Está amaneciendo en Istambul, la ciudad más cosmopolita de Oriente Medio. El Ezan se escucha desde todos los rincones de la urbe, llamando a los fieles a la oración. «Allahu Ekber», «Dios es grande», exhortan los muecines desde cada una de las mezquitas.
El viejo tranvía de Istiklal Caddesi desciende ya hacia el mar desde la Plaza Taksim, con la trasera cargada de niños. Umay se enoja porque Mesut no le echa una mano, pero saca fuerzas de flaqueza y se engarfia a la barra en el último instante. Kerem se ríe a carcajadas y ella le muestra la mano libre con el puño cerrado, a modo de amenaza.
Los tres amigos saltan del vagón unos metros más abajo y corren descalzos por las calles comerciales, todavía desiertas. Saben que es la mejor hora para recolectar entre la basura. Si tienen suerte, puede que encuentren suficientes plásticos, latas y algún pequeño tesoro que les permita obtener tres o cuatro liras y, con ello, no tener que estar pateando durante todo el día.
Cuando eran más pequeños, bastaba con hacer de reclamo junto a los mayores, o pidiendo limosna, para sacar una buena tajada. Su lugar preferido era la entrada a la mezquita de Süleymaniye, lejos del bullicio de Santa Sofía. Sin embargo, a los doce años, sus fibrosos cuerpecitos ya no inspiran tanta compasión y, si no quieren revolver en los desperdicios, tendrán que recurrir a pequeños hurtos entre los turistas incautos.
Hasta hace unos años vivían con los mayores y otros cuantos niños más, hacinados en una vivienda abandonada de Tarlabaşı que amenazaba con caérseles encima en cualquier momento. Dormían en húmedos colchones, por tríos o parejas para darse calor, compartiendo espacio con pulgas y chinches. Ellos tres crearon un vínculo especial, una especie de hermandad, aunque nunca podrían saber si lo eran de sangre. Nadie lo sabía, ni quiénes eran sus padres o si los tenían. Según los mayores, éstos habían muerto en las guerras y ellos tenían mucha suerte de ser acogidos, cuidados y alimentados.
Mesut, con medio cuerpo introducido en un contenedor de basura, llama a gritos a sus compañeros, poseído de una explosiva excitación. Umay y Kerem corren hacia él contagiados de la misma euforia, aún sin conocer el motivo de la misma. El miembro más pequeño del grupo, en estatura, porque en edad los tres decidieron contar la suya a partir del mismo día, levanta su trofeo en la mano, una tetera de émbolo, como esas que venden a cientos en el Gran Bazar, pero ésta de fino cristal grabado y piezas metálicas en damasquinado. A buen seguro, aquel regalo haría feliz al baba Ihan y evitaría que les golpeara por no llevar suficiente recaudación. Incluso puede que les dejase fumar bonzai con él.
A media tarde, cuando su sombra es tan larga como ellos y los muecines recitan el ikindi, dan otra batida, aunque menos provechosa. Se entretienen riendo los malabarismos del heladero Yusuf, el único que no les echa por espantarle a los turistas, y saludan a su amigo Aydin, que tuvo la suerte de ser adoptado por un anciano vendedor de kestane kabap a pesar de tener un solo brazo. Siempre que le ven piensan en la fortuna que debió pagar el castañero por un niño que, gracias a su mutilación, debía aportar a su clan tanto dinero como ellos tres juntos.
La última llamada a la oración, ya de noche, les coge siempre junto al mar. Mientras los fieles se inclinan, ellos caminan, exhaustos y hambrientos, a uno y otro lado del puente Gálata, buscando la silueta familiar de Özgür, uno de los muchos pescadores que abarrotan la balaustrada. Mesut cojea y se queja de un cristal que le hace dejar una huella de sangre en el asfalto. Umay se ríe de él y le dice que, como siga comportándose como una niña, nunca va a llegar a hombre.
El tiempo ya no transcurre mientras observan a Özgür lanzando la caña entre los barcos que cruzan el Cuerno de Oro, llenando su cubo de sardinas. Luego, cuando las haya vendido, encenderá una fogata abajo del puente, entre la multitud de parrillas que perfuman el aire con el olor del pescado asado. Juntos darán buena cuenta de aquellas pocas piezas que se ha guardado para sí.
Esa noche, la del día en que han decidido cumplir doce años, la pasarán junto al pescador, acurrucados unos contra otros, escuchando historias que nunca antes han oído contar, como la del genio y su lámpara maravillosa. Tan maravillosa como esa tetera en la basura, que les ha pagado unas horas de libertad.
Cuando cumpla trece años, Umay será enviada a un campamento en Nigeria donde, junto a muchas otras niñas, será violada sistemáticamente hasta quedar embarazada, produciendo nuevos bebés para las listas de espera. Por suerte para ella, morirá en su segundo parto. Cuando cumpla trece años, Mesut será vendido a cierta organización que extirpará sus órganos, corazón, riñones e hígado, multiplicando exponencialmente su valor al ser trasplantados en los países occidentales. Una vida por otra será su suerte. Cuando cumpla trece años, Kerem, el más fuerte de los tres, será adiestrado por la mafia en el uso de armas, robo, secuestro y extorsión. Será carne de cañón para las operaciones más peligrosas, hasta que una bala perdida acabe con su suerte, la de haber vivido unos años más que sus amigos.
Pero todo esto ocurrirá dentro de un año. El futuro no es más que una posibilidad y tan sólo el presente importa. Y esa noche, en la que duermen bajo las estrellas y su manto de eternidad, es la noche de paz de un día de suerte.