lunes, 27 de agosto de 2018

Arandedo 6. La senda


Xenia extrajo de su bolsillo un pequeño frasco de cristal que contenía un ungüento oloroso preparado a base de muérdago, rosal silvestre, albahaca y romero, se arrodilló al lado de Suso y, humedeciendo un paño con el líquido, enjugó su rostro intentando reanimarle.
 
Cuando le confesó lo que sentía, en el desván de su casa, la joven también había abrigado la intención de poner de manifiesto, por muy difícil que le resultase, lo imposible de su relación. Fue incapaz de plantearlo con contundencia en ese momento pero, el mutismo de Suso al respecto en los días que siguieron le facilitó la tarea y le hizo pensar que no hacía falta justificar la ruptura de algo que no era recíproco, y supuso que bastaba con desaparecer de su vida sin más, para que él la olvidara al poco tiempo.
 
Sin embargo, una vez tomada la decisión de no volver a su cita diaria en el Arandedo, no pudo dejar de espiar, a través de los ojos de su fiel gavilán, la soledad del joven campesino en el valle y, poco a poco, fue comprendiendo lo que éste, por sí mismo, había sido incapaz de decirle en la intimidad de su casa. Por eso, en el momento en que Gran le anunció la presencia de su amigo en el bosque, Xenia supo que, ocurriese lo que ocurriese, tendría que aceptar sus propios sentimientos con la misma valentía que había impulsado a Suso a buscar un sueño perdido.
 
—¡Eres tú!... ¡Dios!... ¿Cómo?... ¿Cómo me has encontrado?—balbuceó Suso.
 
—No te preocupes de eso, descansa—le tranquilizó la joven—. Ahora ya estoy contigo.
 
Una extraña mezcla de paz y de ansiedad desplazó totalmente la angustiosa depresión en que había caído el campesino de Couto, y un montón de palabras se acumularon en su mente tratando de salir a trompicones.
 
—Como no bajabas... pensé que te pasaba algo... y... y se me ocurrió que podía ir a verte, pero no pensé que fuera tan difícil, de veras. Luego resbalé con algo y... me caí... ¡Casi me mato!... ¡Dios, que mal rato he pasado! ¡Creí que... estaba soñando cuando te vi!
 
—¿Dónde te duele?— le interrumpió Xenia afectuosamente.
 
—En la pierna. No puedo moverla—dijo él, llevándose las manos a la rodilla con una mueca de dolor—. La verdad es que me duele todo... y estoy bastante mareado.
 
—No me extraña...—observó la muchacha, viendo el alto y escabroso barranco por el que había caído su amigo—. ¡Estás loco!... ¿Cómo se te ocurrió la idea de meterte en el bosque?
 
—Es que... Bueno… ¡Qué carallo!... La verdad es que no podía aguantar más sin saber de ti. ¡Quería verte como fuera! Estos días,... aunque no te lo creas, te he echado de menos y...—mientras él hablaba, llevado por la excitación, Xenia manipulaba con manos expertas la magullada pierna, hasta que, con un chasquido seco, músculos y tendones quedaron colocados en su sitio, al tiempo que Suso, soltando un leve gemido, perdía de nuevo el conocimiento.
 
Consciente de que su amigo no podría llegar a ningún sitio por su propio pie, dejó a Gran encargado de velar su sueño y volvió a casa buscando un viejo carretón, un par de tablones y cuerda, con lo que improvisó una especie de trineo para poder trasladar, ayudada por sus animales, al joven campesino. Mientras caminaba al lado de la extraña yunta, Xenia no podía dejar de pensar en las últimas palabras de Suso, aunque antes hubiera fingido no darles importancia; y es que no se alejaban mucho de las que ella misma hubiese querido decirle.
 
Cuando volvió en sí, lo primero que notó fue que la luz había cambiado y que las duras piedras habían cedido su lugar a un mullido colchón de lana. Se incorporó a medias con un gran esfuerzo y entonces vio a Xenia: estaba en una esquina de la sala, preparando algo sobre una mesa llena de cacharros y rodeada de viejos estantes repletos de frascos.
 
—¿Y esto...? ¿Cómo es... que estoy aquí?—preguntó Suso con sorpresa y aún bastante aturdido—. Yo... estaba en el bosque, pero... no me acuerdo de nada más.
 
—Te traje yo... Perdiste el sentido—dijo la muchacha sonriendo y sentándose a su lado con una humeante infusión en la mano.
 
— ¡¿Tú sola?!—exclamó, escéptico, Suso.
 
—¡Claro…!—bromeó ella con ironía.
 
—¡Sí, ...bueno! De ti ya me creo cualquier cosa.
 
El joven campesino de Couto miró a Xenia con ternura, sintiendo la paz que irradiaba.
 
—Tenía muchas ganas de verte... ¿sabes?—comenzó—. Me acordé muchas veces de todo lo que me dijiste aquel día... Sobre lo que sentías cuando nos veíamos y todo eso... Y la verdad es que... a mí me pasa lo mismo... Aunque cuando por fin me decidí a decírtelo, ya no pudo ser…
 
»¿ Por qué no volviste al Arandedo?...
 
—Hasta hace poco... no pensaba que tú sintieras lo mismo... De todas formas, todo es mucho más complicado— objetó la joven, bajando la cabeza.
 
—¿Cómo más complicado?... No te entiendo.
 
—Todo esto... es imposible, Suso.
 
—¿Pero... por qué?... Podrías dejar de vivir aquí, sola, y venirte conmigo.
 
Xenia guardó silencio durante unos segundos.
 
—¡Anda bébetelo! Es una mezcla de malvavisco, manzanilla y otras hierbas. Te entrará mucho sueño, pero te dejará como nuevo—dijo al fin, tendiéndole el cuenco con la infusión.—Tú no puedes comprenderlo, pero... no puedo ir contigo. Ya te lo dije. Yo soy parte de estos montes. Tan sólo soy como tú me ves en ellos. En tu mundo no sería más que otro de tantos seres vegetales que pueblan las devesas y los valles... Al alejarme del bosque que me da la vida, tengo que sacarla de la tierra misma, como el resto de los árboles...
 
Suso interrumpió un sorbo, como si no quisiese seguir escuchando cosas que siempre escapaban a su capacidad de raciocinio.
 
—¡Pues entonces... yo me vendré a vivir contigo!
 
—No Suso... Tú no podrías vivir aquí. Éste no es tu sitio. Sé que serías incapaz de vivir preso de este bosque, sabiendo que, cuando quisieras volver, yo no podría acompañarte, siempre con la presión de un entorno que lucharía por echar de sus dominios a un intruso que quiere quedarse con su más preciado tesoro... Sé que acabarías por irte o por sucumbir... Y entonces me dolería muchísimo más.
 
—No sé... No sé... A lo mejor tienes razón… Bueno, seguro que tienes razón—admitió el muchacho totalmente abatido y con una angustiosa sensación de vacío en las entrañas—. Pero... ¿Por qué no puedo seguir, al menos, viéndote como antes?... O como tú quieras... Estoy hecho un lío, de verdad. No sé qué hacer, qué pensar... Sólo sé que te quiero más que a mí mismo. ¡Maldita sea!...
 
Los ojos de Xenia se humedecieron al ver la desesperación de su amigo que, lentamente, gracias a los efectos relajantes del brebaje, se iba dejando vencer por un curativo sueño.
 
—Ya lo sé...—dijo ella mientras arremolinaba el pelo de Suso entre sus dedos—. A mí me resulta tan difícil como a ti, pero si seguimos viéndonos, no haremos más que engañarnos a nosotros mismos y hacernos daño, porque..., tarde o temprano, habría que elegir... Pero no te preocupes... Tú me has dado algo que hasta ahora no conocía, y no pienso renunciar a ello.
 
—Mmmhh... yo... tampoco quiero... renunciar—murmuró Suso después de escuchar las enigmáticas palabras de la joven y justo antes de quedarse dormido.
 
Xenia tomó el cuenco que Suso tenía aún sobre su pecho y se fue hacia la mesa de las pócimas para dejarlo. Después salió al exterior, cruzó el porche y se dirigió a la primera línea de árboles. El sol estaba alto, y era el único momento del día en que sus rayos se filtraban verticales entre el enramado, salpicando el oscuro corazón del bosque de color. Allí, sumergida en aquel mundo verde, era consciente de su propia identidad. El cercano arroyo componía su canción entre las piedras, los pájaros silbaban la suya de rama en rama, y las hojas, movidas por el viento, susurraban un lenguaje que tan sólo Xenia era capaz de comprender, y que ahora escuchaba como el consejo de una madre y la reprimenda de un padre que no quieren perder a su hija.
 
Antes de conocer a Suso, todo era distinto. Su vida era clara y sencilla, como la de cualquier otro habitante del bosque al que pertenecía. Su destino, marcado por ese mismo bosque, era el resultado de una simbiosis mediante la cual, ella recibía la protección, el cariño y los medios necesarios para la vida, y a cambio, velaba por la seguridad del hábitat y por el bienestar de cada uno de los miembros de su gran familia. Cuando tuviese la edad, igual que su madre, y antes su abuela, concebiría una hija que continuaría su labor, y ella misma volvería para siempre al seno de su padre, dejando que la hiedra trepase impunemente por su cuerpo. Ahora, un nuevo sentimiento, profundo e inmenso, venía a complicar mucho más las cosas. Sabía que, cuando Suso se marchase, también se llevaría algo de ella, al tiempo que dejaría parte de sí mismo en esos bosques. Una parte que, en cuanto pudiera, volvería a buscar, aunque quizás no con tanta fortuna como la primera vez. En su interior todo había cambiado, y una ancestral característica humana surgía de lo más hondo de su ser. Tal vez no hubiese más que un destino, pero ella tenía la capacidad de elegir la senda.
 
Cuando volvía hacia su casa, junto a su amado, había tomado la única decisión que le permitiría estar junto a él.
 
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lunes, 13 de agosto de 2018

Arandedo 5. El bosque maldito


Después de todo lo que había pasado esa mañana, a Suso no le parecía nada increíble el que un erizo le estuviera guiando para salir de aquel intrincado laberinto verde. Ella misma había querido acompañarle, pero como el joven declinara cortésmente su ofrecimiento confiando en su sentido de la orientación, Xenia envió al animal por delante con indicaciones precisas, diciendo que le ayudaría en su camino. Ayuda sin la cual, luego tuvo que admitirlo, no hubiese podido llegar al valle.

Mientras caminaba en pos del inatacable bicho, Suso recordaba con satisfacción aquellas palabras con las que la muchacha le confesaba el amor que sentía, y con indignación el no haber tenido valor para decir que a él le pasaba lo mismo, que veía su sonrisa hasta cuando dormía y que le importaba muy poco que fuese persona, cosa o vegetal. Y es que siempre era lo mismo. Cuando sentía verdaderos deseos de expresar algo muy importante, una especie de bloqueo imposible de superar sellaba sus labios e incluso su mente. En este caso, aumentado por el hecho de saber lo que ahora sabía y el miedo irracional que ello le provocaba. Lo único que le consolaba era la esperanza de un próximo día y una nueva oportunidad… Pero, eso sí, tendría que decirle algo, lo que fuese, con tal de no dejarla igual que esa mañana, triste, borrada la eterna sonrisa de su rostro, como si reflejase la frustración de no haber encontrado respuesta a sus confidencias.

Cuando el erizo desapareció entre unos matojos del camino, cumplida su misión, Suso siguió caminando sin volverse, y no lo hizo hasta que llegó a la parte más alta y despejada del sendero que ascendía por la colina. Desde allí contempló el aterciopelado manto verde que cubría el valle, tan sólo roto por una oscura y sinuosa línea en su centro. Fuera de su vista, encajados allá abajo, estaban los pastos del Arandedo; y más allá, en algún lugar oculto entre toda esa espesura, la casa y el mundo de Xenia.

Se obligó a sí mismo a continuar la marcha y, a medida que se acercaba a su aldea, al mundo conocido, sus pasos se iban tornando más decididos, consciente de que ahora compartía un secreto vedado para todo el mundo. A pesar de todas sus dudas, de todos sus miedos, se sentía tocado por algo especial. Algo que solo le concernía a él. Cuando se despidieron aquella mañana, Xenia le dio un cálido beso en la mejilla y le dijo que el Arandedo siempre estaría entre los dos, como la unión de dos valles y como la barrera de un río. Sus palabras no llegó a entenderlas, pero aquella caricia de sus labios sellaría por siempre un nuevo sentimiento.

No había transcurrido una semana y ya la vida del joven campesino había cambiado por completo. Gumersindo Castelho intentaba descubrir la razón por la que su nieto le había traspasado descaradamente el pastoreo matutino del ganado mientras él desaparecía todos los días, su madre estaba inquieta por la repentina pérdida de apetito que sufría y todo el mundo se sorprendía al oírle silbar mientras se acicalaba por la mañana, cuando antes siempre salía de casa cabizbajo y en silencio sin preocuparse lo más mínimo por su aspecto físico.

Algunos años atrás, cuando todavía era el pequeño de la casa, harto de las burlas y travesuras de sus hermanos mayores, se le ocurrió la idea de construir, en lo alto de un robusto cerezo del huerto, una pequeña plataforma de madera, cerrada por tres de sus lados y cubierta con un tejado de ramas y paja, a la que se accedía por una escalera de cuerda que Suso enrollaba cuando subía. Aquél sería el refugio de su intimidad y sus juegos durante mucho tiempo, hasta que sus hermanos se marcharon y él pasó a tener otras obligaciones propias de la edad. Ahora, después de un largo abandono, había vuelto a limpiar y a arreglar la plataforma, y pasaba horas enteras subido en ella, olvidando por completo los inventos y creaciones de madera que habían ocupado todo su tiempo libre hasta hacía poco.

Uno de esos días en que todo era distinto; uno de esos días en los que creía haber reunido el valor suficiente para declarar todo aquello que sentía, Suso emprendía de nuevo el camino que atravesaba el sotobosque de la parte alta y las profundas forestas que conducían al Arandedo, libre de la comparsa vacuna que antes guiaba hasta sus pastos. Pero ya no recorría el monótono y conocido camino de siempre, sino que disfrutaba de un paseo en el que descubría, a cada paso, nuevas maravillas de la naturaleza que había aprendido a identificar, como las malsanas campanillas violetas de la dedaleira, la euforizante valeriana o herva-dos-gatos, la xesta o retama negra, que inmuniza del veneno de la víbora a las ovejas que la ramonean, el ajenjo y la artemisa, buenos para abrir el apetito y regular el ciclo menstrual, la venenosa hierba mora, de flores blancas y pequeños frutos oscuros y arracimados conocidos como «uvas de can», y una infinidad de otras plantas que estaba harto de ver, pero que tan sólo ahora empezaba a conocer.

Una vez en el valle, Suso se sentó en la orilla del arroyo, con la espalda apoyada en uno de los orgullosos chopos y dejando que los pies rozasen levemente la superficie cristalina del agua, sin volverse hacia el sitio por donde sabía que llegaría Xenia, como si no quisiese dar importancia a un encuentro que esperaba con impaciencia desde el momento mismo en que decidió hablarle con toda franqueza mientras la acompañaba de nuevo hasta su casa a través de aquel bosque, mágico para él, maldito para el resto del mundo.

Esa mañana Xenia no apareció.

Había bastado un día sin la presencia de la joven en el Arandedo para que Suso tuviera tiempo más que suficiente de darse cuenta de lo imprescindible que le resultaba ya su compañía. Pasó en vela una interminable noche llena de obsesivas imágenes y angustiosas divagaciones, convenciéndose a sí mismo de que debía poner toda la carne en el asador de una vez por todas, porque lo que sentía era más fuerte incluso que su asumida y dominante timidez, y al día siguiente estaba de nuevo como un clavo en el pequeño prado, tan nervioso como el primer día de escuela.

Pero todo fue en vano, porque Xenia no dio señales de vida.

El tercer día de largas e infructuosas esperas, mientras daba vueltas como un animal enjaulado por los sitios que antes habían recorrido juntos, destelló en su cerebro el relámpago de una descabellada idea: ir en búsqueda del pueblo perdido. Sin embargo, una razonada prudencia la desechó de inmediato.

Durante mucho tiempo estuvo machacando su torturada mente, buscando una posible explicación al hecho de que su amiga no hubiese vuelto por allí; desde un accidente, una enfermedad o cualquier otro motivo que le hubiese imposibilitado salir de su casa hasta que, simplemente, y por algo que escapaba a su entendimiento, hubiese perdido el interés por su compañía. La única conclusión que pudo sacar era que todo aquello no podía terminar así, aunque tuviese que ir a buscarla en ese maldito bosque.

Esa noche, el suave murmullo de la lluvia le hizo conciliar el sueño con más facilidad, pero no consiguió evitar, a pesar de su persistencia, que acudiera a la cita de todos los días en cuanto un nuevo y triste amanecer hizo su aparición. Cubriéndose apenas con un apolillado paraguas, Suso ignoró la intensa humedad de las piedras y se sentó sobre una pared, con las rodillas pegadas al pecho, esperando, como si esa espera fuese un fin en sí misma, como si todo el sentido de la existencia se concentrase en ese valle. Sus ojos, hipnotizados por el rítmico golpeteo de las gotas de agua en las piedras, en las hojas, en su paraguas, parecían taladrar la neblinosa espesura en busca de una luz que iluminase la oscuridad de su alma.

Seguía lloviendo cuando el joven campesino, totalmente empapado y abatido, se encaminó de nuevo hacia su casa. Estaba seguro de que la muchacha no habría aparecido en una lluviosa mañana como aquella, pero él tenía que superar su propia prueba. Ahora, sabía lo que tenía que hacer.

El sol aún pugnaba con la luna por alumbrar una nueva jornada y la lluvia, que duró un día y dos noches, había cesado hacía rato, dejando que el cielo clareara limpio y diáfano mientras Suso bajaba hacia los prados. Al llegar al punto donde siempre se sentaba a esperar, se detuvo y levantó la vista hacia las ondulantes ramas de los chopos. Un ave rapaz surcó el aire velozmente a gran altura. Quizás fuese ésa la señal que estaba esperando, pensó Suso, y continuó hacia el lugar por donde, días atrás, se internaba con Xenia en un mundo distinto y misterioso.

No iba a ser aquella una empresa fácil pero, ¿acaso tenía otra opción?, se obligó a pensar antes de dar el paso definitivo. Le había estado dando muchas vueltas, sopesando todos los riesgos. Recordó lo que su abuelo le contara, las palabras de Xenia, la vuelta junto al erizo guía, pero al final prevaleció el hecho de saber que ella estaba en algún lugar no muy lejano, esperando quizás que él la encontrase. Con los escasos datos que conservaba en su memoria y un parco sistema para no perderse, Suso creyó posible la victoria contra la leyenda del bosque.

Nada más penetrar en la inquietante foresta, el joven trató de recordar, con la mayor nitidez posible, la dirección que había tomado Xenia el día que él la acompañara. Según caminaba, fue dejando un rastro detectable, por si, llegado el caso, tuviese que retroceder o recomenzar en otra dirección. Al principio no fue demasiado difícil pero, a medida que avanzaba, la cosa se iba complicando. Los enormes y frondosos castaños parecían todos iguales. Las setas, los líquenes, el musgo... surgían espontáneos por doquier, transformando los caminos y vistiendo los troncos de los árboles. Los leñosos carballos elevaban sus imponentes mástiles hacia el cielo en una confabulación secreta para ejercer su dominio sobre cualquier ser que invadiese su reino. El viento susurraba entre las hojas su monótono lamento. Poco a poco, la maleza se iba cerrando cada vez más a su alrededor y los helechos, húmedos aún por la lluvia caída, se acercaban más y más empapando su ropa.

Al llegar junto a un retorcido y centenario roble que le resultó vagamente familiar, corrió hacia una pequeña loma desde la que creía poder divisar la zona de la cañada, pero sólo encontró más bosque. Desalentado, volvió unos metros sobre sus pasos y, cuando levantó la vista del suelo, ya no vio la arrugada y peculiar cara del viejo roble que le había servido de ayuda. Desde aquel nuevo punto de vista no parecía haber ningún árbol especial, diferente a los demás. Su corazón quiso detenerse un breve segundo para luego comenzar a palpitar con más fuerza. Anduvo en círculos alrededor de varios árboles intentando recuperar la perspectiva inicial, pero todo fue inútil; la situación no hacía más que agravarse a cada paso que daba.

¡Ni siquiera llevaba en el bosque media hora y ya se había perdido! ¡Inaudito! El pobre campesino no sabía si enfadarse más consigo mismo por ser tan incauto a la hora de marcar el camino o por no haber sabido reaccionar cuando tuvo la oportunidad en casa de Xenia.

Consciente de que no le sería nada fácil dar con la aldea, supuso que si buscaba una ladera y caminaba siempre en sentido ascendente, llegaría a un punto de máxima altitud desde el que podría ver el arroyo que le conduciría hasta ella. Sin embargo, después de subir durante un buen rato, Suso se percató, por la inclinación del terreno, que la pendiente volvía a descender sin que la masa de árboles le hubiese dejado ver tan siquiera si había coronado la cima de la colina más alta o bien había otras elevaciones más importantes alrededor.

A partir de ese momento, Suso comenzó a notar que los nervios retorcían sus entrañas y un sudor frío empapaba su piel. Ya no seguía una ruta marcada, deambulaba desesperadamente entre los árboles, buscando, no ya la dichosa aldea, sino simplemente una salida de aquel endiablado bosque. De repente, en pocos minutos, el aire se volvió más espeso y húmedo, el cielo se oscureció y una densa bruma comenzó a deslizarse subrepticiamente entre la vegetación. Era como si todo ello formase parte de una horrible conspiración. La excitación de Suso pronto se convirtió en miedo; un miedo irracional que le hacía ver ojos penetrantes observándole desde la espesura, caras grotescas en las cortezas de los robles, retorcidas figuras diabólicas en sus ramas; un miedo que le erizó el vello y le hizo perder la poca sangre fría que le quedaba.

Se esforzaba intentando ver a través de la niebla, que parecía haber engullido incluso el trino de los pájaros o el roce de las hojas movidas por la brisa. Ahora estaba solo con el amedrentado latido de su corazón y la jadeante respiración de sus pulmones, intentando evitar los garfios leñosos que enganchaban sus ropas, las retorcidas raíces que surgían del suelo para atraparle, los miles de dedos vegetales que querían tocarle y pegarse a su piel.

Corría alocadamente, sin rumbo ni dirección fija, volviendo la cabeza de continuo, hasta que, de repente, notó que algo bajo sus pies se movía y lo llevaba al fondo de un escarpado terraplén oculto bajo la niebla. A partir de entonces, sólo hubo oscuridad.

Pasó un buen rato hasta que Suso recuperó la suficiente consciencia como para darse cuenta de su situación. Se liberó torpemente de las zarzas que se habían enganchado a su ropa en la caída e intentó erguirse, pero en cuanto apoyó el peso del cuerpo sobre su pierna izquierda, un dolor lacerante le hizo caer de nuevo. Después de eso, el pobre campesino ya no hizo ningún esfuerzo por levantarse. Se quedó tumbado en el lecho de silvas y ortigas, ignorando la urticaria que éstas le habían producido en diversas zonas del cuerpo. Muy cerca de él, un pequeño insecto hacía vibrar una telaraña con sus agónicos movimientos, sacudiendo las minúsculas gotas de agua que habían transformado la mortal trampa en un rosario de finas perlas. No pudo evitar un escalofrío al pensar en la poca diferencia que existía entre la desdichada víctima y él mismo. Había puesto demasiado interés en que nadie supiera a donde iba todas esas mañanas y aun cuando lo echaran en falta, nunca supondrían que se hallaba en ese recóndito lugar, desconocido y maldito para todo el mundo.

Perdido, herido y sin esperanza alguna de ayuda, Suso sintió que las fuerzas le abandonaban, como si el bosque influyera letalmente en su ánimo y le hiciera vivir una pesadilla de la que era imposible salir. Una pesadilla en la que, hasta los recuerdos más agradables le martirizaban, en la forma de una familiar silueta que se dibujaba en la bruma.
 
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