viernes, 21 de marzo de 2014

Melody


A Marina
 
En la época en la que se desarrolla esta historia, se me podía definir fácilmente por cuatro aspectos: era un poco torpe en mates y en francés, nada despreciable como pívot del «junior» de baloncesto, me partía la cara con quien hiciera falta por mis amigos, y sólo me sacaban a la pizarra para borrar la parte de arriba.

Pero no es de mí de quien quiero hablar...

Se llamaba Melodía, aunque a ella no le gustaba mucho su nombre, por lo que siempre se presentaba como Mel. Sus padres, cariñosamente, la llamaban «Caramelo», lo que aún le sentaba peor, y en «insti» la conocíamos por «Cancioncilla», o más habitualmente, por «Politono»

Todo comenzó en primero de «la ESO», poco después de Navidad, cuando un infortunado esguince truncó por una temporada mis aspiraciones deportivas y mi actividad favorita durante el recreo, así que, para matar el rato, no me quedó más remedio que sumarme al resto de las distracciones comunes: contraste de opiniones y valoración de los miembros del sexo opuesto, charlas de actualización sobre marcas y complementos, comentario de los últimos eventos deportivos y, en fin, a la siempre estimulante «caza del pardillo».

Aquel día el aburrimiento flotaba por el patio cuando vi a «Politono» sentada en el poyete de la escalera. No es que fuera raro verla allí. De hecho, era su lugar habitual. Lo extraño es que, siendo alguien a quien yo nunca había prestado demasiada atención, sintiera el impulso de acercarme a ella.

—¿Qué haces «Politono», pasas lista a las hormigas?

Ella ni siquiera me miró, y como si fuera su respuesta, sonó la sirena de llamada. Cuando se levantó para marcharse, observé que se había dejado el móvil en el poyete y, justo cuando lo cogí para dárselo, comenzó a vibrar con un mensaje nuevo.

—¡Oye!, que te dejas el móvil de la abuela…

—No es un móvil, es un detector de estupidez que se activa por contacto... pero no te preocupes, si sólo vibra, el grado de estupidez es bajo.

No podría explicar mi reacción de entonces. La percepción que todos teníamos de «Politono» era más o menos la misma: una chica bastante tímida en clase, que únicamente hablaba cuando se dirigían directamente a ella; no es que fuera un genio, pero no sacaba malas notas, sobre todo en mates y ciencias; no tenía muchos amigos, casi siempre trabajaba sola y únicamente se relacionaba con otras dos chicas más o menos del mismo estilo, es decir, insulso; descuidada en su aspecto y en el vestir, torpe en el caminar; en fin, lo que yo definiría como «nada interesante». De hecho, cuando sus amigas se juntaban con otras, ella simplemente se apartaba… o la apartaban. La pregunta que yo me hacía en ese instante absurdo de indecisión era: ¿Qué es lo que me había impedido, simplemente, propinarle un «collejón»?

Pero no sería aquella la última vez que mi propio comportamiento me iba a sorprender, porque un extraño hechizo me impulsó, dos días después, a volver a hablar con ella.

Fue en clase de gimnasia. Yo no podía correr por mi lesión, y ella, después de cinco vueltas al campo de fútbol, había conseguido que el «profe» se apiadase de su estado —¿ya he dicho que el deporte no era lo suyo?— y le permitiese descansar.

—Deberías controlar mejor la respiración… —le aconsejé.

—¿Y tú por qué no me dejas en paz y te vas con tu panda?

—Porque mi panda está corriendo,… y tú eres la mejor opción… Es decir, la única.

 
—El problema no es la respiración, lumbreras. Son los deportivos. Son nuevos y la lengüeta del talón me hace daño.

—Pues lo tienes chungo, porque todas son así. Las únicas que no la llevan son las «Convers» planas de toda la vida, pero esas no te valen para gimnasia según el «Suaseneguer».

—El «Suaseneguer» es un flipado. Si por él fuera, seguro que, si hiciéramos natación, al que no tuviese gorro de baño le haría raparse la cabeza como la suya.

Nos reímos de buena gana ante aquél comentario y he de reconocer que no dejaba de resultarme chocante que aquella chica, de poca historia y nada de «filing», pudiese tener algo de chispa.

Una chispa que también creó, en algún momento que no sabría precisar, una relación distinta entre ella y yo. «Politono» pasó a ser Mel, y los encuentros se repitieron, unas veces «casualmente» y otras de forma provocada. Eso sí, provocada, de momento, sólo por mí, porque ella seguía mostrando el mismo desinterés hacia mi persona que durante todos los cursos de «primaria». Algo, por otra parte, bastante normal, puesto que nunca habíamos pertenecido al mismo grupo.

Sin embargo, aquello también cambiaría en cierto día lluvioso del mes de marzo.

Salíamos de clase, y Roberto debía de estar con alguna de sus bromas recurrentes, porque Mel le increpaba tímidamente y él, ante la provocación, le tironeaba de la capucha hacia atrás o la empujaba cargando sobre la mochila. 

—¡Eh Lazcano! —le grité—, déjala en paz o te meto una hostia, gilipollas.

Tuve suerte. Lazcano no quiso problemas y desvió su atención para concentrarse en las tetas de Belén.

Fui con ella el resto del camino y se mantuvo cabizbaja y en silencio durante un buen rato. Cuando por fin habló, pareció como si soltase lastre:

—¡Estoy harta de Lazcano!, es un idiota. Siempre se está metiendo conmigo y riéndose… Bueno, estoy harta de todos.

No sabía muy bien que decirle…

—La verdad es que siempre habrá «pardillos» y gente a la que le mola meterse con los «pardillos»… Es una ley natural.

Ella me miró, entre dolida y resignada. Era como si el demonio le estuviese diciendo que era carne de cañón, pensé.

—¿Te acuerdas de Carlitos? —le pregunté de sopetón acordándome de algo.

—¿Carlitos «el panoli»?

—Sí, bueno, así le llamábamos… Pero mira: Un día, fueron Antonio Platero y David con la idea de quitarle las botas y colgarlas del cable de la luz,… ya sabes, y cuando les vio venir, coge y les dice: «esperad un momento; por qué lo vais a hacer gratis si podéis sacar algo; si se lo hacéis a Lazcano os doy todos los cromos “repes” de “Ben 10”…, y tengo un “tacazo”, eh…». Ese día, Lazcano volvió descalzo a casa. Moraleja: No siempre el más «pringao» es el que lo parece.

No tenía muy claro que mis comentarios fueran los más acertados, pero ella me respondió con ingenuidad:

—Sí, bueno, pero yo no puedo hacer eso.

 
—¿Por qué no?

—Porque no tengo nada que les interese.

Pensé en aquella frase de que «si no tienes algo que decir que valga más que el silencio es mejor que te calles», así que resolví continuar acompañándola sin abrir más la boca.

Pero volví con ella al día siguiente. Y muchos otros días. El acercamiento se fue haciendo cada vez mayor, y empezamos a compartir meriendas en el recreo, caminos de vuelta a casa, e incluso fiestas de cumpleaños, a las que nos invitábamos recíprocamente.

Yo volví a mis partidos de baloncesto, pero no por eso dejé de hablar con Mel, que incluso algunos sábados madrugaba para venir a vernos jugar. Con el paso de las semanas se fue forjando una buena amistad. Yo la defendía de los inoportunos «tocapelotas» y ella me ayudaba con las mates. Una simbiosis perfecta en la que nos había unido nuestro propio aislamiento. El mío, debido a mi altura y condición física. El suyo, por su propio carácter hermético, poco social y nada dispuesto a expresar algún tipo de afectividad.

En nuestros ratos de ocio inventábamos canciones para un futuro dúo musical, llamado «Goma y Lápiz», confeccionábamos listas secretas de «motes», leíamos cómics de «Spiderman», quedábamos para patinar,… Pero no teníamos perfiles en Facebook ni en Twitter, ni teníamos lista de contactos en el Messenger; no íbamos al cine en panda ni de compras al centro comercial.

No dejamos de pertenecer a la sección particular de las «rarezas»,… pero ahora nos importaba menos.

Con el mes de mayo llegó el viaje de fin de curso. Nos fuimos a los Picos de Europa durante cinco días, que pasamos entre marchas de orientación, charlas educativas sobre la naturaleza, actividades de multiaventura, etc.

Era la primera vez que compartíamos tantos días completos y la naturaleza de las relaciones entre nosotros también cambió en cierta forma. Creo que conseguimos unirnos un poco más al resto del grupo en general, pero sobre todo entre Mel y yo, el vínculo se hizo bastante más fuerte. Recuerdo momentos muy gratos de aquellos días, pero entre todos hay uno que se mantiene perfectamente nítido en mi memoria: era la noche del último día de campamento, y después de la cena teníamos un rato de esparcimiento antes de la llamada a los dormitorios. Mel y yo nos habíamos sentado en uno de los bancos del porche, en uno de esos ratos de intimidad compartida a los que nos estábamos acostumbrando…

—Fíjate en aquél avión; sí que va alto… —comenté de pasada.

—No es un avión…; fíjate, no lleva luces de posición; es como una luz fija que se mueve lentamente y demasiado alto.

 
—Entonces, ¿es una estrella fugaz?

—No, tampoco; es un satélite artificial que circunda la tierra y lo vemos porque refleja la luz del sol.

—Ah, vaya —contesté sintiendo un cierto rubor, como si me hubiesen pillado en clase sin haber estudiado el primer tema de Sociales—. ¡Mira que hay estrellas en el cielo, eh¡

—Y no sólo estrellas, también hay «no-estrellas»

—¿Y eso qué es?

—Yo les llamo así a los agujeros negros. ¿Sabes lo que es un agujero negro?

—¿El culo del «Suaseneguer»?

—Casi —dijo riendo—. Una «gigante roja» es una estrella muy vieja y cuando se hace todavía más vieja y consume toda su energía, su propia gravedad la convierte en una «enana blanca», y más allá, esa misma gravedad la va haciéndose contraerse todavía más y más, hasta que está tan concentrada, que en un minúsculo punto del espacio se forma un punto de una densidad tan tremenda y una gravedad tal alta que no deja que se escape ni la luz, formándose un agujero negro… Es un espacio vacío, misterioso, donde para nosotros no existe nada…

Estuvimos un minuto en silencio

—Gigantes rojas, enanas blancas, agujeros negros… Tal como lo cuentas parece un cuento de miedo para los niños…

—Sí —contestó sonriendo—, en realidad es como si todo el universo fuese un cuento fantástico.

 
—¿Te puedo decir una cosa, en confianza? —pregunté.

—¿Qué?

—¡Tú sí que eres «friky», tía!

De nuevo reímos a carcajadas y cuando ya nos dolía la tripa, volvimos al íntimo silencio.

Un rato después, volví a hablar yo:

—En serio Mel… Todo eso que te gusta, lo de las ciencias y el universo… y eso, no es algo…, como diría…, muy normal para una chica, ¿no?

—No, pero me da igual. De todas formas no es nada importante, la gente no lo sabe. No soy como tú, que pasas de lo que diga la gente y sigues ahí con el baloncesto. Ya me gustaría a mí poner el empeño que le pones tú a lo que más te gusta. Yo, es que, encima, no tengo muy claro que es lo que me gusta...

—A mi madre sobre todo no le hacía mucha gracia, pero sin embargo me apuntó a baloncesto en las actividades de primaria, y cuando empezamos a ir a los partidos fue cuando sentí que de verdad me gustaba... Mi padre dice que todos nacemos para tener un papel en la vida, pero que muchos ni lo sabemos, y otros no lo aceptamos porque lo que nos gusta no nos cuadra con lo que se supone que nos tiene que gustar... En fin, todo esto es un poco lioso, porque no lo entiendo muy bien ni yo. Pero si una cosa sé, es que lo mío es el baloncesto. Y como lo sé, pienso dedicarme a ello con todo el esfuerzo que pueda.

—Creo que te entiendo...

—Si descubres qué es lo tuyo, no lo pienses Mel, vete a por ello. No importa lo que sea ni lo que digan los demás. Lo que importa es que le des caña... A tope...

—¡Mira, eso sí que es una estrella fugaz!

—Entonces puedo pedir un deseo...

Los cursos fueron pasando y, con el tiempo, descubrimos que ser «distintos» no era ni mejor ni peor, porque todos llegaríamos a ser diferentes unos de otros. Con el tiempo, descubrimos que adaptarse a los demás no era ser como ellos, sino aceptar que cada uno es como es. Con el tiempo, aquella historia no sería más que otra de tantas vividas por adolescentes que buscan su identidad. Y con la adaptación, nuestra amistad se fue diluyendo, una vez cumplida su misión. Cuando terminamos el instituto, aquella noche en los Picos de Europa pertenecía ya a la intimidad de nuestros recuerdos, y se perdía en las ilusiones de una juventud que se abría ante nosotros como una flor de infinitos pétalos.

Sin embargo, si esta historia hubiera terminado aquí, probablemente yo no estaría contándola. Pero algunos relatos tienen epílogo, y el que nos ocupa tuvo lugar hace unos meses, en un bonito día de abril.

En la televisión, una periodista del canal regional entrevistaba a una mujer joven, astrofísica del Centro de Investigaciones Astronómicas de la Comunidad, y una de las preguntas que le hacía era relativa a los nombres de las estrellas. La reportera quería saber si ella había descubierto alguna estrella y le había puesto nombre y la respuesta fue afirmativa. Según la investigadora, hacía unos meses había tenido la suerte de descubrir una nueva estrella con al menos un exoplaneta, similar a otra ya descubierta en la constelación de Monoceros, el Unicornio, al este de Orión. Su nombre, según el catálogo Henry Draper, era HD5847567, aunque a ella, como descubridora, le correspondía el privilegio de bautizarla con un nombre más personal, por lo que, en recuerdo de alguien muy especial, la había llamado «estrella de LauraG2505»

En la parte inferior de la imagen figuraba el nombre del centro investigador y el de la persona entrevistada: Melody Vázquez.

Esa joven científica no era otra que Melodía, «Caramelo» para sus padres, Mel en mi recuerdo, la insegura «Politono» que buscaba su lugar en el mundo y la nueva Melody, que ponía nombre a las estrellas.

«LauraG2505» es mi nombre de usuario en el correo electrónico. El que usé para enviarle uno de los últimos mensajes, antes de perder el contacto con ella de forma definitiva, donde le contaba que me habían admitido en el equipo femenino de baloncesto profesional.

Han pasado diez años, y hay demasiadas cosas que contar para un mensaje de correo electrónico, pero aún así, he escrito:

«Gracias por tu amistad. Suerte. TQ.»

 
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