martes, 28 de abril de 2015

Memorias muertas


Tal vez no sea más que el intento de revivir la placentera sensación de un sueño, o de fijar la imagen, distorsionada por mi mente, de una lejana realidad. Lo cierto es que, si hay alguna razón para estas líneas, es la imperiosa necesidad de recordarte. No como aquel que desea mantener siempre vivo el espíritu de un amor ausente, sino como quien ha reconocido una estrella entre la infinidad que puebla el cielo y no quiere dejar de mirarla, para no perderla de nuevo. Escribo ahora, porque es el momento en que tu esencia viene más clara a mi memoria, y cuando ésta se vaya, quizás lo escrito me permita encontrar de nuevo algo de lo perdido.

No puedo identificar el papel que has hecho en mi vida, pues tan sólo reconstruyo fragmentos de un puzzle en el que faltan demasiadas piezas, y los retazos que me llegan son tan extraños e inconexos, que no sé si pertenecen a momentos vividos junto a una esposa, una madre, una hija, o todas a la vez. El olor de tu cabello recién salida del baño; el color de tus ojos en un día soleado; el eco de tu risa perdiéndose en el olvido; tus mejillas, salpicadas de harina, mientras apartas un mechón rebelde de negro zaíno; tus dientes blancos rasgando la piel de una manzana; el aroma de jazmín, estela de tu ausencia; una tarde lluviosa y el reflejo triste de tu rostro en el cristal, perlado de lágrimas y gotas de agua.

Ahora no soy más que una sombra en la noche de la ciudad. Tan sólo estos instantes de cordura, cuando te escribo, me definen como ser humano. Tal vez los últimos como tal, si el olvido llega para quedarse, haciendo que pierda, no sólo la capacidad de escribir, sino también la de leer todas aquellas cartas nunca enviadas, que forran el interior de mi chaqueta, aislándome del frío y anclándome a un pasado que, de otra manera, ya se habría desvanecido. Deambulo entre la basura, transformando lo que otros abandonan, en el elixir que me permite seguir burlando a la locura, y las tardes de tormenta, desde cualquier improvisado refugio, observo los regueros de agua, que arrastran el polvo de las memorias muertas.

Hace mucho tiempo que estoy aquí, en este lugar del pensamiento, vacío y sin historia, oculto a los ojos del día bajo unos viejos cartones, vagando en la oscuridad de las calles, sin otra prioridad que encontrar algo, no demasiado repugnante, que llevarme a la boca, o un compañero de noche con el que compartir una botella. Aquí nadie pregunta sobre tu vida. Y es mejor así, porque no sabría qué contestar. ¿Qué vida? Para mí, sólo hay un «ahora», porque del pasado, únicamente conservo la tarjeta de identidad de un desconocido, algunas cicatrices enormes que cruzan mi rostro, y este montón de letras, que arropan mi soledad y que sólo me hablan de tí... y de la lluvia.

Sin embargo, hay otros días. Días en los que nacen estas palabras. Ésos en los que, pedazos de consciencia desgarran mi mente y espejos del pasado se hunden en mi carne. Entonces, un dolor intenso me quema las entrañas. Es el recuerdo. Ante mí aparecen secuencias de un tiempo en el que fui hombre. Quiero pensar que incluso un hombre feliz, aunque ese término resulte un tanto relativo, pues sólo cobra sentido dentro del recuerdo mismo. De lo que no me cabe duda en ese instante, es que hubo algo fundamental en mi vida. Algo que perdí… y que olvidé.

Y no hay forma de saber qué días son los peores. Los días de luz, o los días de sombra.

Pero en la tormenta, hay algo que me calma. La imagen de alguien que me conforta. No importa su origen. Lo que importa es que existe. Lo que importa es mi recuerdo. No sé ni cuándo ni dónde has vivido, ni tengo conciencia de cuánto tiempo ha sido, pero sé que eres el principio, y el final.

Camino por la carretera oscura. Dejo atrás las luces rojas y azules, unas gafas rotas en el asfalto, la mochila fucsia y los libros esparcidos. Siento el olor intenso del aceite y la gasolina. Pienso en el móvil que sonaba dentro de la guantera. Me detengo frente a mi casa. Veo a alguien tras los cristales. Yo estoy empapado de sangre y agua. Ella llora. Sus ojos no son de odio. Son ojos de compasión. Quiero pedirle que me abrace, pero la lluvia me envuelve, borra su imagen tras la ventana. Vuelve a sonar el móvil en la guantera. Veo su nombre en el «display». Me giro hacia el asiento de atrás. "Mamá dice que no te olvides de..."

 
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