lunes, 21 de noviembre de 2016

Suertes


Está amaneciendo en Istambul, la ciudad más cosmopolita de Oriente Medio. El Ezan se escucha desde todos los rincones de la urbe, llamando a los fieles a la oración. «Allahu Ekber», «Dios es grande», exhortan los muecines desde cada una de las mezquitas.

El viejo tranvía de Istiklal Caddesi desciende ya hacia el mar desde la Plaza Taksim, con la trasera cargada de niños. Umay se enoja porque Mesut no le echa una mano, pero saca fuerzas de flaqueza y se engarfia a la barra en el último instante. Kerem se ríe a carcajadas y ella le muestra la mano libre con el puño cerrado, a modo de amenaza.

Los tres amigos saltan del vagón unos metros más abajo y corren descalzos por las calles comerciales, todavía desiertas. Saben que es la mejor hora para recolectar entre la basura. Si tienen suerte, puede que encuentren suficientes plásticos, latas y algún pequeño tesoro que les permita obtener tres o cuatro liras y, con ello, no tener que estar pateando durante todo el día.

Cuando eran más pequeños, bastaba con hacer de reclamo junto a los mayores, o pidiendo limosna, para sacar una buena tajada. Su lugar preferido era la entrada a la mezquita de Süleymaniye, lejos del bullicio de Santa Sofía. Sin embargo, a los doce años, sus fibrosos cuerpecitos ya no inspiran tanta compasión y, si no quieren revolver en los desperdicios, tendrán que recurrir a pequeños hurtos entre los turistas incautos.

Hasta hace unos años vivían con los mayores y otros cuantos niños más, hacinados en una vivienda abandonada de Tarlabaşı que amenazaba con caérseles encima en cualquier momento. Dormían en húmedos colchones, por tríos o parejas para darse calor, compartiendo espacio con pulgas y chinches. Ellos tres crearon un vínculo especial, una especie de hermandad, aunque nunca podrían saber si lo eran de sangre. Nadie lo sabía, ni quiénes eran sus padres o si los tenían. Según los mayores, éstos habían muerto en las guerras y ellos tenían mucha suerte de ser acogidos, cuidados y alimentados.

Mesut, con medio cuerpo introducido en un contenedor de basura, llama a gritos a sus compañeros, poseído de una explosiva excitación. Umay y Kerem corren hacia él contagiados de la misma euforia, aún sin conocer el motivo de la misma. El miembro más pequeño del grupo, en estatura, porque en edad los tres decidieron contar la suya a partir del mismo día, levanta su trofeo en la mano, una tetera de émbolo, como esas que venden a cientos en el Gran Bazar, pero ésta de fino cristal grabado y piezas metálicas en damasquinado. A buen seguro, aquel regalo haría feliz al baba Ihan y evitaría que les golpeara por no llevar suficiente recaudación. Incluso puede que les dejase fumar bonzai con él.

A media tarde, cuando su sombra es tan larga como ellos y los muecines recitan el ikindi, dan otra batida, aunque menos provechosa. Se entretienen riendo los malabarismos del heladero Yusuf, el único que no les echa por espantarle a los turistas, y saludan a su amigo Aydin, que tuvo la suerte de ser adoptado por un anciano vendedor de kestane kabap a pesar de tener un solo brazo. Siempre que le ven piensan en la fortuna que debió pagar el castañero por un niño que, gracias a su mutilación, debía aportar a su clan tanto dinero como ellos tres juntos.

La última llamada a la oración, ya de noche, les coge siempre junto al mar. Mientras los fieles se inclinan, ellos caminan, exhaustos y hambrientos, a uno y otro lado del puente Gálata, buscando la silueta familiar de Özgür, uno de los muchos pescadores que abarrotan la balaustrada. Mesut cojea y se queja de un cristal que le hace dejar una huella de sangre en el asfalto. Umay se ríe de él y le dice que, como siga comportándose como una niña, nunca va a llegar a hombre.

El tiempo ya no transcurre mientras observan a Özgür lanzando la caña entre los barcos que cruzan el Cuerno de Oro, llenando su cubo de sardinas. Luego, cuando las haya vendido, encenderá una fogata abajo del puente, entre la multitud de parrillas que perfuman el aire con el olor del pescado asado. Juntos darán buena cuenta de aquellas pocas piezas que se ha guardado para sí.

Esa noche, la del día en que han decidido cumplir doce años, la pasarán junto al pescador, acurrucados unos contra otros, escuchando historias que nunca antes han oído contar, como la del genio y su lámpara maravillosa. Tan maravillosa como esa tetera en la basura, que les ha pagado unas horas de libertad.

Cuando cumpla trece años, Umay será enviada a un campamento en Nigeria donde, junto a muchas otras niñas, será violada sistemáticamente hasta quedar embarazada, produciendo nuevos bebés para las listas de espera. Por suerte para ella, morirá en su segundo parto. Cuando cumpla trece años, Mesut será vendido a cierta organización que extirpará sus órganos, corazón, riñones e hígado, multiplicando exponencialmente su valor al ser trasplantados en los países occidentales. Una vida por otra será su suerte. Cuando cumpla trece años, Kerem, el más fuerte de los tres, será adiestrado por la mafia en el uso de armas, robo, secuestro y extorsión. Será carne de cañón para las operaciones más peligrosas, hasta que una bala perdida acabe con su suerte, la de haber vivido unos años más que sus amigos.

Pero todo esto ocurrirá dentro de un año. El futuro no es más que una posibilidad y tan sólo el presente importa. Y esa noche, en la que duermen bajo las estrellas y su manto de eternidad, es la noche de paz de un día de suerte.
 
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lunes, 7 de noviembre de 2016

¡Qué verde era mi barrio! El novato


Aquel año tuve la suerte de firmar un contrato de verano como cartero y, para colmo de fortuna, en uno de los barrios más cómodos, con calles cortas y casas de pocos vecinos. El único exceso de trabajo llegaba con los giros de las pensiones, una modalidad de pago en metálico que la Seguridad Social ponía a disposición de aquellos que no tenían cuenta bancaria. Allí había muchos abuelos que esperaban como agua de mayo los cuatro duros mensuales. Algunos ni siquiera los esperaban: venían ellos mismos hasta la cartería, no fuese que ese mes, algún ratero se hubiese apoderado de la minuta antes del reparto.
 
De todos los que nos ahorraban el viaje, la más conocida era Filomena, una anciana minúscula, enlutada hasta las orejas y vivaracha, como una pulga saltarina.
 
Una de las características más peculiares de Filomena era su pegajosa cordialidad. Todo el barrio era capaz de reconocer a la legua su estridente vocecilla, machacona, persistente; lo cual permitía, por otra parte, evitarla con relativa facilidad. A ese hecho también contribuía el desagradable tufo que la acompañaba, fruto de un continuo esfuerzo por resistirse a la higiénica tentación del baño.
 
Cierto día en que me hallaba clasificando los giros para el reparto, se acercó un solícito compañero y me dijo en tono jocoso:
 
—¡Ten cuidado con la Filomena chaval, que está en tu sección!
 
—¡Ya sé! Procuraré mantener las distancias —le respondí en el mismo tono.
 
—Te lo digo porque, cuando le das la pasta, la vieja suele darte de propina un besazo en todos los morros y, de paso, un restregón.
 
—¡Venga ya! Tampoco te pases, tío —exclamé, molesto porque me considerase tan ingenuo.
 
—¿Qué no? Tú espera y verás… Y si no, pregúntale a cualquiera —dijo extendiendo los brazos, como si quisiera abrazar a toda la plantilla.
 
No tuve que esperar mucho la prueba de tal afirmación, pues la Filomena llegó temprano. El primero en notar su presencia fue el «rutero», que arrastraba en ese momento una de las sacas al exterior. En cuanto entró, una docena de irónicas miradas se concentró en mi humilde persona.
 
—¡A ver! ¿Dónde está mi cartero favorito? —gritó la anciana sin la más mínima discreción.
 
A las miradas de todos los presentes siguieron sonrisas de compasión.
 
Me fui rápidamente hacia ella y, ante su gesto de sorpresa, le expliqué que yo era el sustituto del infortunado y que le entregaría su giro con sumo gusto.
 
Filomena firmó el impreso, cogió el dinero con avidez y se puso de puntillas para decirme a media voz:
 
—¡Uuy, qué joven más apuesto! ¡Muchas gracias!... Anda, agáchate un momento, que yo no soy tan alta como tú…
 
Aunque sabía que nadie podía haber oído sus palabras, noté en la nuca todas aquellas miradas llenas de sarcasmo y aquellas risitas contenidas que llenaban el aire haciéndolo sofocante, opresivo.
 
Me ruboricé tanto, que parecía un semáforo en rojo. Ella era la luz verde.
 
—No se preocupe señora…, no hace falta que me lo agradezca —objeté con el mayor aplomo y convicción de que fui capaz.
 
—¡Qué sí, hombre! Agáchate, que te voy a decir una cosita —insistió ella subiendo el volumen.
 
Las sonrisas, que aún mantenían los labios prietos, se rompieron en hirientes carcajadas que inflamaron el ambiente.
 
—¡Qué no hace falta, señora ! ¡De verdad que no!
 
Aquello se estaba poniendo feo. Ahora, más que luz roja, parecía un «guiri» en una sauna.
 
—¡Venga, no seas tonto, muchacho! Si te va a gustar… ¡Acerca la oreja un momento, carajo!...
 
La vieja, encima, con camelos. ¡Y que no me quitaba las garras de la solapa!
 
Detrás, todo el mundo; hasta el jefe; descojonándose de risa, por hablar con propiedad.
 
En mi desesperación y viendo la nula ayuda que podía esperar de mis colegas, opté por seguirle la corriente y agachar el melón como si fuese a escucharla, con la esperanza de evitar el chupetón en el momento justo en que delatase sus insanas intenciones.
 
Recibí en el rostro la bofetada de su aliento, que huía entre los huecos de unos dientes mugrientos. Con sus dedos engarfiados en mi pabellón auricular, y su mano izquierda penetrando en el bolsillo de mi pantalón, tuve la visión de una lengua escamosa y chorreante que se desenrollaba con un latigazo para cazar al vuelo una mosca.

Cuando mi metamorfosis en díptero era casi completa, percibí, en un postrero atisbo de consciencia, que la sinhueso de la anciana estaba más cerca de mi oreja que de mis encías apretadas y entonces, Filomena, en un susurro de complicidad que más parecía silbido sibilino, me dijo:
 
—Toma la propina hijo…, pero no digas nada, que no se enteren tus compañeros, que la envidia es mala consejera.
 
En mi bolsillo noté el peso de las monedas y en mi orgullo, el de la traición.
 
Mientras, la cartería al completo se meaba de la risa.
 
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