Habían pasado muchos años, pero si la
buscase en el desván, seguramente encontraría aquella bolsa de canicas. Tenía
por lo menos dos docenas, de todos los tamaños y colores. Me gustaba mirarlas a
la luz del sol, o apretar un puñado con la mano y escuchar el sonido que hacían
al frotarse. Me las había traído mi padrino, de Madrid. Nunca las llevaba a la
escuela y las escondía celosamente en el arcón de mi cuarto. Allí las encontró
García, el de Castrobajo. Maldije mi descuido por no haberlas ocultado mejor,
sabiendo que él removía Roma con Santiago. Siempre buscaba, como le gustaba
decir, una “perra chica sin padre”. Enseguida sacó sus cinco canicas del
bolsillo y me retó a una partida. Yo nunca había jugado a las canicas. Más
bien, nunca había jugado a nada. Pero estaba desconcertado, y no me atreví a
negarme. Lo cierto es que esa tarde aprendí algunas cosas. Aprendí a reconocer
las canicas según sus colores y formas: el “ojo de gato”; el “bolón”, la más
grande de todas; la “lechera”, de color blanco; la “chilenita”, por sus tres
colores ordenados según la bandera de ese país; la “alemana”; la “colombiana”.
En fin, García aprovechó para darme una clase magistral. Pero también aprendí
otras cosas. Aprendí que, cuando uno “toma” las canicas del oponente, literalmente
se las lleva. Y García no tuvo compasión. Simplemente me explicó las reglas, comenzó
tirando y haciendo carambolas. Mi turno parecía no llegar nunca y, cuando lo
hacía, se quedaba en un vano intento por no parecer demasiado torpe. Al
terminar, recogió todas las canicas y se las guardó. Ajeno a la rabia y
frustración que me consumían. Con una repulsiva sonrisa de victoria en el
rostro. Me sentía burlado, avergonzado. Pero, sin embargo, no dije nada. Con
García quería mantener la dignidad. Aparentar que aquello no tenía la menor
importancia para mí. Ya a solas, en cambio, la rabia desembocó en llanto. Mi
madre se acercó al ver los lagrimones que resbalaban por mi rostro, y yo,
incapaz de contenerme, le confesé todo entre sollozos. Cuando me preguntó por
qué me sometí a las reglas de García, no supe que responder. Me sujetó el
rostro con fuerza, mirándome a los ojos, y me espetó: “las reglas las pone el más
fuerte”. No dijo nadamás. Al día siguiente, con la intención de corroborar sus
palabras, estaba esperándome a la salida de la escuela. Llamó a García y,
cuando estuvimos los dos junto a ella, simplemente le ordenó que me devolviera
las canicas. Extrañas sensaciones de bochorno y de orgullo se mezclaban
incongruentemente en mi cabeza. García parecía un tanto confuso cuando revolvió
en su cartera para sacar las canicas. Sin embargo, ante mi sorpresa, la duda
había desaparecido en el instante de tender la bolsa de tela a mi madre. A ella
no la miraba. Sus ojos estaban fijos en los míos. Y en ellos no había
humillación ni altivez. No había odio ni lástima. Tan sólo una mirada
penetrante, con el poder de hacerme pequeño, hasta volverme insignificante.
Hasta hacerme desaparecer.
El cigarro estaba a punto de consumirse,
y la brasa casi tocaba mis dedos. Sin levantar la vista del informe, ordené al
cabo que se llevase al preso. Noté su sorpresa ante la ausencia de
interrogatorio, pero no estaba entre sus cometidos discutir las órdenes. Unos
minutos después, en el patio, el pelotón había colocado a los condenados contra
el muro, y se disponían a abrir fuego. Algunos de ellos no habían querido que
les cubrieran los ojos, y miraban directamente a sus ejecutores. Tan sólo uno
parecía ajeno a la situación, con la mirada desviada hacia la ventada del
barracón, atravesando el cristal y mis pupilas. Haciéndome más pequeño, hasta
volverme insignificante. Hasta hacerme desaparecer.