Como en aquel «spot» televisivo, en el que un «macizo» limpiacristales tenía a toda la plantilla femenina de ciertas oficinas pendiente de su hora del almuerzo, nosotros contábamos también con nuestro momento sexy, llevado a cabo por una morenita de piel tostada y nacarada sonrisa llamada Eva que, para encandilarnos usaba, ¿cómo no?, una manzana.
A las once en punto de cada mañana, independientemente de lo que estuviésemos haciendo y de forma más o menos disimulada, poníamos todos los sentidos en el mismo acontecimiento. Cada uno de nosotros, sin excepción, hubiera sido capaz de repetir la secuencia sin omitir detalle. Eva, en calculado movimiento, apartaba la silla de su escritorio, juntaba las rodillas, separaba los talones y se agachaba hasta tocar con el pecho las primeras. Mientras rebuscaba en la bolsa del almuerzo, una generosa vista de su anatomía, cual genuflexión de auténtico trovador, atraía la atención de la audiencia hacia su involuntario show.
Como en un juego de prestidigitación, una hermosa manzana verde aparecía entre sus dedos, en perfecto contraste con el rojo de sus uñas. El primer mordisco era lento, estudiado, evitando hacer ruido. Sus labios carnosos se separan antes de tocar la piel brillante, que se empañaba con su aliento. Entonces, la pulpa blanca estallaba en su paladar, causando el mismo efecto que el hipnotizador al chascar los dedos para inducir el sueño. A partir de ese momento, todo el auditorio permanecía en una especie de estado letárgico, de relajante ingravidez.
Cada manzana era consumida por Eva exactamente en dieciocho bocados. En cada uno de ellos, la pulpa se rompía con un quejido dulce y jugoso que erizaba nuestro vello, relajaba los párpados y provocaba un escalofrío de placer que nos recorría de arriba abajo, haciendo vibrar cada célula, como el sonido que, partiendo de un diapasón, viaja hasta el infinito.
De vez en cuando, sostenía la manzana ante sí, paladeando la carne fresca mientras se concentraba en la pantalla del ordenador. El mundo se detenía para observar aquella boca en movimiento, la punta de su lengua atrapando una partícula que trataba de escapar al destino, su carrillo levemente hinchado por el fruto de la tentación.
Cuando terminaba su almuerzo, Eva sacaba un espejito, fruncía sus labios en un beso —¡quién hubiera sido su reflejo!— y los pintaba de fresa, para no dejar ninguna duda sobre quien era la princesa. El corazón de su manzana, oxidado por el abandono, terminaba en la papelera y el de todos nosotros, presos de un hechizo, se olvidaba de latir hasta el próximo beso.
Esos eran nuestros días de rutina, encadenados por la magia de un momento, condenados al sueño por un mordisco.
Pero entonces llegó el francés, con su Porsche coupé, su pelo engominado y su deje de Neuilly.
Su nombre era Maurice y, según nos comunicó la organización desde París, venía para «poner las cosas en su sitio». Por eso, lo primero que hizo fue poner sus posaderas sobre la mesa de Eva. Balanceando la pierna al compás de su discurso y exhibiendo una sonrisa de cazador despiadado, se presentó como sólo un encantador de serpientes sabe hacerlo. Mientras hablaba, su mano tomó, de forma distraída, la manzana —nuestra manzana— que Eva tenía preparada esa mañana y, como punto final a su número de seductor, clavó sus colmillos en la piel tersa, desgarrando la carne de una enorme dentellada y masticando con avidez. Cuando se marchó, satisfecho de su actuación, dejó la fruta desgajada, cual presa desechada por el furtivo que ya hubiese obtenido su trofeo. Un solo mordisco bastó para destruir el paraíso que, de repente, se convirtió en la aséptica oficina de un buró de inteligencia.
Las técnicas de seducción de Maurice comenzaron a dar resultados. A fin de cuentas, su acento parisino, aspecto elegante y un cuidado físico, eran armas que jugaban a su favor, y por mucho que la envidia nos nublase la razón, había que reconocer que, lo que él hacía, no era más que lo que nosotros soñábamos. A los coqueteos frente a la fotocopiadora siguieron los ratos compartidos en la cafetería, las salidas a comer y las copas de los viernes. Sabíamos que Eva mantenía una relación sentimental de algún tipo, pues muchos días la esperaba un chico a la salida que, por la acogida que le dispensaba, teníamos claro que no era su hermano, pero para Maurice, este hecho, que a todos se nos antojaba un hándicap insuperable ante cualquier atrevimiento, no supuso ningún obstáculo y, al cabo de seis semanas, ya tenía a nuestra musa comiendo de su mano. No volvimos a ver al joven de la puerta, pero en cambio, la pasión desenfrenada que la nueva pareja exhibía, supuso una cruel tortura para nuestra imaginación. A las manzanitas verdes las reemplazó el yogur de bifidus y todo nuestro mundo onírico se vino abajo.
En pocos meses, una extraña melancolía se instaló en nuestra oficina y, a las once en punto de cada día, planeaba sobre la mesa de Eva —que ahora prefería tomar su almuerzo en la salita del café junto a su flamante novio—, y nos devolvía una mirada de desdén cada vez que nuestros ojos se extraviaban por allí. Sin embargo, cuando ya nos habíamos resignado ante los hechos y el verano había terminado su terapia de sol, un nuevo giro cambió la situación.
Maurice, el cazador, una vez logrado su objetivo y colocado su trofeo junto a los demás, perdió interés y comenzó a dejarnos ver su verdadera naturaleza. La alarma surgió el primer día que vimos a Eva llorar. Si algo nos había llamado la atención aquel primer día de hace seis años, fue una luminosa sonrisa de blanco y rojo que nunca perdió el color, que nunca dejó de lucir. Esa mañana sin embargo, sus labios estaban cerrados, sus ojos enrojecidos e hinchados, su semblante abatido. Nadie se atrevió a preguntar nada, pero las miradas de interés y preocupación derrumbaron en seguida su muro de autocontrol y un llanto silencioso purgó su dolor. Podía no haber sido más que una crisis pasajera, pero en cambio fue la señal de que algo más grave estaba ocurriendo.
Eva era una persona pulcra y exigente en su trabajo, escrupulosa con los horarios y las formas. Sin embargo, comenzó a llegar tarde con frecuencia y su aspecto, muchos días, era desaliñado y cansado. Dejó de sonreír, descuidaba su trabajo y mantenía una actitud defensiva. Incluso, algunos días, pudimos observar marcas de hematomas y rasguños disimulados en su rostro y brazos. En cierta ocasión, estuvo de baja un par de semanas sin que pudiésemos averiguar el motivo pues, en nuestras llamadas telefónicas, ella siempre contestó con evasivas.
Uniendo la información que cada uno pudimos obtener y deduciendo el resto, averiguamos lo que estaba pasando. El francés se había revelado como un hombre violento, posesivo y extremadamente celoso. Supimos que había hecho sus pinitos en la política francesa, pero dos divorcios en su currículum, varias relaciones sentimentales malogradas, con escándalo mediático incluido, y la sospecha de su implicación en cierto caso de corrupción, truncaron su carrera en la UPM de forma tajante, por lo que tuvo que poner sus habilidades al servicio de la organización. De la delegación en París, pasó a Bruselas y, de allí, a la nuestra, donde era bastante menos conocido por su vida personal. De hecho, ninguno de nosotros tenía la menor sospecha porque, de haber sido así, hubiese bastado un simple paseo por internet para habernos puesto sobre aviso. Por desgracia, para Eva ya era tarde.
Maurice había abandonado su piso de alquiler en Claudio Coello y se había mudado al de nuestra compañera, según él, de forma provisional en tanto no tenía algo más estable. En la práctica, había colonizado, no sólo la vivienda, sino la vida de Eva. Llegó a monopolizar su tiempo y su entorno social, controlando todos sus movimientos y contacto con otras personas. En poco menos de un año, dando muestras de una clara tendencia psicopática, había conseguido inducir en Eva una incipiente paranoia, mezcla de miedo y adición. Ella comenzó a perder peso y los ansiolíticos se hicieron indispensables. Sin embargo, lo peor estaría por llegar, cuando el francés, confiado en su posición de control, pasó a una actitud más agresiva. Podía encerrarla en el baño durante horas por el simple hecho de no haberle contestado a un “whatsapp”, u obligarla a comer hasta vomitar, obsesionado con su delgadez, entrando así en una crisis circular. En un principio pensamos que las magulladuras y arañazos que habíamos visto en el cuerpo de Eva habían sido consecuencia de un maltrato directo por parte de Maurice, pero luego supimos que eran autolesiones producidas en momentos críticos. No se trataba ya de vejaciones físicas, sino de algo más profundo. Eva se estaba consumiendo de dentro para fuera.
Comprendimos que no había más remedio que tomar cartas en el asunto. El problema era el cómo. Elegimos una tarde libre y creamos una junta de deliberación. De aquella reunión salió el plan que, sin más dilación, comenzamos a preparar. Lo bautizamos con el nombre de “Operación Garrapata”, porque, en definitiva, se trataba de hacer que el parásito soltase a su presa, para luego deshacernos de él.
Lo preparamos todo con minuciosidad. Sabíamos cómo hacerlo y contábamos con los medios para ello. Preferíamos actuar con calma y asegurar el éxito que precipitarnos y cometer algún error.
En una primera fase, de unos tres meses, trabajamos en dos frentes. Por un lado, buscamos darle a Eva mayor confianza en sí misma. Le ofrecimos responsabilidades adicionales que suponían una gran labor de investigación y que, aun siendo ficticias, crearon en ella una mayor implicación. Compromiso que fue oportunamente percibido por Maurice. Por otro lado, a través de algunas conversaciones, creadas para ser escuchadas, y de la filtración de ciertos documentos, transmitimos al francés la conveniente idea de que su novia estaba metida en algo gordo. Se trataba de hacerle cambiar el punto de vista respeto a ella y a su papel en nuestra organización. No queríamos hacerle pensar que nuestro futuro interés en él estaba relacionado con su relación de pareja, sino con algo que iba mucho más allá de su vida personal.
Cuando completamos esta etapa, llegamos a la parte más divertida. Creamos un ambiente propicio, de sospecha y temor, y llegado el momento, nuestros amigos se encargaron del trabajo sucio.
El secuestro fue fácil, llevado a cabo de forma impecable y encubierto sin problemas dado que, a fin de cuentas, Maurice pertenecía a la organización. Durante dos días permaneció inconsciente y un tercero atado a un catre en la nave abandonada de un polígono industrial. Pasadas esas últimas veinticuatro horas, dolorido, sediento y muerto de miedo, había llegado el momento de ponerle "la medalla".
Le asearon, le cambiaron la venda de la herida que tenía en el pecho, le dieron de comer y beber y, por último, nuestro hombre se sentó frente a él. Le explicó que, si se encontraba allí en ese momento, era precisamente por el respeto a la vida humana que nuestra organización mantenía como filosofía principal en el cumplimiento de su trabajo pues, de no ser así, hubiera sido más fácil deshacernos de él. Le dijo que su relación con la persona que él conocía como Eva estaba interfiriendo en asuntos muy graves que nos obligaban a tomar estas decisiones. El dolor en el pecho y las vendas eran debidos a que, durante el tiempo de su retención, se le había practicado una intervención quirúrgica, mediante la cual, se le había insertado un dispositivo de alta tecnología que cumplía dos funciones. Por un lado, se trataba de un emisor de posición, que nos daría una lectura inmediata si trataba de acercarse a Eva. Por otro lado, si intentaba manipular o extraer el chip, se liberaría una toxina en su sistema sanguíneo que provocaría una parada cardíaca en cuestión de segundos. Tenía, por tanto, dos formas de morir y un sólo camino para vivir: aceptar los billetes de avión que le teníamos preparados y no volver a pisar el territorio nacional.
Por supuesto, sabíamos que podría comprobar la veracidad de la información con una mera radiografía, y habíamos previsto esa eventualidad. Lo que Maurice desconocía es que, el dispositivo supuestamente mortal que llevaba, no era más que un pin de titanio en forma de manzana, totalmente inocuo, insertado bajo la piel entre dos de sus costillas.
En todo caso, nunca pensamos que todo aquello pudiese ir más allá de un buen susto, pero está claro que la naturaleza humana siempre te sorprende, porque jamás volvimos a oír hablar del tal Maurice. Puede que siga haciendo de las suyas en cualquier otro lugar del mundo, pero lo hará con una espinita clavada, muy cerca de su corazón.
Eva se tomó unas largas vacaciones, que pasó en un pueblecito asturiano. El día que volvió, todos esperábamos con ansiedad que llegaran las once de la mañana. En ese momento, Eva juntó sus rodillas, separó los talones y flexionó la cintura hasta que su pecho tocó las primeras. En su mano, entre sus uñas rojas, apareció una brillante manzana vede y, cuando se irguió, por primera vez desde que la conocíamos, pareció percatarse de la expectación que todos sus movimientos estaban causando. De un mordisco arrancó un primer bocado de pulpa blanca. Mientras masticaba, nos miró a los siete, y sus labios dibujaron una enigmática sonrisa.