Me despertó el choque. Al menos ése es mi primer recuerdo. Yo no sufría de narcolepsia y jamás había perdido el conocimiento ni me había dormido mientras conducía, pero el caso es que el airbag saltó y yo me encontré encajado en el automóvil que me precedía, un pequeño Laser Power del 86; uno de esos prototipos propulsados con torio que dejaron de fabricarse hace décadas. La emisora siseaba un monótono vacío radiofónico y el navegador parpadeaba en busca de señal. Abrí la portezuela, todavía aturdido, y salí al exterior. El tremendo calor sofocante casi me obliga a volver a la comodidad de mi climatizado habitáculo, pero una imagen insólita me detuvo. La calzada, hasta donde me alcanzaba la vista, era una caravana interminable de vehículos detenidos, aunque ninguno de ellos parecía tener ocupantes. Puse la mano a modo de visera intentando evitar el sol ardiente y observé el extraño paisaje urbano que me rodeaba.
Nadie caminaba por las aceras, ni entraba o salía de los locales comerciales; carritos de la compra, cochecitos de bebé, bolsos, maletines y todo tipo de pertenencias se esparcían por doquier; vasos de café medio llenos y croissants mordisqueados salpicaban, abandonados, las mesas de las terrazas; remolinos de papeles y prendas ligeras de vestir se amontonaban en los rincones, arrastradas por un viento abrasador; dos autobuses, sin conductor ni pasajeros, habían chocado bloqueando un cruce; un vehículo destinado a la recogida de residuos mantenía uno de los contenedores basculando en el aire, a medio camino entre el suelo y su cuba recolectora, como si la mano que accionaba el mecanismo elevador hubiese sido abruptamente cercenada por una cuchilla infernal e invisible.
Comencé a caminar confuso, frotándome los ojos y sacudiendo la cabeza en un intento de despejar mi mente. Una poderosa sensación de angustia se apoderó de mí. Sentí que el oxígeno escapaba de mi sangre y que mis huesos dejaban de sostenerme. Incapaz de asumir una absurda realidad, corrí por las calles desiertas, penetrando en las trastiendas, llamando a las puertas. No comprendía lo que había pasado ni recordaba nada anterior a la colisión. Mi teléfono móvil no tenía cobertura y mostraba una fecha imposible. Recogí alguno de los que hallé por el suelo pero todas las lecturas fueron iguales: quince de agosto de 2106. El viento cálido que silbaba en los callejones parecía ser la única presencia viva, aparte de mí mismo, en aquel sueño estúpido.
Porque aquello tenía que ser un sueño.
Entonces recordé algo. Vino a mi memoria un artículo que leí en el que se daban algunas pautas para despertar de una pesadilla. Se decía que, cuando hablas o gritas en sueños, activas realmente las cuerdas vocales, por lo que una forma de volver al estado de vigilia es intentar hacerlo de forma intencionada, de manera que el ruido mismo o alguien pueda despertarte. Por lo que podía recordar, yo vivía sólo, así que lo único viable era la primera opción. Dejándome llevar por una locura liberadora, grité hasta desgañitarme pidiendo socorro. Con la garganta al rojo vivo y la ropa empapada en sudor, anochecía ya cuando, arrodillado en la calle vacía, lloraba de desesperación sin que nadie, absolutamente nadie, pudiese escucharme.
Cuando el torbellino en que se había convertido mi mente durante esas horas fue cediendo algo de terreno a la razón, pude hacer un precario análisis de la situación. No recordaba nada del pasado reciente ni sabía a qué extraño fenómeno debía el haber llegado a formar parte de aquel mundo inhóspito aunque, si no estaba sumergido en un maldito sueño, las conjeturas podían resultar mucho menos halagüeñas y seguro que más disparatadas, como alguna puerta entre universos paralelos o un viaje en el tiempo. Cualquiera de ellas me llevaba a un callejón sin salida, así que, dejé de pensar en el asunto y procuré adaptarme a la situación.
Pasé mucho tiempo vagando por aquella tierra desolada sin más compañía que mi propia voz, pues en mi largo camino no llegué a encontrar, no ya un humano, sino un sólo ser vivo, fuese animal o vegetal. Mi abastecimiento se encontraba en los supermercados y cogía el vehículo que encontraba para conducir hasta que se agotaba el combustible o hasta que se bloqueaba el camino. Después caminaba hasta encontrar otro vehículo, otra ciudad, otra carretera. Mi objetivo, después de visitar los lugares que resultaban familiares a mi memoria y constatar que se encontraban igual de abandonados que el resto de lo que había visto, no era otro que hallar alguna pista que diese respuesta al menos a una de tantas preguntas que me torturaban. Hasta que un día, de repente, ocurrió de nuevo. Así, sin más.
Me había quedado dormido en el automóvil y, cuando abrí los ojos, me hallaba en un atasco monumental. Había gente vociferando entre los autos y los cláxones no paraban de sonar. Con el corazón brincándome del pecho, puse la radio. La ya prácticamente olvidada voz de un locutor hablaba sobre las pesadillas y cómo despertar. No sabía si creérmelo, pero me sentí tremendamente aliviado y comencé a gritar a pleno pulmón.
Entonces desperté.
Los testigos de alarma estaban iluminados y se había enriquecido la mezcla de oxígeno de la cabina al activarse el protocolo de emergencia. Todavía medio aturdido, accioné los controles para que se abriera la cubierta de plexiglás.
En todos los monitores se leía el mismo mensaje en letras rojas: «Colisión de micrometeroide con escudo protector. Sin daños exteriores reseñables. Desbloqueado estado de hibernación por fallo en el sistema. No es posible reiniciar programación. Activar procedimiento manual.»
Entonces recordé.
Estaba en la nave Quirón. La última nave terrestre. Durante los últimos años en el planeta habíamos hecho un trabajo inconmensurable pero habíamos logrado enviar cinco naves hacia Fénix, el exoplaneta del sistema Vela, el más cercano con posibilidades de albergar vida, con los pocos miles de seres humanos que aún quedaban vivos sobre la tierra. Un viaje de noventa y seis años en enormes módulos de hibernación masiva con una básica tripulación que se turnaba cada diez. Un pequeño grupo de veinte voluntarios, encargados del proyecto «Apagar la luz», seríamos los últimos en marcharnos. Al final, las cosas se complicaron en aquel planeta moribundo y, del grupo de «escobas», sólo yo logré sobrevivir. Ahora, sin embargo, todo había terminado. Una sensación de absoluto terror comenzó a crecer desde lo más profundo de mi mente.
El choque que sentí en aquel viejo Laser Power no fue más que un error, la percepción sensorial de un fallo en el sistema de hibernación que, en lugar de llevarme a la fase Delta, indujo un estado de semiinconsciencia, introduciéndome en una ensoñación que hubiera durado los noventa y seis años previstos de letargo, de no ser por una nueva colisión, esta vez totalmente real.
Como consecuencia del impacto, algunos elementos del viejo sistema quedaron definitivamente inutilizados y, cuando el programa de emergencia procedió a despertarme, quedó anulada toda posibilidad de volver atrás. A más de cuarenta años de viaje del planeta Fénix y con medios de supervivencia tan sólo para seis, la imagen desolada de aquel planeta muerto se me antojó un sueño donde la esperanza, lejos de morir, renacía con cada paso en el polvo.
Mientras escribo estas postreras letras, demasiado lejos de todo, me resigno a ser el último ser vivo que abandonó la Tierra. Pongo rumbo al destino previsto, con la esperanza de que alguien recoja mis restos y honre ese dudoso título a la luz de un nuevo sol.