y aliviada, terminé por aceptar que, para todo hay una primera vez. Desde entonces, cobro siempre por adelantado.

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lunes, 11 de abril de 2016

El oráculo de los dioses

 
La senda practicada en la pared rocosa dejaba a su izquierda el abismo, que se abría al gran valle del Tumbes. Wayra Cusi, del cuerpo de mensajeros del Tahuantinsuyo, corría por el angosto camino como si le fuera la vida en ello.

«¡Corre como el viento, que ni el cóndor te alcance!»

Siempre que, desde el Machu Picchu, Wayra Cusi contemplaba la majestuosidad del ave planeando sobre el Valle Sagrado, recordaba aquellas palabras de su padre. Entonces, extendía los brazos en cruz y, con un intenso escalofrío de placer recorriendo su cuerpo, se lanzaba corriendo ladera abajo, volando literalmente sobre los riscos, sintiendo por momentos que, como el cóndor, era dueño del aire, de las selvas y las montañas.

Desde muy pequeño le gustaba correr, saltar, brincar, subirse a la rama más alta de los viejos alerces, lanzarse en picado en las pozas profundas, sentir la hierba de los llanos en sus pies desnudos. Tanto es así que hizo del correr su modo de vida.

A los quince años ya era el chasqui más rápido del imperio. 

Que orgulloso se sentiría su padre si pudiese verle en ese momento, llevando a cabo la misión más importante de su vida.

Atahualpa Inca estaba a punto de obtener la victoria en aquella lucha fratricida que asolaba el imperio cuando recibió el inquietante oráculo de la huaca Catequil. Mantuvo en secreto su contenido pero envió a sus chasquis más veloces hacia la costa. El correo que salió de Cajamarca y que tendría que entregar el quipu al primer relevo, también recibió la orden de transmitir lo vital de aquel mensaje para el futuro del Tahuantinsuyo.

Wayra Cusi recibió el testigo en tu tampo y, con él a buen recaudo, ascendió escaleras talladas en la piedra, cruzó puentes suspendidos en el vacío y recorrió senderos abiertos en la espesura más, cuando llegó a la siguiente posta, no halló centinela ni chasqui de relevo. Desconcertado, esperó, buscó en vano por los alrededores y, al fin, tomó la única decisión que cabía tomar.

«¡Corre como el viento, que ni el cóndor te alcance!»

El chasqui más rápido del imperio abandonó la calzada de piedra y, extendiendo los brazos en cruz, se lanzó corriendo ladera abajo, volando hacia su destino por encima de las rocas, de los ríos, de los bosques y los llanos, escuchando tan sólo la voz de su padre en lo más profundo del corazón.

Corrió durante dos días y sus dos noches, parando sólo para descansar y beber un poco de agua. No encontró relevo en ninguno de los tampos del camino. Quizás sus ocupantes huyeron o fueron muertos por gentes leales al Inca Huáscar, pero ello no hacía otra cosa que confirmar lo que ya sabía. Tan sólo de él dependía el destino de aquel mensaje y, tal vez, del imperio.

Cuando el agotamiento estaba a punto de vencer su resistencia, divisó el mar desde Cerro Blanco y lo poco que quedaba de la ciudad de Tumbes, duramente castigada en la última batalla.

Tambaleándose, salió de la espesura y, en ese momento, un estampido como nunca había escuchado retumbó a su espalda.

Un intenso dolor le atravesó, proyectándole virtualmente hacia delante. Cayó de bruces en las piedras, hiriéndose el rostro. No podía moverse. Sintió como si un peso enorme hubiese caído encima de él, impidiéndole la respiración.

Cuando consiguió girarse, se dio cuenta de que tenía la ropa empapada en sangre. La opresión en el pecho le estaba asfixiando y la intensa luz del mediodía se estaba oscureciendo a su alrededor.

Antes de desvanecerse tuvo una extraña visión.

Unos animales enormes, más grandes y gallardos que las llamas, de lustrosa piel y decorados con aparejos, emitían extraños bufidos ante él y, sobre ellos, otros seres aún más extraños, con el rostro cubierto de pelo y brillantes corazas, que sostenían bastones humeantes.

Wayra no sabía lo que había pasado, pero sentía cómo la muerte se apoderaba de él. Y en esa agonía, estaba viendo a los mismos descendientes de Viracocha ante su rostro.

Atahualpa Inca había confiado a sus mensajeros el oráculo de Catequil: ellos vendrían por mar, con su tez blanca y sus grandes barbas, para dar fin a la guerra entre hermanos, poniendo paz en todo el imperio, desde Quito hasta el Cusco. El quipu que Wayra guardaba, contenía el mensaje que los chasquis tenían que llevar hasta Tumbes, por donde llegarían los hijos de Viracocha. El último mensajero habría de entregarlo, poniéndose a su servicio y mostrándoles el camino hacia el Inca.

Todo se estaba oscureciendo, pero no importaba. Ellos estaban allí, eran dioses y comprenderían el quipu. Ahora podía descansar.

—¿Por qué diantres le has disparado, Salcedo?

—No sé, me asusté, salió corriendo de entre los árboles… ¡Carajo, sólo es un indio!

—Lo que no entiendo es por qué ha muerto con esa estúpida sonrisa en la cara, el condenado.

 
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