—Paso de meterme nada, — le dije al colega— que yo sólo he venido por las tías y la priva.
El Lucas tenía que llevarle un paquete al dueño del local y me dijo que le acompañara, que era un tío enrollado y seguro nos dejaría quedarnos por allí un rato, tomando algo por la cara o incluso pillando algo de coca.
El fiestón era de lujo y probablemente aquella noche se cerrasen un par de negocios. Sin embargo, yo estaba canino y no era cuestión de meter la nariz en el polvo para luego acabar enganchado, así que pedí un cubata y me acodé en la barra para estudiar el terreno.
Allí se estaba moviendo mucha pasta y tela de género, por lo que la mayoría de las tías que había eran profesionales. El resto venían de carabina, simplemente por curiosidad y a pasar la noche. Entre éstas era donde yo tenía que echar la caña.
Hacía casi un año que Merche me había dejado y desde entonces estaba en dique seco. No sólo por el sexo, sino porque vivíamos de gorra en el apartamento que sus padres tenían para alquilar y además yo me dedicaba a vender en el mercadillo la bisutería que hacía ella. Así que cuando se marchó me quedé colgado en todos los sentidos, sin chica, sin piso y sin curro.
Ahora vivíamos yo, el colega y otros dos en la portería donde él curraba, de extranjis por supuesto, pero nadie le decía nada porque hacía todas las ñapas de la comunidad sin cobrar. El colega era un colega con los colegas. Yo iba tirando con lo que sacaba de los repartos, pero vamos, para pagarme una gachí de esas ni por asomo, y las que lo hacían gratis, o estaban cogidas o no se iban a arrimar a un pozo de virtudes como yo, tan profundo que no había forma de ver ninguna.
Entonces la vi. Aunque parecía estar acompañada de otras dos chorbas, al rato me di cuenta de que únicamente estaba sentada junto a ellas. Apoyaba un brazo en el respaldo del asiento y de vez en cuando miraba hacia atrás, como esperando a alguien que nunca llegaba.
La tía era fea con avaricia. Su napia parecía sobresalir dos palmos de su cara y yo no podía apartar la vista de semejante protuberancia. Sin embargo, llevaba un vestidito de licra negro que se ajustaba perfectamente a un cuerpo trabajado y fibroso, complementario con el mío, abandonado y seboso. Una tía como aquella, presunta víctima de un plantón y sin demasiadas posibilidades de ligar, era el objetivo perfecto.
La experiencia me ha enseñado que no vale la pena andarse por las ramas, pues la intención esta clara en estos lances y si te van a dar calabazas, cuanto antes mejor, así no pierdes el tiempo. Así que allá me fui, como un kamikaze, a por todas.
—¡Hola, me llamo Rubén! ¿Puedo sentarme contigo?—En realidad no me llamo así, pero es un nombre que me gusta para ligar.
Ella me miró a los ojos como empanada, volvió a girar la cabeza buscando algo y, después de lo que me pareció demasiado tiempo para responder a una pregunta tan sencilla, me hizo un gesto con la cabeza hacia su lado derecho, lo que yo interpreté como la apertura de las chirriantes puertas del paraíso.
De cerca era todavía más fea, pero su sonrisa de Monna Lisa y el hecho de no quitar su brazo del respaldo mientras yo me sentaba, arreglaron lo que su cara estropeaba. Me sentí más seguro y me solté en una conversación más profunda, es decir, sobre los combinados que te gustan —un tema para entrar en materia—, sobre lo mal que me había sentido desde que Merche me dejara —aporta información sobre tu carácter sensible y al tiempo deja claro que no estás comprometido—, sobre las películas que has visto —demuestra tu fondo cultural—, sobre el trabajo que haces —vale con el que te gustaría hacer— y sobre el tipo de relación que buscas —siempre seria, por supuesto—, además de indagar sobre las mismas cuestiones en lo que a ella se refiere.
Dijo llamarse Gloria y poco más, pues toda su conversación se limitó a movimientos de cabeza y ligeras sonrisas mientras, de vez en cuando, seguía mirando de soslayo.
Estaba a punto de preguntarle acerca de su curiosidad por el entorno cuando, de repente, como si un resorte hubiese hecho saltar su mecanismo de juguete, clavó sus morros en los míos, agarrando mi cabeza con las dos manos como si fuese a comérsela.
Lo cierto es que aquel ímpetu me sorprendió bastante, pero no estaba allí para hacer un estudio psicológico, así que hice lo propio. Es decir, dejé como pude el alpiste sobre la mesa y me puse manos a la obra, porque si tenía que llevarme alguna sorpresa más, quería que por lo menos me cogiese con las manos en la masa.
Sin embargo, la sorpresa fue que, cuando lo primero que intenté amasar fueron sus tetas, ella me lo impidió con firmeza, pero como, acto seguido volvió a aplastarme las orejas, no desistí del empeño y bajé las manos a sus caderas para, lentamente, recorrer sus muslos hasta la rodilla. Ante esta nueva iniciativa, Gloria me dejó hacer y yo, con una erección del calibre 44, pasé a la cara interna y fui subiendo la caricia muy despacio, introduciendo mis dedos poco a poco hasta penetrar en la oscuridad de su minifalda, directo a la cueva del tesoro.
Iba ya mi corazón a todo galope por los verdes pastos del edén y, de repente, mi mano rozó algo que no debía estar allí. Algo duro, voluminoso.
Cuando estaba tratando de sopesar el asunto, voces autoritarias ladraron órdenes al otro lado del local, cerca de la puerta de entrada. Entonces, el lugar se llenó de madera, que empezó a dar leña a diestro y siniestro.
El Lucas tenía que llevarle un paquete al dueño del local y me dijo que le acompañara, que era un tío enrollado y seguro nos dejaría quedarnos por allí un rato, tomando algo por la cara o incluso pillando algo de coca.
El fiestón era de lujo y probablemente aquella noche se cerrasen un par de negocios. Sin embargo, yo estaba canino y no era cuestión de meter la nariz en el polvo para luego acabar enganchado, así que pedí un cubata y me acodé en la barra para estudiar el terreno.
Allí se estaba moviendo mucha pasta y tela de género, por lo que la mayoría de las tías que había eran profesionales. El resto venían de carabina, simplemente por curiosidad y a pasar la noche. Entre éstas era donde yo tenía que echar la caña.
Hacía casi un año que Merche me había dejado y desde entonces estaba en dique seco. No sólo por el sexo, sino porque vivíamos de gorra en el apartamento que sus padres tenían para alquilar y además yo me dedicaba a vender en el mercadillo la bisutería que hacía ella. Así que cuando se marchó me quedé colgado en todos los sentidos, sin chica, sin piso y sin curro.
Ahora vivíamos yo, el colega y otros dos en la portería donde él curraba, de extranjis por supuesto, pero nadie le decía nada porque hacía todas las ñapas de la comunidad sin cobrar. El colega era un colega con los colegas. Yo iba tirando con lo que sacaba de los repartos, pero vamos, para pagarme una gachí de esas ni por asomo, y las que lo hacían gratis, o estaban cogidas o no se iban a arrimar a un pozo de virtudes como yo, tan profundo que no había forma de ver ninguna.
Entonces la vi. Aunque parecía estar acompañada de otras dos chorbas, al rato me di cuenta de que únicamente estaba sentada junto a ellas. Apoyaba un brazo en el respaldo del asiento y de vez en cuando miraba hacia atrás, como esperando a alguien que nunca llegaba.
La tía era fea con avaricia. Su napia parecía sobresalir dos palmos de su cara y yo no podía apartar la vista de semejante protuberancia. Sin embargo, llevaba un vestidito de licra negro que se ajustaba perfectamente a un cuerpo trabajado y fibroso, complementario con el mío, abandonado y seboso. Una tía como aquella, presunta víctima de un plantón y sin demasiadas posibilidades de ligar, era el objetivo perfecto.
La experiencia me ha enseñado que no vale la pena andarse por las ramas, pues la intención esta clara en estos lances y si te van a dar calabazas, cuanto antes mejor, así no pierdes el tiempo. Así que allá me fui, como un kamikaze, a por todas.
—¡Hola, me llamo Rubén! ¿Puedo sentarme contigo?—En realidad no me llamo así, pero es un nombre que me gusta para ligar.
Ella me miró a los ojos como empanada, volvió a girar la cabeza buscando algo y, después de lo que me pareció demasiado tiempo para responder a una pregunta tan sencilla, me hizo un gesto con la cabeza hacia su lado derecho, lo que yo interpreté como la apertura de las chirriantes puertas del paraíso.
De cerca era todavía más fea, pero su sonrisa de Monna Lisa y el hecho de no quitar su brazo del respaldo mientras yo me sentaba, arreglaron lo que su cara estropeaba. Me sentí más seguro y me solté en una conversación más profunda, es decir, sobre los combinados que te gustan —un tema para entrar en materia—, sobre lo mal que me había sentido desde que Merche me dejara —aporta información sobre tu carácter sensible y al tiempo deja claro que no estás comprometido—, sobre las películas que has visto —demuestra tu fondo cultural—, sobre el trabajo que haces —vale con el que te gustaría hacer— y sobre el tipo de relación que buscas —siempre seria, por supuesto—, además de indagar sobre las mismas cuestiones en lo que a ella se refiere.
Dijo llamarse Gloria y poco más, pues toda su conversación se limitó a movimientos de cabeza y ligeras sonrisas mientras, de vez en cuando, seguía mirando de soslayo.
Estaba a punto de preguntarle acerca de su curiosidad por el entorno cuando, de repente, como si un resorte hubiese hecho saltar su mecanismo de juguete, clavó sus morros en los míos, agarrando mi cabeza con las dos manos como si fuese a comérsela.
Lo cierto es que aquel ímpetu me sorprendió bastante, pero no estaba allí para hacer un estudio psicológico, así que hice lo propio. Es decir, dejé como pude el alpiste sobre la mesa y me puse manos a la obra, porque si tenía que llevarme alguna sorpresa más, quería que por lo menos me cogiese con las manos en la masa.
Sin embargo, la sorpresa fue que, cuando lo primero que intenté amasar fueron sus tetas, ella me lo impidió con firmeza, pero como, acto seguido volvió a aplastarme las orejas, no desistí del empeño y bajé las manos a sus caderas para, lentamente, recorrer sus muslos hasta la rodilla. Ante esta nueva iniciativa, Gloria me dejó hacer y yo, con una erección del calibre 44, pasé a la cara interna y fui subiendo la caricia muy despacio, introduciendo mis dedos poco a poco hasta penetrar en la oscuridad de su minifalda, directo a la cueva del tesoro.
Iba ya mi corazón a todo galope por los verdes pastos del edén y, de repente, mi mano rozó algo que no debía estar allí. Algo duro, voluminoso.
Cuando estaba tratando de sopesar el asunto, voces autoritarias ladraron órdenes al otro lado del local, cerca de la puerta de entrada. Entonces, el lugar se llenó de madera, que empezó a dar leña a diestro y siniestro.
Todo pasó tan deprisa que yo todavía tenía la mano entre las piernas de Gloria cuando ella, descubriendo aquello que la falda ocultaba, extrajo de su funda el arma de reglamento.
— ¡Otra vez será, nene!—me dijo con un timbre de voz mucho más grave mientras con su mano izquierda se quitaba la peluca y gritaba: —¡Vamos, todo el mundo con las manos sobre la cabeza y contra la pared!—.
El resto de la noche lo pasamos en comisaría y aunque Gloria, que resultó ser Antonio, se disculpó conmigo y me invitó a un café de máquina, pasaría mucho tiempo hasta que volviese a intentar ligar en un local de alterne. El onanismo es más seguro.
— ¡Otra vez será, nene!—me dijo con un timbre de voz mucho más grave mientras con su mano izquierda se quitaba la peluca y gritaba: —¡Vamos, todo el mundo con las manos sobre la cabeza y contra la pared!—.
El resto de la noche lo pasamos en comisaría y aunque Gloria, que resultó ser Antonio, se disculpó conmigo y me invitó a un café de máquina, pasaría mucho tiempo hasta que volviese a intentar ligar en un local de alterne. El onanismo es más seguro.