lunes, 18 de julio de 2016

Cruz Silveira 4. Ratas

 
Alguien había levantado la liebre, los cazadores habían lanzado a sus perros y, como en un barco que se hunde, todas las ratas trataban de ponerse a salvo.

El hallazgo de aquella caja de seguridad y su contenido removió los bajos fondos lo suficiente para que todo se pusiese en movimiento. La basura salió a flote y algunos prohombres se mancharon los trajes. Cuando Figlione, el poderoso empresario napolitano, acabó entre rejas, y su imperio desmantelado, las aguas parecieron volver a su cauce, pero nada más lejos de la realidad.

El lodo comenzó a salpicar y todo el hampa se mantuvo alerta. De ordinario, aquello no habría pasado de una purga y algunos soplones puestos a remojo, con zapatos de cemento, en el fondo del Tieté. Sin embargo, en esta ocasión, el inusual interés que puso la Federal en el asunto, arropada por ciertos políticos comprometidos, compensó en la balanza al peso de la mafia medido con el fiel de la corrupción. Se tiró de varios hilos, se incautaron alijos y se practicaron detenciones, pero lo más importante es que se tocó la cúpula. Los capos perdieron confianza y la situación se tornó confusa. Con Figlione enchironado y la Federal tomando carrerilla, por primera vez en décadas, se sintieron vulnerables.

Las ratas que no se ahogaron comenzaron a llegar a tierra buscando refugio. Las armas crepitaron en los patios traseros y a las puertas de las casas se vendieron lealtades. 

Mauro Vargas, con las manos en los bolsillos de la gabardina y el fedora calado, contemplaba las inmensas grúas del puerto de Santos manejando los contenedores. En ese instante hubiese dado lo que fuera por un cigarro, pero en su lugar calmaba la ansiedad haciendo girar entre sus dedos una pequeña esfera de amatista. 

Un policía uniformado se acercó a él, displicente.

Confirmam-no, chefe. A entrega será hoje à noite. ¿Dou a fim de preparar a operação?...


Llevaba dieciocho meses sin fumar y ni uno sólo sin sentir la necesidad. Lo había dejado el mismo día que conoció a la viuda de Sousa, cuando ésta ingresó en el hospital prácticamente muerta. Lo había dejado el mismo día en que también había decidido dejar de archivar casos. Llevaba tanto tiempo fumando como archivando.

Aquellas primeras semanas de investigación, hasta que detuvieron a Enrico Figlione, fueron frenéticas, y no se separó de Roxanne más que lo estrictamente necesario, embargado por un intenso sentimiento protector. 

No pudo evitar un sonrisa al recordar el símil que su adjunto había aplicado a la investigación «Es como comerse un plato de espagueti» había dicho. «Agarras un extremo, tiras y te los llevas todos, aunque te salpique el tomate». Lo cierto es que no le faltaba razón porque, a pesar de que la cosecha roja aumentaba conforme avanzaban, una vez roto el código de silencio y aplicando un poco de tenaza, cantaban hasta el himno del Ipiranga. En todo caso, el éxito no había sido fruto de un golpe de suerte, sino de varios años de perseverancia, y aún quedaban cabos sueltos. Uno de ellos era la muerte de Salvador Sousa. Mauro no había podido encontrar pruebas que incriminasen a Figlione, por mucho que supiera que tenía que estar detrás del asesinato. El otro, las mismas circunstancias en las que hallaron a su viuda.

Aparece una mujer secuestrada y herida de muerte. Entre sus ropas se esconde la llave de una caja de seguridad con pruebas contra el mafioso cuyo hombre le ha disparado y que a su vez ha sido muerto por otra persona que ha huido herida. Probablemente el capo sabía de la existencia de esa caja y secuestró a la chica para sacarle información. Alguien llegó para liberarla pero no pudo evitar que el secuestrador, antes de morir, disparase contra él y contra su víctima. Quien fuera que quiso rescatarla, herido y dándola por muerta, huyó del escenario. La cosa parecía clara y Figlione tenía todas las de perder. La nave era suya, el matón estaba en su nómina y la joven a la que intentaron matar tenía la clave del asunto.

Sin embargo, para Vargas había cosas que no encajaban. ¿Secuestran a la mujer para sacarle algo, la desnudan, la atan a una silla y no registran su ropa? ¿Qué sentido tiene dispararle mientras les están atacando?... Opuesto a la versión oficial, Mauro estaba convencido de que se trataba de un escenario preparado con una clara intención; destapar la organización de Figlione. Ahora bien, si no era por la información, ¿cuál había sido el móvil para el secuestro?

«Escarbar en la basura sólo podría dar mal olor», le aconsejaron desde arriba. Pero Mauro no era de los que escuchan ese tipo de advertencias. La pista con que contaba, aparte del misterioso testigo herido que había huido, era Roxanne. Por eso se pegó a sus faldas durante varios meses, aunque para el resto del Departamento fuese por el seductor movimiento que ella les imprimía al caminar.

Por Roxanne supo de la vida interior de los Sousa, de las ambiciones de Figlione y de la existencia de Cruz. Pero del imperio Sousa no quedaba nada y si se eliminaba la caja de seguridad como móvil ¿Por qué entonces, querría «Il figlio» secuestrar a la viuda de Salvador? ¿A quién pretendía presionar con ello? ¿Quién tenía interés en hundir al empresario? ¿Por qué matar a Roxanne? Demasiadas preguntas sin respuesta que comenzaban a unirse a otras, de índole más personal.

Hombre de trabajo y familia, íntegro hasta la médula, con quince años de matrimonio y dos hijos en su haber, de repente se le imputaban al debe unos rizos oscuros que, como sol radiante en la almohada de aquella cama de hospital, le hicieron perder el rumbo. En honor a la verdad, Mauro enfrentó la situación como un deber profesional, totalmente alejado de cualquier vinculación emocional, sin embargo, el prolongado contacto directo fue mermando sus defensas hasta el punto de ruptura, que llegó el día en que Roxanne, cediendo a la tensión que llevaba tiempo soportando, se refugió entre los brazos de su protector.

Sus sentidos no estaban preparados para una lucha prolongada y, en cuanto tomaron contacto con la humedad de unas lágrimas, la calidez de su aliento, el perfume de aquella cabellera azabache, quedaron subyugados. Todos sus arquetipos cayeron del pedestal. Se sintió débil, vulnerable. El sentimiento de culpabilidad le hizo verse no tan diferente a tantos otros que había metido entre rejas y le volvió agresivo hacia sus compañeros, hacia su esposa e hijos, protegiendo obsesivamente su intimidad y encerrándose en sí mismo.

—¿Chefe, você está bem?


—Não faça perguntas estúpidas e faça o favor de prepará-lo tudo


Ahora había algo más. Un soplo. Paulo Cortés, el empresario y conocido traficante de armas, estaba en el ajo. O mejor dicho, en el alijo. Aspirante también a la herencia de Sousa y con Figlione fuera de circulación, el mafioso podría haber decidido sacar tajada del pastel y hacerse cargo de la distribución de alguno de los envíos que tenían que llegar. A fin de cuentas, a los colombianos les deba igual quien pagase. En ese muelle, esa misma noche, iba a tener lugar el intercambio. La información había tenido un alto precio, pero el resultado podía ser un duro golpe contra la mafia paulista, terminando en menos de un año con tres de las familias más importantes del negocio.



Las gigantescas grúas portuarias de Santos habían cesado su actividad y las luces nocturnas se reflejaban en las tranquilas aguas del puerto más importante de América Latina. A salvo de miradas curiosas, dos hombres esperaban. Nada les delataba, salvo algunas volutas de humo que se elevaban perezosamente hacia el cielo.

Las ratas están abandonando el barco, che… y vos sabés porqué. Tienen miedo al agua… y esta vez viene tormenta, oíste. Sabés tan bien como yo que es cuestión de tiempo que nos moje los zapatos. Más vale ponerse al seco antes que tarde.


Cruz permanecía silencioso, con los carrillos contraídos succionando el Vila Rica

Ese hijoeputa de la Federal no es un pez chico…—continuó El Argentino— Se ha comido el cebo, pero no ha prendido el anzuelo el muy cabrón. Los chicos dicen que anda haciendo preguntas… Cuestión de tiempo, pibe, cuestión de tiempo.


Muerta la rata, se acabó la peste—sentenció Cruz.

Es el perro… y la rabia.


Si… el perro también.


Creo que le das al fierro más valor del que tiene…—reflexionó El Argentino

Prefiero la plata.


Te quedás conmigo, pero sabés muy bien de lo que hablo… Vargas no parará y, por lo que se dice, se ha encoñado con la piba. Tenemos que hacer las maletas. Una temporada en Europa, otros nombres, otras vidas… hasta que se calmen las aguas…


—¿Y que las ratas vuelvan al barco?... Primero hay que baldear la cubierta… Luego nos encargaremos del perro.


El Argentino escrutó la mirada de Cruz, fría como el acero del arma que, bajo la americana, daba un sentido a su existencia, y se sintió viejo de repente. Subió el cuello de su gabardina y metió las manos en los bolsillos. La gente del colombiano no tardaría en llegar, y el mismísimo Cortés se encargaría de recibirla. Por eso estaban ellos allí. Había que vigilar que todo saliese bien. Un trabajo fácil y bien pagado. Para Don Paulo, ante la ausencia de los Sousa y de Figlione, todo el monte era orégano, o mejor, Coca. Sin embargo, no por ello había que descuidar la seguridad. Cruz era el mejor en el oficio. Y a fin de cuentas, había que ahorrar para las vacaciones.

Al poco llegaron dos autos, uno tras otro, que estacionaron a la puerta de una inmensa nave, enfrentados y con los faros encendidos. Se apearon varios hombres que, iluminados por los respectivos focos, se colocaron delante de los vehículos, proyectando alargadas sombras hacia sus oponentes. Dos de ellos avanzaron hacia un punto intermedio para encontrarse.

Cruz Silveira decidió entonces cambiar de posición. Abandonó el refugio que había preestablecido y se deslizó hacia una escalera metálica. El Argentino, sorprendido por el improvisado movimiento, quiso retenerlo.

—¿Qué hacés, carajo?


Ante la duda del Argentino, el sicario le hizo un gesto imperativo para que le siguiese. Mientras tanto, los narcos intercambiaban algunas palabras y, cuando uno de ellos hizo la señal convenida, otros dos se adelantaron portando un maletín. Todos juntos se dirigieron hacia la trasera de uno de los autos. A partir de ese instante, los acontecimientos se aceleraron en vertiginosa sucesión.

De las sombras surgieron por todas partes hombres de la unidad de operaciones especiales de la Policía Militar, armados con subfusiles. Al mismo tiempo, varios coches celulares irrumpieron en el lugar dando el alto a través de la megafonía. Cruz, como no podía ser de otra manera, sacó su arma y comenzó a disparar a diestro y siniestro, parapetándose detrás de un toro elevador. Sabía que la cosa pintaba mal y su objetivo no era matar a nadie, sino hacer ruido, distraer la atención para que el resto de hombres pudiese guarecerse de la lluvia metálica. El Argentino hizo lo propio.

—¡Sou o agente Vargas, da Federal! ¡Cessar o fogo, deixar suas armas no chão e colocar as mãos sobre o carro!—Algunos hombres se habían introducido en los autos y otros se habían resguardado como habían podido. Aquello era un infierno de fogonazos.

De una puerta, justo a espaldas de la primera posición que ocuparon Cruz y El Argentino, surgieron dos policías. Los dos sicarios cruzaron sus miradas, inmóviles, apuntando sus armas hacia el numeroso grupo de uniformados y mafiosos. No hicieron falta palabras para comprender. En los ojos de Cruz se formuló una sola pregunta: ¿Por qué, viejo?

El Argentino, con rostro contrariado, dirigió su brazo armado hacia Cruz, pero unas décimas de segundo antes de poder apretar el gatillo y algunas más después de que éste tomase la decisión, recibió un disparo en el hombro, que podría haber variado la trayectoria del suyo en caso de haberlo efectuado, y otro en el pecho que lo tumbó de espaldas.

Cómo si lo hubiese estado esperando, Cruz se movió velozmente y arrastró el cuerpo de su mentor hacia un lugar más seguro mientras continuaba el tiroteo. Los dos hombres que habían entrado en su busca estaban enzarzados en el mismo, olvidando a sus objetivos.

Lo supiste al cabo, ¿no?—dijo El Argentino, conteniendo una mueca de dolor.

—¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, viejo? Sólo tomé mis precauciones. Lo supe cuando vi que de tu arma no salía ni una sola bala—Cruz extrajo el cargador de la Browning HP y descubrió que estaba vacío.

—¿Qué querés? Era el trato… Vos me llamás «viejo», pero soy viejo de veras… Cortés no es más que otro puto mafioso que le da por la vitamina y tú y yo íbamos a salir librados. Vargas me lo juró sí le decía dónde… La cosa estaba jodida, Cruz, y nosotros sólo somos el dedo en el gatillo. A la hora de elegir, Cortés era un bocado más sabroso… ¿Creés que Figlione no irá a por vos, que no sabe mover los hilos entre rejas?... ¿Que ese federal, con la que ha montado, no averiguará que estamos en el ajo, que mataste a Sousa y disparaste a la viudita? Vos sabés que no soy un soplón… Era un trueque y ya no había otra salida… Tarde o temprano tendríamos que salir por pies. Mejor si teníamos billete… Además está Roxanne… ¿Qué vas a hacer?... ¿Matar al único tipo que sabe dónde está, al único que puede protegerla?…


Se miró la mano ensangrentada con la que taponaba la herida del pecho y tosió, escupiendo sangre

Te dije que la Star no era confiable…—continuó en un hilo de voz— Un día de éstos…, vas a matar a alguien…


Cruz Silveira observó el caos a su alrededor. Algunos muertos en el suelo; varios matones disparando desde los autos destrozados por las balas; los policías, parapetados a su vez y rodilla en tierra, lanzando ráfagas mortales que hacían saltar metralla por todas partes; la voz de Vargas a través del megáfono, casi inaudible, pidiendo el alto el fuego; destellos fulgurantes mezclados con las luces azules de los coches patrulla.

Quizás el Argentino tuviese razón. Allí ya no quedaba nada para él, salvo problemas. Los años pasados en la hacienda Sousa y Roxanne, todo parecía no haber sido más que un sueño. Todas las personas que, de alguna manera, habían sido alguien para él, estaban muertas o desaparecidas. La mayoría por su propia mano. Ahora le tocaba desaparecer a él… aunque antes, tenía que resolver un asunto.

Colocó la Star de nueve milímetros sobre el pecho sin latido de su mentor y, a su vez, tomó la Browning HP. La sopesó, buscó un segundo cargador en los bolsillos del cadáver y sustituyó el vacío. Tiró de la corredera para introducir una bala en la recámara, ajustó el seguro y la guardó en la sobaquera. Abajo seguían sonando disparos esporádicos. Tocó el ala de su fedora a modo de saludo y se irguió.

-¡Adiós, viejo!


Mauro Vargas miró hacia el lugar dónde debía de haber estado el Argentino e hizo una seña a dos de sus hombres para que fuesen a comprobarlo. Sin dejar de empuñar el arma, buscó la piedra de amatista en el bolsillo de su americana, pero había desaparecido y unas ganas irreprimibles de encender un cigarro se apoderaron de él.


Relatos anteriores de Cruz Silveira: 1 Tiburones
                                     2 Cuervos
                                     3 Buitres

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lunes, 4 de julio de 2016

Hot game


Ella se desprendió de la última pieza de tela que cubría su cuerpo y cabalgó sobre ambos brazos de la silla, acariciando con sus dedos unos labios que, húmedos de lujuria, prometían el placer extremo desde su inalcanzable baluarte.

Él succionó el cigarro que colgaba inerme y ahora se erguía, encendida la brasa del deseo, mientras aferraba con firmeza el cetro que, henchido de orgullo, se disponía a conceder el derecho de batalla a dos cuerpos en pugna.

Ella gimió de placer cuando, basculando las piernas, hizo que su pelvis descendiera hasta el punto de encuentro, allí donde báculo y corona unían su poder terrenal para alcanzar el cielo.

Él aspiró el fragante aroma del tabaco mientras cinco líneas de infantes en estrategia de fricción, flanqueaban su columna de artillería, que, en avance y retroceso, buscaba la posición.

Ella acariciaba sus pechos mientras el poderoso ariete hendía sus defensas, penetrando hasta el fondo entre sus dos altivas torres y descubriendo los secretos que guardaba su morada.

Él, tras la espesa cortina de humo, refrenó a sus legiones, contuvo a la caballería, hasta ver derrumbarse las murallas, venirse abajo los bastiones, indefenso ya el corazón de la reina.

Ella sintió el fuego en el cuerpo, sus guarniciones abandonando la lucha y el calor del incendio consumiendo cada rincón de la alcazaba, elevando lenguas de flama a las estrellas.

Él, cigarrito en la comisura, sujetando firme las riendas de su montura, lanzó caballo al galope a través de la hendidura y, en medio de las llamas, alcanzó el éxtasis de la victoria.

GAME OVER

Ella, con delicadeza, se extrajo el pene de látex, le mandó un beso mojado y apagó la cámara web.

Él estrujó el pitillo en el cenicero exhalando la última bocanada, se abrochó la cremallera del pantalón y cerró el chat.

 
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