lunes, 23 de septiembre de 2013

Fatum


- Me ponéis en un compromiso, hermano Gabriel. Sabéis que no puedo dejar abiertas las puertas de la iglesia abacial después de completas.
- Lo sé, pero no tenéis que dejarlas abiertas…
- ¿Pensáis pasar aquí la noche?
- …Sólo os pido que dejéis accesible el paso por la capilla de San Nicolás para maitines
- Sea pues, si así lo deseáis… Pero, por favor, hermano, no os mortifiquéis. Habéis expiado con creces y recibido la absolución… No creo que…
- ¡Tan sólo quiero orar en soledad!
- También podéis hacerlo en vuestra celda.
- Únicamente una señal del altísimo podrá conceder algo de paz a mi espíritu, ya que no aspiro a obtener su perdón. Necesito velar, fray Domingo. Velar frente al señor,… y si tiene que fulminarme, que acabe ya con mi agonía.
- Que no os atormentéis os digo,… pero si tenéis que velar, velad, hermano, velad.

 No sin cierto recelo, el fraile de mayor edad fue cerrando los portones exteriores de la abadía. El último de ellos, el llamado de San Martín, cerró sus fauces con un doloroso lamento de madera vieja, dejando un eco insondable que se perdió en la penumbra del templo. Después silencio. Un silencio que a Gabriel, en esta ocasión, no se le antojó en absoluto acogedor.
Apagada ya la cálida luz de cirios y velas, sólo la claridad mortecina de la luna rompía las sombras, creando contrastes fríos y perturbadores. Gabriel avanzó lentamente hacia el altar, sintiendo que el leve crujir de sus sandalias sobre las losas podía ser más que suficiente para interrumpir el sueño de los sepultados. Se arrodilló en uno de los reclinatorios y, movido por el hábito, buscó en las tinieblas la figura del crucificado. Se trataba de una talla peculiar que, lejos de la expresión torturada y agonizante característica de la imaginería barroca, clavaba una mirada inquietante en los ojos de quién lo contemplaba, fuera desde el ángulo que fuera, y la sangre de sus llagas escurría por los costados y el madero hasta su extremo inferior, de manera que, al hallarse la cruz colgando del techo, parecía gotear justo sobre el altar.
No era la primera vez que el joven fraile velaba. De hecho, hacía ya muchas noches que no podía dormir. Un sentimiento de repugnancia hacia sí mismo había ido emponzoñando su corazón y debilitándolo a pasos agigantados. El resto de hermanos había ido viendo cómo su cuerpo, igual que su espíritu, se deterioraba rápidamente, haciéndole débil, nervioso e irascible. Esa noche, Gabriel recurría una vez más a su dios como último recurso de redención.
Durante un buen rato estuvo intentando concentrarse y relajarse mediante la oración, pero sus pensamientos divagaban sin control y su angustia crecía incontenible. Apretó los dedos entrelazados hasta entumecerlos, pero no consiguió evitar la aceleración de su pulso.
De repente, un leve roce a su espalda le sobresaltó, y dio al traste con los ya de por sí infructuosos esfuerzos por calmarse. Aguzó el oído hasta el extremo y creyó escuchar el sonido de unos pasos que se acercaban desde el fondo de la nave. A la tensión acumulada se unió el temor. Un temor extraño, por el que sus propios fantasmas parecían tomar cuerpo en las sombras de los grandes pilares que le rodeaban.
Los ruidos se hicieron más audibles, de tablas que crujían, de algo que se arrastraba, y todo pareció volverse más hostil: la oscuridad impenetrable, las formas de piedra, los rostros desfigurados en la madera. Gabriel, controlando a duras penas el pánico, recordó el acceso abierto hacia la capilla y se movió despacio hacia la nave lateral, sin dejar de escrutar la negrura, empapado por un sudor frío y con el corazón desbocado. Sin embargo, cuando llegó a la parte delantera del templo, se quedó petrificado.
A través del rosetón principal se filtraba luz lunar suficiente para divisar los tubos del órgano y parte de las figuras polícromas que adornaban la balaustrada. Una sombra titubeó entre ellas, creando efectos extraños con la luz coloreada de las vidrieras. Entonces, Gabriel se fijó en la escultura del santo cuyo nombre había adoptado al ingresar en la orden. De sus ojos, de su cabeza, brotaban hilos de sangre que resbalaban hasta el suelo. El monje reprimió un gritó y se lanzó contra la verja de la capilla de San Nicolás, presa de la histeria, manipulando nerviosamente la cerradura. Un dolor intenso taladró su pecho y le hizo caer de rodillas.
Justo entonces, como si hubiese estado aguardando ese momento, la talla de San Gabriel se quebró por su base y se precipitó pesadamente al vacío, destrozándose contra el suelo de piedra. En el instante del impacto, el corazón del fraile, colapsado por el terror, ya había dejado de latir.

 Una hora antes, una figura embozada deambulaba erráticamente por las calles desiertas. El hombre sabía que algunas miradas escrutadoras podían seguir sus pasos desde balcones y oscuras arcadas, y delatarle ante “la ronda” a su paso. El simple hecho de caminar cubierto después de la hora nona bastaba para levantar toda clase de sospechas. Por eso tenía que ser muy precavido y buscar refugio cuanto antes. Además, la mancha roja de su camisa aumentaba de forma alarmante, y el pecho le dolía al respirar. No podría aguantar mucho más y menos aún para salir de la ciudad. Tenía que descansar, aunque sólo fuese un par de horas.
La iglesia del monasterio era el lugar ideal. El espacio era muy basto y oscuro, idóneo para ocultarse antes del cierre de las puertas sin ser descubierto. Luego podría descansar tranquilo. Por otra parte, estaba en “sagrado”, y en último caso, la patrulla no podría sacarle de allí a la fuerza. Siempre tendría más posibilidades que en una casa cualquiera. No es que creyese merecer el perdón divino, pero quizá los frailes estarían dispuestos a ayudarle si entendiesen que actuó en defensa de su propia vida. Pero antes tenía que descansar, ordenar sus ideas, dejar que se calmase la tormenta atroz que habían sido las últimas horas.
Estaba adormilado, en el interior de uno de los confesionarios, cuando escuchó el ruido. No pudo identificarlo, ni siquiera saber si pertenecía al sueño o a la realidad, pero permaneció alerta. Durante un rato no escuchó nada más, pero al cabo, de nuevo un leve crujido, como si hubiesen corrido un banco. Le asaltó el miedo. Salió de su escondite y se dirigió con cautela hacia el fondo del templo, aunque sólo avanzó unos metros, porque un nuevo pensamiento acudió a su mente: en ese estado no podría hacer frente a nada y, precisamente porque desconocía la fuente de su inquietud, no quería permanecer en posición tan vulnerable. Volvió sobre sus pasos y se dirigió de nuevo a la nave lateral.
A duras penas encontró el acceso a la escalera de la tribuna, desde donde esperaba tener mejor perspectiva, pero ya entonces la herida sangraba profusamente, empapando camisola y calzas. Deambuló un rato en las alturas escrutando la penumbra. El pecho le dolía horrores, la vista se le nublaba y el frío atenazaba sus huesos. Estaba a la altura del órgano cuando de nuevo oyó ruidos extraños y se apoyó en la figura que tenía más próxima intentando traspasar las sombras. La sangre escurría por su brazo y por aquello que tocaba.
Entonces, un fuerte golpe metálico, casi justo por debajo de donde se encontraba, le sobresaltó, haciéndole perder pie y cayendo sobre la figura en la que se apoyaba, que, al no estar bien sujeta en su base, se precipitó al vacío arrastrándole.

 La oración de maitines transcurrió con normalidad, dado que los monjes entraban a la capilla de San Nicolás directamente desde el claustro, sin pasar por la nave central. Pero para laudes ya habían descubierto los cuerpos sin vida de los dos hombres. Las conjeturas no se hicieron esperar, aunque muchas cosas quedaban sin explicación.
Era sabido por toda la comunidad que Gabriel purgaba su pecado desde hacía tiempo y, aunque para los demás se mortificaba en exceso, teniendo en cuenta la falta cometida, él no lo creía así, y desde que había sido testigo en el proceso contra doña Catalina, acusada de adulterio y de prácticas hebraizantes, no había vuelto a ser el mismo. Gabriel había sido el arma principal del inquisidor, como testigo directo de los amores pecaminosos de aquella mujer, a la que, por otra parte, ya el Santo Oficio había echado el ojo hacía tiempo por su peculiar comportamiento, alejado de los cánones que para la Iglesia eran correctos: una mujer instruida, con ideas propias y, por más, descendiente de judíos conversos.
El cuerpo del monje no presentaba señales de violencia, por lo que únicamente podían suponer causas naturales a su fallecimiento. Pero, a un par de metros, junto a la destrozada escultura del santo que llevaba el mismo nombre que el fraile muerto, hallábase el de otro hombre, con una herida de sable en el costado.
Más tarde, pudo conocerse la relación entre los dos cadáveres. Al parecer, el esposo de doña Catalina, no satisfecho su honor con la sentencia de cárcel y expiación a la que fue condenada su mujer, inició una frenética búsqueda del desaparecido amante, hallándolo por fin la tarde de los hechos. El resultado del encuentro fue una reñida lucha, en la que murió el agraviado y quedó malherido su oponente, que acabó ocultándose en el templo y terminando como ya se ha sabido.
Estaba claro pues, que los dos hombres estaban relacionados de forma directa a través de Doña Catalina, uno como confidente y testigo de su pecado y otro como incitador de ese mismo pecado. No así estaba clara, sin embargo, su posición en el mismo sitio y lo distinto de su muerte. Se pensó en algún tipo de envenenamiento, y en la consumación de una venganza hacia quién, a fin de cuentas, había puesto al cornudo en conocimiento de su desgracia. Con todo, no eran más que hipótesis sin consistencia, y la verdad quedó envuelta en el misterio.
Entre la comunidad de monjes, la versión más extendida era que el demonio que había seducido a doña Catalina y asesinado a su esposo en desigual lance, cegado por el odio y la venganza, quiso consumar su fechoría contra quien tan valientemente le había acusado y, valiéndose de algún oscuro sortilegio, atrajo y dio muerte a su víctima, aún herido como estaba y sin que mediase arma alguna. Quizás con algún tipo de veneno o conjuro. Pero Dios, poder supremo de justicia y vigilante de todas sus ovejas, arrojó su ira sobre el malvado en forma de su mensajero, el arcángel San Gabriel, protector por demás del pobre fraile, cuyo tormento interior, demasiado vehemente para la mayoría y de causa desconocida para todos, terminó de la forma más dramática.

 En su celda de la prisión provincial, Catalina escuchaba este relato de su confesor. La diferencia es que ella sí conocía los motivos de congoja del fraile. Él mismo se lo había contado en sus visitas, cuando ya se sentía a salvo y lo único que le quedaba era regodearse con el sufrimiento de quién no podría tener nunca, de quién, a pesar de ser su amiga y confidente desde la infancia nunca había imaginado el deseo que había consumido el alma de Gabriel aún incluso antes de profesar los votos. Un deseo que hacía estallar sus venas cuando la sabía en brazos de otro hombre. No del hombre con quién se había desposado por conveniencia, sino del hombre al que realmente amaba.
Catalina miraba fijamente las cuentas del rosario enrollado en su puño. No había lágrimas. No había odio…, ni perdón.
-¿Creéis en las casualidades, Fray Bernardino?
- Yo, como vos, creo en los designios de Dios, hija mía.

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