Cuando la encontró, Xenia parecía muy atareada cortando con sumo cuidado las hojas de una zarza, que guardaba luego en una pequeña bolsa de tela.
— ¿Qué haces?—preguntó el campesino, acercándose a ella con aire distraído.
—¡Hola Suso!—saludó la joven brindándole una deslumbrante sonrisa—. Como todavía no hay moras... me conformo con coger las hojas. Frescas no saben a nada, pero secas se pueden tomar en infusión, y si las amontonas y las dejas fermentar hasta que se vuelven oscuras, son aromáticas. Es curioso,... pero esta planta tan corriente y que nadie quiere, sirve para muchas cosas,...¿sabes? Si haces gárgaras con el jugo te cura las anginas y si tomas jarabe de mora, pues...
—¡Es verdad! Mi madre siempre nos daba jarabe de mora de pequeños, cuando teníamos diarrea...— recordó Suso con cierta nostalgia, sentándose en un viejo tocón de carballo horadado por los cientos de vidas que bullían en su interior.
Gran parecía haber encontrado una compañera de juegos, pues una hembra, de mayor tamaño y plumaje más oscuro le acompañaba en sus devaneos aéreos. El joven de Couto también creía haberla encontrado en aquella encantadora criatura de pelo azabache que se estiraba para alcanzar las hojas más tiernas de la zarza, pero desde que su abuelo le contó aquella historia, una recóndita y angustiosa desazón comenzó a agitar el mar de dudas que llenaba su espíritu.
—¡Claro, si las plantas curativas no son tan raras!—explicó Xenia, acomodándose a su lado en lo que quedaba del robusto árbol—. ¡Fíjate!; hasta la cebolla y la col, muy picaditas, valen para hacer emplastos en las inflamaciones.
—Yo conozco un sitio... Mi abuela solía ir por allí a coger hierbas de esas, curativas. Podemos ir, si quieres...—comentó el joven intentando no mostrar interés, como si la idea se le hubiese ocurrido en ese momento, cuando en realidad pertenecía a una estratagema cuidadosamente planeada durante las horas de vigilia para conseguir que Xenia le hablase de su vida, de su casa y, sobre todo, de la misteriosa aldea donde vivía.
—Me gustaría..., pero no puedo alejarme más allá de este valle.
—Pero... tu casa no está lejos... ¿No?
— ¡Qué va!... A través del bosque, quizá haya menos camino que hasta la tuya...
—Entonces, ¿por qué no vas y pides permiso?... Así hacemos algo diferente hoy—, sugirió Suso, viendo que su estrategia iba dando algún resultado.
—No..., es que... Tú no lo entiendes...—comenzó a decir Xenia, gesticulando con las manos y negando con la cabeza, confundida como no lo había estado desde que Suso la conociera. Pero al fin pareció calmarse y, recobrando su cálida sonrisa, entornó los ojos con un gesto pícaro y se encaró al joven para decirle:—¿Por qué no me acompañas?... Así te enseño mi casa y el sitio donde vivo... ¡Venga, vamos!...
—Pero Xenia..., no será mejor que yo... No sé, a lo mejor tus padres...—balbuceó el azorado Suso ensayando una disculpa.
—¿No eras tú el que decía de hacer algo diferente? Pues deja de preocuparte por eso y levántate de una vez... Tú me has contado muchas cosas de tí mismo… Quiero que me conozcas. Que conozcas mi mundo.
El campesino de Couto se quedó de piedra ante la inesperada invitación. Por un lado, su natural timidez le frenaba ante cualquier situación nueva e imprevista, pero por otro lado, aquellas palabras estaban tan llenas de calor y confianza que venció todos sus reparos y se dejó llevar por un nuevo sentimiento.
—¿Sabes qué?... Yo creía que no había ninguna aldea por estos alrededores—confesó él, ya más desinhibido, mientras abandonaban el valle a través de un escondido paso entre los prados—, aunque mi abuelo me contó que existió una hace mucho tiempo... También me habló de estos bosques, y que alguien, una vez, intentó cruzarlos y se perdió para siempre.
—Puede ser...—admitió Xenia con naturalidad—. Aquí, si no conoces el camino, es facilísimo perderse..., y como los lobos sepan que estás solo y que tienes miedo, serás una presa fácil.
Ciertamente, aquel lugar era el menos indicado para extraviarse. Los árboles parecían cobrar vida en un enloquecido baile de figuras torturadas y sombras fantasmagóricas. Las retorcidas llagas abiertas en su corteza gritaban el angustioso silencio de su tormento, y las enmarañadas ramas jugaban con la luz que intentaba, en vano, herir su intimidad. Hasta los helechos y el musgo contribuían, tapizando el suelo y las rocas, a crear un reino donde el bosque era el dueño absoluto. A Suso se le erizó el vello al recordar las palabras de su abuelo, pero inmediatamente, una mano cálida y suave tomó la suya haciéndole volver a la realidad y calmando su inquietud.
El calor, cada vez más sofocante, y las raíces, ocultas bajo la alfombra de hojas y vegetación, dificultaba aún más la ya agobiante caminata. Afortunadamente, Xenia conocía muy bien el terreno y, a pesar de no haber ningún sendero trazado, se movía entre los árboles con total seguridad, lo que tranquilizaba enormemente a Suso, que de no ser así, jamás se hubiera aventurado entre semejante laberinto de gigantescos carballos, saúcos de bayas venenosas y castaños cargados de erizos.
Al cabo de un rato, el suave fragor de un arroyo vino a sumarse al cadencioso murmullo del bosque y cuando alcanzaron su cauce, Suso vio algo que heló la sangre en sus venas: en ese punto, el río formaba una sinuosa y recogida garganta, en una de cuyas vertientes se distinguían, cubiertos por la exuberante maleza, los restos de lo que antaño fueran los sólidos muros de un viejo molino. En ese momento, todas las preguntas sin respuesta cobraron forma delante de él.
—Parece que tus vecinos no están en casa—bromeó Suso, forzando una sonrisa y esperando que la joven reaccionase a la ironía.
—¡No!—rió la joven—. Se marcharon hace mucho… Yo nunca los vi.
—¿Sí?—aparentó sorprenderse él—¿Y aquí es dónde vives?
—Ya estamos llegando...—le animó Xenia, mientras se adelantaba para cruzar, de forma ágil y decidida, un resbaladizo puente colgante que amenazaba con derrumbarse de un momento a otro sobre el río.
Suso, por su parte, no lo vio tan claro, aunque después de aquella exhibición él no podía ser menos, así que se aferró a la soga del lado que consideró más sólido y atravesó el crujiente vado tan deprisa como pudo.
—¡Eh, espera!...—le gritó a la muchacha, que ya se introducía en la espesura del otro lado del puente—. Tú harás esto todos los días, pero yo no.
—¡No seas quejica!—le reprendió Xenia sin volverse—, que yo he visto como saltabas las paredes de las fincas en el Arandedo.
Pasaron entre las abandonadas casas, ahora unidas por la savia que se introducía entre sus piedras resucitándolas a una vida vegetal. El musgo, la hiedra, los helechos y los árboles las habitaban en perfecta armonía, dando cobijo a su vez a una nutrida fauna de pequeños animales, que tenían de esta forma doble protección y alimento. Dejaron a un lado el grupo inicial y se dirigieron a la que parecía haber sido más respetada por la lujuriosa vegetación, más allá del último conjunto de ruinas que se extendía a lo largo del río y trepaba por la ladera de luminoso verde.
Al llegar al umbral de aquella apartada casa, fría, sin ningún signo exterior de vida, Suso volvió a sentir una tremenda inseguridad, que Xenia no tardó en advertir.
—Tú eres alguien muy especial para mí, ¿sabes?—dijo ella volviéndose hacia el joven campesino—. Por eso te he traído hasta aquí.
—¿Cómo es que vives aquí… Sola?—preguntó Suso, dándose cuenta de que, en realidad, la respuesta a esa pregunta, ya no le importaba.
—Siempre he vivido aquí...—respondió la joven mientras ascendía con parsimonia los tres peldaños de la entrada y empujaba una puerta que no tenía llave ni cerradura—. Mi madre me contó que hace muchos años, cuando ella era pequeña, este pueblo estaba habitado por gente como tú, pero que el bosque los echó por lo que hicieron...
Mientras la escuchaba, Suso se fijó en los manojos de carballo y de nogal que colgaban bajo el porche, expuestos a la acción del aire seco que circulaba por él.
—¡Sí! Mi abuelo me contó algo de todo eso,... pero ¿qué fue lo que pasó realmente?
—¡Entra, no te quedes ahí!—le invitó ella desde el vano—. Por lo visto, mi abuela vivía en esta misma casa con mi madre cuando un horrible incendio, provocado por el egoísmo de la gente, lo arrasó todo. Por suerte, mi abuela pudo escapar con su hija y refugiarse en el bosque, que era su verdadero hogar.
El interior de la casa, en contraste con los sombríos alrededores, consistía en una amplia estancia inundada por la claridad que entraba a través de los grandes ventanales, de forma que podía aprovecharse toda la luz que lograba escapar a la telaraña de la espesa arboleda. Un recargado conjunto de muebles antiguos de todo tipo, telas bordadas y plantas de hojas anchas, se repartía con ordenado gusto en esa única sala, al fondo de la cual, una escalera de madera accedía al desván y, en su lado de oriente, una galería acristalada en techo y paredes albergaba la más variada y hermosa colección de flores y hierbas aromáticas que se hubiese visto en sitio alguno.
Xenia, de pie en medio de aquel vergel de exuberante vistosidad, resplandecía en todos los sentidos, bañada por la suave luz.
—¡Bueno!...Esta es mi casa... ¿Qué te parece?—preguntó a su boquiabierto amigo.
—Es.. Es…¡O Carallo!... ¿ De dónde sacaste todo esto?
—Lo hicieron todo mi madre y mi abuela... Poco a poco, entre las dos primero y luego mi madre sola, fueron construyendo esta casa de nuevo y llenándola con cosas que rescataban de las otras casas abandonadas del pueblo.
»¿Sabes?—dijo con aire circunspecto de repente— mi abuela amaba la naturaleza, y mantenía un vínculo muy especial con estos montes. Ella era la única que sabía que el bosque estaba vivo, y era la única que sabía cómo hablar con él. Por eso pudo escuchar claramente, esa noche, los terribles gritos de dolor de los árboles que perecían indefensos bajo las llamas. Por eso fue la única en comprender el frenético crecimiento de la vegetación después de aquello; la única en entender la razón por la que el bosque intentaba cerrar rápidamente sus llagas y expulsar a quien le había herido. Luego, volvió a la aldea y comenzó a levantar de nuevo esta casa, hasta que murió. Mi madre tenía entonces unos veinte años.
Suso la miró asombrado y un poco escéptico:
—¿Quieres decir... que tu abuela hablaba con las plantas y los árboles...?
—¡Sí,... de verdad!—aseguró ella, recobrando el tono divertido, mientras se acercaba a la escalera del fondo y se apoyaba en la barandilla—. Y no era la única... Es algo que también podía hacer mi madre y yo misma. Fue eso precisamente lo que dio la fuerza necesaria a mi madre para soportar la soledad de una vida lejos de cualquier ser humano. Llegó a estar tan unida al bosque, que éste la adoptó y la convirtió en parte de sí mismo haciendo que de esa unión naciese yo.
Casi desde que la conocía, y especialmente a lo largo de aquella mañana, Xenia no había dejado de poner a prueba, en repetidas ocasiones, la capacidad de asombro del muchacho. Pero esta última declaración rebasaba todos los límites.
—Pero... ¿cómo es eso de que...?—comenzó a decir Suso antes de que ella le interrumpiese con un ademán, indicándole que la acompañara al piso superior.
Si la sala principal era un sugestivo museo donde la vista podía perderse con deleite entre un sinfín de materiales y texturas agradables, el desván la superaba con creces. En el lado opuesto a la escalera, un rosetón filtraba la luz del sol, creando un espectáculo de formas y colores que daba al lugar un extraño ambiente cálido y acogedor. A ambos lados de la estancia de paredes inclinadas, se apilaban de forma caótica, viejos arcones con olor a naftalina, baldas de libros releídos decenas de veces, recios baúles llenos de historia, juguetes abandonados al polvo del olvido, guirnaldas de flores secas, lienzos con escenas costumbristas, cajones de hilos multicolores y, en fin, toda una colección de objetos, restos de lo que en otro tiempo fuera una activa comunidad.
Se acomodaron juntos sobre unos grandes cojines hechos con seda y plumas de ganso, muy cerca de la hermosa vidriera, y conversaron mientras el sol proyectaba figuras de colores sobre ellos. Xenia le contó entonces, como si repitiese una historia mil veces oída, que su madre, fecundada y ayudada por el bosque, la trajo al mundo, para luego, años más tarde, al término de su parte de vida humana, dejarla sola en el seno de ese mismo bosque, su único amigo y protector desde ese instante y hasta ahora. Intentó hacerle comprender que de su ascendiente humano había heredado el aspecto físico, mientras que, en su parte vegetal, quedaba algo característico de los árboles: por un lado el paso del tiempo, mucho más lento para ella, que estaba lejos de los quince años que aparentaba; por otro, la inmovilidad, que le impedía separarse de esas tierras y cruzar el Arandedo, barrera natural impuesta por su propio ser.
—La mente de Suso perdió el rumbo, hasta el punto en el que sus interrogantes se mezclaban alocadamente con extrañas divagaciones, llegando a hacerle dudar incluso de su propia cordura.
—¿Por eso no querías venir conmigo?—murmuró, con la mirada perdida en el vacío, en un intento por ordenar sus ideas—. ¿Entonces, nunca has conocido a nadie más que a tu madre?
Xenia negó con la cabeza.
—No,... pero sí que he visto a gente algunas veces… Aunque nunca me atreví a acercarme… Yo nunca fui capaz de ayudar a nadie con mis conocimientos, tal como habían hecho mi madre y mi abuela—. La sombra del fracaso oscureció, por un instante, la mirada de Xenia.
—Pues yo, cuando te encontré, no vi que quisieras escapar ni esconderte...
—Tenía más curiosidad que miedo… Mi madre me había enseñado a leer desde pequeña. Me dijo que, de esa forma, sabría como es el mundo de fuera. Y llegó un momento en que me había leído todos los libros que tenía, y creía saberlo todo… Sin embargo, no sabía nada. Todo aquello… no servía para nada si no...
»Quería conocer a alguien como yo, o mejor dicho, como mi parte humana. Quería hablar, saber cosas de vosotros... A ti te vi varias veces en estos dos últimos años, hasta que me decidí a hablarte. Entonces, envié a Gran para llamar tu atención y provoqué aquel encuentro.
—Suso trató de incorporarse entre los almohadones, confundido y molesto.
—O sea, que lo tenías todo pensado... y lo único que querías era saber cómo somos.
—Sí, reconozco que al principio no pensaba igual,... pero ahora es distinto—se apresuró a aclarar la joven.
—¿Distinto? ¿Por qué distinto?
—Es que... al conocerte me he encontrado con otras cosas que no esperaba... En los libros había sentimientos e ideas que no comprendía y que no conseguía imaginar, pero ahora he descubierto que todo eso también está dentro de mí. Es algo nuevo que nunca me había pasado. La verdad es que... me siento muy a gusto contigo. Todos los días estoy deseando que llegue el momento de vernos. Cuando no estás... es como si me faltase algo que ya formase parte de mí, y aunque nos hemos visto poco, me parece conocerte desde hace mucho tiempo y haberte contado todos mis secretos sin que tú pudieras oírme.
Suso intentó decir algo pero, aunque abrió la boca con intención de hablar, no consiguió articular ningún sonido.
—Pero no es sólo eso—continuó Xenia, acariciándole la mano dulcemente—. No sé cómo explicarlo... Es como una angustia, una ansiedad que llena todo mi ser y que tan sólo me deja en paz cuando duermo o cuando estoy contigo. Y lo peor de todo es que sé que no debo acostumbrarme a tí porque aunque seamos iguales por fuera, por dentro nos separan demasiadas cosas.
El joven campesino de Couto aceptó la mano tendida y la miró a los ojos. En ellos vio el reflejo de sí mismo. Y quiso amar, pero sintió miedo.