jueves, 10 de julio de 2014

Si tu ojo te escandaliza


El hombre y la mujer se miraban a través del cristal blindado. Los ojos de él acerados, afilados por la ira y el rencor. Los de ella cansados, híbridos de dolor y resignación. Él escupía sus palabras, que impactaban como balas en el muro transparente. Ella dejaba que unas lágrimas sucias resbalasen por los profundos surcos de su piel.

- ¡Te dije que no volvieses! ¡No quiero verte nunca más! Me jodiste la vida con tus paranoias. ¿Qué quieres? ¿Por qué vienes? Ya te disparé una vez, y volveré a hacerlo como no me dejes en paz. ¡Lárgate con algún otro mamón!… Aquí estoy bien. Eso es lo que querías, ¿no? Aquí no dejan que me haga daño. Que te haga daño. Sólo necesito una mano libre y te devolveré todo lo que me has dado…

El guardia de seguridad, desde la puerta, la miraba con una mezcla de compasión y desdén. Ella se encorvaba aún más, como si así pudiese empequeñecerse y desaparecer, y apretaba el estúpido auricular contra su oreja, tratando de anclar su amargura a un cable telefónico que le impidiese salir corriendo, que ahogase el llanto desesperado antes de verlo nacer.

Parte de su rostro se reflejaba en el grueso cristal, como el claroscuro de un retrato. Una imagen rota, desencajada, mutilada. Tal como quedó su alma, hacía exactamente un año, tres meses y veintiocho días. Después de un duro proceso y una, no por esperada menos demoledora, sentencia condenatoria.

La vida nunca había sido fácil en casa, ni en las calles del barrio. A los catorce años, la lengua de un chaval del callejón y una baja autoestima, fueron alguno de los ingredientes para el "cóctel molotov" de la ruptura. Sus padres comprendieron la situación el día en que la policía municipal se la devolvió a casa después de una semana, pero entonces ya era tarde. La vida familiar se había convertido en una espiral de reproches, odio y abandono. Dos años después, lo que parecía haber empezado como una caprichosa e insustancial relación, se transformó en algo extrañamente adictivo, por momentos tan corrosivo como el ácido y en otros tan necesario como el oxígeno. Y en aquellos convulsos meses llegó la maternidad. Al principio fue muy duro para la joven madre y mortal de necesidad para la precaria relación, pero con el tiempo, aquel hijo inesperado iba a convertirse en el único soporte vital, lo que daba todo el sentido posible a una vida descarrilada. Pero de nuevo fue el entorno, y no ella, quien decidió. A la tarea de criar a su hijo sola, se sumó la perniciosa influencia que sobre éste ejercía su ex-pareja, cada vez más sumido en el mundo de la droga y la delincuencia, y que, a pesar de su efectivo abandono, nunca había querido renunciar a unos supuestos derechos como padre, que al parecer le permitían llevarse a su hijo por períodos indefinidos y sin ningún tipo de acuerdo. Secuestros que ella nunca denunció por puro miedo, y que vivía con una angustia cercana al paroxismo. Los años fueron pasando y, a los treinta y cinco, sus ojos hacía mucho tiempo que habían perdido el brillo de la juventud y se enturbiaban con el velo de la decepción. A pesar de sus cada vez más cortas y esporádicas relaciones sentimentales, su ex-marido no había dejado de acosarla, y su hijo, permisivo y, hasta cierto punto, complacido con la actitud posesiva de su padre, se había tornado cada vez más agresivo hacia aquella débil sombra de mujer. Fruto de la inmadurez, hijo del fracaso, no podía hacer otra cosa que odiar en lo que se había convertido, y odiar el vientre que lo había permitido.

- Es difícil querer a quien te odia-.

La mujer hizo un infinito esfuerzo por levantar los ojos y mirar al guardia de seguridad. Era joven. Podía tener la edad de su hijo. A lo mejor él mismo tenía hijos. No lo dijo, pero pensó en lo extremadamente rápido que puede acabar la vida de una persona... y no por haber muerto.

Aquella noche, cerrados los bares, desiertas las calles del puerto, la mujer y su amante ocasional entraban en casa con bastante alboroto. Su hijo estaba allí, totalmente ebrio. A los reproches siguieron los insultos y, a éstos, los empellones y los manotazos. Los dos hombres acabaron peleando, ella se interpuso y, en el forcejeo, sonó un disparo que la catapultó contra la pared, golpeándose la cabeza. La habitación se nubló un instante, mientras oía más disparos, y una de las figuras caía inerte a sus pies.
Una mancha roja comenzó a crecer en su vientre y, poco a poco, fue perdiendo la consciencia.

Ahora, con la frente pegada al cristal blindado, viendo en cámara lenta las gesticulaciones mudas del hombre al otro lado, cerrada ya la línea de voz, la mujer pensaba en las palabras del guardia.

Lo difícil no es querer a quien te odia, sino dormirte con el cuerpo de tu hijo pequeño abrazado al tuyo, recordando una canción de cuna, y despertarte años después empapada en su sangre.

Sólo tenía que testificar que había sido en defensa propia, que aquél hombre la estaba violando y que sacó un arma para matar a su hijo.

Pero no lo hizo. El hombre no tenía ningún arma. Su hijo le disparó a sangre fría. Primero al corazón, luego a la cabeza. Por último, sacó una segunda pistola, la disparó otro par de veces y la colocó en la mano del cadáver. Esos fueron los hechos, y eso fue lo que declaró.

 
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