lunes, 8 de octubre de 2018

Mecánica social


Oficinas de Clases Pasivas, Centro de atención al público 10:40 AM
 
—¡Usuario número 1.345! Será atendido en la posición 69. Mantenga visible en todo momento su tarjeta de afiliado.
 
—¡Buenas tardes, señor... Virgilio! Le atiende la unidad IA E099. ¿En qué puedo ayudarle?
 
—Eh... Si, buenas tardes... Quiero consultar... En realidad quiero reclamar, una diferencia en el importe de la pensión que no comprendo.
 
—Disculpe, caballero, pero si es una reclamación, debería haber introducido usted esa opción en el puesto telemático de distribución, de forma que pudiésemos optimizar...
 
—¡Vale, vale! Es una consulta... Una consulta.
 
—En ese caso, permítame importar los datos económicos de su prestación antes de continuar...
 
»Virgilio Costa. 67 años de edad. Operario con cualificación de nivel 3, grupo 6. Accede a prejubilación a los 64 años sobre una base de cotización de 40 años y 3 meses efectivos, más un crédito de 36 meses a cubrir por su unidad robótica de sustitución con el fin de garantizar la totalidad de la prestación. Tiempo efectivo total: 40 años y 6 meses. Queda establecida prestación básica garantizada al no haberse cumplido la cláusula de los 3 últimos años cotizados. Líquido a percibir: 350 lerdos.
 
»Muchas gracias por usar nuestro servicio de atención al usuario. No se olvide de contestar al cuestionario de calidad a la salida. Que tenga usted una feliz tarde, señor Virgilio.
 
—¡Un momento, un momento! Lo que quiero decir es que... Creo que ha habido un error. No puede ser que sólo vaya a cobrar 350... Eso es ridículo... ¡No es lo que me dijeron!
 
—¿Desea usted hacer alguna otra consulta, señor Virgilio?
 
—Lo que quiero es que me den... Alguna explicación.
 
—Perdone, no he entendido su consulta.
 
—¡Que quiero hacer una puta reclamación!
 
—En ese caso, deberá volver al puesto de asignación e introducir la clave para que le atienda un agente cualificado y así poder optimizar...
 
—¡Vale, vale! Lo he entendido.
 
 
 
Oficinas de Clases Pasivas, Centro de atención al público 01:10 PM
 
—¡Usuario número 2.683! Será atendido en la posición 96. Mantenga visible en todo momento su tarjeta de afiliado.
 
—¡Buenas tardes! Está usted ante la unidad IA R005. ¡Plantee su queja¡ Y recuerde: nuestro tiempo es su tiempo. No lo malgaste.
 
—Me dijeron que no me preocupase por nada, que si renunciaba a la vía legal, tendría el cien por cien de la jubilación garantizada cuando llegase a la edad, que durante esos meses, el robot que cumpliría mis funciones cotizaría en mi lugar...
 
—Veamos caballero... En su propio beneficio y en del otros usuarios que estén esperando su turno, le sugiero que, antes de hacer una reclamación, lea detenidamente todos aquellos documentos relacionados con su caso y que consten en el dossier correspondiente. Dicho esto, le informo:
 
»Lo que consta en el mismo es que «usted tiene cien por cien garantizada su jubilación», dependiendo la cuantía, obviamente, de la base de cotización establecida. En su caso, la unidad automática que le sustituyó, causo baja por avería irreparable a los tres meses de su implementación, por lo que, según el acuerdo de jubilación correspondiente al binomio unidad física-unidad automatizada, y al no haberse cumplido la cláusula de los tres últimos años trabajados, le corresponde el importe mínimo garantizado...
 
—Y, ¿Por qué cojones no sustituyeron esa máquina?
 
—Señor Virgilio, no le está permitido usar ese lenguaje y le ruego modere su actitud... No fue considerada rentable la sustitución de la unidad. Su puesto fue eliminado de la estructura productiva.
 
—¡Que puta casualidad! Y eso, claro está, no lo habían previsto antes de ponerme de patitas en la calle... Me negaron la indemnización con la excusa de la jubilación completa... Llevo tres años malviviendo de la mierda que había ahorrado, sin ver un puto lerdo y, ahora resulta que no tengo ni para pagar la cuota del centro de acogida... Estoy jodido...
 
—Señor Virgilio, de continuar en esa actitud me veré obligado a cerrar la reclamación y a cursar una solicitud de sanción por...
 
—¡A la mierda tu sanción! No tengo donde caerme muerto y me importa un carajo tu protocolo... Os voy a llenar este sitio de sesos desparramados pero antes voy a reventar tu puta cabeza de lata.
 
—¡Señor Virgilio! Por favor, cálmese y baje ese arma para que podamos hablar.
 
—¿Quién coj...?
 
—Le habla Damián, del centro de seguridad. Siento mucho lo que le ha ocurrido, señor Virgilio, pero todo tiene una solución sin que haya que llegar a estos extremos.
 
—Me habéis jodido, así que... ¿Qué puedo perder? Estoy solo y, si no puedo pagar el centro de acogida, me quedo en la calle... ¿Usted sabe lo que dura un viejo en la calle?... ¡Qué va a saber! Ni le importa.
 
—Está equivocado. Si no me importase, no estaría hablando con usted. Dígame con quién formalizó el contrato. Nos pondremos en contacto y trataremos de solventar esto de la mejor manera para todos... Pero, por lo que más quiera, suelte el arma.
 
—No lo sé... Todo se hizo de forma virtual, a través del portal del empleado y mi propio terminal. Solo tengo un puto número de expediente y un certificado digital de agradecimiento por los cuarenta años de servicio en la empresa.
 
—Bien... No se preocupe, señor Virgilio. Las máquinas cometen errores. Pero para eso estamos los humanos. Confíe en mí... Ahora, van a entrar dos agentes robot. Usted solo entrégueles el arma y no haga nada sospechoso. Ellos le conducirán hasta aquí y arreglaremos su situación.
 
—¿Cómo sé que puedo fiarme de usted?
 
—No lo sabe. Pero si le sirve de algo, sé cómo se siente... Soy humano, como usted... No como las máquinas que le han atendido. Y también tengo un empleo.
 
—Yo... Lo siento... Lo siento mucho. Solo quería que alguien me escuchase...
 
 
 
Oficinas de Clases Pasivas, Centro de control. 01:50 PM
 
—Jefe, ¿qué hacemos con el sujeto?
 
—Tenemos las grabaciones, ¿no?... Pues, póngalo a disposición policial.
 
—Si me permite la pregunta, jefe, ¿por qué no entramos y le redujimos sin más contemplaciones? El escáner no daba indicios de peligrosidad.
 
—Aún así, agente... Por el precio de unas cuantas palabras, ¿habría puesto usted en peligro un equipo que vale cientos de miles?... Además, era una buena ocasión para demostrar mi cualificación como oficial negociador. Aquí no se presentan muchas...
 
»Y menos que habría si las empresas no perdiesen el tiempo con sus programas sociales e invirtieran más en futuro... Los humanos somos desagradecidos por naturaleza.
 
 
 
—¡Vaya idea estúpida! —pensó Horacio.
 
Tendido en su camastro, visualizaba en la pantalla del Smartphone su serie favorita, «Relatos de un futuro improbable»
 
«Toque aquí para cambiar el final» surgió ante su vista, como una de las opciones disponibles.
 
Horacio pulsó el botón virtual con el dedo gordo.
 
 
 
Oficinas de Clases Pasivas, Centro de control. 01:50 PM
 
—De unidad de mando operativo IA J010 a gestión de informes... Valorada situación de riesgo potencial no cuantificable, se procede a activar emulador «Empatía y negociación». Resultado favorable. Sujeto humano desactivado. Armamento requisado pasa a su custodia en el centro de control. Dos efectivos de movilidad gestionan el traslado del sujeto a las dependencias policiales. Se recomienda coordinar con empresas afiliadas el control de riesgos derivados de sus procesos internos de optimización.
 
 
 
Oficinas de Clases Pasivas, exterior. 01:55 PM
 
—¡Uy! ¿Habéis oído eso?... No, qué tontería. No estáis programados para ello. Quizá tampoco para otras cosas, como para diferenciar un arma de fuego de un artefacto explosivo camuflado. Puede que en vuestro puto Centro de Control si lo hagan pero... Será demasiado tarde. Porque este viejo también sabe jugar a vuestro juego... Por cierto, tendréis que perdonarme si no quiero que muera ninguno de esos infelices que hacen cola. Mejor os lo coméis vosotros solitos en vuestro búnker del ático.
 
»¿Tenéis un pitillo?... ¡Ah, no!, que no tenéis vicios... Sois perfectos... Cien por cien trabajo, sin descansos, todo productividad... Bueno, da igual, esposado tampoco podría fumármelo...
 
»Ya tendré tiempo para eso. Me esperan unos cuantos años en el centro penitenciario... Con un poco de suerte, los restos. Y lo mejor es que, ese tiempo, no tengo que pagarlo yo. Cama, comida, ocio, vida social... Al final, de algo ha servido mi cualificación como manipulador de material peligroso... Y total, no he matado a nadie, tan solo he quemado unos cuantos circuitos.
 
»¿No notáis el olor?... ¡Qué vais a notar! Pues esa nube negra tiene muy mala pinta... ¡Creo que habrá tormenta!
 
»En fin... A mal tiempo, buena cara.
 
 
 
—¡Sí, eso está mejor!—pensó Horacio.
 
Con ese pensamiento se irguió y, como cada día en los dos últimos años, desde que su empresa decidió «prescindir de sus servicios» el mismo día en que cumplía los cincuenta, se marchó en busca de un trabajo.
 
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lunes, 24 de septiembre de 2018

Mala fama 7. Vis a vis


—Ya no te esmeras como antes, putilla.

El tío Fran se ajustaba el cordón del pijama carcelario mientras yo me retocaba con el lápiz labial.

—¡¡Cinco minutos!!—Voceaba el guardia tras la puerta.

—Cuando salga—continuó mi tío—, todo volverá a ser igual... Bueno, no... ¡Será mejor! Tengo planes, sabes. Vas a dejar la calle. No quiero que me toquen más esas tetas. Ya eres mayor de edad y te mereces otra vida, fuera de las calles.

»En la cárcel tienes tiempo para pensar, sabes, y se valoran cosas que antes ni se tenían en cuenta.

Supuse que no se refería a mi persona, ya que hablaba de «cosas».

—Gran parte de la mercancía quedó a buen recaudo antes de que me colocasen los «estupas». Nos dará un buen retiro por algunos años. Y tu cuerpecito será solo para uso y disfrute del tato. Bueno... Y para algún que otro rico caprichoso que sepa valorarlo en sus justas medidas...

Sus carcajadas, y sus manos haciendo el gesto de contornear mi figura, evidenciaron lo acertado de mi juicio.

Antes de que terminase con sus huesos en la cárcel, el tío Fran llevaba tres años chuleándome, y a cambio me daba cama, comida y protección. La primera compartida, la segunda escasa y la última... pendiente de definición. Según él, yo no necesitaba dinero pues podía pedirle lo que quisiera, aunque lo único para lo que no reparaba en gastos era la ropa, cuanto más atrevida, mejor. «La imagen es lo que vende», decía. Así que, siempre iba de puta, hasta para ir al mercado.

—Ya nada podría ser igual, tío... Las «cosas» cambian. ¿Recuerdas al flaco, ese que llamaban «trípode»

—¡Si¡ Una mala bestia.

—Pues ahora, yo soy su «Bella» y tú has pasado a ser Gastón.

—«Gastón», no… Ahorrador. Pero siempre hice todo lo posible por darte lo mejor.

—Lo tomaré como una deuda pendiente. Pero ahora ya no dependo de ti, y saldarla es cuestión de tiempo.

—¡Ni lo sueñes! A la familia no se la deja en la estacada. Y menos por un descerebrado.

—¡¡Dos minutos!!

—Su nombre es Nazario.

—¡Lo que sea! Ese tío es un psicópata. Era el sicario del Oso y su esclavo, hasta que decidió cargárselo... ¡Con las manos desnudas! Por lo visto alguien le pagaba mejor. Dicen que violaba a todas sus víctimas antes de matarlas, fuesen hombres o mujeres, antes o después... O al mismo tiempo, el muy cerdo, con esa enorme...

—¡Personalidad! Es la palabra adecuada. Cuando lo conoces en libertad, deja de ser ese monstruo insensible que solo vive para satisfacer los más oscuros deseos del amo. De hecho, nunca volvió a tocarme sin que yo se lo pidiera.

—¡No, no puede ser! ¡Mientes!

—¿Recuerdas mi primera vez?... Yo sí. Me dejaste con el gordo, y me dijiste «si te portas bien y haces lo que él te pida, te compro lo que quieras»… Yo ni siquiera sabía que lo que quería eran unos zapatos de tacón… Tú sí… En fin, el caso es que este tío estaba allí. Tu «gordo» era impotente, y se corría viendo sufrir. Él hizo las veces y los bises. Eso, sí, por la puerta de servicio, como todo buen lacayo. Yo…, qué quieres, hice lo que pude...

»El flaco me encontró tiempo después, cuando te enchironaron, y viendo el campo libre, quiso repetir. Yo le convencí de que podría repetir las veces que quisiera si me daba protección. Creo que se encoñó cuando me lo hizo de frente, porque no paraba de decirme que tenía los luceros más bonitos que había visto en su vida. Y te puedo asegurar que era un tío de pocas palabras, y de pocas luces.

—Aunque tú estúpida historia sea cierta, a ese animal no le vas a ver mucho más... Aquí dentro se oye de todo... Por lo visto, alguien le delató, alguien que sabía muy bien de qué pie cojeaba, alguien que estaba cerca o... conocía a alguien de cerca... No sé quién habrá tenido redaños para ello pero, sin tener que dar la cara, la conseguido que le caigan más años de los que puede cumplir.

—Él sí lo sabe, tío. O al menos cree saberlo...

»Y sabes, tío... Creo que ha tenido suerte, porque le han puesto en la misma celda que al chivato.

—No comprendo... ¿De qué hablas?

—Pues... Que tendrás que cambiarte de calzoncillos más a menudo.

—¡¡Visitantes fuera!!

—¡¡Hija de putaaaaaa!!—Fueron sus últimas palabras en vida.

Yo le agradecí que me recordase a mi madre, porque me fui de allí sin remordimiento.
 
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lunes, 10 de septiembre de 2018

Arandedo 7. El destino

 
Suso corría veloz por el interminable prado cubierto de manzanilla. Sudaba y jadeaba violentamente. Las diminutas flores esparcían su aroma al ser aplastadas. No sabía cuánto tiempo llevaba corriendo, pero cuando llegó a la orilla de un tranquilo y cristalino lago, frenó en seco. Durante un rato contempló cómo el agua reflejaba el intenso verde de la espesura, hasta que, con un repentino impulso, se metió en ella y siguió andando, sin detenerse, hasta sumergirse totalmente. Buceó hacia la oscuridad, penetrando en las profundidades del lago, donde le esperaban los restos de un pequeño pueblo, anegado por las aguas, y que él conocía muy bien. Se le estaba terminando el aire. Una casa grande, de color blanco, llamó su atención. Avanzó hacia ella, se coló por una de las ventanas apartando las algas y recorrió todas sus estancias buscando algo frenéticamente. Le faltaba el oxígeno. Al fin, entre las cosas que flotaban a su alrededor, descubrió una preciosa muñeca de porcelana antigua cuyos ojos vidriosos le miraron con tristeza, como si pudiesen ver lo que antaño vieran sus ojos humanos. La apretó contra su pecho enamorado. Se ahogaba. Abrió los ojos y tomó una intensa bocanada de aire. Su corazón latía furiosamente. Entonces, sintió el blando contacto de la almohada, de las mantas... y se tranquilizó.
 
Su mente, aún nublada por el sueño, fue reaccionando poco a poco. Lo último que recordaba era estar tendido sobre un cómodo lecho, en casa de Xenia. Ahora también estaba acostado en un colchón de lana, pero indudablemente, la habitación donde se encontraba no era la misma. Al cabo de unos segundos, se percató de que se trataba de su casa, de su cama, de la cama donde había dormido desde que era pequeño. Pero entonces… ¿A dónde pertenecían todos esos recuerdos? ¿Podían no ser más que parte de un sueño, de un largo sueño...?
 
Pero no. De repente todo se volvió real. Un leve movimiento y, un latigazo de dolor en la pierna le hizo recordar. Saltó de la cama y se aproximó al quicio de la puerta, cojeando y llamando a gritos a su madre y a su abuelo.
 
Cuando consiguieron calmarle y hacer que se acostara de nuevo, Gumersindo Castelho se dispuso a contarle lo que había ocurrido: algo más tarde de la hora de comer, y cuando ellos comenzaban a preocuparse seriamente por la tardanza de Suso, uno de los vecinos de la pequeña aldea había llegado corriendo para comunicar el estado, a su juicio un tanto alarmante, en que había encontrado al joven cuando se dirigía a sus tierras de labor, muy cerca del pueblo. Sin tardanza alguna, acudieron al lugar que el hombre les había indicado, y allí, apoyada la espalda en un inclinado y robusto castaño, Suso parecía dormir plácidamente, aunque sus ropas estaban rasgadas, la piel llena de arañazos y una pierna cubierta por extraños apósitos. Intentaron despertarle, pero su sueño parecía muy profundo, así que, dado que se encontraban a poca distancia de la casa, cargaron con él y lo llevaron hasta ella, metiéndolo en la cama.
 
A pesar de los consejos y quejas de su familia, tras escuchar el relato de cómo y dónde lo encontraron, Suso no pudo resistir el impulso de abandonar de nuevo su lecho y salir renqueando hacia el exterior. ¡Tenía que volver! Fuera como fuera, tenía que volver, porque un extraño presentimiento nacía con fuerza en lo más profundo de su alma.
 
Ay Diosiño, fillo! Onde vas agora, tal como estás?—gritaba su madre angustiada desde la puerta, viendo cómo Suso cerraba tras de sí la cancela que daba al camino.
 
—¡Tengo que ir, madre! No te preocupes por mí y métete en casa... Ya volveré.
 
La voz de su madre se oía cada vez más lejos. Una vez más, pese al dolor, que le hacía cojear ostensiblemente, el joven campesino de Couto recorrió el camino que llevaba hasta el valle del Arandedo.
 
Quedaba poco para que oscureciese y la luz había mermado bastante, por lo que el bosque parecía ocultarse tras un confuso velo, haciéndose más tenebroso y opaco, con menos contraste, como si, poco a poco, se fuese difuminando para luego fundirse en la negrura más absoluta. Suso intentaba correr, pero la pierna herida le traicionaba haciéndole dar peligrosos traspiés. Por fin, pocos minutos más tarde de lo que normalmente tardaba en llegar abajo, escuchó el familiar fragor del agua en el estrecho cauce y divisó los prados a través de la tupida cortina de árboles, helechos y arbustos.
 
No esperaba encontrar nada en especial, y ni siquiera tenía la esperanza de ver a Xenia, sin embargo, tenía que ir allá, porque esa era la única forma de calmar su angustia. El haber despertado tan tranquilo en su casa, y el hecho de que su amada, de alguna misteriosa manera, le hubiese llevado hasta el cercano lugar donde le encontraron, quería decir que Xenia había transgredido las normas, y lo había hecho por él.
 
De pie sobre el improvisado puentecillo de madera y tierra apisonada, con los ojos y la boca muy abiertos, fatigado y sudoroso, Suso creyó sentir que su corazón se detenía por unos segundos al contemplar el valle. Allí delante, en el borde del prado, junto al regato, donde antes no había más que un exuberante suelo cubierto de trébol, surgía un imponente y esbelto chopo de corteza oscura y poblado follaje.
 
Era, sin duda, el más orgulloso de cuantos árboles crecían junto al arroyo. Su puntiaguda copa se balanceaba con altanería sobre todas las demás, y sus frondosas ramas vestían de gala un cuerpo que subía derecho hacia el cielo. Suso se acercó lentamente y, con mano temblorosa, acarició la áspera corteza. En ese momento, un hermoso gavilán de plumaje gris-azulado alzó el vuelo ruidosamente desde las ramas más altas, como si un estremecimiento hubiese recorrido de arriba abajo al silencioso chopo. Tan sólo entonces comprendió el joven campesino, en toda su trágica dimensión, las palabras de Xenia. Ahora tenían todo el tiempo del mundo para compartir en aquel valle, prisionero él de su propia condición humana, y ella de su alma vegetal.
 
Suso se acurrucó en las raíces del árbol como el perro fiel que se echa a los pies de su amo, apoyó la mejilla en su rugosa piel de madera y lloró mansamente mientras el día escapaba del Arandedo.
 
 
 
                                                               EPILOGO
 
Las astillas saltaron por los aires ante el certero golpe del hacha. El joven campesino cogió otro leño de la pila que tenía a un lado y lo colocó en vertical sobre el cepo. Situó un pie delante del otro, levantó la macheta por encima de su cabeza con las dos manos y, expulsando con violencia todo el aire de sus pulmones, la descargó con fuerza partiendo en dos, limpiamente, el trozo de madera.
 
A pesar de tener severamente prohibido jugar con las herramientas que tuviesen filo, no podía evitar la irresistible tentación de tomar prestada el hacha de vez en cuando. Le gustaba sentir el pulido mango resbalando entre sus dedos para que el hierro cayese pesadamente y casi sin esfuerzo, hendiendo la madera, y le gustaba jugar a ser poderoso y malévolo, blandiendo su hacha de guerra contra los enemigos invisibles que surgían de entre los árboles para destruirle.
 
—Morrerás, demo do inferno!—gritó el jovenzuelo al tiempo que se daba media vuelta con rapidez y, cogiendo el hacha con una sola mano, asestaba un certero tajo en la higuera que tenía a su espalda, cercenando uno de los prominentes nudos del retorcido tronco.
 
Oe, rapaz!—exclamó una voz desde el camino—. Seguro que a ti no te gustaría que te diesen un hachazo en la pierna.
 
El muchacho dejó caer la herramienta ruborizado, y se asomó al borde del huerto, que se elevaba algo más de un metro sobre el nivel del camino, desde donde le observaba un hombre de edad avanzada, elegantemente vestido con corbata de lazo y bastón.
 
—Pero... si sólo es una vieja figueira...—protestó tímidamente.
 
—No es sólo un árbol, hijo... Es un ser vivo igual que tú—le corrigió Suso Castelho mientras pasaba su mano por el nudo truncado de la higuera, que quedaba a la altura de su rostro en el borde mismo del huerto, apenas contenido por un viejo muro de piedra—¿Ves este líquido que rezuma por el corte que tú le has hecho? Pues ésta es la sangre del árbol... ¡Anda!, remedia algo del mal que has hecho: coge una bosta de vaca y unta bien con ella este tajo. De esa manera, cuando se seque, le servirá de protección y le ayudará a curar la herida. Muchacho... Por si no lo sabías, gracias a los árboles y al resto de la vegetación vivimos nosotros... No lo olvides, rapaz.
 
Antes de que el joven pudiese reaccionar, Suso Castelho siguió de nuevo su camino con paso firme, aunque apoyando su bastón en el suelo de vez en cuando para no dar un traspié. Un camino que conocía muy bien, ya que no pasaba un solo sábado, desde hacía más de cincuenta años, en el que no se levantase con el gallo, se vistiese con su mejor traje, se repeinase su ya canoso cabello, se atusase el poblado bigote, y saliese de casa silbando alegremente alguna cancioncilla, como si acudiese a la cita que esperaba ansiosamente durante toda la semana; o mejor dicho, durante toda la vida, porque nunca había dejado de acudir, hiciese mal o buen tiempo, fuese invierno o verano. Y era ésa una costumbre que no pasaba desapercibida a sus vecinos y al resto de la gente que le conocía, igual que su profundo conocimiento de la naturaleza, o el exagerado fanatismo con que impedía la tala de algún árbol que estorbase la apertura de un nuevo camino para los carros. Características que le habían costado más de un disgusto y algunos rencores, pero que también le habían convertido en un hombre extrañamente respetado por todos.
 
Apartó una larga silva con el bastón y continuó su paseo por un sendero que había permanecido intacto desde hacía muchos años y que serpenteaba por las laderas hacia el hermoso valle que constituía su santuario particular. En cierta ocasión, los restos de un huracán que venía de ultramar soplaron por aquella zona abatiendo los endebles chopos que crecían en el prado. Tan sólo uno, altivo y hermoso, permaneció en pie.
 
Suso Castelho cruzó las vivaces aguas del Arandedo como todos los sábados, se acercó al chopo y extendió un raído mantón a sus pies. Acto seguido, y como si formase parte de un viejo ritual, se sentó con la dificultad propia de los años, apoyando su espalda en la corteza del árbol. En ese momento, su cuerpo se relajó por completo y su rostro se iluminó con una inmensa sensación de paz. Alzó el rostro hacia las ramas que se movían en lo alto, mecidas por la suave brisa, y dejó que le hablasen al oído en un leguaje que, con el tiempo, había llegado a comprender.
 
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lunes, 27 de agosto de 2018

Arandedo 6. La senda


Xenia extrajo de su bolsillo un pequeño frasco de cristal que contenía un ungüento oloroso preparado a base de muérdago, rosal silvestre, albahaca y romero, se arrodilló al lado de Suso y, humedeciendo un paño con el líquido, enjugó su rostro intentando reanimarle.
 
Cuando le confesó lo que sentía, en el desván de su casa, la joven también había abrigado la intención de poner de manifiesto, por muy difícil que le resultase, lo imposible de su relación. Fue incapaz de plantearlo con contundencia en ese momento pero, el mutismo de Suso al respecto en los días que siguieron le facilitó la tarea y le hizo pensar que no hacía falta justificar la ruptura de algo que no era recíproco, y supuso que bastaba con desaparecer de su vida sin más, para que él la olvidara al poco tiempo.
 
Sin embargo, una vez tomada la decisión de no volver a su cita diaria en el Arandedo, no pudo dejar de espiar, a través de los ojos de su fiel gavilán, la soledad del joven campesino en el valle y, poco a poco, fue comprendiendo lo que éste, por sí mismo, había sido incapaz de decirle en la intimidad de su casa. Por eso, en el momento en que Gran le anunció la presencia de su amigo en el bosque, Xenia supo que, ocurriese lo que ocurriese, tendría que aceptar sus propios sentimientos con la misma valentía que había impulsado a Suso a buscar un sueño perdido.
 
—¡Eres tú!... ¡Dios!... ¿Cómo?... ¿Cómo me has encontrado?—balbuceó Suso.
 
—No te preocupes de eso, descansa—le tranquilizó la joven—. Ahora ya estoy contigo.
 
Una extraña mezcla de paz y de ansiedad desplazó totalmente la angustiosa depresión en que había caído el campesino de Couto, y un montón de palabras se acumularon en su mente tratando de salir a trompicones.
 
—Como no bajabas... pensé que te pasaba algo... y... y se me ocurrió que podía ir a verte, pero no pensé que fuera tan difícil, de veras. Luego resbalé con algo y... me caí... ¡Casi me mato!... ¡Dios, que mal rato he pasado! ¡Creí que... estaba soñando cuando te vi!
 
—¿Dónde te duele?— le interrumpió Xenia afectuosamente.
 
—En la pierna. No puedo moverla—dijo él, llevándose las manos a la rodilla con una mueca de dolor—. La verdad es que me duele todo... y estoy bastante mareado.
 
—No me extraña...—observó la muchacha, viendo el alto y escabroso barranco por el que había caído su amigo—. ¡Estás loco!... ¿Cómo se te ocurrió la idea de meterte en el bosque?
 
—Es que... Bueno… ¡Qué carallo!... La verdad es que no podía aguantar más sin saber de ti. ¡Quería verte como fuera! Estos días,... aunque no te lo creas, te he echado de menos y...—mientras él hablaba, llevado por la excitación, Xenia manipulaba con manos expertas la magullada pierna, hasta que, con un chasquido seco, músculos y tendones quedaron colocados en su sitio, al tiempo que Suso, soltando un leve gemido, perdía de nuevo el conocimiento.
 
Consciente de que su amigo no podría llegar a ningún sitio por su propio pie, dejó a Gran encargado de velar su sueño y volvió a casa buscando un viejo carretón, un par de tablones y cuerda, con lo que improvisó una especie de trineo para poder trasladar, ayudada por sus animales, al joven campesino. Mientras caminaba al lado de la extraña yunta, Xenia no podía dejar de pensar en las últimas palabras de Suso, aunque antes hubiera fingido no darles importancia; y es que no se alejaban mucho de las que ella misma hubiese querido decirle.
 
Cuando volvió en sí, lo primero que notó fue que la luz había cambiado y que las duras piedras habían cedido su lugar a un mullido colchón de lana. Se incorporó a medias con un gran esfuerzo y entonces vio a Xenia: estaba en una esquina de la sala, preparando algo sobre una mesa llena de cacharros y rodeada de viejos estantes repletos de frascos.
 
—¿Y esto...? ¿Cómo es... que estoy aquí?—preguntó Suso con sorpresa y aún bastante aturdido—. Yo... estaba en el bosque, pero... no me acuerdo de nada más.
 
—Te traje yo... Perdiste el sentido—dijo la muchacha sonriendo y sentándose a su lado con una humeante infusión en la mano.
 
— ¡¿Tú sola?!—exclamó, escéptico, Suso.
 
—¡Claro…!—bromeó ella con ironía.
 
—¡Sí, ...bueno! De ti ya me creo cualquier cosa.
 
El joven campesino de Couto miró a Xenia con ternura, sintiendo la paz que irradiaba.
 
—Tenía muchas ganas de verte... ¿sabes?—comenzó—. Me acordé muchas veces de todo lo que me dijiste aquel día... Sobre lo que sentías cuando nos veíamos y todo eso... Y la verdad es que... a mí me pasa lo mismo... Aunque cuando por fin me decidí a decírtelo, ya no pudo ser…
 
»¿ Por qué no volviste al Arandedo?...
 
—Hasta hace poco... no pensaba que tú sintieras lo mismo... De todas formas, todo es mucho más complicado— objetó la joven, bajando la cabeza.
 
—¿Cómo más complicado?... No te entiendo.
 
—Todo esto... es imposible, Suso.
 
—¿Pero... por qué?... Podrías dejar de vivir aquí, sola, y venirte conmigo.
 
Xenia guardó silencio durante unos segundos.
 
—¡Anda bébetelo! Es una mezcla de malvavisco, manzanilla y otras hierbas. Te entrará mucho sueño, pero te dejará como nuevo—dijo al fin, tendiéndole el cuenco con la infusión.—Tú no puedes comprenderlo, pero... no puedo ir contigo. Ya te lo dije. Yo soy parte de estos montes. Tan sólo soy como tú me ves en ellos. En tu mundo no sería más que otro de tantos seres vegetales que pueblan las devesas y los valles... Al alejarme del bosque que me da la vida, tengo que sacarla de la tierra misma, como el resto de los árboles...
 
Suso interrumpió un sorbo, como si no quisiese seguir escuchando cosas que siempre escapaban a su capacidad de raciocinio.
 
—¡Pues entonces... yo me vendré a vivir contigo!
 
—No Suso... Tú no podrías vivir aquí. Éste no es tu sitio. Sé que serías incapaz de vivir preso de este bosque, sabiendo que, cuando quisieras volver, yo no podría acompañarte, siempre con la presión de un entorno que lucharía por echar de sus dominios a un intruso que quiere quedarse con su más preciado tesoro... Sé que acabarías por irte o por sucumbir... Y entonces me dolería muchísimo más.
 
—No sé... No sé... A lo mejor tienes razón… Bueno, seguro que tienes razón—admitió el muchacho totalmente abatido y con una angustiosa sensación de vacío en las entrañas—. Pero... ¿Por qué no puedo seguir, al menos, viéndote como antes?... O como tú quieras... Estoy hecho un lío, de verdad. No sé qué hacer, qué pensar... Sólo sé que te quiero más que a mí mismo. ¡Maldita sea!...
 
Los ojos de Xenia se humedecieron al ver la desesperación de su amigo que, lentamente, gracias a los efectos relajantes del brebaje, se iba dejando vencer por un curativo sueño.
 
—Ya lo sé...—dijo ella mientras arremolinaba el pelo de Suso entre sus dedos—. A mí me resulta tan difícil como a ti, pero si seguimos viéndonos, no haremos más que engañarnos a nosotros mismos y hacernos daño, porque..., tarde o temprano, habría que elegir... Pero no te preocupes... Tú me has dado algo que hasta ahora no conocía, y no pienso renunciar a ello.
 
—Mmmhh... yo... tampoco quiero... renunciar—murmuró Suso después de escuchar las enigmáticas palabras de la joven y justo antes de quedarse dormido.
 
Xenia tomó el cuenco que Suso tenía aún sobre su pecho y se fue hacia la mesa de las pócimas para dejarlo. Después salió al exterior, cruzó el porche y se dirigió a la primera línea de árboles. El sol estaba alto, y era el único momento del día en que sus rayos se filtraban verticales entre el enramado, salpicando el oscuro corazón del bosque de color. Allí, sumergida en aquel mundo verde, era consciente de su propia identidad. El cercano arroyo componía su canción entre las piedras, los pájaros silbaban la suya de rama en rama, y las hojas, movidas por el viento, susurraban un lenguaje que tan sólo Xenia era capaz de comprender, y que ahora escuchaba como el consejo de una madre y la reprimenda de un padre que no quieren perder a su hija.
 
Antes de conocer a Suso, todo era distinto. Su vida era clara y sencilla, como la de cualquier otro habitante del bosque al que pertenecía. Su destino, marcado por ese mismo bosque, era el resultado de una simbiosis mediante la cual, ella recibía la protección, el cariño y los medios necesarios para la vida, y a cambio, velaba por la seguridad del hábitat y por el bienestar de cada uno de los miembros de su gran familia. Cuando tuviese la edad, igual que su madre, y antes su abuela, concebiría una hija que continuaría su labor, y ella misma volvería para siempre al seno de su padre, dejando que la hiedra trepase impunemente por su cuerpo. Ahora, un nuevo sentimiento, profundo e inmenso, venía a complicar mucho más las cosas. Sabía que, cuando Suso se marchase, también se llevaría algo de ella, al tiempo que dejaría parte de sí mismo en esos bosques. Una parte que, en cuanto pudiera, volvería a buscar, aunque quizás no con tanta fortuna como la primera vez. En su interior todo había cambiado, y una ancestral característica humana surgía de lo más hondo de su ser. Tal vez no hubiese más que un destino, pero ella tenía la capacidad de elegir la senda.
 
Cuando volvía hacia su casa, junto a su amado, había tomado la única decisión que le permitiría estar junto a él.
 
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lunes, 13 de agosto de 2018

Arandedo 5. El bosque maldito


Después de todo lo que había pasado esa mañana, a Suso no le parecía nada increíble el que un erizo le estuviera guiando para salir de aquel intrincado laberinto verde. Ella misma había querido acompañarle, pero como el joven declinara cortésmente su ofrecimiento confiando en su sentido de la orientación, Xenia envió al animal por delante con indicaciones precisas, diciendo que le ayudaría en su camino. Ayuda sin la cual, luego tuvo que admitirlo, no hubiese podido llegar al valle.

Mientras caminaba en pos del inatacable bicho, Suso recordaba con satisfacción aquellas palabras con las que la muchacha le confesaba el amor que sentía, y con indignación el no haber tenido valor para decir que a él le pasaba lo mismo, que veía su sonrisa hasta cuando dormía y que le importaba muy poco que fuese persona, cosa o vegetal. Y es que siempre era lo mismo. Cuando sentía verdaderos deseos de expresar algo muy importante, una especie de bloqueo imposible de superar sellaba sus labios e incluso su mente. En este caso, aumentado por el hecho de saber lo que ahora sabía y el miedo irracional que ello le provocaba. Lo único que le consolaba era la esperanza de un próximo día y una nueva oportunidad… Pero, eso sí, tendría que decirle algo, lo que fuese, con tal de no dejarla igual que esa mañana, triste, borrada la eterna sonrisa de su rostro, como si reflejase la frustración de no haber encontrado respuesta a sus confidencias.

Cuando el erizo desapareció entre unos matojos del camino, cumplida su misión, Suso siguió caminando sin volverse, y no lo hizo hasta que llegó a la parte más alta y despejada del sendero que ascendía por la colina. Desde allí contempló el aterciopelado manto verde que cubría el valle, tan sólo roto por una oscura y sinuosa línea en su centro. Fuera de su vista, encajados allá abajo, estaban los pastos del Arandedo; y más allá, en algún lugar oculto entre toda esa espesura, la casa y el mundo de Xenia.

Se obligó a sí mismo a continuar la marcha y, a medida que se acercaba a su aldea, al mundo conocido, sus pasos se iban tornando más decididos, consciente de que ahora compartía un secreto vedado para todo el mundo. A pesar de todas sus dudas, de todos sus miedos, se sentía tocado por algo especial. Algo que solo le concernía a él. Cuando se despidieron aquella mañana, Xenia le dio un cálido beso en la mejilla y le dijo que el Arandedo siempre estaría entre los dos, como la unión de dos valles y como la barrera de un río. Sus palabras no llegó a entenderlas, pero aquella caricia de sus labios sellaría por siempre un nuevo sentimiento.

No había transcurrido una semana y ya la vida del joven campesino había cambiado por completo. Gumersindo Castelho intentaba descubrir la razón por la que su nieto le había traspasado descaradamente el pastoreo matutino del ganado mientras él desaparecía todos los días, su madre estaba inquieta por la repentina pérdida de apetito que sufría y todo el mundo se sorprendía al oírle silbar mientras se acicalaba por la mañana, cuando antes siempre salía de casa cabizbajo y en silencio sin preocuparse lo más mínimo por su aspecto físico.

Algunos años atrás, cuando todavía era el pequeño de la casa, harto de las burlas y travesuras de sus hermanos mayores, se le ocurrió la idea de construir, en lo alto de un robusto cerezo del huerto, una pequeña plataforma de madera, cerrada por tres de sus lados y cubierta con un tejado de ramas y paja, a la que se accedía por una escalera de cuerda que Suso enrollaba cuando subía. Aquél sería el refugio de su intimidad y sus juegos durante mucho tiempo, hasta que sus hermanos se marcharon y él pasó a tener otras obligaciones propias de la edad. Ahora, después de un largo abandono, había vuelto a limpiar y a arreglar la plataforma, y pasaba horas enteras subido en ella, olvidando por completo los inventos y creaciones de madera que habían ocupado todo su tiempo libre hasta hacía poco.

Uno de esos días en que todo era distinto; uno de esos días en los que creía haber reunido el valor suficiente para declarar todo aquello que sentía, Suso emprendía de nuevo el camino que atravesaba el sotobosque de la parte alta y las profundas forestas que conducían al Arandedo, libre de la comparsa vacuna que antes guiaba hasta sus pastos. Pero ya no recorría el monótono y conocido camino de siempre, sino que disfrutaba de un paseo en el que descubría, a cada paso, nuevas maravillas de la naturaleza que había aprendido a identificar, como las malsanas campanillas violetas de la dedaleira, la euforizante valeriana o herva-dos-gatos, la xesta o retama negra, que inmuniza del veneno de la víbora a las ovejas que la ramonean, el ajenjo y la artemisa, buenos para abrir el apetito y regular el ciclo menstrual, la venenosa hierba mora, de flores blancas y pequeños frutos oscuros y arracimados conocidos como «uvas de can», y una infinidad de otras plantas que estaba harto de ver, pero que tan sólo ahora empezaba a conocer.

Una vez en el valle, Suso se sentó en la orilla del arroyo, con la espalda apoyada en uno de los orgullosos chopos y dejando que los pies rozasen levemente la superficie cristalina del agua, sin volverse hacia el sitio por donde sabía que llegaría Xenia, como si no quisiese dar importancia a un encuentro que esperaba con impaciencia desde el momento mismo en que decidió hablarle con toda franqueza mientras la acompañaba de nuevo hasta su casa a través de aquel bosque, mágico para él, maldito para el resto del mundo.

Esa mañana Xenia no apareció.

Había bastado un día sin la presencia de la joven en el Arandedo para que Suso tuviera tiempo más que suficiente de darse cuenta de lo imprescindible que le resultaba ya su compañía. Pasó en vela una interminable noche llena de obsesivas imágenes y angustiosas divagaciones, convenciéndose a sí mismo de que debía poner toda la carne en el asador de una vez por todas, porque lo que sentía era más fuerte incluso que su asumida y dominante timidez, y al día siguiente estaba de nuevo como un clavo en el pequeño prado, tan nervioso como el primer día de escuela.

Pero todo fue en vano, porque Xenia no dio señales de vida.

El tercer día de largas e infructuosas esperas, mientras daba vueltas como un animal enjaulado por los sitios que antes habían recorrido juntos, destelló en su cerebro el relámpago de una descabellada idea: ir en búsqueda del pueblo perdido. Sin embargo, una razonada prudencia la desechó de inmediato.

Durante mucho tiempo estuvo machacando su torturada mente, buscando una posible explicación al hecho de que su amiga no hubiese vuelto por allí; desde un accidente, una enfermedad o cualquier otro motivo que le hubiese imposibilitado salir de su casa hasta que, simplemente, y por algo que escapaba a su entendimiento, hubiese perdido el interés por su compañía. La única conclusión que pudo sacar era que todo aquello no podía terminar así, aunque tuviese que ir a buscarla en ese maldito bosque.

Esa noche, el suave murmullo de la lluvia le hizo conciliar el sueño con más facilidad, pero no consiguió evitar, a pesar de su persistencia, que acudiera a la cita de todos los días en cuanto un nuevo y triste amanecer hizo su aparición. Cubriéndose apenas con un apolillado paraguas, Suso ignoró la intensa humedad de las piedras y se sentó sobre una pared, con las rodillas pegadas al pecho, esperando, como si esa espera fuese un fin en sí misma, como si todo el sentido de la existencia se concentrase en ese valle. Sus ojos, hipnotizados por el rítmico golpeteo de las gotas de agua en las piedras, en las hojas, en su paraguas, parecían taladrar la neblinosa espesura en busca de una luz que iluminase la oscuridad de su alma.

Seguía lloviendo cuando el joven campesino, totalmente empapado y abatido, se encaminó de nuevo hacia su casa. Estaba seguro de que la muchacha no habría aparecido en una lluviosa mañana como aquella, pero él tenía que superar su propia prueba. Ahora, sabía lo que tenía que hacer.

El sol aún pugnaba con la luna por alumbrar una nueva jornada y la lluvia, que duró un día y dos noches, había cesado hacía rato, dejando que el cielo clareara limpio y diáfano mientras Suso bajaba hacia los prados. Al llegar al punto donde siempre se sentaba a esperar, se detuvo y levantó la vista hacia las ondulantes ramas de los chopos. Un ave rapaz surcó el aire velozmente a gran altura. Quizás fuese ésa la señal que estaba esperando, pensó Suso, y continuó hacia el lugar por donde, días atrás, se internaba con Xenia en un mundo distinto y misterioso.

No iba a ser aquella una empresa fácil pero, ¿acaso tenía otra opción?, se obligó a pensar antes de dar el paso definitivo. Le había estado dando muchas vueltas, sopesando todos los riesgos. Recordó lo que su abuelo le contara, las palabras de Xenia, la vuelta junto al erizo guía, pero al final prevaleció el hecho de saber que ella estaba en algún lugar no muy lejano, esperando quizás que él la encontrase. Con los escasos datos que conservaba en su memoria y un parco sistema para no perderse, Suso creyó posible la victoria contra la leyenda del bosque.

Nada más penetrar en la inquietante foresta, el joven trató de recordar, con la mayor nitidez posible, la dirección que había tomado Xenia el día que él la acompañara. Según caminaba, fue dejando un rastro detectable, por si, llegado el caso, tuviese que retroceder o recomenzar en otra dirección. Al principio no fue demasiado difícil pero, a medida que avanzaba, la cosa se iba complicando. Los enormes y frondosos castaños parecían todos iguales. Las setas, los líquenes, el musgo... surgían espontáneos por doquier, transformando los caminos y vistiendo los troncos de los árboles. Los leñosos carballos elevaban sus imponentes mástiles hacia el cielo en una confabulación secreta para ejercer su dominio sobre cualquier ser que invadiese su reino. El viento susurraba entre las hojas su monótono lamento. Poco a poco, la maleza se iba cerrando cada vez más a su alrededor y los helechos, húmedos aún por la lluvia caída, se acercaban más y más empapando su ropa.

Al llegar junto a un retorcido y centenario roble que le resultó vagamente familiar, corrió hacia una pequeña loma desde la que creía poder divisar la zona de la cañada, pero sólo encontró más bosque. Desalentado, volvió unos metros sobre sus pasos y, cuando levantó la vista del suelo, ya no vio la arrugada y peculiar cara del viejo roble que le había servido de ayuda. Desde aquel nuevo punto de vista no parecía haber ningún árbol especial, diferente a los demás. Su corazón quiso detenerse un breve segundo para luego comenzar a palpitar con más fuerza. Anduvo en círculos alrededor de varios árboles intentando recuperar la perspectiva inicial, pero todo fue inútil; la situación no hacía más que agravarse a cada paso que daba.

¡Ni siquiera llevaba en el bosque media hora y ya se había perdido! ¡Inaudito! El pobre campesino no sabía si enfadarse más consigo mismo por ser tan incauto a la hora de marcar el camino o por no haber sabido reaccionar cuando tuvo la oportunidad en casa de Xenia.

Consciente de que no le sería nada fácil dar con la aldea, supuso que si buscaba una ladera y caminaba siempre en sentido ascendente, llegaría a un punto de máxima altitud desde el que podría ver el arroyo que le conduciría hasta ella. Sin embargo, después de subir durante un buen rato, Suso se percató, por la inclinación del terreno, que la pendiente volvía a descender sin que la masa de árboles le hubiese dejado ver tan siquiera si había coronado la cima de la colina más alta o bien había otras elevaciones más importantes alrededor.

A partir de ese momento, Suso comenzó a notar que los nervios retorcían sus entrañas y un sudor frío empapaba su piel. Ya no seguía una ruta marcada, deambulaba desesperadamente entre los árboles, buscando, no ya la dichosa aldea, sino simplemente una salida de aquel endiablado bosque. De repente, en pocos minutos, el aire se volvió más espeso y húmedo, el cielo se oscureció y una densa bruma comenzó a deslizarse subrepticiamente entre la vegetación. Era como si todo ello formase parte de una horrible conspiración. La excitación de Suso pronto se convirtió en miedo; un miedo irracional que le hacía ver ojos penetrantes observándole desde la espesura, caras grotescas en las cortezas de los robles, retorcidas figuras diabólicas en sus ramas; un miedo que le erizó el vello y le hizo perder la poca sangre fría que le quedaba.

Se esforzaba intentando ver a través de la niebla, que parecía haber engullido incluso el trino de los pájaros o el roce de las hojas movidas por la brisa. Ahora estaba solo con el amedrentado latido de su corazón y la jadeante respiración de sus pulmones, intentando evitar los garfios leñosos que enganchaban sus ropas, las retorcidas raíces que surgían del suelo para atraparle, los miles de dedos vegetales que querían tocarle y pegarse a su piel.

Corría alocadamente, sin rumbo ni dirección fija, volviendo la cabeza de continuo, hasta que, de repente, notó que algo bajo sus pies se movía y lo llevaba al fondo de un escarpado terraplén oculto bajo la niebla. A partir de entonces, sólo hubo oscuridad.

Pasó un buen rato hasta que Suso recuperó la suficiente consciencia como para darse cuenta de su situación. Se liberó torpemente de las zarzas que se habían enganchado a su ropa en la caída e intentó erguirse, pero en cuanto apoyó el peso del cuerpo sobre su pierna izquierda, un dolor lacerante le hizo caer de nuevo. Después de eso, el pobre campesino ya no hizo ningún esfuerzo por levantarse. Se quedó tumbado en el lecho de silvas y ortigas, ignorando la urticaria que éstas le habían producido en diversas zonas del cuerpo. Muy cerca de él, un pequeño insecto hacía vibrar una telaraña con sus agónicos movimientos, sacudiendo las minúsculas gotas de agua que habían transformado la mortal trampa en un rosario de finas perlas. No pudo evitar un escalofrío al pensar en la poca diferencia que existía entre la desdichada víctima y él mismo. Había puesto demasiado interés en que nadie supiera a donde iba todas esas mañanas y aun cuando lo echaran en falta, nunca supondrían que se hallaba en ese recóndito lugar, desconocido y maldito para todo el mundo.

Perdido, herido y sin esperanza alguna de ayuda, Suso sintió que las fuerzas le abandonaban, como si el bosque influyera letalmente en su ánimo y le hiciera vivir una pesadilla de la que era imposible salir. Una pesadilla en la que, hasta los recuerdos más agradables le martirizaban, en la forma de una familiar silueta que se dibujaba en la bruma.
 
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