Siempre se dijo que Carabanchel era un barrio de transición. De la calle al infierno. Por eso quizá no tenía muchos visitantes. Eso sí, los que llegaban, se quedaban por una larga temporada. Cuando a la pregunta «¿Dónde vives?», la respuesta era «En Carabanchel», la siguiente cuestión que, indefectiblemente se planteaba, era «¿Y qué has hecho?». Todo esto tenía un solo motivo, y era la ubicación en el barrio de la cárcel provincial. Fuera de eso, Carabanchel pasaba por ser uno más de los suburbios marginales de Madrid.
Corría el 69 cuando mis padres y yo llegamos a la urbe, huyendo, como tantos otros, de las pésimas condiciones del mundo rural. Yo tenía cinco años y, solamente el hecho de pisar asfalto, y con zapatos, ya era nuevo para mí. La ciudad me deslumbraba, me atrapaba en su red y, todo lo que pasaba en sus calles me resultaba increíble, desde el paso de los basureros saltando en marcha a la trasera del camión, a la leche fría y empaquetada en bolsas de plástico.
Aquel primer año, mis tíos nos hicieron sitio en su pequeño piso, que también hacía las veces de sastrería. Mi padre se dispuso a buscar trabajo al tiempo que mi madre ayudaba en el taller familiar. Mientras mis primos jugaban entre ellos, haciendo carreras de coches en un circuito con «chicane» o construyendo castillos con pequeños cubitos encajables, yo me sentía igual de fascinado con las melodías que extraía de un viejo xilófono, los jaboncillos rosas y azules con los que mi tío dibujaba en las telas o las enormes tijeras, tan largas como mi brazo, con que las cortaba.
Sin embargo, lo que más entretenía mis tardes, después del colegio, eran esas vistosas colecciones de cromos, de fútbol, de armas, de naturaleza o de historia. El duro que mi tío nos daba de propina, acababa siempre en el bolsillo de don Ricardo, el regente de la papelería que más frecuentábamos, un minúsculo establecimiento que pasaba desapercibido en el rincón más oscuro de nuestra calle. Su escaparate era el único reclamo que le permitía escapar a la invisibilidad. Era imposible pasar por delante y no detenerse a contemplar la variedad colorista de objetos de escritorio, revistas gráficas y libros, maquetas de barcos y aviones, recortables de Mariquita Pérez, juguetes y un sinfín de objetos imposibles de clasificar.
La Navidad del 76, me cogió con la punta de la nariz y las manos apoyadas en el escaparate de don Ricardo que, festoneado con guirnaldas y bolas de colores, se hacía aún más atrayente si cabe. Y es que allí, en medio de todos los objetos increíbles, se hallaba el tesoro que, desde hacía varias semanas, venía llenando mis sueños hasta la obsesión. Un auténtico Casio digital, con pulsera metálica y sumergible. Muchas cábalas nos hacíamos sobre la presencia de aquel precioso objeto en medio de lápices y cartulinas, pero todas ellas acababan en la misma conclusión: lo inalcanzable de su adquisición. Aquel año, sin embargo, por alguna razón que entonces desconocía, los Reyes Magos, que tan generosos se mostraban siempre con mis primos, decidieron hacer un reparto más equitativo y dejaron en mi calcetín el anhelado objeto de mis sueños.
El primer día de clase, después de Navidad, con mi Casio digital en la muñeca, el mundo aparecía de otro color ante mí. Notaba las miradas de envidia y yo me sentía henchido como un pavo real. Mi madre me había dicho: «No te lo lleves al colegio, que la envidia es muy mala» Pero es que yo, en lo más profundo y por una vez en la vida, quería ser envidiado, aunque luego tuviese que arrepentirme.
En mi colegio, el «Nuestra Señora de los Cautivos», el concertado del barrio, se daba cita la descendencia de lo menos granado de la sociedad carabanchelina. El vandalismo, las peleas y todo tipo de incidentes, estaban a la orden del día. Por eso, a la salida, solíamos ir siempre en grupo, como los cabestros, tratando de evitar el encuentro con alguna de las muchas bandas callejeras que pululaban ociosas en busca de alguna víctima que desvalijar. Y eso fue precisamente lo que pasó aquel día, una semana después de estrenar mi reloj, aciago día en el que salía con retraso debido a un inoportuno castigo.
Ya los había visto moverse por la calle e intenté esquivarlos por un callejón. Error de novato, pues ellos advirtieron la jugada y me acorralaron en una zona protegida de miradas indiscretas. El cabecilla, que tendría unos años más que yo, me habló con fingida cordialidad.
—¡Vaya peluco más guapo! ¿Me dejas que lo vea?
—¡Bah!, es una mierda—contesté, intentando parecer tranquilo—, ni siquiera funciona bien.
—¡Ehh! ¿Qué crees, que te lo voy a mangar?—dijo, haciéndose el ofendido—, que yo no soy gitano… Pregúntale a estos…
«Estos» eran otros tres tíos con cara de pocos amigos que me rodeaban a escasos centímetros de distancia.
—Nooo, que va…—intenté excusarme, comprendiendo que lo tenía difícil—. Si es que no funciona bien… Atrasa.
—A ver, déjame que lo vea, joder—insistió, agarrándome la muñeca—. ¡Hostia, tú!, ¡qué guapo!… ¿Esto en que muñeca se pone, en la derecha o la izquierda?... A ver si va a ser eso y eres tú, que lo estás mirando del revés.
Los otros tres le rieron la gracia.
—¡Claro, tío! A ver, pasa, déjame probarlo—dijo, sin soltarme—.
Intenté resistirme escondiendo el brazo detrás de la espalda, pero sin mucha convicción. Casi sin darme cuenta, mientras yo forcejeaba con sus compinches, él me había soltado la pulsera del reloj y se lo había colocado en su muñeca.
—Oye… y tú, ¿no eres muy enano para llevar un peluco así?—soltó divertido, mientras admiraba mi reloj en su muñeca—.
—Me lo regalaron en Reyes—objeté poniendo gesto lastimero, no fuera que tuvieran una pizca de compasión—.
—¿Sí? No me digas—empezó él, poniendo el mismo gesto que se podría a un niño pequeño pillado en una mentira—. Entonces, es mejor que te lo guarde yo, hasta que crezcas…
—No creo que… sea una buena idea—intenté objetar, ya casi ensuciándome los pantalones—.
—Sí que lo es—afirmó con rotundidad—. Mira… Cuando te hayan bajado los huevos, vienes y me lo pides.
Me hubiese gustado continuar el relato hablando de una llave de judo, de esas con las que Luismi, el de octavo, fardaba tanto en el patio, de un desigual combate entre cuatro pringados y un experto luchador y un final con la frase «Y ahora, me devuelves el puto reloj». Pero no. El pringado era yo, por creer que se podía llevar un Casio-digital-metálico-sumergible, con doce años de edad, metro y medio de estatura y gafas de pasta. Eran cosas incompatibles en Carabanchel.
Y lo seguían siendo seis años después, cuando yo, por mucho que tuviera algunos centímetros más de altura y gafas con cristales que se oscurecían con el sol, no dejaba de ser el mismo pringado. Si el 69 corría, el 82 volaba. El partido socialista ganaba las elecciones, el Papa nos visitaba, jugábamos el mundial de fútbol en casa y hasta venían los Rolling Stones. Sin embargo, en Carabanchel, el único hecho mencionable fue cuando algunos presos de ETA cavaron un túnel bajo la cárcel con la intención de fugarse.
Yo malograba mi vida intentando terminar el bachillerato. Tenía el turno vespertino y regresaba del instituto caminando con mi amigo Toño, que vivía cerca de mí. Aunque lo de amigo era en un solo sentido, el que a él le interesaba. Toño era un tío sobrado de sí mismo, repetidor profesional, egoísta y manipulador, que siempre se había servido de esa supuesta amistad, la mía o la de cualquiera de sus compañeros, para lograr lo que quería, ya fueran trabajos de clase, información, coartadas o, como en mi caso, alguien a quien contarle todas las películas de su vida. Porque si algo le gustaba a Toño era inventarse vidas. Ya casi nadie en clase creía sus mentiras, pero a él no le importaba con tal de contar con algún oyente, interesado o simplemente curioso.
Aquel día, la historia era sobre su renombrada novia universitaria, esa rubia despampanante, dos años mayor que él y ex pareja del Cacho, uno de los jefes de banda más chungos del barrio. No en vano le llamaban Cacho por el pedazo de oreja que, según decían las lenguas que se atrevían, llevaba colgando del cuello, en recuerdo de una pelea en la que se la arrancó de un mordisco al jefe de otra pandilla.
Como decía, Toño no sólo elucubraba con llevarse al huerto a una piba estratosférica sino que, además, pretendía hacernos creer que se la había robado al tipo más peligroso de Carabanchel.
Cierto día, cruzando uno de los puntos negros de nuestro recorrido diario —esos donde, si te pillan, no hay escapatoria— nos salió al paso una banda, y no de músicos precisamente. Si acaso, tocaban a réquiem. En su paso rápido y decidido podía verse que su intención no era el atraco, pues solían disfrutar del momento con reposada crueldad.
—¡Eh tú, el ganso!—dijo el líder de la pandilla, levantando la barbilla hacia Toño, que le sacaba una cabeza—¿Qué coño hacías el otro día con mi jari?...
Vi el miedo en el rostro de mi amigo.
—No, no, a ver… —balbuceó—, yo sólo hablé con ella… No sé, sería por algo de clase…
—¿De qué clase?... ¿La de los gilipollas?... Dicen por ahí que me la has levantado, y tú no me levantas ni la polla…
Hubo unos segundos de indecisión, pero como Toño hiciese el amago de huir, los cuatro tíos se nos echaron encima. Toño intentó zafarse, pero se llevó una patada en la entrepierna que le quitó el resuello. Entonces cometió el error de su vida; sacó una navaja del bolsillo, de esas pequeñas, plateadas, que jodían más por lo que brillaban que por lo que cortaban. Y fue un brillo mortal, porque otras tres navajas se hundieron a un tiempo en su carne. ¡Chas!, ¡Chas!, ¡Chas!, los filos entraban y salían una y otra vez, provocando chorros de sangre que teñían su ropa y la acera bajo nuestros pies. Mi corazón pasó, de latir con furia, preso de pánico, hasta casi detenerse, muerto de terror. Resbalé en la sangre de Toño y caí de espaldas. Varias patadas me obligaron a levantarme y, justo cuando uno de ellos me agarraba del cuello de la camisa para acercarme a su estilete, una mano le detuvo.
—¡Eh, eh, eh! ¡Quietos!... A este tío le conozco… —dijo el único que había hablado hasta ese momento, apartando a su compañero y mirándome a los ojos—. ¡Tío! ¡Qué peluco más guapo!... Todavía lo llevo, mira.
Una enorme sonrisa, que a mí se me antojó diabólica, se abrió en su rostro como una herida. Yo sólo movía la cabeza a un lado y otro en un espasmo nervioso.
—¿Qué hacías con éste?… ¿Es tu amigo?
—No…, creo que no.
—¡Pues cagando hostias!—apremió—, antes de que lleguen los maderos.
Allí quedó Toño, agarrándose las tripas mientras su sangre corría, haciendo regueros cuadriculados en los baldosines de la acera.
Dos meses después volvió a clase, pero nunca volvió a jactarse de según qué cosas. El Cacho y su banda de navajeros acabaron en Carabanchel —en la prisión— por otras movidas que no vienen al caso y, como dicen que hay que tener amigos hasta en el averno, yo me sentí afortunado.
Veinticinco años viví en aquel barrio. «De Madrid al cielo y… de Carabanchel al infierno», solían decir. Yo nunca bajé tan profundo, pero sí me asomé muchas veces a la boca del pozo y, aunque suene tópico el decirlo, aprendí cosas sobre la vida que no se enseñan en las universidades.
En la actualidad, la prisión del régimen franquista ya no existe y las viejas casas del barrio se han convertido en refugio de inmigrantes. Cuando paseo por sus calles, todavía veo las manchas de sangre en la acera, que sólo borraron mil lluvias. Pero también veo el escaparate de la vieja papelería de don Ricardo, al Tocho y al Rizos cambiando cromos de Mazinguer Z, la tienda de ultramarinos, la sonrisa de Rosalía cuando le daba parte de mi bollo, la bodeguita del riojano, a los basureros pidiendo el aguinaldo, a mi madre llamándome para cenar desde el balcón, los billares Las Vegas, las portadas de Intervíu en la trasera del kiosco, el descampado de la palmera, a Pablito en su bici nueva, a la hermana de Pablito, el camión del canódromo encajado en la calle Angostura, a mis primos y a mí volviendo loco al vecindario a base de petardos de a peseta… Porque, a fin de cuentas, en el barrio, como en la vida, nos dejamos un trozo de piel y un trozo de corazón.