jueves, 18 de septiembre de 2014

Das vidaniya mon amour


Sé que nunca llegarás a leer estas apresuradas letras, pero escribirlas me hace sentir que, de alguna manera, el espantoso destino que me aguarda en este oscuro rincón helado, no es también el último recurso de un pueblo que lo único que busca, como cualquier otro, es sobrevivir.

Pensé que huyendo de Járkov podría dejar atrás el espanto, pero estaba muy equivocado. Paradójicamente, estoy escondido en uno de tantos graneros vacíos, de lo que antaño fue una próspera región, y no creo que consiga escapar al horror por mucho tiempo más.

Maldigo el día que abandoné París, junto a los otros miembros del consulado, para acudir a aquella almibarada e interesada invitación. Pero, ¿ quién se habría negado?, cuando el propio Stalin se encargó de promover esas visitas, en las que, aparte de agasajarnos con espléndidos banquetes, se nos mostraban las enormes reservas de trigo que la Unión Soviética tenía en Ucrania y cuya importación resultaba imprescindible para una Europa necesitada después de la Gran Guerra.

Todos sabíamos que tal jactancioso despliegue escondía otra realidad. Que aquel grano era el que faltaba en cada uno de los hogares, fruto de la demoledora colectivización. Que el hambre estaba causando estragos entre la población, hasta el punto de que los campesinos llevaban y abandonaban a sus hijos en las ciudades, con la esperanza de que, al menos unos pocos, encontrasen el modo de sobrevivir. Que los “hombres de blanco” llenaban vagones de mercancías a diario con aquellos niños, para evitar la saturación de las urbes, y los hacinaban en barracones donde miles de ellos esperaban la muerte. Que lo que quedaba de las aldeas se poblaba de fantasmas y, los que no fueron deportados o ejecutados por traición, se mataban entre ellos por algo que llevarse a la boca.

Mi error fue pensar que a alguien le importaba. O mejor dicho, que alguien estaba dispuesto a reconocer que lo sabía, que por encima de los intereses políticos, existía el respeto a los derechos humanos.

Lo siento Marie. Ahora me doy cuenta de que pequé de ingenuo cuando me dejé llevar, de forma tan impulsiva, por mis principios. No pensé en lo que dejaba a mis espaldas. No pensé en las consecuencias directas, en nuestra vida. Perdóname.

Mis preguntas e indagaciones llegaron a los oídos que no debían y, a fin de cuentas, yo no soy más que un simple funcionario. Mi desaparición no tendría repercusión alguna. Sería como aplastar a un insecto molesto.

De la forma más burda, acabé inconsciente en la trasera de un camión, con un tiro en el hombro, demasiado cerca del pecho. Cuando desperté, prácticamente no podía respirar, entre el dolor que sentía en el tórax y el hedor que despedían los cuerpos entre los que me hallaba. No sé cuánto tiempo pasó antes de que el vehículo se detuviera, en medio de la noche, en la estepa helada. Dos hombres se encargaron de estibar la carga de muerte. Me arrojaron a una zanja sin contemplaciones y resbalé sobre los cadáveres congelados. Se marcharon sin cubrirla, lo que me hizo pensar que no habían terminado su macabra tarea y que volverían al poco. No sé de donde saqué la fuerza, ni que me impulsó a moverme, pero conseguí arrastrarme hasta una aldea.

Entre las casas, pululaban sombras que arrastraban los pies, muertas en vida. Quise gritar pidiendo ayuda, pero algo me detuvo en el último instante. Me invadió un terror irracional. A mi mente vinieron las fotos de la policía política que aquel periodista me enseñó. Los cadáveres encontrados sin hígado, o aquellos a los que les habían cortado porciones de carne de los glúteos y los muslos. Y entonces volví a huir, presa del pánico.

No recuerdo cómo he llegado hasta aquí. Tengo la ropa empapada en sangre y el dolor me aturde. Los dedos ya no me responden. Seguramente perderé la consciencia de un momento a otro, y creo que será lo mejor que puede pasarme. Sólo puedo oír el aullido del viento, pero sé que ellos están ahí fuera…, hambrientos, desesperados.

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