lunes, 21 de abril de 2014

Cuentos chinos


Puede decirse que todo el mundo despierta al mismo tiempo en la aldea de Jigong. A las 6,15 de la mañana, los altavoces instalados en las calles comienzan a emitir la misma canción que viene sonando desde hace sesenta años, como si el tiempo no transcurriera en este apartado rincón de las montañas Taihang.

Jigong es una de las últimas comunas maoístas de la China interior. Una reliquia del pasado que subsiste como un viejo dinosaurio en un mundo de robots. Casi resulta anacrónico escuchar los viejos himnos por la megafonía, ver los manidos programas propagandísticos en la televisión, o el retrato de Mao Zedong en cada uno de los hogares.

Cuando se llevaron a cabo las reformas de los ochenta, el estado entregó las tierras a los agricultores, pero la gente no tenía capital suficiente para comprar y aquí se tomó la determinación de mantener el régimen comunal, con el beneplácito de todos los habitantes que se quedaron. Las barriadas crecieron, se instalaron fábricas de calzado y de cerveza, aumentó el turismo atraído por la vida tradicional y se incorporó la tecnología. Sin embargo, se mantuvieron el arco chino de la entrada, la estatua de Mao, las pancartas rojas y las antiguas dependencias comunales. La aldea continuó viviendo, apartada de la gran urbe, del tráfico y del consumo. Lejos de aquella China revuelta, entre la represión del Partido y la vorágine capitalista, que yo conocí.


Cursaba mis estudios en la universidad de Pekín, cuando murió Hu Yaobang. Muchos habíamos puesto grandes esperanzas en aquel hombre, de ideas liberales y espíritu dinamizador, pero cuando le apartaron del Partido, nuestro ánimo se vino abajo, y se convirtió en frustración con su muerte.

Hubo gritos de libertad. Gritos contra el abuso de poder, contra la corrupción. Gritos pidiendo atención a la situación económica, a las marcadas diferencias sociales. Se hablaba de democratizar la universidad, de una prensa libre, del respeto a los derechos humanos. Nadie planteaba una democracia del estilo de las occidentales, pero todas las pancartas llevaban la palabra minzhu, el gobierno del pueblo. Sólo queríamos apertura a las reformas, al diálogo.

Sin embargo, el gobierno permaneció impasible a las manifestaciones, a las huelgas de hambre, a las movilizaciones masivas. Indiferente a todo lo que sucedía a su alrededor. Y entonces ocurrió lo inevitable. La foto del “hombre tanque” de la plaza de Tiananmen apareció en las rotativas de todo el mundo. Bien es cierto que aquel momento no fue más que una anécdota, utilizada tanto por un bando como por el otro, porque en un último acto de racionalidad, los miles de manifestantes que ocupábamos la plaza, aplacados los ánimos mientras Hou Dejian nos cantaba “los hijos del dragón”, abandonábamos pacíficamente la concentración. Pero en el puente Muxidi y en la avenida de Chang’An, la represión no se contuvo.

Vi caer a mi alrededor a cientos de personas bajo las ráfagas de ametralladora. En mi retina quedaron grabadas imágenes dantescas, donde se mezclaba el humo de los tanques, los destellos de las ráfagas mortales, la sangre en el asfalto. En mi cerebro quedó grabado el odio, la ira, el dolor. Lo que habían sido palabras de libertad en boca de jóvenes inquietos pasaron a ser, como en tantas otras partes, murmullos clandestinos de destructiva oposición.

En aquellos días, ahogado por un sentimiento de derrota, a punto estuve de abandonar el país, y si no lo hice, fue por razones en las que aún hoy sigo meditando. En cambio, terminé mis estudios, y entendí que las revoluciones se hacen desde dentro. No intentando transformar a los políticos que nos representan, sino educando a sus vástagos, que serán los que soporten el peso del futuro.

Llevo cerca de dos décadas enseñando historia en la aldea de Jigong, y si algo he aprendido en todo este tiempo, es que esta disciplina no se escribe, sino que se cuenta. Porque lo escrito muere cada vez que se escribe y, cuando se lee nace algo nuevo, distinto a lo escrito, que morirá en su traslado al papel. En cambio, lo hablado es memoria viva de los pueblos y fluye a través del tiempo, vibrando con la voz de quien lo narra y palpitando en el corazón de quien lo escucha.
 
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