—Muy bien, «senhor» Silveira. Acabás de comprar boleto para otra vida… No lo malgastés.
Aquella frase de El Argentino, después de la escena que había ocurrido en la misma mesa donde ahora se hallaba sentado, selló el destino de Cruz. Lo irónico de aquel destino es que, al cabo de tantos años, acabase allí mismo, como uno más de esos tiburones que quería eliminar. Y más aún si cabe, teniendo en cuenta que, después de permanecer una larga temporada inactivo, había vuelto al oficio. Dicen que los tiburones no pueden evitar la llamada de la sangre. Es algo genético. El único consuelo que le quedaba era pensar que él no era como un «Gran Blanco», que no discrimina su presa e incluso se acerca a las playas a la caza de cualquier incauto, sino más bien como un marrajo, el auténtico cazador de alta mar, fuerte y veloz, que no se arredra ante enemigo mayor.
La concentración de bañistas alrededor de los liveguards se estaba convirtiendo en aglomeración y, teniendo en cuenta la densidad humana de Copacabana en aquél momento, podía dar lugar a una situación peligrosa. Nadie había divisado a los «aletas negras» de los que hablaba el noticiario e izar bandera roja con la mar en calma y treinta y cinco grados a la sombra, no dejaba de ser una medida altamente impopular.
El espectáculo había entretenido más de la cuenta a Cruz Silveira, cómodamente sentado en la terraza de la Confeitaria Colombo, hasta el punto de pasar por alto el retraso de su «cliente». Estaba a punto de marcharse cuando una silueta de formas contundentes eclipsó el sol ante él. Escupió con ímpetu el Vila Rica que colgaba de sus labios y, en un gesto mecánico, introdujo la mano derecha bajo su americana.
—¿Acaso me olvidaste, querido?
Una media sonrisa comenzó a delinearse en el rostro de Cruz que, con ademán más relajado, extrajo su mano de la chaqueta portando una cajetilla de cigarrillos.
—No recuerdo si te olvidé… Si algún día lo hice, debió ser breve… Aunque, a ti no parece haberte ido mejor.
—Cada condenado carga su madero, supongo—dijo Roxanne mientras apoyaba su pamela negra sobre la mesa y se sentaba frente al pistolero.
—¿Ah sí? ¿Y cuál es tu cruz?—preguntó él ofreciéndole un Vila Rica.
Ella sujetó el cigarrillo entre los labios pero rechazó el encendedor de Silveira. Prendió el tabaco con el suyo y aspiró profundamente. Él casi pudo escuchar el imperceptible crujido de la hoja al quemarse mientras el reflejo de la brasa fulguraba en sus negras pupilas.
—Me temo que tú.
Cruz sintió que su firmeza se tambaleaba.
—Así que, tú eres mi cliente... Entonces, ¿ésta es la última escena?—inquirió el sicario, con ironía.
—Quizá lo sea… Esa en la que Cyrano muere mientras lee de memoria la carta que escribió a su amada, la que ella guarda en su pecho creyéndola de Christian.
—No tengo el gusto de conocer a tus amigos, lo que quiero saber es de que va el numerito.
—Guárdate el cinismo, Cruz… No siempre estuve ciega. Reconozco que me sorprendió tu reacción en la boda y… ese beso… Pero después comprendí… Y sé cómo te trató Salvador. No fuiste el único en sufrir el peso de la lealtad al viejo Sousa, ni los efectos de la ira de su hijo. Sin embargo nunca sabrás lo que significó soportar sobre tu piel las babas de un hombre cuya única demostración de hombría parecía ser la continua humillación… No puedo decir que llorase su muerte, pero…
«¡Joder, Cruz!... Yo te quería… Y soporté muchas cosas en silencio. Pero tú no… Tú no podías. No creas que no sé cómo funciona todo esto, me crié en ello. Entiendo muchas cosas de toda esta mierda… Salvador, El Argentino, yo misma… Pero, Mauro… Él no era nadie… Ni siquiera en la Federal tenía suficiente mano para mover los hilos… A él no lo mató el mercenario. Lo mató el hombre celoso que no pudo soportar que le robasen lo que nunca le había pertenecido.
De forma inconsciente, Cruz tensó los músculos para sentir la presión de la Star en el interior de la sobaquera. Una vieja Star de nueve milímetros como la que abandonó junto al cuerpo de El Argentino después de matarlo. El viejo siempre le había advertido de la poca fiabilidad del arma, sin embargo él, fiel a un anclado hábito personal, terminó por retomar el uso de aquel antiguo modelo semiautomático.
—¿Estabas allí?—preguntó el sicario, aun conociendo la respuesta.
—Por supuesto. No hubiera tenido tiempo para largarme, aunque Mauro me alertó… Me escondí por precaución, sabía que tu intención no era hacerme daño… Él no te conocía como yo. Sin embargo, cuando me percaté de que os encontraríais allí, pensé que, si delataba mi presencia, el enfrentamiento sería inevitable… En todo caso, no tuve opción a cambiar de parecer pues tú, como siempre, te adelantaste.
«En aquel momento te hubiese matado sin pensarlo…, por la espalda, como tú hiciste con él… Si no hubieses cogido el arma que me dejó.
Por la mente de Cruz pasaron los últimos años que dedicó a la búsqueda infructuosa de algo que, ahora, sabía inalcanzable.
—Todavía no has contestado a mi pregunta: ¿Por qué estás aquí?—interrogó Silveira con frialdad.
Roxanne exhaló el humo que había mantenido retenido en el breve lapso de tiempo que Cruz había tardado en hablar.
—Sé que en todo este tiempo no has dejado de buscarme… Yo he querido enterrar el pasado, a pesar del daño que me hiciste, y olvidar. Tú eres incapaz de hacerlo, y me arrastras al infierno contigo… Lo siento Cruz, pero yo me quedo.
Durante un minuto más, ambos permanecieron en silencio. Roxanne pensaba en el valor de una vida y Cruz, en el precio de una muerte.
La mujer extrajo un celular del bolso y un bulto cubierto por un foulard negro. Sus ojos miraban directamente a los de Cruz mientras marcaba un número.
—¿Emergência?... Por favor, venha rápidamente... Na Confeitaria Colombo, un homem está morrendo.
Cruz vio asomar la bocacha silenciadora bajo el pañuelo, pero sintió que no podía moverse, que no quería moverse. Un chasquido seco y un golpe en el pecho. Eso fue todo. La multitud que se agolpaba en la playa apagaba con sus gritos cualquier otro sonido y recababa la atención de todos los camareros, que no veían a la mujer de negro que se cubría con su pamela y desaparecía, ni al hombre sentado con los brazos colgando que doblaba su cuello en una postura absurda.
Cruz sabía exactamente por qué punto había atravesado su cuerpo el proyectil. Era una trayectoria que él mismo había ensayado. Lo que no sabía era por qué no le dolía. Tampoco sabía por qué su mente volvía a los marrajos, que se atrevían con peces tan grandes como ellos, allá en alta mar. Un limpiabotas le miró con desprecio mientras pasaba a su lado, impasible. Mientras se apagaba el sonido de las sirenas, sus pupilas crecían inundando de negro el azul profundo de sus ojos, aquel donde los marrajos cazaban al pez espada.
FIN