viernes, 29 de agosto de 2014

Dentro de una botella


La idea se me ocurrió en la playa de Conil, donde disfrutaba de unos días de vacaciones con mi familia. Habíamos estado recorriendo las rocas en busca de conchas, cangrejos y objetos curiosos. Era nuestro deporte preferido y, aunque no lo confesábamos, siempre soñábamos con encontrar algo realmente exótico traído por la marea.

Es esta ocasión llamó mi atención un reflejo, cerca del acantilado. Cuando me acerqué, comprobé que no era más que una botella de cristal llena de arena. Probablemente, uno de los restos de algún "botellón" playero, cuyos participantes terminaron demasiado ebrios para comprender el riesgo de abandonar aquel tipo de residuos en una playa.

Cogí la botella para llevarla al contenedor más cercano y fue entonces cuando me llevé la sorpresa. Extrañamente, aún conservaba la etiqueta y se trataba de un Merlot chileno Reserva. Un vino "del otro lado del charco", cuyo precio superaba con creces mi presupuesto para todo el verano.

Como no podía ser de otra manera, la imaginación se puso en marcha. ¿Qué hacía aquel "capricho de Baco" en las arenas de una playa cualquiera? ¿Eran los restos de un "Titanic moderno" o de la sofisticada fiesta de un jeque en su yate? ¿Había cruzado el Atlántico a lomo de las olas, o la había abandonado un rico bohemio después de ahogar en su contenido las penas de un amor perdido?

Sea como fuere, lo que a mi mente trajo, fueron los días pasados treinta años atrás, en la lejana "Praia da Madalena", en Pontedeume. Un pueblecito de la costa gallega, rodeado de pinos y eucaliptos.

Aquél fue el destino donde mis padres, por primera vez en su vida, decidieron tomarse unos días de vacaciones. Yo tenía quince años y, para mí, ver el mar, era ya un acontecimiento sublime. Lo que nunca hubiera imaginado es el rastro que iban a dejar aquellos días en mi memoria.

Dormíamos en una pequeña pensión de la Rua Santiago, compartiendo dos camas, y por la mañana, cruzábamos a piel el largo puente sobre el Eume, para llegar hasta una acogedora playa de arena blanca. Mis padres pasaban el día dándose crema bajo la sombrilla o en el chiringuito del pinar, mientras controlaban las idas y venidas de mi hermana pequeña. Yo me sentaba en la toalla, de cara al mar, observando con envidia a la gente que se zambullía entre la olas. Nunca había aprendido a nadar, y no me atrevía más que a jugar con mi hermana en la orilla o hacer alguna pequeña incursión con mi padre en algo más de profundidad.

En nuestro tercer día, más caluroso de lo habitual, mis padres se refugiaban a la sombra de los pinos y, mi hermana y yo, construíamos arquitecturas imposibles en la arena, bajo la sombrilla. De repente, una enorme pelota de playa apareció sobre nuestras cabezas, salpicando arena y destruyendo nuestras murallas. Cuando levantamos la vista para ver a nuestro atacante, sólo vimos a un niño, inmóvil ante nosotros, con las manos en la cabeza y gesto compungido. Pero detrás del pequeño diablillo, una silueta más alta se recortó contra el sol. Con bikini negro, piel tostada y melena ensortijada del mismo color, sus increíbles ojos de azul intenso, resaltaban como luceros en la noche.

- ¡Lucas, pide perdón a estos chicos!

El chaval, tras un mohín de disgusto, esbozó una escueta disculpa y salió corriendo. Pero ella no se marchó. Permaneció en pie, con los brazos en jarras, examinando nuestra obra malograda. Mi hermana y yo nos quedamos en silencio, sin saber qué decir, y entonces, ella, con gesto decidido, se sentó directamente en la arena, junto a nosotros.

- Vaya destrozo… ¿Queréis que os ayude?... Estoy un poco cansada de jugar a la pelota con mi hermanito.

¿Quién le hubiera dicho que no?

Su nombre era Cristina, y se quedó con nosotros el resto de la mañana, ayudándonos a reconstruir nuestra ciudad de arena. Apenas hablábamos, tan sólo lo necesario para ejecutar la obra que teníamos entre manos, como si en el trabajo mismo, en aquella colaboración natural, ya estuviese establecida toda la comunicación necesaria. Las manos, las miradas, las sonrisas, hablaban por nosotros.

Esa misma tarde, mientras los demás dormían la siesta, volví solo a la playa. Estaba muy nervioso, y aunque no tenía ni idea de cómo afrontar un segundo encuentro, fui en su busca. Pero no la encontré. Tampoco al día siguiente pude verla, a pesar de recorrer la playa de arriba abajo.

Mis padres empezaban a ver extraño mi súbito interés por caminar, o por permanecer ensimismado contemplando el ir y venir de la gente por la orilla. Ya casi había perdido la esperanza, cuando ocurrió de nuevo el milagro. Estábamos comiendo en el chiringuito y casi se me atraganta una sardina cuando ella apareció ante nosotros y, dirigiéndose a mí con toda la naturalidad del mundo, hizo lo que yo nunca hubiera podido hacer.

- ¡Hola! Ayer no pude bajar a la playa... Mi hermano se puso malo... Algo debió sentarle mal y tuve que quedarme cuidándolo. Hoy he quedado con mis amigos... Búscanos luego hacia la mitad de la playa. Tenemos una enorme sombrilla de franjas amarillas y azules... ¡Cómo para no verla!... Chao

Simplemente, no podía creerlo. Yo me había devanado los sesos pensando en lo que podría decirle cuando la viese de nuevo, y ella... me hablaba como si me conociese de toda la vida... Bueno, ¿y por qué no?

Sus amigos eran Marta, Luz y Alberto. Por lo que supe, Cristina estaba en el mismo curso que yo y, aunque vivía en El Ferrol, pasaba el verano en casa de sus abuelos, justo detrás del pinar que protegía toda la playa de La Magdalena.

Mis padres sólo podían permitirse pagar unos días más en la modesta pensión de la Rua Santiago, pero para mí fue una semana inolvidable, incluso ahora, treinta años después, cuando aún recuerdo cada uno de sus detalles.

Pasábamos las horas en la playa, en los acantilados, en la piscina del chalet de Marta, en las atracciones de la feria o en el increíble desván que tenían en casa los abuelos de Cristina. Mis padres estaban encantados de no tenernos todo el día junto a ellos, mi hermana había hecho buenas migas con Lucas y, juntos, poblaban la arena de castillos medievales, y yo… vivía unas vacaciones que hasta entonces no creía posibles salvo en las series de televisión.

Una mañana en la que estábamos solos en la playa, Cristina se empeñó en enseñarme a nadar. Hubo momentos en que los músculos no me obedecían de tanto reírme, pero lo cierto es que consiguió hacerme flotar, y no sólo en el agua. La cercanía de su cuerpo y el contacto de sus manos crearon nuevas sensaciones para mí.

Esa misma tarde, en la feria y a partir de entonces, todo fue distinto. Sus ojos eran para mí en cada frase y una sonrisa iluminaba su rostro con cada mirada. Su mano buscaba la mía para cruzar una calle y la retenía más tiempo del necesario. Donde yo estaba, ella estaba siempre junto a mí. Así, sin darnos cuenta, habíamos cruzado la frontera, aún sabiendo que nuestro tiempo al otro lado era muy limitado.

Los días que me quedaban busqué su compañía sobre cualquier otra cosa. Las horas del atardecer se alargaban cuando todos se iban, las palabras brotaban desde la profundidad del alma, nuestros cuerpos se tocaban atraídos por fuerzas misteriosas, los rizos de su pelo acariciaban mis mejillas alentados por la brisa del mar.

La última tarde, mis padres me dieron permiso para cruzar solo el puente de Cabanas, lo que me permitía quedarme con Cristina hasta el anochecer. A la puesta de sol nos sentamos en las rocas, en silencio, dejando que el mar nos arrullase. Cristina apuró su gaseosa y se quedó mirando el botellín. Sin decir nada, rebuscó en su bolsa y arrancó una hoja del cuaderno que siempre llevaba con ella. Escribió durante unos minutos, sin decir nada. Cuando terminó, introdujo el papel en el recipiente y lo cerró con su tapón hermético. Le pregunté qué había escrito.

- No puedo decírtelo... Es para ella. La Mar se llevará esta historia... Aunque algún día, la devolverá. En otra playa, en otro tiempo, alguien abrirá la botella y la leerá. Entonces, de alguna manera, volverá a ocurrir.

Lanzó la botella al mar y observó cómo la marea la alejaba poco a poco, hasta perderla de vista. Entonces me miró, sus ojos azules brillaron con el último rayo de sol, y me besó.

Aquella fue la última vez que la vi.

Nos carteamos durante unos meses, pero antes del verano siguiente, sus cartas dejaron de llegar. Después de no poco esfuerzo y perseverancia, conseguí convencer a mis padres para volver a Pontedeume, pero una vez allí, su abuela me contó que Cristina, junto con el resto de la familia, se había ido a Brasil. A su padre le habían trasladado allí por el trabajo, y tardarían al menos un par de años en volver. Encontré a sus amigos, y me explicaron que a Cristina le había afectado mucho aquella decisión y que lo había pasado muy mal. Entonces creí comprender porque dejó de escribirme. Aún volví a pasar por Pontedeume algunos años después. La casa de su abuela estaba cerrada y con el letrero de "Se vende".

Ahora estoy aquí, con la botella de Merlot llena de arena sobre el
escritorio, tecleando estas líneas en mi ordenador.

Es posible, como decía Cristina, que alguien haya recogido aquella botella y haya leído el mensaje que contenía.

Y también es posible que esa misma persona, llegue a leer esta historia. Ahora, el mar es internet, y mi botella es este blog. Alguien, ahí fuera, recogerá mi mensaje y, de alguna manera, todo volverá a ocurrir.

"Lévame co Demo, pero lévame"
 
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