Siempre se dijo que Carabanchel era un barrio de transición. De la calle al infierno. Por eso quizá no tenía muchos visitantes. Eso sí, los que llegaban, se quedaban por una larga temporada. Cuando a la pregunta «¿Dónde vives?», la respuesta era «En Carabanchel», la siguiente cuestión que, indefectiblemente se planteaba, era «¿Y qué has hecho?». Todo esto tenía un solo motivo, y era la ubicación en el barrio de la cárcel provincial. Fuera de eso, Carabanchel pasaba por ser uno más de los suburbios marginales de Madrid.
Corría el 69 cuando mis padres y yo llegamos a la urbe, huyendo, como tantos otros, de las pésimas condiciones del mundo rural. Yo tenía cinco años y, solamente el hecho de pisar asfalto, y con zapatos, ya era nuevo para mí. La ciudad me deslumbraba, me atrapaba en su red y, todo lo que pasaba en sus calles me resultaba increíble, desde el paso de los basureros saltando en marcha a la trasera del camión, a la leche fría y empaquetada en bolsas de plástico.
Aquel primer año, mis tíos nos hicieron sitio en su pequeño piso, que también hacía las veces de sastrería. Mi padre se dispuso a buscar trabajo al tiempo que mi madre ayudaba en el taller familiar. Mientras mis primos jugaban entre ellos, haciendo carreras de coches en un circuito con «chicane» o construyendo castillos con pequeños cubitos encajables, yo me sentía igual de fascinado con las melodías que extraía de un viejo xilófono, los jaboncillos rosas y azules con los que mi tío dibujaba en las telas o las enormes tijeras, tan largas como mi brazo, con que las cortaba.
Sin embargo, lo que más entretenía mis tardes, después del colegio, eran esas vistosas colecciones de cromos, de fútbol, de armas, de naturaleza o de historia. El duro que mi tío nos daba de propina, acababa siempre en el bolsillo de don Ricardo, el regente de la papelería que más frecuentábamos, un minúsculo establecimiento que pasaba desapercibido en el rincón más oscuro de nuestra calle. Su escaparate era el único reclamo que le permitía escapar a la invisibilidad. Era imposible pasar por delante y no detenerse a contemplar la variedad colorista de objetos de escritorio, revistas gráficas y libros, maquetas de barcos y aviones, recortables de Mariquita Pérez, juguetes y un sinfín de objetos imposibles de clasificar.
La Navidad del 76, me cogió con la punta de la nariz y las manos apoyadas en el escaparate de don Ricardo que, festoneado con guirnaldas y bolas de colores, se hacía aún más atrayente si cabe. Y es que allí, en medio de todos los objetos increíbles, se hallaba el tesoro que, desde hacía varias semanas, venía llenando mis sueños hasta la obsesión. Un auténtico Casio digital, con pulsera metálica y sumergible. Muchas cábalas nos hacíamos sobre la presencia de aquel precioso objeto en medio de lápices y cartulinas, pero todas ellas acababan en la misma conclusión: lo inalcanzable de su adquisición. Aquel año, sin embargo, por alguna razón que entonces desconocía, los Reyes Magos, que tan generosos se mostraban siempre con mis primos, decidieron hacer un reparto más equitativo y dejaron en mi calcetín el anhelado objeto de mis sueños.
El primer día de clase, después de Navidad, con mi Casio digital en la muñeca, el mundo aparecía de otro color ante mí. Notaba las miradas de envidia y yo me sentía henchido como un pavo real. Mi madre me había dicho: «No te lo lleves al colegio, que la envidia es muy mala» Pero es que yo, en lo más profundo y por una vez en la vida, quería ser envidiado, aunque luego tuviese que arrepentirme.
En mi colegio, el «Nuestra Señora de los Cautivos», el concertado del barrio, se daba cita la descendencia de lo menos granado de la sociedad carabanchelina. El vandalismo, las peleas y todo tipo de incidentes, estaban a la orden del día. Por eso, a la salida, solíamos ir siempre en grupo, como los cabestros, tratando de evitar el encuentro con alguna de las muchas bandas callejeras que pululaban ociosas en busca de alguna víctima que desvalijar. Y eso fue precisamente lo que pasó aquel día, una semana después de estrenar mi reloj, aciago día en el que salía con retraso debido a un inoportuno castigo.
Ya los había visto moverse por la calle e intenté esquivarlos por un callejón. Error de novato, pues ellos advirtieron la jugada y me acorralaron en una zona protegida de miradas indiscretas. El cabecilla, que tendría unos años más que yo, me habló con fingida cordialidad.
—¡Vaya peluco más guapo! ¿Me dejas que lo vea?
—¡Bah!, es una mierda—contesté, intentando parecer tranquilo—, ni siquiera funciona bien.
—¡Ehh! ¿Qué crees, que te lo voy a mangar?—dijo, haciéndose el ofendido—, que yo no soy gitano… Pregúntale a estos…
«Estos» eran otros tres tíos con cara de pocos amigos que me rodeaban a escasos centímetros de distancia.
—Nooo, que va…—intenté excusarme, comprendiendo que lo tenía difícil—. Si es que no funciona bien… Atrasa.
—A ver, déjame que lo vea, joder—insistió, agarrándome la muñeca—. ¡Hostia, tú!, ¡qué guapo!… ¿Esto en que muñeca se pone, en la derecha o la izquierda?... A ver si va a ser eso y eres tú, que lo estás mirando del revés.
Los otros tres le rieron la gracia.
—¡Claro, tío! A ver, pasa, déjame probarlo—dijo, sin soltarme—.
Intenté resistirme escondiendo el brazo detrás de la espalda, pero sin mucha convicción. Casi sin darme cuenta, mientras yo forcejeaba con sus compinches, él me había soltado la pulsera del reloj y se lo había colocado en su muñeca.
—Oye… y tú, ¿no eres muy enano para llevar un peluco así?—soltó divertido, mientras admiraba mi reloj en su muñeca—.
—Me lo regalaron en Reyes—objeté poniendo gesto lastimero, no fuera que tuvieran una pizca de compasión—.
—¿Sí? No me digas—empezó él, poniendo el mismo gesto que se podría a un niño pequeño pillado en una mentira—. Entonces, es mejor que te lo guarde yo, hasta que crezcas…
—No creo que… sea una buena idea—intenté objetar, ya casi ensuciándome los pantalones—.
—Sí que lo es—afirmó con rotundidad—. Mira… Cuando te hayan bajado los huevos, vienes y me lo pides.
Me hubiese gustado continuar el relato hablando de una llave de judo, de esas con las que Luismi, el de octavo, fardaba tanto en el patio, de un desigual combate entre cuatro pringados y un experto luchador y un final con la frase «Y ahora, me devuelves el puto reloj». Pero no. El pringado era yo, por creer que se podía llevar un Casio-digital-metálico-sumergible, con doce años de edad, metro y medio de estatura y gafas de pasta. Eran cosas incompatibles en Carabanchel.
Y lo seguían siendo seis años después, cuando yo, por mucho que tuviera algunos centímetros más de altura y gafas con cristales que se oscurecían con el sol, no dejaba de ser el mismo pringado. Si el 69 corría, el 82 volaba. El partido socialista ganaba las elecciones, el Papa nos visitaba, jugábamos el mundial de fútbol en casa y hasta venían los Rolling Stones. Sin embargo, en Carabanchel, el único hecho mencionable fue cuando algunos presos de ETA cavaron un túnel bajo la cárcel con la intención de fugarse.
Yo malograba mi vida intentando terminar el bachillerato. Tenía el turno vespertino y regresaba del instituto caminando con mi amigo Toño, que vivía cerca de mí. Aunque lo de amigo era en un solo sentido, el que a él le interesaba. Toño era un tío sobrado de sí mismo, repetidor profesional, egoísta y manipulador, que siempre se había servido de esa supuesta amistad, la mía o la de cualquiera de sus compañeros, para lograr lo que quería, ya fueran trabajos de clase, información, coartadas o, como en mi caso, alguien a quien contarle todas las películas de su vida. Porque si algo le gustaba a Toño era inventarse vidas. Ya casi nadie en clase creía sus mentiras, pero a él no le importaba con tal de contar con algún oyente, interesado o simplemente curioso.
Aquel día, la historia era sobre su renombrada novia universitaria, esa rubia despampanante, dos años mayor que él y ex pareja del Cacho, uno de los jefes de banda más chungos del barrio. No en vano le llamaban Cacho por el pedazo de oreja que, según decían las lenguas que se atrevían, llevaba colgando del cuello, en recuerdo de una pelea en la que se la arrancó de un mordisco al jefe de otra pandilla.
Como decía, Toño no sólo elucubraba con llevarse al huerto a una piba estratosférica sino que, además, pretendía hacernos creer que se la había robado al tipo más peligroso de Carabanchel.
Cierto día, cruzando uno de los puntos negros de nuestro recorrido diario —esos donde, si te pillan, no hay escapatoria— nos salió al paso una banda, y no de músicos precisamente. Si acaso, tocaban a réquiem. En su paso rápido y decidido podía verse que su intención no era el atraco, pues solían disfrutar del momento con reposada crueldad.
—¡Eh tú, el ganso!—dijo el líder de la pandilla, levantando la barbilla hacia Toño, que le sacaba una cabeza—¿Qué coño hacías el otro día con mi jari?...
Vi el miedo en el rostro de mi amigo.
—No, no, a ver… —balbuceó—, yo sólo hablé con ella… No sé, sería por algo de clase…
—¿De qué clase?... ¿La de los gilipollas?... Dicen por ahí que me la has levantado, y tú no me levantas ni la polla…
Hubo unos segundos de indecisión, pero como Toño hiciese el amago de huir, los cuatro tíos se nos echaron encima. Toño intentó zafarse, pero se llevó una patada en la entrepierna que le quitó el resuello. Entonces cometió el error de su vida; sacó una navaja del bolsillo, de esas pequeñas, plateadas, que jodían más por lo que brillaban que por lo que cortaban. Y fue un brillo mortal, porque otras tres navajas se hundieron a un tiempo en su carne. ¡Chas!, ¡Chas!, ¡Chas!, los filos entraban y salían una y otra vez, provocando chorros de sangre que teñían su ropa y la acera bajo nuestros pies. Mi corazón pasó, de latir con furia, preso de pánico, hasta casi detenerse, muerto de terror. Resbalé en la sangre de Toño y caí de espaldas. Varias patadas me obligaron a levantarme y, justo cuando uno de ellos me agarraba del cuello de la camisa para acercarme a su estilete, una mano le detuvo.
—¡Eh, eh, eh! ¡Quietos!... A este tío le conozco… —dijo el único que había hablado hasta ese momento, apartando a su compañero y mirándome a los ojos—. ¡Tío! ¡Qué peluco más guapo!... Todavía lo llevo, mira.
Una enorme sonrisa, que a mí se me antojó diabólica, se abrió en su rostro como una herida. Yo sólo movía la cabeza a un lado y otro en un espasmo nervioso.
—¿Qué hacías con éste?… ¿Es tu amigo?
—No…, creo que no.
—¡Pues cagando hostias!—apremió—, antes de que lleguen los maderos.
Allí quedó Toño, agarrándose las tripas mientras su sangre corría, haciendo regueros cuadriculados en los baldosines de la acera.
Dos meses después volvió a clase, pero nunca volvió a jactarse de según qué cosas. El Cacho y su banda de navajeros acabaron en Carabanchel —en la prisión— por otras movidas que no vienen al caso y, como dicen que hay que tener amigos hasta en el averno, yo me sentí afortunado.
Veinticinco años viví en aquel barrio. «De Madrid al cielo y… de Carabanchel al infierno», solían decir. Yo nunca bajé tan profundo, pero sí me asomé muchas veces a la boca del pozo y, aunque suene tópico el decirlo, aprendí cosas sobre la vida que no se enseñan en las universidades.
En la actualidad, la prisión del régimen franquista ya no existe y las viejas casas del barrio se han convertido en refugio de inmigrantes. Cuando paseo por sus calles, todavía veo las manchas de sangre en la acera, que sólo borraron mil lluvias. Pero también veo el escaparate de la vieja papelería de don Ricardo, al Tocho y al Rizos cambiando cromos de Mazinguer Z, la tienda de ultramarinos, la sonrisa de Rosalía cuando le daba parte de mi bollo, la bodeguita del riojano, a los basureros pidiendo el aguinaldo, a mi madre llamándome para cenar desde el balcón, los billares Las Vegas, las portadas de Intervíu en la trasera del kiosco, el descampado de la palmera, a Pablito en su bici nueva, a la hermana de Pablito, el camión del canódromo encajado en la calle Angostura, a mis primos y a mí volviendo loco al vecindario a base de petardos de a peseta… Porque, a fin de cuentas, en el barrio, como en la vida, nos dejamos un trozo de piel y un trozo de corazón.
Un relato que me imagino es una vivencia que podría ser de un chico que de niño vivió en ese barrio. Que peligrosas son esa bandas que portan navajas. El sábado mismo aquí en Eibar dieron unos navajazos a un joven en la salida de una discoteca en el centro del pueblo. Están ahora mismo hablando de ello. Hoy en día esas cosa pasan en cualquier barrio de cualquier ciudad o pueblo. Me ha gustado como has hilvanado el recuerdo de niño ante esa librería y el juego con los cromos. Un abrazo
ResponderEliminarEfectivamente, Mamen, la vivencia de un chico que hubiese vivido en ese barrio, un barrio igual a otros muchos de muchas otras ciudades. Además, yo hablo de una época en concreto, donde esas bandas estaban a la orden del día y, desde entonces, no han pasado de moda, tan solo han sofisticado sus métodos. Yo hablo del dia a día de un barrio cualquiera.
EliminarMuchos besos y muchas gracias por leerme.
Me ha gustado mucho leer este relato, amargamente real, porque ¿sabes qué? Yo aún vivo en Carabanchel. Me habrán robado 4 o 5 veces y un par de ellas con un cuchillo en la garganta. Y aún así, pudiendo haberme ido, decidí quedarme por la zona.
ResponderEliminarAunque también te digo una cosa: ya hace años que decidí que cualquiera puede ser tan peligroso como el que más. Y hace mucho que no tengo ningún problema... supongo que también yo he cambiado mucho. Ais.
Bueno, bueno, paisano, eres un superviviente, ja, ja. Lo cierto es que yo viví unos cuantos años en ese barrio y, como cuento en el relato, aunque tenía sus problemas (a mí también me atracaron unas cuentas veces)no dejaba de ser nuestro barrio, donde te habías criado. Al fin y al cabo, te acostumbrabas y, como tú, te mimetizabas. Yo conservo de allí muy buenos recuerdos y muy buenos amigos (no todos terminaron en la cárcel, ja, ja). incluso coincidí en garitos de por allí con Rosendo Mercado o con Santiago Segura. La historia del relato, aunque novelada y con licencias, tiene mucho de real.
EliminarUn fuerte abrazo compañero, lo mismo cualquier día te veo por allí, hasta es posible que hayamos frecuentado los mismos sitios, ja, ja.
Tu relato es un trocito de la historia de muchos barrios en los que había que sobrevivir a base de mentiras y trucos, como tu pobre narrador, que niega a su amigo. Me encanta como, con unas pinceladas, presentas tantos personajes secundarios, que cobran vida con unas pocas palabras. Mis felicitaciones y un abrazo
ResponderEliminarBueno, no es que niegue a su amigo como simple truco para salvar la vida, pues la verdadera razón de que le dejasen ir es esa extraña relación que se creó entre el navajero y él gracias al reloj. Lo niega porque realmente, en esa situación extrema, lo que la sale es la verdad, sin disimulos ni falsas lealtades. Toño nunca fue su amigo, tal como lo explica antes. De hecho, él duda y dice "No, creo que... no". Muchísimas gracias por esas felicitaciones, Ana. Me alegra que te haya gustado, y sí, es un trocito de la historia de muchos barrios.
EliminarUn beso muy grande compañera de letras
Tú relato es pura nostalgia, amigo Isidoro. Nostalgia de un barrio que puede ser cualquiera (aquí en Sevilla tuvimos y aún tenemos muchos de ellos), con sus cosas buenas y con las malas, que desgraciadamente enturbian la vida honrada de la mayoría. Las noticias no son esos cromos de Mazinger Z o los petardos de a peseta, sino la navaja que corta y mancha la acera con sangre casi siempre inocente. Así de morbosos somos los humanos.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte, amigo.
Es cierto, amigo Bruno. Es pura nostalgia. Carabanchel fue mi barrio durante muchos años. Si quería dedicar un relato a un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera, nada mejor que inspirarme en mi propio barrio. Y es verdad que casi siempre, la noticia era el morbo, las peleas callejeras, el que habían atracado a fulanito o menganito, como ahora, je...Aunque la verdad es que igual hay muchos buenos recuerdos. Por cierto, he notado que has escrito "petardos de a peseta", y yo en el relato puse "petardos de peseta". Creo que es más correcto cómo lo has escrito tú, así que lo corrijo. Hay veces que, por mucho que repases, siempre se te queda algo que puedes corregir. Muchas gracias
EliminarUn abrazo enorme, compañero
¡Me encantó! El texto fluye con tanta naturalidad y sencillez que me hace dudar de que lo relatado, más que ficción, no sea un retrato hablado de una vivencia propia. La narración de la historia te sumerge al escenario de la trama con suavidad y crea un ambiente de magia o armonía que te acompaña más allá del desenlace. Bastante amena la lectura y muy coloridos los diálogos, atinados, contundentes y salpicados de humor (esta vez no te pongo objeción). Jaja, me entero de que coloquialmente le dicen a los relojes caros "peluco". Un relato excelente, precioso y evocador.
ResponderEliminar¡Un abrazote, Isidoro!! ;)
Bueno, bueno... En todo lo que escribimos hay algo propio. Qué es lo real y qué lo imaginado puede resultar difícil de separar hasta para quien lo escribe, que los recuerdos, ya se sabe... Ya que dices lo de la suavidad a la hora de narrar, fíjate que me preocupaba pasar de un ambiente nostálgico y reposado a uno más cruento y dramático, como el del ataque de los navajeros, porque no sabía si iban a mezclar bien. Intenté suavizar, como dices, todo lo posible la transición. Por eso me alegro mucho que te haya gustado y que lo veas así. Me dejas mucho más tranquilo. Lo del "peluco", no sé ahora, que ya sabes que el lenguaje coloquial cambia como las modas. En aquellos años, al menos, se decía, y los diálogos he intentado hacerlos lo más real posible, con las expresiones y el lenguaje adecuados, je, je
EliminarEncantado de que te haya gustado. Fritzy. Un placer contar con tus comentarios, de verdad. Un fuerte abrazo
Es buenísimo este trabajo tuyo Isidoro. Dame un poquito de tiempo para comentártelo con calma desde que pueda. Me ha llegado directo al corazón,(al trozo de corazón como dices en la última línea del relato) esa víscera que se aboga la tutoría de los sentimientos.
ResponderEliminarVolveré...
Aquí te espero Isabel, encantado de que me escribas, y de que haber creado esas sensaciones con mi relato. Cuando puedas, y quieras, no hay problema, ya lo sabes. Besos
EliminarTodavía después de terminar de leerlo no se si es realidad o ficción, o que parte tiene de realidad y cual de ficción, y eso es un éxito del escritor pues cuenta una historia que perfectamente podría pasar por verídica y hace que el lector la sienta como propia. Es un relato sencillo y cotidiano, y sin embargo puedo afirmar que es de las mejores cosas que te he leído en el blog, y mira que tienes relatos buenos, pero precisamente es esa sencillez, esa realidad que desprende y esa nostalgia final de unos tiempos que se fueron con sus miserias y sus cosas hermosas, lo que lo hace grande. Lo he leído del tirón queriendo adivinar como terminaría la historia del peluco y los atracadores y del pobre Toño. Tu relato bien podría protagonizar la letra de una de las canciones del gran Sabina.
ResponderEliminarPor cierto mencionas que coincidiste con Santiago Segura en Carabanchel, lo que son las cosas, yo me lo encontré una vez en un portal de Malasaña hará un par de años, está claro que el hombre ha progresado.
Lo dicho Isidoro, gran relato, te lo digo de corazón. Un abrazo.
Vaya Jorge, me dejas sin palabras. Te agradezco el cumplido. Sabes, creo que los relatos que más llegan, son los que salen desde más cerca del alma del escritor. Debe ser eso. Este relato tiene ficción, sin duda, pero mucho de realidad y, supongo que eso se nota, te identificas y lo sientes como tuyo. Creo que todos hemos vivido experiencias, si no parecidas, sí igual de intensas en nuestra infancia. Y muchas veces, lo más cotidiano es lo más familiar, lo más sencillo es lo que más adentro llega.
EliminarSabina es un referente para mí y, seguro que a alguno de mis relatos les gustaría heber sido la letra de una de sus canciones, je, je.
En cuanto a Segura, está claro. Cuando yo le vi, ya se le conocía por Torrente, pero estaba con unos amigos en uno de esos bares de barrrio que, aunque famoso por su oreja a la plancha, no dejaba de ser un barucho cualquiera. Me dijeron que el tío vivía o había vivido también por allí, pero esto no lo puedo confirmar. Sí que ha progresado sí. Y eso que es feo, ja, jaaa (espero que no me lea)
Muchísimas gracias por tu valoración Jorge. La aprecio mucho, ya lo sabes
Un fuerte abrazo
Isidoro, qué bien has descrito la nostalgia, esos recuerdos teñidos de risas y de llantos, en algunos momentos duros, como esas bandas que parecían campar a sus anchas y que eran capaces de sacar las navajas y usarlas pero todo lo has descrito con ese punto de inocencia que aún sin querer te hacía sonreír.
ResponderEliminarY mientras te leía eran mis propios recuerdos los que me venían a la mente con una tiendecita que había delante de mi escuela y dónde como tu prota nos gastábamos en cromos y alguna chuche lo que habíamos ahorrado.
Me ha parecido que siempre ha habido gentuza que disfrutaban robando lo ajeno y aterrorizando a los niños, antes y ahora y que eso pasaba en muchos lugares.
Un beso y felices fiestas
Efectivamente Conxita, esa inseguridad la hemos vivido en todas partes, y yo he querido reflejar que, con todo, teníamos asumido que así era la vida en el barrio "había que tener amigos hasta en el infierno, dice en el relato" y lo veíamos, no como al bueno, pero si natural, como las peleas al salir de clase (los chicos, claro) Hablo de una etapa de la vida (la adolescencia).en un barrio difícil, con sus luces y sus sombras. Me alegra mucho comprobar que tu lectura, como la del resto de compañeros que comentan, ha sido la positiva. Me satisface saber que he sido comprendido tan bien.
EliminarQue disfrutes estas fiestas Conxita. Un placer recibir tus siempre acertados comentarios.
Un beso muy garnde
¡Excelente relato, Isidoro! Me ha gustado mucho, como todo lo que escribes. Ese aire de nostalgia me encanta, es lo que hace que una obra literaria se te quede dentro del corazón y no se te olvide nunca.
ResponderEliminarAprovecho para comentarte, también, que has resultado ser uno de los cinco ganadores de un ejemplar digital de "La sexta cuerda", de Núria Graell Coll. HAce unas semanas que participaste en el sorteo y he dado el resultado hoy. Para recibir el ejemplar, por favor, escríbeme a ladoncellaerrante@gmail.com Gracias por tu participación.
¡Un abrazote y sigue escribiendo así!
Me alegro mucho que te haya gustado, Noemí. Tienes razón que la nostalgia hace que conectes con un relato. Sientes las palabras del autor y hace que te identifiques con muchas cosas. Muchas gracias por el cumplido. Y también por el regalo. No me ha tocado la lotería, pero mira, algo me ha tocado. Ahora mismo me voy a tu blog y te escribo. Un beso muy grande
EliminarFascinación, esa es la clave, la fascinación de un niño al ver, sentir, oler cosas nuevas en un barrio, Carabanchel, que algunos denominan marginal con las connotaciones que despierta esa palabra, el barrio, la prisión…y que, sin embargo, al niño de tu historia simplemente le parece un nuevo destino donde descubrir un mundo de posibilidades, como solo un niño de cinco años puede convertir en un hecho prodigioso pisar con zapatos el asfalto, el traqueteo de los camiones de la basura, las bolsas de plástico y las vicisitudes del barrio.
ResponderEliminarMe recordó la casa de los tíos, a la novela “Nada” de la escritora “Carmen Laforet” y ese piso de sus tíos situado en Barcelona.
¿Sabes? cuando has “dicho” jaboncillos rosas y azules…¡los vi!...vi la caja de costuras de mi abuela, y vi los jaboncillos de marcar las costuras de los patrones.
A mí me parece que nació el escritor y también el dibujante de comic por culpa de la papelería donde seguro los libros de cuentos (aquellos que contaban historias y cada dos páginas un dibujo)
La aventura de la joya-casio me ha encogido el ánimo…¡pobre pringadillo de gafas de pasta! pena que no saliera de un comic el hombre araña o Spiderman.
Me he reído con el chulito presumido de Toño ¡anda que no había y sigue habiendo toños por doquier!
En definitiva, has bordado la situación agridulce de aquellos años, la infancia, adolescencia y el despertar a la realidad política y a la vida, todo ello sin edulcorar, pero sin amarguras, y a tus lectores entre los que me incluyo, seguro que también le has (nos has) recordado nuestros trozos de piel y de corazón dejados en el camino de nuestros barrios, ciudades, arenales o bosques de aquellas nuestras vidas.
¡Aaay Isidoro!= suspiro hondo de esos de recordar como éramos antes...mucho antes.
¡Ayyy, Isabel! Me has pillado. Un servidor se aficionó al cómic y, quién sabe, a la escritura, gastando su propinilla en aquellas revistas y cuentos que vendían en esa pequeña y abarrotada papelería de entonces, esa que todos teníamos cerca de casa, que vendía de todo y cuya puerta era el punto re reunión para cambiar los cromos de los dibujos de moda. No puedo negarlo, este relato es todo nostalgia. Y como toda nostalgia, una mezcla de amargura y ternura, porque la infancia es tan difícil como hermosa y todo, lo bueno y lo malo, conformarán nuestra personalidad, nuestra forma de enfrentarnos al mundo de los adultos. Me hubieran salido muchos más párrafos, je, je... pero no he querido alargarme demasiado. Como muy bien dices, todos hemos tenido las mismas aventuras y desventuras (o similares) y, aparte de los recuerdos particulares, hay algo que nos une: ese sentimiento de pertenencia a un lugar, esas raíces que se quedaron con un trozo de nuestra piel y otro de nuestro corazón, ya sea un barrio, un arenal, un bosque... Sabes: siempre pensé que esas raíces, en mi caso, estaban en esos bosques gallegos de donde partí, en la vieja casa que quedó abandonada en una aldea perdida, pero, pensándolo bien, aparte de esa morriña alimentada por tantos veranos, fueron los inviernos en el barrio de mi ciudad, los que forjaron mi personalidad... Ves, ya me he puesto nostálgico, je
EliminarUn placer leerte siempre compañera, lo mismo en tu magnífica literatura que en tus cálidos comentarios. Un beso fuerte