El acróbata, emplumado en oro y plata, se lanza, brazos abiertos, desde lo alto del campanile. «¡La colombina, la colombina!», grita el gentío alborozado, mientras el pájaro humano despliega su vuelo bajo la soga que, en suave descenso, habrá de conducirle hasta la logia Foscara, uniendo su ofrenda a las miles de flores que llegan de todas partes al Palacio Ducal, acompañadas de una legión de trovadores, equilibristas, magos y artistas, haciendo las delicias de la muchedumbre que llena la piazza de San Marcos.
El carnaval no ha hecho más que empezar.
En la piazzetta, la Gran Macchina, una colosal estructura de madera, se prepara para reventar la noche veneciana con el mayor espectáculo de fuegos de artificio que se haya visto en occidente.
Cientos de gondolieri cruzan remos por los canales, trasladando a nobles, damas, caballeros y aventureros, venidos de todas partes a la ciudad de la laguna, oculta su identidad tras la máscara, dispuestos a jugarse la bolsa en el afamado Ridotto y la honra, si fuese menester, en las casas de Castelletto.
Ríos y puentes, calles y plazas, toda la ciudad es un mosaico de color y algarabía. Miles de personas deambulan disfrazadas. Oscuros personajes con tabarro de seda negra, sombrero de tres picos y maschera de galeone, junto a otros de vistosos ropajes y máscaras inspiradas en la comedia teatral. Bailan, ríen y cortejan entre la miríada de sonidos y olores que inundan la calle. Charlatanes y embaucadores que gritan incitando al juego; contorsionistas y malabaristas que ejecutan sus ejercicios entre la gente; vendedores de frittelle que vocean su producto entre las casetas de los adivinos, echadores de cartas, sacamuelas, teatros de marionetas y todo tipo de exhibiciones improvisadas, confundiéndose con la música de flautines y trompetas. En Campo San Polo los Nicolotti y los Castellani compiten por lograr la más alta pirámide humana.
El sol se pone tras la Basílica della Salute, extrayendo destellos dorados en los peines de las góndolas mientras, frente al palazzo Franchetti van llegando gondolieri que desembarcan a sus pasajeros.
De una de las embarcaciones desciende una pareja. Ambos se miran, arrobados . Ella es Constanza Dafiume, perteneciente a una familia aristocrática con poder político pero cuyas rentas fueron al compás de la decadencia financiera de la república. Él, Carlo Trapani, heredero de un mercader cuyo patrimonio incluye casinos, teatros y alguna casa de prostitución. Habitual unión de intereses recíprocos, no suele tener reflejo en los deseos más íntimos. Sin embargo éste no fue el caso pues, nada más verse, los dos quedaron prendados el uno del otro, como si de un hechizo de amor se tratase, y en la entrega de «il recordino», Carlo se arrodilló ante su Constanza, le tomó la mano, acariciando sus nudillos uno por uno y le puso el anillo de brillantes en el dedo anular, sin dejar de mirarla a los ojos y jurarle amor eterno.
Los esponsales fueron los más fastuosos que se recuerdan, rivalizando en opulencia incluso con la Sensa, la fiesta del «Matrimonio con el Mar», cuando el Bucintoro y su cortejo popular de barcas engalanadas alcanzaba la embocadura del Lido y el Patriarca bendecía las aguas al tiempo que lanzaba su anillo, desposándolas simbólicamente. Pocos días después, dio comienzo el carnaval y los esposos fueron invitados a la más exclusiva y desenfrenada festa in maschera. Una tradición que llevaba celebrándose entre las familias más poderosas desde hacía décadas y cuya asistencia era casi obligada para cualquier nuevo matrimonio, al menos una vez.
Todo el palacio está profusamente iluminado, con grandes lámparas en los salones, así como candelas y farolillos en bastidores y pasillos, creando efectos de luces y sombras que realzan los colores de tapices y pinturas en el interior, y se reflejan, a través de las vidrieras polícromas, en las oscuras aguas del Gran Canal.
Carlo y Constanza son recibidos por varios mayordomos y acompañados a distintas antesalas, donde hombres y mujeres, por separado, se visten con ostentosos trajes y ricas máscaras. Sólo hay dos reglas en esta fiesta privada: «mai parlare, mai scoprire»; «nunca hables, nunca descubras». Ellos lo saben y también acuerdan sus reglas: mantenerse fieles a su entrega, al margen de todo acto pecaminoso, de toda lujuria inducida, en una noche en la que, precisamente eso, es lo que todos los asistentes han ido a buscar. En una noche en la que todo vale, si ello sirve al goce sexual. Por ello, amantes ingenuos, juran buscarse a tientas, para hallarse en un gesto, en un perfume, en un roce, que será prueba del amor que les une, o bien no tolerar otra compañía que la soledad, en lo que dure la mascarada.
Los invitados se reúnen en el salón principal, en perfecto anonimato, sin saber bajo que máscara, está cada cual. Dos filas de columnas y arcos apuntados dividen el espacio en tres naves. En las laterales se distribuyen sillones, cojines y grandes divanes, algunos separados por biombos decorados con motivos alusivos al carnaval y, en la central, frente a los ventanales, una gran orquesta inicia el baile con una sinfonía, para luego ejecutar minuetos, gavotas y contradanzas, a cuyos ritmos, poco a poco, se van incorporando todos los asistentes, sorteados en su danza por innumerables camareros con bandejas de viandas y bebidas. Da comienzo el cortejo.
La norma que prohíbe la conversación impide la charla insustancial y divertida que acompaña a toda actividad social pero, en cambio, agudiza el ingenio en el uso de otros sentidos, como el tacto o el gusto, que se recrean en delicadas caricias o en paladear los exquisitos caldos del Véneto. Así las cosas, al cabo de no mucho tiempo, hombres y mujeres intentan comunicarse a base de gestos, reverencias o mímica, mientras bailan, ríen y beben a un ritmo cada vez más frenético.
Pasada la media noche, gran parte de las velas son apagadas, creando un ambiente de penumbra, y muchas de esas parejas, nuevas o no, eso nunca se sabe, yacen en los divanes privados, ocupadas sus manos, lenguas u otras partes extremas, en continuar la danza de cuerpos entrelazados, explorando huecos entre aparatosos ropajes para un mayor contacto de piel con piel, buscando penetrar la oscuridad con la luz de la pasión, en una orgía ciega donde, lo que menos importa, es el rostro que oculta la máscara.
Constanza busca en un giño, en un besamanos, en un perfume, recuperar el rumbo perdido hasta que, incapaz de encontrar a su amado, acaba por mantenerse a la deriva, hundida bajo el peso de la suspicacia al ver que todos los caballeros se ocupan de alguna dama, mientras reflexiona sobre lo curioso que resulta el creer que se conoce a una persona a la que apenas unen varias semanas para llegar a comprender que, ni siquiera el color de los ojos es posible identificar.
En un momento impreciso de la noche, se acerca a la joven un hombre, en algo diferente a los demás, pues no parece buscar la mera compañía femenina, sino estar particularmente interesado en la suya. Rodilla en tierra, le toma la mano derecha, acaricia cada uno de sus nudillos con el pulgar, toca el anillo que Constanza luce en el anular y luego, introduce su dedo en el pliegue que forman éste y el corazón. Aquel gesto perturba sobremanera el aplomo de la joven esposa que, al no retirar la mano, permite al caballero unir las suyas para tomarla entre ellas, besando lentamente el antebrazo desnudo, único retazo de piel en el exceso de tela.
La duda se instala en el corazón de Constanza. El caballero parece decididamente confiado, seguro de sí mismo. Tanto que, por un lado, desconoce en él a su amado Carlo pero, por otro, no puede pensar que ningún otro hombre pueda tomar el lance con tal atrevimiento. Quizás no sea más que una broma de su esposo, o de alguno de sus amigos, que terminará en el momento oportuno. Sumida aún en aquellos pensamientos, se deja llevar por las manos cálidas, la danza, los besos suaves, el vino, hasta caer rendida en un diván.
A su alrededor, lujuria, gemidos y pasión se confabulan para hacerle perder la noción de la realidad. Los besos del caballero alcanzan sus labios. Sus manos recorren la piel bajo el vestido, las enaguas, la cotilla, tocando la piel caliente. Constanza siente que su corazón galopa desbocado, su lengua paladea el silencio y sus dedos, atrevidos, juguetean con el calzón masculino. Ya no hay vuelta atrás. No hay tiempo para la duda, solo para la pasión. Tras el biombo, los suspiros de Constanza quebrantan la prohibición.
Amanece en la ciudad de la laguna y entre las brumas del alba, sombras encubiertas parten de los muelles ocultos bajo el palazzo Franchetti, protegidas por la felze de las góndolas.
Carlo y Constanza regresan a su residencia, en silencio, con el sonido del remo en el agua como único acompañante. No hay nada que decir, es mejor no saber o, simplemente, confiar. Pero Constanza no puede olvidar. Todavía siente unas manos en su piel, en su intimidad. Nunca antes había sentido algo así. Y tiene miedo. Miedo a no volver a sentirlo.
Ninguno vuelve a mencionar el carnaval, que durante casi seis meses más, colma la Sereníssima de color, de belleza, de misterio. Con la llegada de la primavera, todo parece pertenecer a un sueño. A un sueño que, por otro lado, se desea volver a soñar.
Poco antes del primer aniversario de sus esponsales, Carlo y Constanza acuden a una recepción en el palazzo Franchetti. El gran salón luce muy diferente al de aquella noche de máscaras. Bustos de mármol y espejos decoran las naves laterales, una gran chimenea en el lugar donde tocaba la orquesta y un lujoso diván circular en cuyo centro, una sabina de piedra lucha por zafarse de su secuestrador. Mientras su esposo se interesa por algunos negocios con ciertos embajadores, ella, distraída, elude la conversación y contempla, a través de los arcos venecianos de la galería, los preparativos del nuevo carnaval. Su mente viaja a través del tiempo.
Un hombre apuesto, elegante en el vestir y en el proceder, se acerca a la joven.
—Signora, per favore, mi permetta di presentare i miei rispetti.
El caballero hace una reverencia y toma su mano. Acaricia sus nudillos con el pulgar, la reluciente piedra del anillo, el hueco entre sus dedos anular y corazón y deposita en ella, delicadamente, un beso.
—Molto piacere signora, il mio nome é Giacomo… Giacomo Casanova.