lunes, 26 de febrero de 2018

Gatos de hojalata I (Primera parte de dos)

 
Se abrieron las cortinillas de encaje y el rostro de una mujer joven, de pelo ensortijado y cobrizo, se dibujó en el cristal de la ventana, enmarcado por surfinias y petunias.
 
La llovizna empapaba las calles y el cromatismo propio de la plaza en los días de mercado se difuminaba con el gris de la mañana, aunque eso no había impedido a los Champfleury, siguiendo una costumbre ancestral, instalar su carromato de hortalizas en el lugar habitual, frente a Saint Dominique.
 
«Le chat en étain» todavía tenía la verja echada y, en la penumbra de su interior, decenas de personajes metálicos observaban el paso del tiempo a través de los escaparates, esperando a quien los adoptase por unas monedas. Entre ellos, en una vitrina, el más viejo de todos. El único que no estaba en venta. El único que, si tuviera memoria, recordaría aquellos versos.
 
«Tengo un gato de hojalata
que es muy presumido
y para cenar con su gata
va siempre muy bien vestido.
 
Cuando mi gato tiene hambre,
busca alguna ratonera
para los bigotes de alambre
mover así a su manera.
 
Una raspa de sardina
a su novia ha regalado
y como es ella tan fina,
un peine se ha fabricado
 
La boda fue en el tejado,
dormido el sol en su cuna,
y del amor declarado,
solo testigo la luna»
 
La coplilla se repetía en mi mente una y otra vez, al mismo ritmo que los postes del tendido eléctrico pasaban ante mi vista. Llevaba muchos kilómetros al volante del viejo R5 y mis pensamientos se habían reducido a esa especie de mantra hipnótico.
 
Tenía catorce años cuando la escribí. Se trataba de un ejercicio de pronunciación para Véronique, que se había empeñado en aprender castellano. Su sueño era montar un hotel y, en ese proyecto, su aptitud para los idiomas era un potencial importante que podía aprovechar. Ella sabía que mis padres, en casa, hablaban en su idioma natal, por lo que yo podía ser un digno maestro a pesar de mi edad y, junto al inglés de la escuela y las conversaciones cruzadas con los jornaleros austríacos, aportarle unos conocimientos nada despreciables.
 
En cierta ocasión, le pregunté por su interés en particular hacia el español y me contestó, medio en broma, que, aunque su destino fuera París, no descartaba una temporada en Marbella. Yo, por entonces, ni siquiera sabía dónde estaba aquella ciudad y ella, con una sonrisa burlona me dijo: «dans la côte du soleil, mon petit naïf»
 
“The last that ever she saw him
Carried away by a moonlight shadow
He passed on worried and warning
Carried away by a moonlight shadow
Lost in a riddle that Saturday night
Far away on the other side»
 
El último tema de Mike Oldfield sonaba en el auto radio y el sol otoñal, velado por la bruma, descendía de su cénit, mientras ondulados prados de un verde intenso eran sustituidos por tupidos bosques de castaños y robles. Muy atrás quedaban las tierras yermas de Aragón. Aquellas que mis padres tuvieron que abandonar de forma forzosa, después de la guerra.
 
Ellos eran muy jóvenes para tomar parte activa en la contienda, o incluso para tener conciencia política; pero sus familias, como si de unos  «Montesco y Capuleto» se tratase, siempre habían estado enemistadas. Ante aquella relación, aprovecharon la coyuntura represiva de la postguerra para, mediante falsas acusaciones, convertirlos en objeto de persecución del «programa de limpieza» del régimen.
 
Un tío de mi padre les ayudó a cruzar los pirineos y buscar refugio en el sur de Francia. Los primeros tiempos fueron difíciles; él como bracero, dentro de las «Compañías de Trabajadores Extranjeros» que controlaba la gendarmería, y ella como sirvienta en las casas del lugar. Pero los años de la guerra en Europa pasaron más o menos tranquilos en aquél rincón apartado de la «Francia libre» de Vichy, dónde únicamente se atendía a sobrevivir.
 
Cuando yo nací, en el 53, mi madre tenía treinta años, y los dos trabajaban en la propiedad de una acomodada familia de la Dordogne. Por eso mi infancia transcurrió entre dos mundos. Tenía amigos españoles, franceses y belgas. Mis padres me hablaban en castellano y yo hablaba en francés.
 
Ocupábamos una casita aneja a la de los Bonnaterre, a un par de kilómetros de Mompazier, el centro de mercado del departamento. Véronique vivía en la propiedad de al lado. Sus padres tenían una granja de ocas bastante grande, pero la casa familiar lindaba valla con valla con la que nosotros habitábamos.
 
Desde mi cuarto podía ver el jardín trasero, a donde daban los ventanales de su cocina. Allí había un castaño enorme y, bajo él, un columpio de madera. No sé si era la luz del sol en su pelo bermejo, su vestido ligero ondeando al vuelo o el perfume de jazmín que su balanceo traía hasta mi ventana, pero cada día, al atardecer, esperaba oír el familiar crujido en las ramas del árbol centenario. Entonces, oculto en la penumbra, me quedaba contemplándola, adormecido por aquellas sensaciones.
 
«The trees that whisper in the evening
Carried away by a moonlight shadow
Sing a song of sorrow and grieving
Carried away by a moonlight shadow»
 
Cuando la lluvia se hizo más intensa y su repiqueteo comenzaba a adormilarme, paré en un bar de carretera. Un viejo surtidor de «gazole» custodiaba la entrada y unos cubos de hojalata se llenaban con el agua que goteaba de los aleros. Tenía el suelo de madera y la barra tapizada en skay. Dos clientes tomaban «chupines» de vino y jugaban a las cartas junto a la ventana. Había tarta de manzana en las bandejas refrigeradas. —¡Bonsoir Monsieur! Un moment s’il vous plaît— saludó el barman mientras terminaba de secar unos vasos.
 
De «momentos» estaban hechos mis recuerdos. Aparte de aquellos, robados desde el alféizar, había otros que llenaban mis días de adolescencia. Uno de ellos era en las mañanas, de camino a la escuela, cuando Véronique salía por la cancilla de su casa, al encuentro de sus amigas, y yo las seguía a pocos metros, buscando cruzar al menos un saludo. El otro era en las ferias semanales de Mompazier, a donde acudía con mis padres. La familia de Véronique poseía un puesto de venta de plantas ornamentales y patés enlatados, aunque no era eso lo más peculiar. Su padre tenía, aledaño a la casa, un viejo cobertizo, donde pasaba las horas fabricando curiosos «espantapájaros» que luego vendía con su vieja Citroen Type.
 
Se valía de muy diversos materiales, como aspillera, hierro o caucho, pero sobre todo utilizaba hojalata, por su ligereza y su capacidad para reflejar el sol. Aquella actividad le reportaba un extra importante, pues sus esculturas, aparte de la función práctica que desempeñaban en campos y sembrados, eran muy apreciadas como adorno en parterres y jardines. Es por ello que, aunque no fuera ese su oficio, en toda la comarca era conocido por Léon, «le ferblantier», y claro está, su hija era «la fille du ferblantier».
 
Sin embargo, a pesar de aquellos momentos, yo era consciente de que Véronique estaba fuera de mi alcance. No compartíamos aula en la escuela, ni grupo de amigos, ni puntos de contacto. Únicamente el factor de la vecindad jugaba a mi favor, pero la timidez me impedía aprovecharlo. Por suerte para mí, fue ella la que, de la manera más natural, solventó el problema.
 
Era una tarde en la que estaba sentado al pie de un roble, en el altozano al que llamábamos «prado alto», dibujando en mi libreta. Percibí la sombra de alguien a mi lado y, cuando levanté la vista, allí estaba ella.
 
—¿Qué dibujas?—me preguntó—.
 
—Nada importante; tan sólo garabateo un poco— contesté.
 
—¿Dibujas bien?
 
—Más o menos—.
 
Transcurrió un minuto de silencio.
 
—¿Me dibujas un gato?
 
—¿Un gato?
 
—Sí, un gato sentado. Me gustaría que mi padre me hiciera un gato de hojalata, pero tendría que enseñarle un modelo.
 
Así, de la forma más tonta, comencé a dibujar gatos. Aquel primer boceto parecía más bien una rata gorda y Véronique no disimuló su decepción. Una semana después, tenía un cuaderno lleno de felinos en todas las posturas y colores.
 
Su padre fabricó el gato de hojalata, y ella lo colocó en el jardín.
 
Después vinieron cinco años. Cinco años con más de cuarenta mil horas. Véronique me ayudaba con las tareas de clase y yo le enseñaba a hablar español. Ella quería vivir en París y yo soñaba con dibujar un mapa de sus lunares. Ella juraba que nunca se casaría y yo enredaba mis pensamientos en sus rizos.
 
«Four AM in the morning
Carried away by a moonlight shadow
I watched your vision forming
Carried away by a moonlight shadow»
 
La lluvia había cesado. Los clientes del bar se habían marchado. En la mesa vacía, hebras de humo emergían de una colilla mal apagada y dibujaban formas caprichosas antes de disolverse para siempre. Aquellas formas parecían emular los signos que, con Véronique, había ideado para comunicarnos a distancia, yo desde la ventana de mi cuarto y ella sentada en el columpio. Tenía una habilidad especial para balancearse mientras me hacía señales con las manos.
 
Su inteligencia, su espíritu inquieto, eran demasiado vivos para someterse a la tranquila y previsible vida de la campiña pèrigordiense, y yo me convertí en su confidente. Como ella solía decir, en su «pintagatos personal».
 
En cierta ocasión incluso me confesó, ajena a los efectos que en mi ego podía tener, su atracción por un compañero de la escuela, amigo de ambos, mi secreto rival desde ese momento. Sin embargo, también me habló, no sé si para mi alivio o para mi consternación, del miedo a ciertos sentimientos que pudieran poner límite a sus sueños.
 
Por lo que a mí respecta, Véronique se había convertido en el centro de mis pensamientos. Tomé la costumbre de hablarle casi siempre en español, porque me embriagaba la forma que tenía de mirarme y de fijar su atención en mis palabras, como un discípulo extasiado ante su maestro. Incluso escribí coplillas facilonas para que practicase.
 
Me pegaba a la ventana hasta verla aparecer en el columpio, esperaba horas en el camino con tal de caminar con ella, acompañaba siempre a mis padres al mercado, sólo para verla.
 
Ella era para mí, como el sol en los trigales, como la miel en el pan de hogaza. Era el romero en el horno de leña, la brisa en los campos de lavanda. Y los frutos de todo eso fueron las grandes horas a la sombra del roble, en el prado alto, las tardes en el taller del hojalatero, observando juntos su trabajo, o todos los crepúsculos que presenciamos, sentados en el antiguo Beetle sin ruedas que su padre tenía detrás del cobertizo, junto al maizal, donde nos gustaba refugiarnos cuando llovía.
 
Lo cierto es que los «momentos del Beetle» crearon una intimidad diferente, acorde con el desarrollo de nuestra adolescencia. Tengo un recuerdo muy nítido de cierta puesta de sol, acurrucados el uno contra el otro, su rostro pegado al mío, exhalando el mismo aliento. Sus rizos acariciaban mi mejilla, su perfume adormecía mis sentidos. Sin mediar intención alguna, fruto del puro deseo, sus dedos se entrelazaron con los míos y nuestros labios se tocaron, fundiéndose en un beso con la misma ansiedad que la del viajero que apaga su sed en el oasis del desierto.
 
Aquel atardecer fue el último del verano, y el otoño que vino, para nuestro regocijo, fue bastante húmedo. Cuando el cielo se encapotaba y las nubes empezaban a pintear, según la señal convenida, salíamos de casa y nos encontrábamos en la vieja carrocería, para disfrutar en su interior de la segura intimidad que nos proporcionaba la lluvia, ajenos al mundo, mecidos por la rítmica percusión de las gotas de agua en la chapa metálica y en las grandes hojas de maíz.
 
Sin embargo, después de un invierno bueno, no llegó una primavera mejor. Por el contrario, como si de una maldita guadaña se tratase, el buen tiempo vino a segar el tallo, aún tierno, de nuestros sueños. El «brazo ejecutor» fueron mis padres, cuando decidieron volver a España.
 
«Stars move slowly in a silvery night
Far away on the other side
Will you come to talk to me this night
But she couldn’t find how to push through»
 
Cuando salí del café, me crucé con un hombre de unos setenta años, que saludó con marcado acento español. Tenía el aspecto de los cansados, de aquellos cuya vida ha estado siempre marcada por la lucha, por un continuo ejercicio de supervivencia. No todos los exiliados españoles tuvieron la misma suerte o fueron tratados de la misma manera. Muchos terminaron en los campos de concentración del oeste francés. Otros fueron reclutados como «voluntarios» para trabajar en el Westwall de la Organización Todt, con la promesa de recibir en la Alemania de Hitler, lo que en el país vecino se les había negado.
 
Mis padres, por fortuna, habían pertenecido al grupo de los que se habían sentido bien acogidos y, aunque para algunos permanecía latente una contradicción entre la Francia que los había abandonado en su lucha contra Franco y aquella a la que se unían contra el fascismo alemán, ellos carecían de esa perspectiva política. Sin embargo, tampoco eran emigrantes en busca de trabajo y una vida mejor, por lo que, los sentimientos consecuentes con la huida, el desarraigo, la injusticia, moldeaban su carácter y se hacían fuertes en casi treinta años de nostalgia acumulada.
 
Quizás el regreso no estuviera en su intención consciente, pero, cuando a estos factores, se unieron las circunstancias del momento, puede que todo se desencadenara. En la Francia de 1969 todavía estaban dando coletazos las consecuencias de un período de inestabilidad, cuyo reflejo se había visto en las revueltas estudiantiles y obreras del año anterior, y en España, los «planes de estabilización» prometían un desarrollo económico que estaba provocando movimientos de población, sobre todo del campo a las ciudades. El régimen de Franco había suavizado su política represiva, y, como última medida, en marzo de ese año, había declarado prescritos todos los delitos de la guerra civil y, en los consulados, se habían eliminado los trámites del regreso. Y lo más importante: las personas que, directamente, habían sido causa de su desgracia y destierro, o habían muerto, o, como ellos, habían emigrado.
 
Yo tenía dieciséis años, y mis padres, en un país que les había acogido pero que no sentían como suyo, comprendieron que, o volvían entonces, o ya no volverían.
 
Para mí fue como, alcanzada la cumbre, caer hasta el abismo. No entendía nada. Mis padres huyeron juntos y retornaban juntos, pero yo partía solo, y hacia una tierra extraña.
 
El día de salida estaba fijado. Mi futuro, de repente, se había reducido a cuatro semanas. Después, vacío. Las cuatro últimas semanas con Véronique. Durante una semana negué yo, mil veces, que fuese a dejarla. Durante una semana rogó ella, mil veces, que no la dejara. Durante una semana rogué yo, mil veces, que me quedara. Durante una semana negó ella, mil veces, que me quisiera.
 
Mis padres cargaban las maletas en el coche de Mompazier y yo la miraba desde el camino. Ella de pie, junto a sus gatos de hojalata. Uno de sus rizos revoloteaba en su frente. No había palabras. Ya no quedaba nada que decir. Solo promesas, que no sabíamos cómo cumplir. Nuestros ojos se perdieron, sin encontrarse, en el polvo del camino y la distancia.
 
Safe Creative #1801215512062

lunes, 12 de febrero de 2018

Mala fama 5. Love store


Hubo un tiempo parecido a una infancia feliz. Esa en la que creemos que Papá Noel es algo más que un sátiro gordinflón, icono de una marca de refrescos; o que los camellos se comen la hierba que les dejamos la noche de Reyes, en lugar de fumársela; porque todo es cuestión de magia. Pero auténtica magia era la que hacía mi madre. No solo para suplir la ausencia real de estos regios personajes, sino para transformar la realidad de su vida en una dulce mentira, que hiciese de la mía, un remanso de felicidad. Quizás por eso me puso de nombre, Felicia.
 
Poco sabía ella que sus actos, más que sus intenciones, iban a marcar mi camino. Pero, de momento y, por lo que a este relato concierne, aún no habíamos pasado esa frontera y, la vida, como en la canción, era una tómbola…
 
Una tómbola en la que mi madre, según sus propias palabras, vendía el amor. Y lo hacía en su casa—la nuestra—. Todos los días, a partir de cierta hora, comenzaba el trasiego de clientes. Todos ellos hombres, por cierto. Quedaba claro para mí que, o bien el sexo masculino era el más necesitado de amor, o bien era el único que podía permitirse comprarlo. En cierta ocasión le pregunté a mi madre sobre esta cuestión y me dijo que ella vendía «amor de mujer». Y en dosis pequeñas, como las pastillas en la farmacia. Porque el amor permanente no solía venderse— aunque algunos sí que lo hacían— sino que te tocaba en la tómbola, o se cambiaba por otro en exclusiva y con la misma fecha de caducidad. Pero no todo el mundo tenía, quería o podía conseguir ese amor permanente y de ahí la necesidad de que alguien lo vendiera en paquetitos económicos.
 
El caso es que no parecía un mal negocio, porque a mi madre, como los huevos a las gallinas, el amor le renacía cada día y, los hombres, como gallos sin manos, se contentaban con picotear. El único problema era que, exhausta por las mañanas, se pasaba durmiendo el resto del día y, poco de ese amor, aunque fuese «amor de mujer»—que digo yo que algo tendría de madre—quedaba para mí que, como pollito Calimero entre tanta polla vanidosa, mendigaba por los rincones un poco de ese codiciado alpiste y, granito a granito, iba construyendo mi «felicidad».
 
A los pocos fines de semana que compartía con mi madre y mañanas en el colegio, se oponían tardes de soledad y noches en vela, intrigada por los continuos jadeos, suspiros, crujidos de madera y muelles, e incluso gritos o voces apagadas. Una de aquellas noches, la curiosidad me venció, y busqué la manera de espiar el encuentro, cuando ya mi madre, avanzada la hora, bajaba un poco la guardia creyéndome profundamente dormida. Lo que vi, me horrorizó y me fascinó al mismo tiempo: los dos estaban desnudos en la cama y el hombre «extraía» el amor del cuerpo de mi madre, como si de una bomba de agua se tratase, con rítmicos movimientos de sus caderas adelante y atrás. Después, en el clímax de mi turbación, me di cuenta de que era a través de cierta parte de su anatomía, dura e hinchada, introducida entre las piernas de mi madre, por donde pasaba el codiciado producto.
 
Aquella fue la primera de muchas horas con los ojos abiertos como platos tras la puerta y la imaginación desbordada, ya en mi lecho. En mi ingenuidad infantil, descubrí muchas más cosas, como que la transferencia de amor requería un esfuerzo considerable, aunque no fuese el mismo para todos, pues algunos clientes estaban con mi madre poco más de media hora y otros se quedaban toda la noche; o que podía hacerse desde cualquier postura y a través de diferentes orificios del cuerpo, aunque el hombre siempre utilizase la misma protuberancia endurecida, como sanguijuela empachada; o que también podía libarse el néctar amoroso directamente de la fuente.
 
Había en aquella infancia feliz otra figura, de la que no quiero hablar más que lo justo, porque, aunque era la única con visos de padre, yo nunca le había visto en otro estado que no fuese ebrio y malhumorado. Tan solo venía por casa para pedirle dinero a mi madre o para recriminarle si descubría que parte de él se lo había gastado en libros o juguetes para mí. Mi madre siempre se refería a él como «el tío Fran».
 
Cuando llegue a quinto curso, conocí a Oliver. El chico era cubano y, llevaba pocos años en Madrid. Nuestra amistad cuajó rápidamente, sobre todo porque a él se le daban los números mucho mejor que a mí. Sin embargo, al cabo de un tiempo, pensé que no era muy loable que tan solo yo sacase un beneficio cuantificable de aquella relación, por lo que decidí que quizás podía regalarle algo de lo que mi madre vendía.
 
—Oye, Oli... Si quieres... te puedo dar... «amor de ese»—le solté un día.
 
Oliver se quedó pensativo, valorando la oferta, quizá.
 
—Bueno,... no sé... ¿Tú sabes si duele?
 
—Creo que..., solo un poquito, al final.
 
Me lo llevé a casa cuando supe que podríamos estar solos, y le subí al cuarto de mi madre. Conocía muy bien la teoría e intenté actuar como una experta en la materia. Rebeca, camisa y corbata, falda escocesa, zapatos y calcetines, camiseta y bragas... Todo acabó, por este orden, al pie de la cama. Para entonces, la prominencia de su pantalón, indicaba que su aparato de transferencia estaba listo para la acción. Me puse sobre él y, ya había comenzado a liberar de su estrangulamiento a la sanguijuela cianótica cuando, de repente, se abrió la puerta de la habitación. Pensé que mi madre habría llegado antes de tiempo pero, cuando me giré, vi que era el tío Fran.
 
—¡Eh, putilla... Ni se te ocurra estropear la mercancía!—bramó, lanzándose sobre nosotros como si le estuviésemos robando—.
 
—Os he visto entrar cuando venía para acá... Ya sabía yo que, al primer calentón, me la ibas a jugar...
 
Ni siquiera tuve tiempo de advertirle que Oliver no estaba dentro del negocio de mamá, cuando mi tío sacó su enorme pistola—La que llevaba bajo la chaqueta de cuero—, y la movió en el aire de forma amenazadora mientras seguía vociferando.
 
Oliver, desconcertado y muerto de miedo, se puso en pie de un salto, tiró de sus pantalones como pudo y salió corriendo. Cayó de bruces un par de veces y escaleras abajo antes de salir por la puerta.
 
Ni que decir tiene, que aquella fue la última vez que nos vimos. Desde ese día, ni cruzándome a solas con él por los pasillos del colegio, logré sacarle un triste saludo.
 
En cuanto a mí, pues cumplí los quince. Descubrí que la magia tenía truco, que el Amor no se puede comprar ni vender y que «la mercancía» de mi tío, no era Oliver, sino yo. Pero eso, es otra historia.
 
Safe Creative #1801205505012