Xenia extrajo de su bolsillo un pequeño frasco de cristal que contenía un ungüento oloroso preparado a base de muérdago, rosal silvestre, albahaca y romero, se arrodilló al lado de Suso y, humedeciendo un paño con el líquido, enjugó su rostro intentando reanimarle.
Cuando le confesó lo que sentía, en el desván de su casa, la joven también había abrigado la intención de poner de manifiesto, por muy difícil que le resultase, lo imposible de su relación. Fue incapaz de plantearlo con contundencia en ese momento pero, el mutismo de Suso al respecto en los días que siguieron le facilitó la tarea y le hizo pensar que no hacía falta justificar la ruptura de algo que no era recíproco, y supuso que bastaba con desaparecer de su vida sin más, para que él la olvidara al poco tiempo.
Sin embargo, una vez tomada la decisión de no volver a su cita diaria en el Arandedo, no pudo dejar de espiar, a través de los ojos de su fiel gavilán, la soledad del joven campesino en el valle y, poco a poco, fue comprendiendo lo que éste, por sí mismo, había sido incapaz de decirle en la intimidad de su casa. Por eso, en el momento en que Gran le anunció la presencia de su amigo en el bosque, Xenia supo que, ocurriese lo que ocurriese, tendría que aceptar sus propios sentimientos con la misma valentía que había impulsado a Suso a buscar un sueño perdido.
—¡Eres tú!... ¡Dios!... ¿Cómo?... ¿Cómo me has encontrado?—balbuceó Suso.
—No te preocupes de eso, descansa—le tranquilizó la joven—. Ahora ya estoy contigo.
Una extraña mezcla de paz y de ansiedad desplazó totalmente la angustiosa depresión en que había caído el campesino de Couto, y un montón de palabras se acumularon en su mente tratando de salir a trompicones.
—Como no bajabas... pensé que te pasaba algo... y... y se me ocurrió que podía ir a verte, pero no pensé que fuera tan difícil, de veras. Luego resbalé con algo y... me caí... ¡Casi me mato!... ¡Dios, que mal rato he pasado! ¡Creí que... estaba soñando cuando te vi!
—¿Dónde te duele?— le interrumpió Xenia afectuosamente.
—En la pierna. No puedo moverla—dijo él, llevándose las manos a la rodilla con una mueca de dolor—. La verdad es que me duele todo... y estoy bastante mareado.
—No me extraña...—observó la muchacha, viendo el alto y escabroso barranco por el que había caído su amigo—. ¡Estás loco!... ¿Cómo se te ocurrió la idea de meterte en el bosque?
—Es que... Bueno… ¡Qué carallo!... La verdad es que no podía aguantar más sin saber de ti. ¡Quería verte como fuera! Estos días,... aunque no te lo creas, te he echado de menos y...—mientras él hablaba, llevado por la excitación, Xenia manipulaba con manos expertas la magullada pierna, hasta que, con un chasquido seco, músculos y tendones quedaron colocados en su sitio, al tiempo que Suso, soltando un leve gemido, perdía de nuevo el conocimiento.
Consciente de que su amigo no podría llegar a ningún sitio por su propio pie, dejó a Gran encargado de velar su sueño y volvió a casa buscando un viejo carretón, un par de tablones y cuerda, con lo que improvisó una especie de trineo para poder trasladar, ayudada por sus animales, al joven campesino. Mientras caminaba al lado de la extraña yunta, Xenia no podía dejar de pensar en las últimas palabras de Suso, aunque antes hubiera fingido no darles importancia; y es que no se alejaban mucho de las que ella misma hubiese querido decirle.
Cuando volvió en sí, lo primero que notó fue que la luz había cambiado y que las duras piedras habían cedido su lugar a un mullido colchón de lana. Se incorporó a medias con un gran esfuerzo y entonces vio a Xenia: estaba en una esquina de la sala, preparando algo sobre una mesa llena de cacharros y rodeada de viejos estantes repletos de frascos.
—¿Y esto...? ¿Cómo es... que estoy aquí?—preguntó Suso con sorpresa y aún bastante aturdido—. Yo... estaba en el bosque, pero... no me acuerdo de nada más.
—Te traje yo... Perdiste el sentido—dijo la muchacha sonriendo y sentándose a su lado con una humeante infusión en la mano.
— ¡¿Tú sola?!—exclamó, escéptico, Suso.
—¡Claro…!—bromeó ella con ironía.
—¡Sí, ...bueno! De ti ya me creo cualquier cosa.
El joven campesino de Couto miró a Xenia con ternura, sintiendo la paz que irradiaba.
—Tenía muchas ganas de verte... ¿sabes?—comenzó—. Me acordé muchas veces de todo lo que me dijiste aquel día... Sobre lo que sentías cuando nos veíamos y todo eso... Y la verdad es que... a mí me pasa lo mismo... Aunque cuando por fin me decidí a decírtelo, ya no pudo ser…
»¿ Por qué no volviste al Arandedo?...
—Hasta hace poco... no pensaba que tú sintieras lo mismo... De todas formas, todo es mucho más complicado— objetó la joven, bajando la cabeza.
—¿Cómo más complicado?... No te entiendo.
—Todo esto... es imposible, Suso.
—¿Pero... por qué?... Podrías dejar de vivir aquí, sola, y venirte conmigo.
Xenia guardó silencio durante unos segundos.
—¡Anda bébetelo! Es una mezcla de malvavisco, manzanilla y otras hierbas. Te entrará mucho sueño, pero te dejará como nuevo—dijo al fin, tendiéndole el cuenco con la infusión.—Tú no puedes comprenderlo, pero... no puedo ir contigo. Ya te lo dije. Yo soy parte de estos montes. Tan sólo soy como tú me ves en ellos. En tu mundo no sería más que otro de tantos seres vegetales que pueblan las devesas y los valles... Al alejarme del bosque que me da la vida, tengo que sacarla de la tierra misma, como el resto de los árboles...
Suso interrumpió un sorbo, como si no quisiese seguir escuchando cosas que siempre escapaban a su capacidad de raciocinio.
—¡Pues entonces... yo me vendré a vivir contigo!
—No Suso... Tú no podrías vivir aquí. Éste no es tu sitio. Sé que serías incapaz de vivir preso de este bosque, sabiendo que, cuando quisieras volver, yo no podría acompañarte, siempre con la presión de un entorno que lucharía por echar de sus dominios a un intruso que quiere quedarse con su más preciado tesoro... Sé que acabarías por irte o por sucumbir... Y entonces me dolería muchísimo más.
—No sé... No sé... A lo mejor tienes razón… Bueno, seguro que tienes razón—admitió el muchacho totalmente abatido y con una angustiosa sensación de vacío en las entrañas—. Pero... ¿Por qué no puedo seguir, al menos, viéndote como antes?... O como tú quieras... Estoy hecho un lío, de verdad. No sé qué hacer, qué pensar... Sólo sé que te quiero más que a mí mismo. ¡Maldita sea!...
Los ojos de Xenia se humedecieron al ver la desesperación de su amigo que, lentamente, gracias a los efectos relajantes del brebaje, se iba dejando vencer por un curativo sueño.
—Ya lo sé...—dijo ella mientras arremolinaba el pelo de Suso entre sus dedos—. A mí me resulta tan difícil como a ti, pero si seguimos viéndonos, no haremos más que engañarnos a nosotros mismos y hacernos daño, porque..., tarde o temprano, habría que elegir... Pero no te preocupes... Tú me has dado algo que hasta ahora no conocía, y no pienso renunciar a ello.
—Mmmhh... yo... tampoco quiero... renunciar—murmuró Suso después de escuchar las enigmáticas palabras de la joven y justo antes de quedarse dormido.
Xenia tomó el cuenco que Suso tenía aún sobre su pecho y se fue hacia la mesa de las pócimas para dejarlo. Después salió al exterior, cruzó el porche y se dirigió a la primera línea de árboles. El sol estaba alto, y era el único momento del día en que sus rayos se filtraban verticales entre el enramado, salpicando el oscuro corazón del bosque de color. Allí, sumergida en aquel mundo verde, era consciente de su propia identidad. El cercano arroyo componía su canción entre las piedras, los pájaros silbaban la suya de rama en rama, y las hojas, movidas por el viento, susurraban un lenguaje que tan sólo Xenia era capaz de comprender, y que ahora escuchaba como el consejo de una madre y la reprimenda de un padre que no quieren perder a su hija.
Antes de conocer a Suso, todo era distinto. Su vida era clara y sencilla, como la de cualquier otro habitante del bosque al que pertenecía. Su destino, marcado por ese mismo bosque, era el resultado de una simbiosis mediante la cual, ella recibía la protección, el cariño y los medios necesarios para la vida, y a cambio, velaba por la seguridad del hábitat y por el bienestar de cada uno de los miembros de su gran familia. Cuando tuviese la edad, igual que su madre, y antes su abuela, concebiría una hija que continuaría su labor, y ella misma volvería para siempre al seno de su padre, dejando que la hiedra trepase impunemente por su cuerpo. Ahora, un nuevo sentimiento, profundo e inmenso, venía a complicar mucho más las cosas. Sabía que, cuando Suso se marchase, también se llevaría algo de ella, al tiempo que dejaría parte de sí mismo en esos bosques. Una parte que, en cuanto pudiera, volvería a buscar, aunque quizás no con tanta fortuna como la primera vez. En su interior todo había cambiado, y una ancestral característica humana surgía de lo más hondo de su ser. Tal vez no hubiese más que un destino, pero ella tenía la capacidad de elegir la senda.
Cuando volvía hacia su casa, junto a su amado, había tomado la única decisión que le permitiría estar junto a él.