lunes, 28 de octubre de 2013

Las canicas

 
Era ya el quinto interrogatorio de aquella mañana y sabía que el resultado no iba a ser diferente de los anteriores. Encendí el último cigarro del paquete y ordené al cabo que hiciese entrar al preso. Se sentó en el taburete, mirando sus manos engrilletadas, como todos los demás.Sin embargo, cuando le obligué a levantar la vista, su mirada era distinta, y se clavó en mi cerebro como una bayoneta al rojo.

Habían pasado muchos años, pero si la buscase en el desván, seguramente encontraría aquella bolsa de canicas. Tenía por lo menos dos docenas, de todos los tamaños y colores. Me gustaba mirarlas a la luz del sol, o apretar un puñado con la mano y escuchar el sonido que hacían al frotarse. Me las había traído mi padrino, de Madrid. Nunca las llevaba a la escuela y las escondía celosamente en el arcón de mi cuarto. Allí las encontró García, el de Castrobajo. Maldije mi descuido por no haberlas ocultado mejor, sabiendo que él removía Roma con Santiago. Siempre buscaba, como le gustaba decir, una “perra chica sin padre”. Enseguida sacó sus cinco canicas del bolsillo y me retó a una partida. Yo nunca había jugado a las canicas. Más bien, nunca había jugado a nada. Pero estaba desconcertado, y no me atreví a negarme. Lo cierto es que esa tarde aprendí algunas cosas. Aprendí a reconocer las canicas según sus colores y formas: el “ojo de gato”; el “bolón”, la más grande de todas; la “lechera”, de color blanco; la “chilenita”, por sus tres colores ordenados según la bandera de ese país; la “alemana”; la “colombiana”. En fin, García aprovechó para darme una clase magistral. Pero también aprendí otras cosas. Aprendí que, cuando uno “toma” las canicas del oponente, literalmente se las lleva. Y García no tuvo compasión. Simplemente me explicó las reglas, comenzó tirando y haciendo carambolas. Mi turno parecía no llegar nunca y, cuando lo hacía, se quedaba en un vano intento por no parecer demasiado torpe. Al terminar, recogió todas las canicas y se las guardó. Ajeno a la rabia y frustración que me consumían. Con una repulsiva sonrisa de victoria en el rostro. Me sentía burlado, avergonzado. Pero, sin embargo, no dije nada. Con García quería mantener la dignidad. Aparentar que aquello no tenía la menor importancia para mí. Ya a solas, en cambio, la rabia desembocó en llanto. Mi madre se acercó al ver los lagrimones que resbalaban por mi rostro, y yo, incapaz de contenerme, le confesé todo entre sollozos. Cuando me preguntó por qué me sometí a las reglas de García, no supe que responder. Me sujetó el rostro con fuerza, mirándome a los ojos, y me espetó: “las reglas las pone el más fuerte”. No dijo nadamás. Al día siguiente, con la intención de corroborar sus palabras, estaba esperándome a la salida de la escuela. Llamó a García y, cuando estuvimos los dos junto a ella, simplemente le ordenó que me devolviera las canicas. Extrañas sensaciones de bochorno y de orgullo se mezclaban incongruentemente en mi cabeza. García parecía un tanto confuso cuando revolvió en su cartera para sacar las canicas. Sin embargo, ante mi sorpresa, la duda había desaparecido en el instante de tender la bolsa de tela a mi madre. A ella no la miraba. Sus ojos estaban fijos en los míos. Y en ellos no había humillación ni altivez. No había odio ni lástima. Tan sólo una mirada penetrante, con el poder de hacerme pequeño, hasta volverme insignificante. Hasta hacerme desaparecer.

El cigarro estaba a punto de consumirse, y la brasa casi tocaba mis dedos. Sin levantar la vista del informe, ordené al cabo que se llevase al preso. Noté su sorpresa ante la ausencia de interrogatorio, pero no estaba entre sus cometidos discutir las órdenes. Unos minutos después, en el patio, el pelotón había colocado a los condenados contra el muro, y se disponían a abrir fuego. Algunos de ellos no habían querido que les cubrieran los ojos, y miraban directamente a sus ejecutores. Tan sólo uno parecía ajeno a la situación, con la mirada desviada hacia la ventada del barracón, atravesando el cristal y mis pupilas. Haciéndome más pequeño, hasta volverme insignificante. Hasta hacerme desaparecer.

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