Suso corría veloz por el interminable prado cubierto de manzanilla. Sudaba y jadeaba violentamente. Las diminutas flores esparcían su aroma al ser aplastadas. No sabía cuánto tiempo llevaba corriendo, pero cuando llegó a la orilla de un tranquilo y cristalino lago, frenó en seco. Durante un rato contempló cómo el agua reflejaba el intenso verde de la espesura, hasta que, con un repentino impulso, se metió en ella y siguió andando, sin detenerse, hasta sumergirse totalmente. Buceó hacia la oscuridad, penetrando en las profundidades del lago, donde le esperaban los restos de un pequeño pueblo, anegado por las aguas, y que él conocía muy bien. Se le estaba terminando el aire. Una casa grande, de color blanco, llamó su atención. Avanzó hacia ella, se coló por una de las ventanas apartando las algas y recorrió todas sus estancias buscando algo frenéticamente. Le faltaba el oxígeno. Al fin, entre las cosas que flotaban a su alrededor, descubrió una preciosa muñeca de porcelana antigua cuyos ojos vidriosos le miraron con tristeza, como si pudiesen ver lo que antaño vieran sus ojos humanos. La apretó contra su pecho enamorado. Se ahogaba. Abrió los ojos y tomó una intensa bocanada de aire. Su corazón latía furiosamente. Entonces, sintió el blando contacto de la almohada, de las mantas... y se tranquilizó.
Su mente, aún nublada por el sueño, fue reaccionando poco a poco. Lo último que recordaba era estar tendido sobre un cómodo lecho, en casa de Xenia. Ahora también estaba acostado en un colchón de lana, pero indudablemente, la habitación donde se encontraba no era la misma. Al cabo de unos segundos, se percató de que se trataba de su casa, de su cama, de la cama donde había dormido desde que era pequeño. Pero entonces… ¿A dónde pertenecían todos esos recuerdos? ¿Podían no ser más que parte de un sueño, de un largo sueño...?
Pero no. De repente todo se volvió real. Un leve movimiento y, un latigazo de dolor en la pierna le hizo recordar. Saltó de la cama y se aproximó al quicio de la puerta, cojeando y llamando a gritos a su madre y a su abuelo.
Cuando consiguieron calmarle y hacer que se acostara de nuevo, Gumersindo Castelho se dispuso a contarle lo que había ocurrido: algo más tarde de la hora de comer, y cuando ellos comenzaban a preocuparse seriamente por la tardanza de Suso, uno de los vecinos de la pequeña aldea había llegado corriendo para comunicar el estado, a su juicio un tanto alarmante, en que había encontrado al joven cuando se dirigía a sus tierras de labor, muy cerca del pueblo. Sin tardanza alguna, acudieron al lugar que el hombre les había indicado, y allí, apoyada la espalda en un inclinado y robusto castaño, Suso parecía dormir plácidamente, aunque sus ropas estaban rasgadas, la piel llena de arañazos y una pierna cubierta por extraños apósitos. Intentaron despertarle, pero su sueño parecía muy profundo, así que, dado que se encontraban a poca distancia de la casa, cargaron con él y lo llevaron hasta ella, metiéndolo en la cama.
A pesar de los consejos y quejas de su familia, tras escuchar el relato de cómo y dónde lo encontraron, Suso no pudo resistir el impulso de abandonar de nuevo su lecho y salir renqueando hacia el exterior. ¡Tenía que volver! Fuera como fuera, tenía que volver, porque un extraño presentimiento nacía con fuerza en lo más profundo de su alma.
—Ay Diosiño, fillo! Onde vas agora, tal como estás?—gritaba su madre angustiada desde la puerta, viendo cómo Suso cerraba tras de sí la cancela que daba al camino.
—¡Tengo que ir, madre! No te preocupes por mí y métete en casa... Ya volveré.
La voz de su madre se oía cada vez más lejos. Una vez más, pese al dolor, que le hacía cojear ostensiblemente, el joven campesino de Couto recorrió el camino que llevaba hasta el valle del Arandedo.
Quedaba poco para que oscureciese y la luz había mermado bastante, por lo que el bosque parecía ocultarse tras un confuso velo, haciéndose más tenebroso y opaco, con menos contraste, como si, poco a poco, se fuese difuminando para luego fundirse en la negrura más absoluta. Suso intentaba correr, pero la pierna herida le traicionaba haciéndole dar peligrosos traspiés. Por fin, pocos minutos más tarde de lo que normalmente tardaba en llegar abajo, escuchó el familiar fragor del agua en el estrecho cauce y divisó los prados a través de la tupida cortina de árboles, helechos y arbustos.
No esperaba encontrar nada en especial, y ni siquiera tenía la esperanza de ver a Xenia, sin embargo, tenía que ir allá, porque esa era la única forma de calmar su angustia. El haber despertado tan tranquilo en su casa, y el hecho de que su amada, de alguna misteriosa manera, le hubiese llevado hasta el cercano lugar donde le encontraron, quería decir que Xenia había transgredido las normas, y lo había hecho por él.
De pie sobre el improvisado puentecillo de madera y tierra apisonada, con los ojos y la boca muy abiertos, fatigado y sudoroso, Suso creyó sentir que su corazón se detenía por unos segundos al contemplar el valle. Allí delante, en el borde del prado, junto al regato, donde antes no había más que un exuberante suelo cubierto de trébol, surgía un imponente y esbelto chopo de corteza oscura y poblado follaje.
Era, sin duda, el más orgulloso de cuantos árboles crecían junto al arroyo. Su puntiaguda copa se balanceaba con altanería sobre todas las demás, y sus frondosas ramas vestían de gala un cuerpo que subía derecho hacia el cielo. Suso se acercó lentamente y, con mano temblorosa, acarició la áspera corteza. En ese momento, un hermoso gavilán de plumaje gris-azulado alzó el vuelo ruidosamente desde las ramas más altas, como si un estremecimiento hubiese recorrido de arriba abajo al silencioso chopo. Tan sólo entonces comprendió el joven campesino, en toda su trágica dimensión, las palabras de Xenia. Ahora tenían todo el tiempo del mundo para compartir en aquel valle, prisionero él de su propia condición humana, y ella de su alma vegetal.
Suso se acurrucó en las raíces del árbol como el perro fiel que se echa a los pies de su amo, apoyó la mejilla en su rugosa piel de madera y lloró mansamente mientras el día escapaba del Arandedo.
EPILOGO
Las astillas saltaron por los aires ante el certero golpe del hacha. El joven campesino cogió otro leño de la pila que tenía a un lado y lo colocó en vertical sobre el cepo. Situó un pie delante del otro, levantó la macheta por encima de su cabeza con las dos manos y, expulsando con violencia todo el aire de sus pulmones, la descargó con fuerza partiendo en dos, limpiamente, el trozo de madera.
A pesar de tener severamente prohibido jugar con las herramientas que tuviesen filo, no podía evitar la irresistible tentación de tomar prestada el hacha de vez en cuando. Le gustaba sentir el pulido mango resbalando entre sus dedos para que el hierro cayese pesadamente y casi sin esfuerzo, hendiendo la madera, y le gustaba jugar a ser poderoso y malévolo, blandiendo su hacha de guerra contra los enemigos invisibles que surgían de entre los árboles para destruirle.
—Morrerás, demo do inferno!—gritó el jovenzuelo al tiempo que se daba media vuelta con rapidez y, cogiendo el hacha con una sola mano, asestaba un certero tajo en la higuera que tenía a su espalda, cercenando uno de los prominentes nudos del retorcido tronco.
— Oe, rapaz!—exclamó una voz desde el camino—. Seguro que a ti no te gustaría que te diesen un hachazo en la pierna.
El muchacho dejó caer la herramienta ruborizado, y se asomó al borde del huerto, que se elevaba algo más de un metro sobre el nivel del camino, desde donde le observaba un hombre de edad avanzada, elegantemente vestido con corbata de lazo y bastón.
—Pero... si sólo es una vieja figueira...—protestó tímidamente.
—No es sólo un árbol, hijo... Es un ser vivo igual que tú—le corrigió Suso Castelho mientras pasaba su mano por el nudo truncado de la higuera, que quedaba a la altura de su rostro en el borde mismo del huerto, apenas contenido por un viejo muro de piedra—¿Ves este líquido que rezuma por el corte que tú le has hecho? Pues ésta es la sangre del árbol... ¡Anda!, remedia algo del mal que has hecho: coge una bosta de vaca y unta bien con ella este tajo. De esa manera, cuando se seque, le servirá de protección y le ayudará a curar la herida. Muchacho... Por si no lo sabías, gracias a los árboles y al resto de la vegetación vivimos nosotros... No lo olvides, rapaz.
Antes de que el joven pudiese reaccionar, Suso Castelho siguió de nuevo su camino con paso firme, aunque apoyando su bastón en el suelo de vez en cuando para no dar un traspié. Un camino que conocía muy bien, ya que no pasaba un solo sábado, desde hacía más de cincuenta años, en el que no se levantase con el gallo, se vistiese con su mejor traje, se repeinase su ya canoso cabello, se atusase el poblado bigote, y saliese de casa silbando alegremente alguna cancioncilla, como si acudiese a la cita que esperaba ansiosamente durante toda la semana; o mejor dicho, durante toda la vida, porque nunca había dejado de acudir, hiciese mal o buen tiempo, fuese invierno o verano. Y era ésa una costumbre que no pasaba desapercibida a sus vecinos y al resto de la gente que le conocía, igual que su profundo conocimiento de la naturaleza, o el exagerado fanatismo con que impedía la tala de algún árbol que estorbase la apertura de un nuevo camino para los carros. Características que le habían costado más de un disgusto y algunos rencores, pero que también le habían convertido en un hombre extrañamente respetado por todos.
Apartó una larga silva con el bastón y continuó su paseo por un sendero que había permanecido intacto desde hacía muchos años y que serpenteaba por las laderas hacia el hermoso valle que constituía su santuario particular. En cierta ocasión, los restos de un huracán que venía de ultramar soplaron por aquella zona abatiendo los endebles chopos que crecían en el prado. Tan sólo uno, altivo y hermoso, permaneció en pie.
Suso Castelho cruzó las vivaces aguas del Arandedo como todos los sábados, se acercó al chopo y extendió un raído mantón a sus pies. Acto seguido, y como si formase parte de un viejo ritual, se sentó con la dificultad propia de los años, apoyando su espalda en la corteza del árbol. En ese momento, su cuerpo se relajó por completo y su rostro se iluminó con una inmensa sensación de paz. Alzó el rostro hacia las ramas que se movían en lo alto, mecidas por la suave brisa, y dejó que le hablasen al oído en un leguaje que, con el tiempo, había llegado a comprender.