lunes, 18 de junio de 2018

Arandedo 1. El valle oculto


(...)
No sé qué altas señales
lejanas, de un amor triste y difuso,
de un gran amor de tinieblas y luceros,

traer querría tu ramita verde
que, con el viento, ahora
me está rozando el rostro.
Yo ignoro tu mensaje
profundo. La he cogido, la he besado.
( Un largo beso. )
¡Mas no sé qué quieres decirme!

                        Dámaso Alonso

Cuando un árbol cae en el bosque, ¿lo oye alguien?
¿Oye alguien la caída del bosque?

                       Bruce Cockburn. Cantante, presidente honorario de "Amigos de la Tierra "
                       en Canadá
 
Tocaba a su fin la primera noche de Luna Nueva. Abrió los ojos, pero la oscuridad seguía siendo impenetrable. Con un reflejo casi involuntario, dirigió su mirada hacia la tenue claridad de la ventana, como si de repente quisiera comprobar que no se había quedado ciego. Fuera, la aurora luchaba contra las tinieblas, aunque el silencio aún era denso; tan denso, que únicamente era traspasado por el agudo canto del gallo, que llegaba lejano a sus oídos...
 
—!Susooo!
 
El grito de su madre también traspasaba cualquier cosa, y sobre todo su cabeza, un lunes de verano por la mañana. Se apoyó sobre el codo y giró medio cuerpo. Un pinchazo en las sienes le recordó la promesa que se hiciera de no volver a probar una sola gota de alcohol durante las fiestas, porque cada vez era peor: esa mañana ni siquiera el fuerte aroma a torta de millo que venía de la cocina, conseguía levantarle el ánimo.
 
Hizo acopio de fuerzas y se liberó de la pesada manta —por las noches aún refrescaba—, para tambalearse hasta el rincón donde estaba el lavatorio. Hasta que no metió la cara, primero en la palangana de agua fría y luego en el tazón de leche caliente, no logró despertarse del todo. Se tomó la torta despacio, contemplando el incipiente fuego de la lareira, que comenzaba a caldear la cocina al tiempo que hacía un tembloroso esfuerzo por iluminar la negra estancia. A su titubeante luz podía verse una vieja alacena llena de cacharros de barro, un tosco fregadero y una gran mesa cuadrada con dos bancos de madera a los lados. Más allá, cerca del fuego, había varios «trespiés» de hierro, unos cuantos leños y un enorme pote colgando de la gramalleira. Todo lo demás pertenecía a las sombras, levemente heridas, un poco más tarde, por la luz que entraba a través de una sucia claraboya, velada por las telarañas y encaramada a un lejano techo de pizarra y madera ennegrecida por el hollín.
 
Cuando por fin pudo sustraerse al poder hipnótico del fuego, se levantó pesadamente, cogió su vara de un rincón y salió al exterior como un autómata. Fuera hacía frío, pero siempre hacía frío un lunes por la mañana. Se encasquetó el viejo gorro de paño con orejeras y caminó deprisa, con los ojos fijos en los pies, comprobando cómo el orballo empapaba sus botas. A poca distancia, y sin que él se hubiese percatado siquiera, Morito —el perro pastor— lo seguía despreocupadamente.
 
Fue hasta la parte de atrás de la casa y, con un rápido movimiento, abrió el portón de las cuadras, insensible al hedor, caliente y húmedo, que abofeteó su rostro. A una llamada suya, tres vacas salieron de la penumbra acompañadas por una miríada de moscas. Tan sólo A Roxa se hizo la remolona, obligándole a ir a buscarla hasta la cuadra del fondo, a donde llegó con pasos largos y precisos, intentando evitar que sus botas se hundieran en el lecho de paja y excrementos.
 
Aquellas cuatro vacas, junto con media docena de cerdos, tres viejas ovejas que comían más de lo que daban, unos cuantos conejos y algunas gallinas ponedoras, constituían a facenda de la casa, que él se encargaba de cuidar durante casi todo el año. Su abuelo le ayudaba de vez en cuando, pero como también hacía algunos trabajos de carpintería por encargo, como pequeños enseres, bastones, cunas o sillas, no siempre disponía de tiempo, y su madre tenía bastante con ocuparse de todos ellos, sobre todo del pequeño Emilio, que era el que más guerra daba.
 
A Suso no le importaba demasiado hacer ese trabajo, sobre todo cuando pensaba que de esa forma no tenía que andar a mantido para gente de la Terra Chá, como sus dos hermanos mayores, que sólo venían a casa para ayudar en las tareas propias de la seitura, la malla o la matanza. Alguna vez, sin embargo, se había atrevido a pedirle a su padre, cantero de oficio, que le dejara acompañarle en alguna de sus salidas, movido quizás por el afán de conocer otros lugares y otras gentes, lejos de su aldea, pero éste le había dicho claramente que su sitio estaba en la casa, junto a aquellas tierras, que eran lo único que realmente les pertenecía y que, aunque demasiado escasas para vivir de ellas, sí lo suficientemente importantes para mantenerlas con vida.
 
El camino partía desde la parte más alta de la pequeña aldea, y discurría por terreno más o menos llano, excavado como una zanja entre retamas de flor amarilla y silveiros cuajados de moras. Después de unos trescientos metros, penetraba en el monte bajo y se iba hundiendo cada vez más en el seno del bosque, descendiendo en picado a través de las impracticables laderas. Los animales conocían bien el recorrido, y mientras Morito zigzagueaba juguetón por delante, Suso los seguía a unos pasos de distancia, protegiéndose del continuo bombardeo de excreciones, que iban dejando un claro y maloliente rastro de su paso.
 
La magnífica ayuda del pastor alemán le venía que ni pintada mientras la resaca no le dejara en paz. Era ése el momento en que más se arrepentía de haber bebido en exceso, aunque siempre echaba la culpa a Cacholo, a quien, a su modo de ver, le gustaba demasiado la taberna. No es que en las romerías hubiese mucho más que hacer que tomarse unos chatos o un orujo con los amigos, pero él, íntimamente, prefería estar junto a los músicos, viendo bailar a la gente. Se quedaba como en trance con el deambular rítmico de las parejas; le habría gustado más estar entre ellas, pero era demasiado tímido para pedir el baile a alguna de las rapazas solteras, por lo que tenía que conformarse con soñar y repetir a solas aquellos pasos que había memorizado, mientras tarareaba alguna canción conocida.
 
Una persistente bruma, que el sol no tardaría en disolver, se mantenía prisionera de una tupida red de robles y castaños. Ahora, el oscuro camino tapizado de verde, se transformaba en un serpenteante sendero que intentaba abrirse paso entre helechos y toxos, para luego perderse definitivamente entre la maleza. Justo donde el bosque terminaba su empinada pendiente, un crujiente puentecillo, construido a base de troncos y piedra, franqueaba un ruidoso arroyuelo. Por allí cruzó el ganado y su pastor hacia el prado, situado en el centro del profundo y estrecho valle del Arandedo.
 
En cuanto el cuarteto vacuno olfateó el fragante frescor de la hierba, se desentendieron por completo de sus cuidadores y buscaron un cómodo rincón donde pacer. Morito, por su parte, se echó cerca de su dueño, que contemplaba absorto el discurrir del agua por el reducido cauce. Le preocupaba realmente la rutina en que había convertido su vida. A Cacholo no parecía importarle matar sus tardes libres cerca de una barrica de vino, pero Suso compartía más del espíritu inquieto de su amigo Teixo, aventurero, mujeriego y un poco alocado. Por lo menos en sus sueños, ya que él nunca llegaría a ser así, y lo sabía, aunque tampoco necesitaba tanto; bastaba con que el destino le diese una pequeña oportunidad.
 
Aquel prado era uno de los más alejados de la casa y, por tanto, uno de los menos frecuentados; sin embargo tenía un cierto encanto que nunca había sabido describir: dos montes, poblados de madera y musgo, y que, a parte de una importante reserva maderera, constituían una de las zonas más inhóspitas de la región, se unían formando un encajado valle, angosto y escondido por una infranqueable maraña de árboles. Un riachuelo cortaba las dos laderas y, a uno de sus lados se elevaba en suave pendiente, una hilera de pequeños pastos robados al bosque.
 
El sol comenzaba a acariciar con sus primeros rayos las copas de los altivos chopos, y la brisa de valle componía su melodía entre las ligeras ramas. Suso, tumbado sobre la hierba, sin protegerse de la humedad, miraba al cielo sintiendo cómo las nubes se deslizaban por su mente.
 
Gracias a la inclinación del terreno, aun a pesar de estar tumbado, podía ver delante de él la tupida barrera de robles y abedules, cuyos brazos extendidos crecían rectos hacia lo alto, luchando entre ellos por alcanzar algo de luz. Un gavilán salió por detrás del muro verde y giró en círculos encima de su cabeza; sin duda era el mismo que había visto las dos únicas veces que bajó hasta allí en el mes de junio. Después de unos minutos contemplando su vuelo, escuchó un silbido prolongado, profundo, y el ave cambió repentinamente su rumbo, picando vertiginosamente hasta unos cinco metros del suelo para luego, batiendo sus alas con fuerza, pasar en vuelo rasante muy cerca de él y desaparecer tras un recodo del valle.
 
El hecho de que aquel gavilán respondiera a una llamada humana y que no fuera, además, la primera vez que lo veía, hizo llegar a Suso a la conclusión de que alguien compartía con él aquellos solitarios parajes, por lo que no se lo pensó dos veces: se levantó de un salto y siguió al ave rapaz movido por la curiosidad.
 
Atravesó los prados por su parte alta, siguiendo el curso de una acequia poblada de ranas y ensombrecida por la ladera, cortada a pico al borde mismo del canal. Cuando hubo saltado la pared que separaba la tercera y cuarta parcela sin haber visto rastro del animal, se detuvo tratando de decidir si merecía la pena continuar. Justo en ese momento, una diáfana voz a sus espaldas lo sacó de tales cavilaciones:
 
—¡Hola!
 
Se dio la vuelta y, entonces descubrió al pájaro de plumaje gris-azulado, que le miraba despreocupadamente encaramado al puño de una sonriente muchacha, sentada al pie de la medianera, oculta desde el otro lado por las piedras.
 
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lunes, 4 de junio de 2018

Mala fama 6. Like a virgin


No es una parte de mi vida de la que me guste hablar, pero ya que he comenzado, no la voy a obviar. Acababa de cumplir los quince. No lo recuerdo por nada en especial, sino solo por la conversación que tenía lugar.
 
—¿Cuántos tiene?—preguntó el gordo a mi tío—.
 
—Quince recién cumplidos—contestó él—.
 
—¡Vaya! La niña bonita.
 
—Sí, ha salido a su madre.
 
—Me refiero al número, cretino.
 
—Bueno, yo de números no entiendo.
 
—No, si ya se ve. Pero regatear sí que sabes. ¡Veinte mil napos! Fue lo acordado.
 
—Desde que la Lola murió, corro con todos los gastos de la cría y, hasta que pueda ponerla en la calle, estoy a dos velas.
 
—No te quejes. Puedes agradecer, que antes de secarse, la planta te dejase su flor, capullo.
 
—También podría colocarle algo de «farlopa» si usted quisiera.
 
—No necesito más camellos... Habla con Manuel. Dile que te mando yo. Que te dé un par de micropuntos. ¡Y déjame con la chica de una puta vez!
 
El gordo era uno de los «jefes» del barrio. «El oso», le llamaba mi tío por detrás. Más que refiriéndose a su corpulencia, por una particular interpretación del apelativo que tenía entre sus hombres, «The boss». Se decía que era un crápula sin escrúpulos. El caso es que, entre ocio y negocio, le daba a la droga, a la extorsión, al vicio y a la corrupción. Por eso, en los fondos más bajos, era también conocido por «The big pig». Él, que no tenía nociones de inglés, decía que le daba igual cómo le llamasen, mientras fuese con «don»: «don Boss», «don Pig» o simplemente Don.
 
El caso es que, después de la presentación, el tío Fran se largó, con sus treinta monedas y su dosis de felicidad, y yo me quedé allí de pie, ante la mirada lasciva del gordo.
 
Podría decir que aquel momento fue el peor de mi vida. Que se llevó los últimos retazos de inocencia. Que me abrió las puertas del infierno. Que anuló y pisoteó hasta la humillación mi dignidad como mujer, como persona. Si, quizá con otra perspectiva podría decirlo. Pero la verdad es que no fue así. Todo eso ya lo había vivido de forma continuada durante los dos últimos años. No. Más bien, aquellos minutos con el gordo, fueron la prueba de acceso a una carrera en la que, hacía tiempo, me habían matriculado y en la que, gracias a mi tío, llegue a licenciarme con matrícula de honor.
 
Mi madre había intentado mantener mis primeros años de la infancia en esa especie de realidad alternativa a la que todo niño tiene derecho, hasta que una sobredosis de «matarratas» echó por tierra su esfuerzo y a ella la enterró. El tío Fran se encargó, a partir de ese momento, de hacerme ver la cruda realidad. Y también de hacer que me la tragase, por muy cruda que estuviese, aun a riesgo de vomitar. Porque, puede que una vagina intacta fuese fuente de ingresos a preservar, pero el resto de mi cuerpo eran clínex de usar y tirar, con los que limpiaba su trépano, a falta de útero que taladrar.
 
En aquel momento, lo único intacto era un himen que ya no protegía ninguna virginidad. Pero eso el gordo no lo sabía. O no le importaba.
 
—¿Así que eres hija de la Lola?... ¿No serás Lolita?
 
A carcajadas río su propia ocurrencia.
 
—Mi nombre es Felicia.
 
—Felicia... Me gusta. Suena como «felatio»
 
Volvió a reír y su enorme barriga tembló como un gran trozo de gelatina grasienta.
 
—Y bonito vestido... ¡Vamos! Enséñame lo que hay debajo.
 
No estaba en condiciones de negarme, así que obedecí. Metí las manos bajo la tela, tiré de las bragas hasta sacarlas por los pies, hice con ellas una pelota y se la lancé a la cara.
 
—¡Vaya! Nos ha salido insolente, la niña bonita... Pero como eres lista, sabrás lo que te conviene... Tu tío te ha traído para que sea yo quien te desflore. Y he pagado por ello, te lo puedo asegurar. ¡Quiero verte desnuda!
 
Dijo esto mientras apretaba mis bragas contra su nariz aspirando con fuerza. Tanto que pensé que lo siguiente sería sonarse los mocos con ellas. Quizás ocupada en este pensamiento, no me percaté de que mi pasividad podía interpretarse como insolencia.
 
El gordo, molesto, chasqueó los dedos y «el flaco» salió a escena. Un tipo desabrido y malencarado, es decir, feo de narices, surgió de los toriles y se vino a mí como una bestia. Me propinó una bofetada con su mano descomunal y rasgó mi vestido hasta dejarme en cueros.
 
—¡Ponla sobre la mesa!—ordenó el «don», y su esclavo, sumiso, me sujetó por ambas muñecas con una sola mano y me arrastró hasta colocarme espatarrada sobre una mesa de salón. Como carne cruda en el cepo del carnicero. Como cruda realidad.
 
El flaco me agarraba del pelo y las muñecas, mientras el gordo se desabrochaba el sofá y se bajaba los pantalones.
 
Bajo su prominente barriga velluda debía de haber un pene, pero yo no llegué a verlo... Ni a sentirlo, por mucho que él se empeñara en lo contrario, a base de empellones contra mi entrepierna.
 
—Tienes unas buenas tetas, para ser del quince—Decía mientras las estrujaba con sus manazas, buscando estimular su poco estimulante miembro.
 
Yo solo veía una panza hinchada y peluda rebotando contra mis muslos y, extrañamente, en lo único que pensaba era en que por fin comprendía en toda su dimensión el porqué del apelativo que mi tío le daba. Y quizás concentrada en esta reflexión, no pensé que mi displicencia podía interpretarse como repugnancia.
 
El gordo, molesto, chasqueó de nuevo los dedos y el flaco comprendió que le tocaba jugar. Sin mediar orden verbal alguna, el esbirro me sustrajo de las garras de su jefe y me giró como a una peonza, poniéndome boca abajo, con las piernas colgando, las muñecas a la espalda y la barbilla contra la tabla.
 
Al no mediar palabra, no sé si la postura obedecía a los deseos del jefe, de poner mi cara a la misma altura que aquella parte de sí mismo que no daba la talla, o a los del lacayo, de evitar que viese lo que se me venía encima.
 
He de reconocer, haciéndole un favor al flaco y flaco favor al gordo, que aquél fue delicado, teniendo en cuenta la artillería que cargaba, y mientras la realidad, cruda y palpitante, penetraba en mi cuerpo a traición, destruyendo el último baluarte de redención, ante mí se dibujaba la figura de un personaje grotesco, entre sátiro y humano, que masturbaba su minúsculo cerebro con imágenes de perversión. Y quizás sumida en esta consideración, no pensé que mi desdén podía interpretarse como arrogancia.
 
El gordo, exasperado, chasqueó de nuevo los dedos y, como si de un resorte se tratase, el esclavo abandonó mi cuerpo y soltó la tenaza de mis manos. Yo reculé por detrás de la mesa y aún mis nalgas tropezaron con su arma en retroceso.
 
Don Big Pig, sofocado y sudoroso, se dejó caer de nuevo en el sillón sin siquiera subirse los pantalones. Si hubo allí alguna vez un pene, éste había vuelto a esconderse, cual caracol que se arrastrase en su propia baba.
 
—Eres una puta descarada, «Felatio»—me dijo mientras me arrojaba de nuevo las bragas, que yo recogí al vuelo—, y lo único que vas a ganar en mi barrio es... ¡Mala fama!
 
El flaco me puso de patitas en la calle, donde me esperaba mi tío. El gordo se quedó con la flor y yo volví con el capullo.
 
«The big pig» no tuvo oportunidad de comprobar el vaticinio de sus últimas palabras. Murió poco tiempo después, cuando alguien chasqueó los dedos y un tipo desabrido y malencarado, perro flaco con distinto collar, le partió el cuello con sus manos descomunales. ¿Quién dijo que el tamaño no importa?
 
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