lunes, 26 de septiembre de 2016

Ángeles caídos


La conocí en un bar de carretera; eran las seis de la mañana.
 
Yo venía de perderlo todo, salvo las ganas de olvidar, así que pedí un bourbon doble, sin hielo.
 
—Whisky—me dijo, sin signos de interrogación.
 
—Prefiero el americano, de maíz.
 
—¿Perdona?—dijo, esta vez con interrogante.
 
—¿Te han dicho alguna vez que no sabes hacer preguntas?
 
Por toda respuesta, sacó una botella de Scotch y un gesto de indiferencia. Asentí con resignación y ella con desgana llenó mi vaso de licor. Me acodé en la barra y bebí el néctar de los caídos, de los que persiguen la luz de un sueño que al poco se apaga.
 
La conocí en un bar de carretera; eran las seis de la mañana.
 
Cuando se atrevió a salir de la penumbra, me mostró unos ojos castaños y unos sucios rizos color carbón que tiznaban su rostro de tribulación.
 
—Ponme otro y… cuéntame tu historia.
 
—¿Por qué tendría que haberla?
 
—Porque siempre la hay.
 
—¿Por qué tendría que contarla?
 
—Porque, en este bar, no hay televisión.
 
Sus labios intentaron sonreír, pero no recordando cómo, tan sólo ensayaron una mueca de carmín.
 
La conocí en un bar de carretera; eran las seis de la mañana.
 
—No tengo más historia que esto—declaró abarcando todo con los brazos en cruz.
 
—Algo habrá ahí dentro—dije, señalando con la barbilla la puntilla de su corsé.
 
—Él me cuida—me contó, dirigiendo su mirada hacia un punto oscuro tras la barra—, me da mesa y cobijo…, y algo para ropa. Yo sólo me meto en su cama. Él tiene mujer e hijos. Yo no tengo nada. Solo motivos para agradecerle que no me deje tirada.
 
—Parece que marcan tus pómulos huellas de alguna bofetada.
 
—Cuando algo va mal se enfada…
 
Mantengo el silencio en los puntos suspensivos y ella continúa:
 
—Pero se lo hago con la boca y… ya está, como si nada. Dice que su mujer no sabe hacer esas cochinadas.
 
La conocí en un bar de carretera; eran las seis de la mañana.
 
Cuando el tugurio cerraba sus puertas, ella me abría sus piernas. Me quedé por allí unos días, tal vez semanas. Perdí la noción del tiempo y, con el tiempo, aprendí la lección: nunca des por perdido lo que no te has atrevido a buscar.
 
—Vente conmigo, niña, y olvida a ese cabrón.
 
—¿Y a dónde iríamos?
 
—No sé, al fin del mundo tal vez.
 
—¿Y luego?—Una sonrisa pintaba de blanco su rostro de carbón.
 
—Cruzaríamos al otro lado. Juntas. Yo vengo de allí.
 
La conocí en un bar de carretera; eran las seis de la mañana.
 
Él entró reventando la puerta. Con las manos desnudas de alma, con el cuerpo cubierto de rabia.
 
—¡Putas desagradecidas!—escupió a las cuatro paredes—¡Boyeras de mierda, os voy a enseñar a joderme!
 
El primer puñetazo destrozó el rostro de mi ángel, que cayó desmadejada. Los demás, como yunques en la arena, machacaron mi cuerpo inerme, rompiendo costillas y dientes, hasta que sus nudillos, en carne viva, mezclaron su sangre con la mía.
 
La conocí en un bar de carretera; eran las seis de la mañana.
 
Seis truenos estallaron en la nada. Ella sostenía mi arma, humeante, entre las manos. Los ojos desorbitados, perdidos en alguna parte del fin del mundo, más allá de aquella pared en la que, como en una pintura macabra, se esparcían sangre y restos del cerebro, de lo que había sido un hombre, o algo parecido.
 
La conocí en un bar de carretera; eran las seis de la mañana.
 
Una fría mañana de diciembre, seis años después. Frotaba mis manos heladas mientras esperaba frente al portón. El último día que tendría que ver aquellos muros de la prisión. Por fin, la verja se abrió, dejando escapar del infierno una bocanada.
 
Cuando se atrevió a salir de la penumbra, me mostró unos ojos castaños y unos sucios rizos color carbón que tiznaban su rostro de ilusión. A fin de cuentas, veníamos de perderlo todo, salvo las ganas de olvidar. Corrimos sobre la nieve, la una hacia la otra, hasta fundirnos a la par.

La conocí en un bar de carretera; eran las seis de la mañana.
 
Nos despertó un nuevo día, allá en el otro lado, allá en el fin del mundo.
 
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lunes, 12 de septiembre de 2016

Cruz Silveira 5. Hienas


Bang!
 
El estampido retumbó en la espesura de los morros y una miríada de aves multicolores cubrió el cielo en la pequeña cala.
 
Vargas era un purista y, desde que estaba en la academia de policía, se había mantenido fiel a su pequeño Taurus, a pesar de que, en la Federal, disponían de un equipamiento actualizado. Nunca había sido amante de las armas pero era un excelente tirador. Siempre decía que seis balas eran más que suficientes para defenderse, pues ellos no eran cazadores; más bien carroñeros, como las hienas, que se alimentaban de las presas que otros mataban. Hienas y leones, simbiosis perfecta de enemigos implacables.
 
Un proyectil del 38 especial salió del ánima estriada del cañón y alcanzó su objetivo en lo que dura un pensamiento.
 
 
Dos semanas hacía del tiroteo de Santos, cuando sobre el cuerpo de El Argentino se halló el arma que, en el secuestro de Roxanne, había disparado al hombre de Figlione; el arma de quien, presuntamente, había fracasado en su intento de liberar a la viuda. Identificado el último pistolero, Jefatura dio carpetazo al asunto, sin detenerse en detalles irrelevantes que Mauro se obcecaba en revelar. Para un cazador, el arma era un elemento esencial, ejecutor y probatorio al mismo tiempo; no así para el carroñero, para quien el cuerpo era la certeza del crimen y la fuente de información. Y aquel cadáver le decía a Vargas que las balas que alojaba, también pertenecían al arma que portaba. Claramente faltaba una pieza en el tablero y, la conversación que días antes había mantenido con el viejo sicario, el trato que les había servido en bandeja a Cortés y al colombiano, le daban la respuesta.
 
Dos semanas había tardado en localizar a Cruz. Todavía se sorprendía de lo fácil que había sido. A través de la Secretaría da Receita Federal encontró un piso a su nombre en Liberdade, el barrio chino de São Paulo; a fin de cuentas, hasta los asesinos pagan impuestos, se dijo. Evidentemente, se trataba de una tapadera, pero en el trastero de la vivienda halló una lata de aceite para embarcaciones y, mediante los registros oficiales, averiguó donde amarraba una chalana cuyo nombre no dejaba lugar a dudas.
 
La Roxanne era una vieja embarcación de transporte rehabilitada que reposaba su barriga en las aguas del Guarapiranga, cerca de Santo Amaro, camuflada entre palos y jarcias de porte más altanero. Vargas la visitó al abrigo de la noche y revólver en mano, porque al policía no se le escapaba lo peligroso que podía ser aquel tipo. Aunque sí lo hacía la respuesta a la pregunta más obvia: ¿Qué le había empujado a llegar él solo hasta allí? Quería pensar que cierto sentido del deber le impelía a no dejar que un individuo de semejante calaña pudiese librarse de la justicia, pero en su fuero interno sabía que aquello era más bien una cacería personal, relacionada con cierta mujer cuyo nombre, pintado en la popa, era la pieza a cobrar. Otra cuestión era discernir quien era el cazador y quien el carroñero.
 
En aquella embarcación, Vargas había encontrado las pruebas de su teoría. Numerosas fotografías, algunas de él mismo, junto a recortes de prensa, copias de documentos, planos, mapas y anotaciones hechas con rotulador se dispersaban en un caos organizado, clavadas en el mamparo interior. Las deducciones se abrieron camino en su cerebro como el filo de un cuchillo. El asesinato de Salvador Sousa, la intervención durante el secuestro de Roxanne, las pruebas que permitieron enchironar a Figlione; todo ello tenía a Silveira como actor principal. Él había sido el objetivo del mafioso por su relación con la viuda. Al principio pensó que la intención del sicario había sido liberarla, habiendo resultado herida de muerte durante el tiroteo, sin embargo, ahora sabía que fue el propio Silveira quien quiso matarla. Se libraba del chantaje y de los chantajistas, aparte de desquitarse de Figlione mediante los documentos de la caja de seguridad. Todo pensado con la meticulosidad de un asesino profesional. Roxanne era su último objetivo, un testigo molesto que había que eliminar por encima de todo, incluso de su obsesión por ella. Y el círculo en torno a su paradero se estrechaba. Tal vez Silveira ya la hubiese localizado.
 
Había conducido toda la noche hasta São Sebastião y, desde allí, un ferry le había trasbordado a Ilhabela. Una avería inoportuna le obligó a alquilar un nuevo automóvil y, mientras el horizonte se encendía, seguía la línea costera por la sinuosa pista que atravesaba el corazón de la isla. Muchas veces había recorrido aquel camino en los últimos meses pero ninguna con tanta urgencia. Urgencia por comprobar que todo iba bien, pero también por ahuyentar los fantasmas que se habían instalado en su mente, por saber realmente qué se ocultaba entre Cruz Silveira y su protegida, qué era lo que, por temor o por ignorancia, nunca había mencionado sobre quien, supuestamente, no era más que un amigo de la juventud y empleado de su esposo. Sea como fuere, aquella mujer había logrado trastocar su vida y ahora no podía apartarse de ella, ni de sus circunstancias.
 
Antes de llegar a la casa, sin embargo, detuvo el coche al borde del camino y vomitó. Vomitó los restos de su propio mundo y, por un momento se sintió abandonado. Abandonado por su código de valores; el que le impedía servir a otra ley que no fuera la que había jurado; por sus principios, por su lealtad, por su integridad. Y entonces se aferró a lo único que tenía: unos rizos oscuros que se escapaban entre sus dedos.
 
Desde aquel punto del camino podía divisar, entre la espesura, la pequeña Praia das Enxovas y, en ella, la casa en la que Roxanne disfrutaba de su nueva vida. En lugar del anonimato en una bulliciosa ciudad había preferido un retiro tranquilo. El lugar elegido era la cala más recóndita en la costa oriental de aquella isla, parque natural en su mayoría. Pero lo que llamó su atención no fue lo idílico del lugar, sino el automóvil estacionado junto a la casa. O Roxanne había llamado a un taxi o, lo que era peor, tenía visita. Es decir, Silveira había llegado antes que él.
 
Cuando Vargas llegó a la casa, el auto ya no estaba junto a ella. Cada vez más alterado, recorrió todas las estancias una por una pero tan sólo logró confirmar lo que ya sospechaba: Roxanne había desaparecido. No sabía qué hacer, se rascó la frente con el cañón del arma y giró entre los dedos de forma compulsiva la piedra de amatista que guardaba en el bolsillo. Salió al exterior, circundó la casa y llamó a gritos a Roxanne, olvidando ya toda precaución. Desesperado y sudando por todos los poros, bajó a la playa. Entonces lo vio. En la parte que ocultaba el cobertizo anexo a la casa, estaba el auto que había divisado desde la carretera. Su corazón se detuvo durante un segundo, pero no por ese hallazgo, sino por la sombra que surgió en la arena, a sus pies.
 
El sombrero fedora y la mano empuñando un arma la hacían inconfundible. Vargas levantó las manos hasta la altura de la cabeza, pero no soltó el gatillo del revólver. Por alguna razón, entendía que Cruz no le dispararía por la espalda.
 
 
Bang!
 
Un proyectil del 38 especial salió del ánima estriada del cañón y alcanzó su objetivo en lo que dura un pensamiento.
 
 
Cruz Silveira había sentido realmente que todo su mundo se desmoronaba después de la muerte del argentino. No por remordimientos. Éstos habían salido de su alma como aquella primera bala lo había hecho de su arma para matar en Copacabana. El Argentino le había traicionado y, en todo caso, Cruz no podía saber que su Browning estaba descargada antes de encañonarle. También podía haberle disparado de forma no letal pero, dicen que el hábito hace al monje o… al cazador. Sin embargo, sabía que Figlione iría a por él. Sabía que Vargas iría a por él. Toda la puta mafia pensaría que el soplón de Cortés era él. Toda la puta bofia pensaría que, para mantener tranquila a la mafia, necesitarían un «cabeza de turco». Conclusión: había que largarse.
 
Desaparecer, sí. Pero no así, sin más. Antes había que cortar algunos flecos. Uno de ellos era Vargas y, el otro, Roxanne. Ella era lo único que podía salvarse de aquel mundo que se desplomaba a su alrededor. Lo único que merecía la pena salvar. Vargas era el cabo que había que cortar para hacerse a la mar; la hiena que se alimentaba de su caza… pero que ahora le iba a ayudar.
 
Fue más fácil de lo que esperaba. Sólo tuvo que poner el cebo, y el policía picó. En el piso de Liberdade dejó la primera pista, sutil como para no resultar obvia pero suficientemente clara para no ser equívoca. El escenario de la chalana lo preparó a conciencia. Vargas perdió el culo en su prisa por llegar hasta Roxanne. Tanto es así que se olvidó de ser precavido. Siempre se había desplazado en helicóptero en sus encuentros con Roxanne, lo que hacía imposible seguirlo, pero Cruz sabía que, después de ver lo que había preparado para él en el barco, no perdería tiempo en esperar a que le preparasen la aeronave. Una vez en el ferry, tan sólo tuvo que hacer un par de llamadas. Una para saber de cierta casa alquilada en la isla y otra para crear un incidente que retrasase la salida de Vargas. Obtener ventaja era fundamental pues tenía que llegar a Roxanne antes que él.
 
Sin embargo, todo se había complicado… Cuando escuchó el coche de Vargas bajando hacia la casa, ocultó el suyo tras el cobertizo y esperó. Ahora estaban allí los dos, solos en la pequeña cala.
 
Oh, deixe…eu só quero falar com ela—suplicó Mauro.
 
Bem, você terá que entrar na fila...
 
Vargas comprendió. Por alguna razón, todavía desconocida, Roxanne se había marchado antes de la llegada de ambos.
 
Espere, eu posso levá-lo com ela… —dijo, intentando ganar tiempo.
 
Não, você não pode.
 
El movimiento fue imperceptible.
 
Bang!
 
Un proyectil del 38 especial salió del ánima estriada del cañón y alcanzó su objetivo en lo que dura un pensamiento…, incrustándose entre los omoplatos del policía con la desviación exacta para reventar su corazón.
 
Mauro Vargas cayó de bruces sobre la arena. La espuma salada de una ola besó sus labios y, antes de perder la consciencia pensó que le hubiera gustado fumarse un último cigarro.
 
Cruz Silveira arrojó a la arena el pequeño Taurus que había encontrado en el dormitorio de Roxanne, junto al arma gemela que Mauro todavía empuñaba, y observó cómo el agua del mar se teñía de rojo bajo el cuerpo del federal.
 
«No es digno matar a un hombre por la espalda», le hubiera dicho El Argentino. Pero no hay nada digno en matar; lo único digno es sobrevivir. Y a fin de cuentas, El Argentino estaba muerto.
 
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