lunes, 17 de agosto de 2015

Billete de vuelta

 

A Malena le gustaba imaginar historias.

No es que su trabajo en el mostrador de Aerolíneas tuviese demasiados alicientes, pero al menos contaba con la ventaja —o así se había acostumbrado a verlo ella— del breve contacto, escueto y rutinario, que continuamente mantenía con cientos de personas tan diferentes, cuyo común denominador era el hecho de estar a punto de iniciar, quizás para ellas, un monótono viaje pero que a Malena se le antojaba la más excitante de las odiseas.

 
A sus cuarenta y tres años de edad, con tres hijos a cuestas y un apático marido, administrador de una empresa de reformas del hogar, aún no se resignaba a asumir su papel en una cómoda y prefabricada vida, aunque de momento sólo pudiese proyectar sus sueños en las maletas de somnolientos viajeros que partían hacia insospechados y exóticos destinos.

Ante ella se presentaba ahora una pareja, a todas luces recién casados, dispuestos a tomar un poco estimulante vuelo a Santo Domingo; pero tras ellos esperaba un hombre joven de aspecto mucho más interesante, con zamarra azul oscura de cuello erguido y un par de viejas maletas en el carro portaequipajes.

El rostro curtido de aquel hombre parecía transpirar determinación, y hasta Malena llegó el aroma de lo que su mente viajera identificó al instante como la indómita pasión por la aventura. Unos ojos de un verde añejo parecieron escuchar sus pensamientos y se fijaron en ella de un modo intenso y halagador.
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La mirada cálida y penetrante de aquellos ojos oscuros combinada con una agradable sonrisa de protocolo tuvieron en Álvaro un efecto relajante, evocador, que lo llevó en décimas de segundo a unos días atrás, cuando su mundo se volvió del revés para enseñarle la cara de un destino que no había visto hasta ese momento con la misma nitidez con que veía esos bonitos ojos negros de la encargada de billetería, y mientras esperaba su turno aún tuvo tiempo para retroceder mentalmente más lejos en el tiempo.


Tenía diecinueve años cuando emigró.

Parecía tan lejana aquella excitante y soleada mañana de junio en el puerto de Vigo, cuando embarcó en el vapor «Tucumán», llevando en el bolsillo la «carta de llamada y el permiso de desembarque que su tío Alberto le mandara desde Buenos Aires.

Cuando papá murió y sus hermanos —los que quedaban en casa— buscaron su propia vida, Álvaro tomó plena conciencia, quizá por primera vez, de que le quedaban pocas opciones. Mamá ya no estaba para muchos trotes, y el pago de los arriendos se ponía cada vez más cuesta arriba. Trabajar unas míseras parcelas con la única compañía de su madre se convertía en una perspectiva poco halagüeña para un joven de su edad.

Por eso escribió a su tío y, unos meses más tarde compraba, con lo único que su padre le había dejado y lo que sacó de vender las cuatro vacas y los cerdos, un billete de ida.

Sabía que no hacía otra cosa que no hubieran hecho tantos gallegos antes que él: sacaba un pasaje hacia una nueva vida. La gente de allá decía que las cosas estaban difíciles, que no daban los duros a pesetas, pero él era fuerte, voluntarioso, con ansias de aventura. Trabajaría en lo que hiciera falta, y podría enviarle dinero a su madre, y algún día, ella podría ir junto a él, para vivir el resto de su vejez sin tener que doblar la espalda para desgarrar una tierra, empapada por la lluvia, que ni siquiera le pertenecía. Serían libres los dos. Él llevaría a cabo el sueño que su padre nunca se atrevió a materializar.

Cuando llegó a Buenos Aires, su tío le estaba esperando en el puerto para conducirle a casa. De camino le habló de los peligros de «La América», del ahorro, de la política, del bar. Álvaro escuchaba sin entender, mientras sus ojos se abrían al máximo intentando abarcar la inmensidad de cuanto veía, deslumbrado, aturdido por aquel mundo tan distinto de la tranquilidad de sus valles.

Allá todo, absolutamente todo, era muy diferente. Le parecía haber caído dentro de un torbellino que no le dejaba orientarse y que le alejaba cada vez más de su origen. Durante unos meses trabajó con su tío, en el bar, compartiendo también su casa y su familia. El día que libraba se iba al puerto, a escuchar a las gaviotas y a los barcos —pensando que parecía mentira que hubiese tenido que cruzarlo para ver por primera vez el mar—, o paseaba por los numerosos parques porteños, lejos de la algarabía de las grandes avenidas.

Algunos días, su primo lo llevaba por Corrientes a tomar unos chatos, o a ver una película al cine Gloria. Julio era unos años más joven, pero sabía moverse en el «subte», hablaba de fútbol como nadie, conocía calles y garitos desde Colón a Entre Ríos y, en fin, era de Buenos Aires. Él, en cambio, seguía siendo de la aldea a pesar de tener un trabajo con horario fijo, de ponerse ropa limpia y zapatos casi todos los días, de caminar por aceras enlosadas o de subir en el tranvía.

Un buen día se levantó decidido a sacudirse la «morriña». Dejó el bar de su tío y se marchó. Trabajó en las calles de Caracas como vendedor ambulante, y en los pozos de petróleo. Viajó por los llanos representando a una fábrica de tejidos.

Y conoció a María.

Juntos volvieron a Buenos Aires, a una pensión de Chacabuco y a un trabajo regular.

Fue como dejar que se posase de nuevo el polvo de los recuerdos. Álvaro había intentado por todos los medios hacerse a las nuevas tierras, pero lo cierto es que, desde que regresaron a la capital del Plata no dejaba de ir varias veces en la semana al Centro Gallego. María lo había amado con pasión mientras patearon la pampa, e incluso ahora que tenían una vida mucho más estable, ese amor no había disminuido un ápice. Sin embargo, se daba cuenta de que siempre tendría que compartirlo con esa añoranza, esa melancolía que acompañaba a su hombre como una sombra.

El carácter de María, directo y abierto, dulce e inflexible al mismo tiempo, hizo las veces de chispa en el polvorín que llenaba la mente de Álvaro, provocando conscientemente la ruptura de las fuerzas que mantenían atado su espíritu. Poco a poco, Álvaro llegó a ver en su escapada de Buenos Aires, años atrás, la tímida y secreta ilusión de encontrar los valles que le transportaran al otro lado del mar, de oír en los lejanos ecos de las montañas el suave lamento de las gaitas, de sentir que, de alguna manera, seguía estando en casa.

Con el tiempo, en la balanza de su vida, la aventura y el futuro fueron bajando en el plato mientras que subían los recuerdos, la añoranza de algo que no se resignaba a perder sino que, muy al contrario, parecía atenazar su alma con más fuerza cada día.

Hasta que ya no pudo más.

Intentó convencer a María para que volviese con él pero ella le hizo ver, como siempre con su visión tan clara, que ello no haría más que invertir los papeles. Le confesó que no quería que se fuera, pero que tampoco se lo impediría. Álvaro supo que así era.

Dejar a María fue lo más duro, aunque últimamente estaban un poco distanciados. En cualquier caso la decisión estaba tomada y si algo lamentaba era haber esperado tanto. María no fue a despedirle al aeropuerto. Álvaro apartó su imagen de la mente y recordó las últimas cartas de su madre. A ella tampoco había conseguido nunca convencerla para cruzar el charco y reunirse con él. Era como si todos hubiesen tenido siempre razón salvo él. Miró hacia delante y pensó en su vuelta a casa, de nuevo con un billete de ida.

 
—Buenos días, señorita. ¿Tiene un billete a nombre de Álvaro Ponte?... Un billete de vuelta.

—Un momento, por favor —contestó ella con amabilidad mientras tecleaba en su terminal—. Álvaro Ponte, sí, aquí está... Pero su billete es sólo de ida. Si quiere reservar la vuelta puede hacerlo ahora o bien cuando usted desee...

—Sí, sí, perdone; es que para mí, éste es un billete de vuelta.

—Aquí tiene. Compruebe sus datos y pase a facturar sus maletas en los tres últimos mostradores. Que tenga un feliz viaje.

—Muchas gracias, y usted que tenga un buen día.

Echó un último vistazo a esos cálidos ojos oscuros y creyó ver en ellos un atisbo de complicidad, como el que sintiera en la mirada de María meses atrás, justo antes de su separación.


Cuando volvió a ver desde el aire esos campos añorados de su niñez, un escalofrío recorrió su cuerpo de arriba abajo varias veces y unas intensas ganas de llorar inundaron su alma de forma irrefrenable. El día era brumoso, como él siempre recordaba, y las calles de Santiago en aquel atardecer, reflejaban las luces doradas de los faroles mientras las gentes paseaban tranquilamente al cobijo de los soportales. Estuvo varias horas caminando bajo el «orballo», empapándose de nostalgia antes de decidirse a tomar un taxi que le llevase hasta su vieja casa del interior de Lugo, donde le esperaba su madre, su pasado, su identidad.

Aquellos primeros días de regreso al hogar fueron para él como una especie de ensoñación. Se fijaba en todos los rincones de la casa y se quedaba embobado, como si quisiera absorber de ellos todo lo que de su propia vida tenían, para recuperar los años de ausencia. Paseaba y visitaba sitios que en su vida había visto, como si estuviese descubriendo un mundo que siempre había tenido delante y nunca se había decidido a conocer en profundidad. Pasaba horas charlando con su madre o con sus vecinos, contándose recíprocas historias de tiempos pasados. Incluso alquiló un pequeño coche y se dedicó a recorrer las tierras de la costa.

Sin embargo, también anidaba en su alma otra sensación que no quería dejar salir, como si tuviese miedo a enfrentarse a ella. Muchas veces, cuando se relajaba y dejaba que su mente vagase, no podía evitar que volviese a otros recuerdos. Era como si, al dejar una vez sus amadas tierras y su hogar para buscar la aventura y la fortuna, hubiese vendido parte de su alma al diablo y éste quisiera cobrársela ahora injertando en ella la eterna inquietud que le impediría descansar en ningún lugar del mundo. Tenía la angustiosa sensación de haber perdido sus raíces.

De alguna manera, al haber conocido otros mundos, otras gentes y, sobre todo, a María, se había hecho un hueco en su corazón para albergar todo aquello, traicionando así a su propio mundo de origen, el que siempre debía haber llenado todo el espacio pero que, en un momento dado, también le traicionó a él, dejando que se abriera esa grieta por donde entró esa vida forastera.

A los pocos meses, como si con ello la vida quisiera darle la razón, su madre se rindió a la lucha que desde hacía algún tiempo mantenía con la enfermedad, la soledad y la melancolía. Unos días antes tío Alberto había escrito una carta interesándose por la salud de su cuñada y en ella le contaba asimismo que quería ampliar el negocio con un local en el nuevo centro comercial, donde María seguía trabajando de relaciones públicas.

Ahora, al pie de la lápida, bajo la mansa lluvia de agosto, Álvaro volvía a los cafés de Constitución junto a María, a la vieja gramola tocando los tangos de Gardel, al mate cocido con vino y limón, al evocador sonido del mar y los barcos en el inmenso puerto de Buenos Aires. Ahora, al pie de aquella fría lápida que se cerraba inexorablemente, sabía que, junto a su madre, estaba enterrando lo que quedaba de su pasado.

Vendió la casa. Se despidió de su gente. Hizo las paces con el diablo. Recogió sus recuerdos personales y los guardó en una vieja maleta de cuero; una maleta que le acompañaría a donde fuera, como parte de sí mismo, pero que jamás le impediría vivir su propia vida en una tierra distinta, que aprendería a conocer y, por que no, a querer.


Guardó el billete en el bolsillo de su zamarra, empujó el carro del equipaje con decisión y se dispuso a facturarlo en el que sería su último viaje trasatlántico. Destino: Buenos Aires.

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Allá va —pensó Malena—. A saber que mundo de aventuras y correrías le esperan. Creo que algún día yo también dejaré todo esto y me iré.

Algún día.

 
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