En las riberas de un afluente del río Mara, en Kenia, se ubica el territorio de una pequeña tribu de cazadores-recolectores, los watassi. Sus casas de madera se yerguen sobre pilares clavados en el fondo del terreno pantanoso. El río es su hábitat natural y, aunque la pesca sea el componente principal de su dieta, es la actividad cinegética, como en la mayoría de las tribus africanas, la que conforma su estructura social, religiosa y cultural. En su caso, con unas particulares características.
El animal “tótem” de la etnia es una especie de cocodrilo gigante, propio de las aguas fangosas del Mari y primero en la cadena alimenticia de este ecosistema. Su caza es muy selectiva, pero además de una suculenta carne, que se reparte entre toda la comunidad siguiendo un complejo procedimiento ritual, les provee de una resistente piel para fabricar cuerdas, cinchas, cestos o prendas de vestir, y sus poderosos dientes son usados para confeccionar los adornos corporales que les dan la seña de identidad.
Banghi, como llaman en su lengua al gran saurio de potentes mandíbulas, es el espíritu del río. Encarna, tanto la fuerza arrolladora de las crecidas, como la serenidad del estiaje, y la casta de cazadores especialmente dedicados a su protección, son los banghi bayée, o “piel de cocodrilo”.
Los watassi ocupan este territorio desde que el mudo es mundo, desde que el hombre pisa la faz de la tierra. Se han adaptado perfectamente a su entorno, formando un todo con el paisaje. Su vida tranquila, armoniosa, en paz con la naturaleza y con sí mismos, transcurre sin cambios a través de los siglos.
Tan sólo en una ocasión, su existencia fue perturbada, y aquellos hechos son relatados por los wataii-wig, los “ancianos contadores de historias”, en cada una de las reuniones, para que no se olvide, para que todas las generaciones sepan lo que pasó y lo que pudo haber pasado.
Basurhee, la etnia de los blancos, era conocida desde tiempos remotos, siendo frecuentes ciertos tratos comerciales durante la estación seca y el intercambio de algunos elementos culturales. Sin embargo, fue durante la era basurhee-weeh, llamada así en recuerdo de los acontecimientos narrados, cuando todo cambió. Gente nueva se estableció en poblados cercanos. Gente sucia, que construía casas sucias con tela y chapas metálicas. Había blancos y negros, pero todos vestían igual y todos olían igual. Venían a cazar y matar a Banghi. No por su carne, que incluso desechaban, sino por su piel, que constituía un artículo de lujo muy solicitado en su mundo. Y lo hicieron sin piedad. No respetaron períodos de cría, ni espacios sagrados. Mataban indiscriminadamente. Su único fin era sacar el mayor provecho en el menor tiempo posible. No les importaban los watassi. Los ignoraban por completo, como si fuesen sombras de un pasado que ya no existiese. Solo cazaban, bebían, peleaban e incluso se mataban entre ellos.
Los ancianos no tardaron en comprender la situación. Si no hacían algo, basurhee terminaría por derrotar a banghi en su desigual combate. Con la caída de banghi, la vida en el río cambiaría totalmente, y la existencia de los watassi perdería su sentido. Después de largas deliberaciones, el consejo elaboró un plan de acción. Un grupo selecto entre los banghi bayée se encargaría de apartar a las criaturas del gran cocodrilo, en la última luna, para después llevarlas río arriba, hasta el territorio conocido como Wazii-leg, aquél donde las aguas se esconden. Se trata de una zona de escorrentía, donde diversos cauces menores traman un laberíntico espacio de cavernas, fosas y depresiones ocultas. Era el lugar ideal, de charcas tranquilas e imposibles de localizar, donde los banghi bayée tendrían que proteger y criar a su tótem sagrado, en espera de la señal que les indicase el momento en el que pudiesen devolver el mundo a los dioses y continuar con su vida, en la esperanza de que basurhee no venciese en la última batalla y que todo, en el fin de los malos tiempos, retornase a su ser.
Las lunas pasaron, y las estaciones, y varias generaciones de wataii-wig relataron el final de una estirpe. Los basurhee se multiplicaron. Construyeron casas y más casas. Algunas tan enormes como todo el poblado de los watassi. Para ello, talaron infinidad de árboles, y taladraron el bosque con malolientes caminos de alquitrán. Sus basuras crearon colinas que no existían y sus excrementos envenenaron las aguas. Obligaron a los indígenas a trabajar para ellos, y trajeron a personas que les inculcaron su lengua y sus costumbres. Enfermedades nuevas se llevaron a los más débiles y, el resto del pueblo watassi, aculturado y esclavizado, dejó de existir como tal. Tan sólo en un desconocido rincón del alma de los supervivientes y en los banghi bayée que permanecían ocultos en las tierras altas, permaneció latente el espíritu que les daba identidad desde tiempos ancestrales.
Con el tiempo, los augurios se cumplieron, y banghi desapareció de las aguas del Mara, y aún de todo el territorio de los grandes lagos. La incontrolada y aniquiladora caza furtiva, de forma directa, y la paulatina e irracional destrucción de su hábitat natural, de forma indirecta, fueron vehículo del negro pronóstico y causa del total exterminio. Después de esto, basurhee no encontró motivo para permanecer allí. Como si de una gran plaga de langosta se tratase, tal como vino, se fue, y lo que quedó fue desolación. Los pocos indígenas que no se fueron con ellos, permanecieron como fantasmas en el desierto.
Pero llegados a este punto del relato, los “viejos contadores de historias” iluminan su mirada de esperanza, y explican cómo, los banghi bayée, trajeron de nuevo el espíritu a la tierra de los watassi. Ellos vieron la señal esperada y regresaron a las tierras de sus antepasados. Enseñaron otra vez, con la paciencia de quien no necesita medir el tiempo, costumbres, lenguaje, modos de vida, ritos sagrados. Banghi volvió a ser dueño de las aguas, los bosques se hicieron con los caminos y la vida los llenó de nuevo. Después de varias generaciones de wataii-wig, afortunadamente, el recuerdo sólo permanecía vivo en las historias.
Los watassi siguen viviendo en su territorio, igual que en el principio, cuando la tierra era joven y el hombre comenzaba a hollar el suelo con sus pies descalzos. De los basurhee no se ha vuelto a saber nada, pero si vuelven, los watassi saben lo que tienen que hacer.