lunes, 19 de junio de 2017

Mala fama 4. La Rosa Negra


Así la conocían, por la hermosa flor de aterciopelados pétalos que llevaba tatuada entre los omóplatos, con un tallo serpenteante, tachonado de espinas, dibujando su columna vertebral. Aunque supe su nombre verdadero, me referiré a ella como Rosa, en respeto a un anonimato que siempre se encargó de proteger. Este relato no es más que un retazo de su historia. El que compartió conmigo.
 
Yo pateaba Las ramblas sin mucha fortuna cuando me abordó.
 
—¿Cuál es tu límite?—me soltó a bocajarro.
 
—Que no lo hago con mujeres—le contesté.
 
Ella rió con ganas, mostrando una dentadura perfecta. Era elegante y atractiva, de las que no pasan desapercibidas y yo andaba canina de putear sin resultado, así que acepté acompañarla.
 
Se alojaba en el Palauet, uno de los mejores hoteles de Barcelona y ocupaba la suite Tibidabo. Allí nos esperaba un joven no menos atractivo, que se presentó cordialmente y me ofreció una copa de champagne. La sesión duró un par de horas. La mujer se echó en un diván y me pidió que actuase como si no estuviese allí. Aquello parecía el casting para una película «porno», así me creí en la obligación de avisar que, bondage, anal o cualquier otro servicio especial no estaba incluido en el presupuesto. Como ella dijera que actuase con total libertad, pues no había problema de dinero, traté de ofrecer lo mejor de mi repertorio. Cuando terminamos, la mujer despidió al joven, me ofreció una ducha relajante, me pagó y me invitó a cenar. Todo aquello resultaba, cuando menos, extraño, pero algo misterioso que emanaba de su personalidad me hacía confiar y dejarme agasajar.
 
La noche terminó así. Yo me había quedado con la idea de una pareja extraña y con dinero que buscaba otros estímulos hasta que, una semana más tarde, volví a verla.
 
Rosa no se alojaba en el Palauet, sino que vivía allí. Alquilaba la suite más cara del hotel por meses. Siempre el mejor hotel de la ciudad donde estuviese. Nunca la misma ciudad por más de un año, como si estuviese huyendo de algo o de alguien. Por lo que supe después, Rosa era una escort de alto standing, que contaba a sus «acompañantes» entre las altas esferas, tanto de la política como de los negocios… De todo tipo de negocios.
 
—¿Por qué te dedicas a esto?—Me preguntó mientras despachábamos un suculento desayuno americano en la terracita de su suite.
 
Al principio la pregunta me cogió por sorpresa, pero recordé el episodio del Moule Rouge y todas las peripecias que me habían llevado hasta Barcelona.
 
—Es como si hubiera hecho un curso de paracaidismo—contesté—. El primer salto lo hice con un tío pegado al culo; para el segundo, me lanzaron al vacío y me dijeron «abre bien las piernas y relájate»… No dicen que el hábito hace al monje… Pues yo, ahora, prefiero el cielo al suelo.
 
C’est parfait… Ahora yo te ofrezco dos opciones: volver a tu caída libre o aprender a volar en serio.
 
Como viera mi enorme sonrisa a lo diva del celuloide, atajó:
 
—No te confundas «Pretty Woman», que la fama cuesta… y aquí es donde empiezas a pagar.
 
—Eso me suena.
 
Después del intercambio de frases ocurrentes, quise saber el verdadero motivo de mi presencia en aquella suite. La Rosa Negra me dijo que necesitaba una partenaire y, después de explicarme el significado de tal palabra, me contó que había recorrido Las Ramblas durante varios días pues, aunque buscaba a alguien del oficio, eran necesarios importantes requisitos previos. Yo fui la elegida, pasé la prueba práctica y, al fin, la entrevista personal.
 
Después vinieron meses duros. Clases de idiomas, de modales, de artes y letras, culto al cuerpo y, sobre todo, ejercicio dialéctico. Tal como ella decía, se trataba de tallar en brillante el diamante en bruto. El «bruto», más que diamante, era yo. Pero las ganas de aprender y cierta predisposición natural, aunque esté mal que yo lo diga, hicieron el milagro.
 
Un año después de las teóricas, comenzamos la práctica. No imaginaba que aquel mundo fuese así, pero aquellas damas añadían varios ceros a mi nómica en la calle. Comenzó por introducirme en sociedad, acudiendo a fiestas y eventos organizados por sus clientes, una cuidada selección de prohombres y personalidades de todos los ámbitos. He de decir que, el sexo, la mayoría de veces, era algo excepcional, limitándose nuestro servicio a actos sociales en los que, el saber estar, era pilar fundamental. Y en ello no influía tanto la estricta labor de formación, cuyo efecto se dejaba sentir más bien en el poso dejado, como la práctica de las habilidades sociales: sonreír con picardía y llevar el hilo de una conversación sin llegar a decir nada; crear un efecto mariposa con un solo cruce de piernas; conocer expresiones en un idioma exótico, siempre diferente a los que pueda dominar el cliente; y, por supuesto, ser un excelente perchero, tanto de modelitos exclusivos como de fina lencería.
 
Entonces quizá se hagan la pregunta de por qué no son las esposas de tales hombres, que a buen seguro disponen de las dotes adecuadas, las que ejercen este papel. La respuesta es que, independientemente de los motivos particulares, quedaría un poco mal que los tipos ofrecieran a sus propias mujeres, por mucho que a algunos no les importase, como mercancía de uso y disfrute a sus amigos y socios, una de las principales funciones de las escort. Doble función por tanto, como en el circo, mujer florero y mujer regalo. Y era en esos casos cuando sí que había sexo, y del fuerte.
 
Mi noche de estreno fue cuando acudimos a una reunión de negocios a puerta cerrada con uno de sus habituales clientes, un empresario con importantes intereses en el sudeste asiático. En este caso, el socio en cuestión, es decir, el funcionario a sobornar, era un diplomático de cierto país con muy buena mano entre las autoridades locales. Nuestro cliente, aprovechando la oportunidad que se le presentaba, no dudó en ofrecer a su nuevo amigo un «dos por uno» y le dijo algo que no entendí mientras le guiñaba un ojo:«Cortesía de la casa, subirán a su habitación una botella de cava y dos impresionantes burbujas»
 
La actuación a la carta comenzó con un dueto femenino y continuó en concierto para piano y orquesta, aunque al final se transformó en un solo de trompeta para el que ambas nos esmeramos en sacar un buen acorde al instrumento de viento. Sin embargo, fue la primera parte del número la que me causó cierta… desazón. Nunca había tenido sexo con otra mujer y menos de cara a la galería, aunque para los hombres tuviese un morbo increíble.
 
—Vamos a ensayar un poco —me dijo en cierta ocasión, consciente de mis reparos—, porque en esto, hay que ser más actriz que puta…
 
Yo entonces no lo sabía, pero incluso en el arte escénico, la diferencia entre fingir y sentir, marcaba la pauta. Ella sí lo sabía.
 
—… Y si te corres, se volverán locos—añadió.
 
Aquella calurosa noche de agosto, bajo el dosel de una cama con pedigrí, la rosa negra enroscó su tallo de espinas en mi cintura, embriagó mis sentidos con el aroma de flor madura y libó el néctar que mi cuerpo derramó, rompiendo el cáliz de la cordura. No hubo besos, pero hubo risas y locura. Lo justo, eso sí, que entre bastidores, no había que simular ardores y los gemidos de pasión, quedaban para cuando se alzase el telón.
 
Aquella escena se repitió mil veces, aunque siempre en público, nunca más en privado, canción de autor de un repertorio creado para el escenario.
 
Es curioso, como cambia la perspectiva dependiendo del lugar desde donde mires. ¿No dicen que a nadie le amarga un dulce? Pues ella tenía miel en los labios y embadurnaba mi deseo hasta hacerlo desbordar en torrente de aguas vivas.
 
Fueron meses extraños, de días impuros en el cielo raso y noches inmaculadas en el infierno enmoquetado. Ni en la calle Desengaño ni en la aventura con el Moule Rouge, había ejercido el oficio de aquella manera. Éramos el tándem perfecto. Nos codeábamos con gente importante, hablábamos su idioma y les quitábamos los calzoncillos. Aunque a sus ojos no dejáramos de ser putas, con los consiguientes riesgos físicos y humillaciones, juntas nos protegíamos mutuamente. No faltaba la ocasión en que una recibía un cachete demasiado fuerte, tal que daba con sus costillas en el suelo y la otra entregaba un florero, que estallaba en pedazos contra el cráneo del destinatario.
 
Un día, sin embargo, acudimos a una cita en la que nadie se presentó. Una excusa telefónica y un «no os preocupéis, os pagaré el servicio». Teníamos la llave de una habitación, una camarera repleta de exquisitos manjares y toda la noche pagada. Comimos sobre la cama, bebimos entre las burbujas del jacuzzi y bailamos en ropa interior, asomadas al balcón.
 
No sé si fueron los efectos del Dry Martini o de la cálida noche barcelonesa, pero acabamos desnudas entre las sábanas de seda, unidos nuestros labios en un beso. El primer beso. Tan distinto de aquellos otros mil con los que mutuamente barnizábamos nuestra piel ante hombres sedientos de lujuria, con los que ocultábamos nuestra intimidad bajo una pátina de lascivia. El primer beso de los mil que siguieron en busca de un rincón inexplorado, de la preciosa gema del éxtasis. Y cuando la hallamos, caímos rendidas por el gozoso esfuerzo, enlazados nuestros cuerpos en un sueño profundo, ajeno a la prosaica realidad.
 
Cuando desperté, el día se había llevado la magia y con ella a la Rosa Negra. Tan solo quedaba una habitación desordenada y, junto a la botella vacía de Absolut, un sobre con dinero y una nota, en la que se leía: «Última lección: Nunca dejes que el vodka nuble tu razón»
 
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lunes, 5 de junio de 2017

El tótem


Las profundas cavernas naturales son el último reducto de vida, el único lugar donde se puede sobrevivir a las radiaciones solares, que queman la superficie del planeta. De sus lagos subterráneos se obtiene el agua que aún queda y, en sus simas abiertas al cielo, la luz permite la fotosíntesis de la escasa vida vegetal que, a su vez, mantiene la precaria cadena alimenticia.

Sin embargo, durante un corto período del ciclo solar, extrañas nubes de gases cubren el cielo, como si de una multicolor y densa aurora boreal se tratase, y violentos fenómenos eléctricos tienen lugar. Entonces, las pocas tribus de bípedos que han logrado adaptarse a la extrema climatología, salen de sus cuevas y comienzan una masiva peregrinación hacia El Santuario.

El lugar se halla en un valle, hace siglos cubierto de inmensas construcciones donde los humanos habitaban. En medio de todas ellas y en una zona despejada, se eleva el Tótem, altivo, desafiante, muy por encima del resto de estructuras. Un enorme cilindro de varios metros de diámetro que se engrosa en su parte superior, en un cúmulo de nódulos informes que sobresalen a varias alturas, por encima de lo que parece una gran rueda que lo circunde, como si fuera una cabeza gigante con múltiples orejas que escuchasen el silencio del infinito.

Los miles de seres que van llegando de todas partes ocupan el espacio alrededor del tótem, mientras rutilantes rayos quiebran el cielo multicolor. Un murmullo comienza a extenderse entre los cuerpos prosternados. Voces de un antiguo lenguaje que se elevan poco a poco en un cántico monótono, junto a brazos que alaban la imperturbable presencia del tótem.

—¡Mu gra paos ero!... ¡Mu gra paos ero!... ¡Mu gra paos ero!

Voces que piden una señal de que vale la pena seguir penando en un mundo inhóspito, de que vale la pena seguir manteniendo ancestrales costumbres que perpetúen la raza, en la esperanza de que aquellos que se fueron, algún día vuelvan a por los que se quedaron, tal como cuentan los mitos, las leyendas de un pasado borroso.

Y cuentan los viejos que alguna vez ocurrió el milagro, y el tótem se pronunció, cuando el cielo restalló su látigo de luz sobre la cabeza del ídolo. Y la palabra se hizo vida mostrando el camino, fijando la oración que ahora se transforma en clamor compitiendo con el ronco bramido celeste.

—¡Mu gra paos ero!... ¡Mu gra paos ero!... ¡Mu gra paos ero!

De repente, ocurre algo que sólo el azar permite en contadas ocasiones. Algo que algunas de las generaciones allí presentes, ve por primera vez. Una de las ráfagas eléctricas que arañan el cielo, impacta en la cúspide del tótem, provocando una lluvia de chispas y sonidos metálicos. Entonces, el aire se transforma, cargado de una energía desconocida. Del monolito surgen sonidos ininteligibles e imágenes fantasmales se proyectan en el fondo gris. Nadie comprende el lenguaje del tótem, nadie ha visto nunca a los extraños seres que, de repente, cobran vida ante ellos. Pero los sabios dicen que los dioses les hablan y, que en sus palabras, se revela la promesa de salvación. Solo tienen que rezar y… esperar.

Bzzz… Bzzz

«Activado mo… do de re… producción auto…máti… ca»

Bzzz… Bzzz


—¡Hola, chimichurris!… Hoy tengo una sorpresita especial para todos vosotros… ¡Síiiii!

«Hoy presenta en la city su nuevo trabajo… ¿A que no sabéis quién?... ¡Síiiii!

«I’m very happy, chimichurris … ¡Síiii!

«¡Ooohhh… Síiii!

«¡Está aquí, a mi vera, verita vera…! ¡Hola Justin! ¡Welcome to Madrid! A ver, dinos algo en español para tus fans de la piel de toro… ¡Síiii…! Please, tell us something in spanish for your fans in «Piel de toro»

—¡Oh, sure!… Muchasss graciasss España. ¡Os quiero!

Bzzz… Bzzz

«Mo… do de re… pro... auto…mát… ca…»

—¡ Muchasss graciasss España. ¡Os quiero!


—¡ Much… grac… Espa… ¡Os… iero!


—¡ Mu… gra… pa… ¡Os… ero!

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