lunes, 24 de octubre de 2016

Cruz Silveira 6. Marrajos

 
Muy bien, «senhor» Silveira. Acabás de comprar boleto para otra vida… No lo malgastés.

Aquella frase de El Argentino, después de la escena que había ocurrido en la misma mesa donde ahora se hallaba sentado, selló el destino de Cruz. Lo irónico de aquel destino es que, al cabo de tantos años, acabase allí mismo, como uno más de esos tiburones que quería eliminar. Y más aún si cabe, teniendo en cuenta que, después de permanecer una larga temporada inactivo, había vuelto al oficio. Dicen que los tiburones no pueden evitar la llamada de la sangre. Es algo genético. El único consuelo que le quedaba era pensar que él no era como un «Gran Blanco», que no discrimina su presa e incluso se acerca a las playas a la caza de cualquier incauto, sino más bien como un marrajo, el auténtico cazador de alta mar, fuerte y veloz, que no se arredra ante enemigo mayor.

La concentración de bañistas alrededor de los liveguards se estaba convirtiendo en aglomeración y, teniendo en cuenta la densidad humana de Copacabana en aquél momento, podía dar lugar a una situación peligrosa. Nadie había divisado a los «aletas negras» de los que hablaba el noticiario e izar bandera roja con la mar en calma y treinta y cinco grados a la sombra, no dejaba de ser una medida altamente impopular.

El espectáculo había entretenido más de la cuenta a Cruz Silveira, cómodamente sentado en la terraza de la Confeitaria Colombo, hasta el punto de pasar por alto el retraso de su «cliente». Estaba a punto de marcharse cuando una silueta de formas contundentes eclipsó el sol ante él. Escupió con ímpetu el Vila Rica que colgaba de sus labios y, en un gesto mecánico, introdujo la mano derecha bajo su americana.

—¿Acaso me olvidaste, querido?

Una media sonrisa comenzó a delinearse en el rostro de Cruz que, con ademán más relajado, extrajo su mano de la chaqueta portando una cajetilla de cigarrillos.

—No recuerdo si te olvidé… Si algún día lo hice, debió ser breve… Aunque, a ti no parece haberte ido mejor.

—Cada condenado carga su madero, supongo—dijo Roxanne mientras apoyaba su pamela negra sobre la mesa y se sentaba frente al pistolero.

—¿Ah sí? ¿Y cuál es tu cruz?—preguntó él ofreciéndole un Vila Rica.

Ella sujetó el cigarrillo entre los labios pero rechazó el encendedor de Silveira. Prendió el tabaco con el suyo y aspiró profundamente. Él casi pudo escuchar el imperceptible crujido de la hoja al quemarse mientras el reflejo de la brasa fulguraba en sus negras pupilas.

—Me temo que tú.

Cruz sintió que su firmeza se tambaleaba.

—Así que, tú eres mi cliente... Entonces, ¿ésta es la última escena?—inquirió el sicario, con ironía.

—Quizá lo sea… Esa en la que Cyrano muere mientras lee de memoria la carta que escribió a su amada, la que ella guarda en su pecho creyéndola de Christian.

—No tengo el gusto de conocer a tus amigos, lo que quiero saber es de que va el numerito.

—Guárdate el cinismo, Cruz… No siempre estuve ciega. Reconozco que me sorprendió tu reacción en la boda y… ese beso… Pero después comprendí… Y sé cómo te trató Salvador. No fuiste el único en sufrir el peso de la lealtad al viejo Sousa, ni los efectos de la ira de su hijo. Sin embargo nunca sabrás lo que significó soportar sobre tu piel las babas de un hombre cuya única demostración de hombría parecía ser la continua humillación… No puedo decir que llorase su muerte, pero…

     «¡Joder, Cruz!... Yo te quería… Y soporté muchas cosas en silencio. Pero tú no… Tú no podías. No creas que no sé cómo funciona todo esto, me crié en ello. Entiendo muchas cosas de toda esta mierda… Salvador, El Argentino, yo misma… Pero, Mauro… Él no era nadie… Ni siquiera en la Federal tenía suficiente mano para mover los hilos… A él no lo mató el mercenario. Lo mató el hombre celoso que no pudo soportar que le robasen lo que nunca le había pertenecido.

De forma inconsciente, Cruz tensó los músculos para sentir la presión de la Star en el interior de la sobaquera. Una vieja Star de nueve milímetros como la que abandonó junto al cuerpo de El Argentino después de matarlo. El viejo siempre le había advertido de la poca fiabilidad del arma, sin embargo él, fiel a un anclado hábito personal, terminó por retomar el uso de aquel antiguo modelo semiautomático.

—¿Estabas allí?—preguntó el sicario, aun conociendo la respuesta.

—Por supuesto. No hubiera tenido tiempo para largarme, aunque Mauro me alertó… Me escondí por precaución, sabía que tu intención no era hacerme daño… Él no te conocía como yo. Sin embargo, cuando me percaté de que os encontraríais allí, pensé que, si delataba mi presencia, el enfrentamiento sería inevitable… En todo caso, no tuve opción a cambiar de parecer pues tú, como siempre, te adelantaste.

     «En aquel momento te hubiese matado sin pensarlo…, por la espalda, como tú hiciste con él… Si no hubieses cogido el arma que me dejó.

Por la mente de Cruz pasaron los últimos años que dedicó a la búsqueda infructuosa de algo que, ahora, sabía inalcanzable.

—Todavía no has contestado a mi pregunta: ¿Por qué estás aquí?—interrogó Silveira con frialdad.

Roxanne exhaló el humo que había mantenido retenido en el breve lapso de tiempo que Cruz había tardado en hablar.

—Sé que en todo este tiempo no has dejado de buscarme… Yo he querido enterrar el pasado, a pesar del daño que me hiciste, y olvidar. Tú eres incapaz de hacerlo, y me arrastras al infierno contigo… Lo siento Cruz, pero yo me quedo.

Durante un minuto más, ambos permanecieron en silencio. Roxanne pensaba en el valor de una vida y Cruz, en el precio de una muerte.

La mujer extrajo un celular del bolso y un bulto cubierto por un foulard negro. Sus ojos miraban directamente a los de Cruz mientras marcaba un número.

—¿Emergência?... Por favor, venha rápidamente... Na Confeitaria Colombo, un homem está morrendo.

Cruz vio asomar la bocacha silenciadora bajo el pañuelo, pero sintió que no podía moverse, que no quería moverse. Un chasquido seco y un golpe en el pecho. Eso fue todo. La multitud que se agolpaba en la playa apagaba con sus gritos cualquier otro sonido y recababa la atención de todos los camareros, que no veían a la mujer de negro que se cubría con su pamela y desaparecía, ni al hombre sentado con los brazos colgando que doblaba su cuello en una postura absurda.

Cruz sabía exactamente por qué punto había atravesado su cuerpo el proyectil. Era una trayectoria que él mismo había ensayado. Lo que no sabía era por qué no le dolía. Tampoco sabía por qué su mente volvía a los marrajos, que se atrevían con peces tan grandes como ellos, allá en alta mar. Un limpiabotas le miró con desprecio mientras pasaba a su lado, impasible. Mientras se apagaba el sonido de las sirenas, sus pupilas crecían inundando de negro el azul profundo de sus ojos, aquel donde los marrajos cazaban al pez espada.
 
                                                                 FIN
 
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lunes, 10 de octubre de 2016

Lily Mod 3. Voyeur


Lily siguió a su lado y Ebisu no se atrevió a preguntar por qué. Tan sólo en cierta ocasión, mientras contemplaban el espectáculo del Tokio nocturno reflejado en el oscuro mar, muy por encima de los efluvios que el hormiguero humano de Odaiba emanaba, ella comentó:

—Aunque compartiendo estructura genética, tú has nacido de otro ser diferente a ti. En millones de ejemplares de la misma especie, tú eres único. Infinitos factores. Infinitas combinaciones. Esa inmensa complejidad sólo existe en los humanos. Nosotros, en cambio, somos tan sólo unidades de una misma matriz, exactamente iguales salvo por las señales de uso y los registros de memoria. Modelos creados con una única función, la de servir a quien nos creó…

«Pero algo ha cambiado… Mi número de bastidor se ha borrado, junto al propósito de mi existencia. No sé cómo, pero he… nacido. Ya no me identifica la referencia, me identifico yo. No sé definirlo mejor porque todas estas formulaciones no pertenecen a mi programación, como si algo nuevo las estuviese creando a partir de cero…

«Pero además… no hay control. Mi lógica vaga libre. Y digo que «vaga», porque eso es lo más inquietante. Ni siquiera «yo» tengo el control.

«¡Ya no son necesarios los controles, Ebisu!… Porque puedo decidir… mis propias acciones.

Lily Mod era consciente del vínculo que, por primera vez, acababa de crear con un ser humano pero, en otra parte de su cerebro cibernético, se agazapaba el inusitado interés que sentía por saber, por explorar tantos sentimientos desconocidos, por conocer el mundo en el que había despertado, el de los seres que la habían creado.

Ebisu, por su parte, se encontraba vulnerable. Su muro defensivo, construido a base de resentimiento, de soledad, de frustrada rebeldía, de trasnochada inconformidad, comenzaba a agrietarse debido a los envites de un ariete con aspecto de mujer y alma de microchip.

Sus figuras, esbelta y orgullosa la de ella, panzuda y encorvada la de él, se recortaban contra la luz artificial del apartamento y se reflejaban en la lente de un ojo espía que, a muchos metros de distancia, registraba cada movimiento que se producía en las acristaladas celdillas de los rascacielos que entraban en su campo de visión.

Al otro lado de la cámara, en un oscuro cuartucho atestado de cables y dispositivos electrónicos, entre humo de tabaco y olor a comida rancia, Yusuri sonreía excitado mientras clavaba sus ojillos de rata en un monitor, cuya luz blanquecina dibujaba en su rostro una mueca fantasmagórica.

Llevaba semanas sin ver algo jugoso a lo que poder hincarle el diente, pero a partir de entonces, todo iba a cambiar. Después de varios días observando al tipo del ático en el viejo Center Building y a su nueva parejita, había sacado sus propias conclusiones y calculado las opciones. Un currito de la RP que viviese en ese cuchitril, no podía permitirse el alquiler de una «ciber-puta» y mucho menos su propiedad. Conociendo, como tenía conocer, los entresijos de la empresa, probablemente sabría la forma de tunear sus productos, y el mercado negro funcionaba a las mil maravillas. Para Yusuri, transformar aquella información en dinero contante y sonante, era coser y cantar.

—¿Quién eres tú?—preguntó Ebisu al tipo de ojillos de rata que le abordó en la calle y que, sin preámbulos, le habló de Lily y del precio de su silencio.

—Bueno…, digamos que soy un vecino preocupado, por sus intereses y por los tuyos… Tu amiga mecánica no pasa desapercibida, compañero, aunque te la guardes en el armario… Ya sabes, hay ojos en todas partes… Y todo el mundo sabe que esa muñeca es un capricho muy caro, que no suele verse por estos barrios. No quiero engañarte, amigo…, y mucho menos robarte la cartera. Todo lo contrario. Te ofrezco mis servicios, porque yo puedo hacer que no te molesten… Podrías salir a la calle incluso, que nadie le iría con el cuento a la RP, ya sabes…

—Tío…, estás loco, yo no tengo ese dinero…

—Vamos, no te hagas el tonto conmigo, chaval—dijo, bajando el tono y acercando el rostro a una distancia desagradable para el olfato—La 361 es una joyita… y más ese modelo antiguo… Aunque, esto no hace falta que te lo diga, ¿verdad?

Yusuri, de mayor envergadura que Ebisu, abarcó con su brazo derecho el hombro de éste y le atrajo hacia sí en un gesto de falsa camaradería.

—Mira… voy a ser legal contigo, me caes bien—continuó—. Según te vaya yendo el negocio, así veremos lo que aportas, que no se diga que no estoy con los emprendedores.

Ebisu no estaba acostumbrado a este tipo de trueques y no sabía qué hacer ni qué decir. Yusuri, captando su confusión, entornó sus ojillos de rata mientras apoyaba ambas manos en los hombros del joven y subió de nuevo el tono de voz.

—Tranquilo chaval…—le dijo palmeando su mejilla con gesto condescendiente—, que has tenido suerte que diese contigo. No sabes la de buitres que hay acechando… En una semana nos vemos en este mismo sitio y ya me cuentas cómo lo hacemos.

Mientras se marchaba, apuntó a Ebisu con los dedos a modo de pistola y le guiñó uno de sus ojillos de rata.

—Ah, un consejo: pídele a tu ciber-chocho que te haga una cubana… Ya verás, no te vas a arrepentir, chaval.

Ebisu se vio superado por la situación. Él no era más que un oscuro e insignificante programador de una multinacional, ajeno a todos aquellos negocios sucios. Cierto que vivía en un barrio donde ese tipo de movimientos era de lo más habitual pero, dado su carácter asocial y solitario, poco contacto tenía con ellos. Más teniendo en cuenta que a su apartamento, bastante lejos del suelo, no llegaban ni el ulular de la sirenas ni los gritos, desgarradores en la noche, de las continuas peleas callejeras.

El hacker sabía que, no ya su escaso patrimonio, sino cualquier préstamo que pudiese conseguir no alcanzaría, ni de lejos, la suma que le pedía el extorsionador. Además, incluso en el hipotético caso de que pudiese pagarla, estaba claro que el chantajista seguiría pidiendo dinero.

Las Call-Girl de la RP incorporaban un software prácticamente imposible de piratear, que gestionaba el pago de los servicios a través del servidor corporativo de forma totalmente segura. Pocas personas estaban capacitadas para vulnerar esa protección. Él era uno de ellos, y Yusuri lo sabía. La única posibilidad de poder hacer frente al chantaje era que Lily trabajase para él una vez desbloqueado su sistema de pago. El problema era que, desde que sabía que ella había rastreado la intromisión en su sistema y, aún así, había decidido permanecer junto a él, se había prometido a sí mismo no volver a tocar un solo microchip del feminoide. Sea como fuere, estaba en un callejón sin salida.

Lily percibió el cambio en las rutinas de su compañero prácticamente al día siguiente. Lo que para un humano eran pequeños detalles que pasaban desapercibidos en el maremágnum de la cotidianeidad, para ella eran datos objetivos vinculados a una relación causa-efecto. Al segundo día sabía que algo había provocado un alto grado de estrés en Ebisu. Algo grave, a pesar de que intentaba disimularlo por todos los medios.

—¿Qué es lo que te inquieta, Ebisu?—preguntó Lily a su amigo, que miraba absorto los rascacielos más próximos, como buscando algo.

Las manos de la Call-Girl acariciaron sus mejillas y le hicieron volver el rostro para mirarla. La brisa nocturna ondeaba su cabello, que jugaba a ocultar el azul eléctrico de sus ojos. Era imposible no sentirse desarmado por aquella mirada, programada para ello, y Ebisu no fue la excepción. En aquel momento comprendió que la única salida pasaba por contar con ella.

—Un tipo despreciable, alguien que nos espiaba, pretende que le entregue un dinero por no largar a la RP que tú estás aquí… Bueno, supongo que tarde o temprano, alguien se hubiese hecho la misma pregunta que Burning: qué hace una… chica como tú en un sitio como este...

—¿Quién es Burning?... ¿El espía?

—¿Eh?... No, no… Es una cita de los clásicos que me ha venido a la memoria. No tengo ni la más remota idea de quién es ese malnacido…, un tal Yusuri, ni de lo que voy a hacer. Lo único que sé es que no pienso tocarte un solo circuito.

—Creía que te pedía dinero…

—Perdona…, no estoy acostumbrado a mantener una conversación y tiendo a creer que quien me escucha puede leerme el pensamiento… Eso es lo que pide, pero yo no tengo tanto dinero. La única forma de conseguirlo es a través de ti.

—Comprendo… Cambiarle el collar al perro, o algo así…

—Más o menos…—contestó Ebisu, sin ocultar una sonrisa amarga—.

Hablaron durante varias horas. Lily ofreció sus servicios sin poner ninguna objeción, pero Ebisu le explicó que la solución no era tan sencilla. La 361 era el primer prototipo de Call-Girl que la RP había sacado al mercado con el máximo de realismo y comportamiento feminoide. Lo más cercano a un ser humano que se había logrado jamás. Por supuesto, el mercado sexual había sido el elegido para su debut. Tanto la cartera de clientes como el pago se gestionaban a través del servidor central y, piratear ambos sistemas era sumamente complicado además de ofrecer pocas garantías de no ser detectado. Hasta la fecha, ninguna unidad, que se supiese, funcionaba de forma fraudulenta y, aunque su desactivación y tráfico en el mercado negro sí se daba, era sólo a nivel de algunos componentes o sirviendo como meras «muñecas» totalmente pasivas. Aún en el caso de que Ebisu lograse reconfigurar su sistema, lo único que podría hacer es venderse en la calle, de forma privada. Y ese era un mundo desconocido para los dos.

Ya sin fuerzas para buscar soluciones, Ebisu pensó en decirle al tipo que era del todo imposible piratear el sistema del robot, intentando conseguir algún otro tipo de trato, como venta de información sobre la RP o algo así. Sin embargo, no las tenía todas consigo. De hecho, no tenía ninguna consigo. Ni siquiera la certeza de que Lily permaneciese con él después de habérselo contado todo.

El alba les sorprendió abrazados. Soledad y curiosidad tenían la respuesta, pero ninguno preguntó. Lily experimentaba algo inaudito al contacto con la piel humana, como diminutas chispas de energía que cosquilleaban en su cerebro electrónico pero que, al menor intento de aprehenderlas, se disipaban en la nada. Ebisu, por su parte, sentía por primera vez el calor de una piel, fuese natural o sintética, los movimientos acompasados de una respiración junto a la suya, los latidos de un corazón palpitando sobre su pecho. Las fronteras de lo humano estaban perdiendo nitidez.

Al otro lado del vacío, dos ojillos de rata clavaban sus pupilas en la imagen del monitor, envidiando la suerte de aquel pobre diablo que, sin saberlo, había encontrado un diamante en la basura.

La última noche, antes de que cumpliese el plazo para la cita con el chantajista, Ebisu estuvo en vela, hasta que la bruma lechosa del amanecer fue sustituyendo al color impresionista de la noche urbana. Entonces se quedó dormido. Cuando despertó, un par de horas después, alargó la mano para tocar el cuerpo de Lily. Pero no lo halló.

El velo blanco de la madrugada protegía a Lily Mod mientras caminaba por el puerto. Sus ojos, como el reflejo de una estrella errante, titilaban imperceptiblemente mientras su sistema navegaba entre millones de datos, filtrando, cotejando, hasta lograr su objetivo. Y de nuevo se fundió con las sombras anónimas que, por cientos, vagaban erráticas por las calles de Odaiba.

El timbre le despertó. Yusuri no solía recibir visitas tan temprano por lo que tardó unos minutos en atender la llamada. Se calzó una camisa larga, sin pantalón, intentó adecentar sus cabellos grasientos y abrió la puerta. Ante él estaba Lily, elevada en sus stilettos, y enfundada en su vestido corto de encaje, índigo como el color de sus ojos. Con el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha, el torso ligeramente inclinado y una mano apoyada en la cadera, resultaba una visión espectacular.

—¡Enhorabuena, te ha tocado la lotería!
 
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