lunes, 29 de agosto de 2016

Colisiones


Me despertó el choque. Al menos ése es mi primer recuerdo. Yo no sufría de narcolepsia y jamás había perdido el conocimiento ni me había dormido mientras conducía, pero el caso es que el airbag saltó y yo me encontré encajado en el automóvil que me precedía, un pequeño Laser Power del 86; uno de esos prototipos propulsados con torio que dejaron de fabricarse hace décadas. La emisora siseaba un monótono vacío radiofónico y el navegador parpadeaba en busca de señal. Abrí la portezuela, todavía aturdido, y salí al exterior. El tremendo calor sofocante casi me obliga a volver a la comodidad de mi climatizado habitáculo, pero una imagen insólita me detuvo. La calzada, hasta donde me alcanzaba la vista, era una caravana interminable de vehículos detenidos, aunque ninguno de ellos parecía tener ocupantes. Puse la mano a modo de visera intentando evitar el sol ardiente y observé el extraño paisaje urbano que me rodeaba.

Nadie caminaba por las aceras, ni entraba o salía de los locales comerciales; carritos de la compra, cochecitos de bebé, bolsos, maletines y todo tipo de pertenencias se esparcían por doquier; vasos de café medio llenos y croissants mordisqueados salpicaban, abandonados, las mesas de las terrazas; remolinos de papeles y prendas ligeras de vestir se amontonaban en los rincones, arrastradas por un viento abrasador; dos autobuses, sin conductor ni pasajeros, habían chocado bloqueando un cruce; un vehículo destinado a la recogida de residuos mantenía uno de los contenedores basculando en el aire, a medio camino entre el suelo y su cuba recolectora, como si la mano que accionaba el mecanismo elevador hubiese sido abruptamente cercenada por una cuchilla infernal e invisible.

Comencé a caminar confuso, frotándome los ojos y sacudiendo la cabeza en un intento de despejar mi mente. Una poderosa sensación de angustia se apoderó de mí. Sentí que el oxígeno escapaba de mi sangre y que mis huesos dejaban de sostenerme. Incapaz de asumir una absurda realidad, corrí por las calles desiertas, penetrando en las trastiendas, llamando a las puertas. No comprendía lo que había pasado ni recordaba nada anterior a la colisión. Mi teléfono móvil no tenía cobertura y mostraba una fecha imposible. Recogí alguno de los que hallé por el suelo pero todas las lecturas fueron iguales: quince de agosto de 2106. El viento cálido que silbaba en los callejones parecía ser la única presencia viva, aparte de mí mismo, en aquel sueño estúpido.

Porque aquello tenía que ser un sueño.

Entonces recordé algo. Vino a mi memoria un artículo que leí en el que se daban algunas pautas para despertar de una pesadilla. Se decía que, cuando hablas o gritas en sueños, activas realmente las cuerdas vocales, por lo que una forma de volver al estado de vigilia es intentar hacerlo de forma intencionada, de manera que el ruido mismo o alguien pueda despertarte. Por lo que podía recordar, yo vivía sólo, así que lo único viable era la primera opción. Dejándome llevar por una locura liberadora, grité hasta desgañitarme pidiendo socorro. Con la garganta al rojo vivo y la ropa empapada en sudor, anochecía ya cuando, arrodillado en la calle vacía, lloraba de desesperación sin que nadie, absolutamente nadie, pudiese escucharme.

Cuando el torbellino en que se había convertido mi mente durante esas horas fue cediendo algo de terreno a la razón, pude hacer un precario análisis de la situación. No recordaba nada del pasado reciente ni sabía a qué extraño fenómeno debía el haber llegado a formar parte de aquel mundo inhóspito aunque, si no estaba sumergido en un maldito sueño, las conjeturas podían resultar mucho menos halagüeñas y seguro que más disparatadas, como alguna puerta entre universos paralelos o un viaje en el tiempo. Cualquiera de ellas me llevaba a un callejón sin salida, así que, dejé de pensar en el asunto y procuré adaptarme a la situación.

Pasé mucho tiempo vagando por aquella tierra desolada sin más compañía que mi propia voz, pues en mi largo camino no llegué a encontrar, no ya un humano, sino un sólo ser vivo, fuese animal o vegetal. Mi abastecimiento se encontraba en los supermercados y cogía el vehículo que encontraba para conducir hasta que se agotaba el combustible o hasta que se bloqueaba el camino. Después caminaba hasta encontrar otro vehículo, otra ciudad, otra carretera. Mi objetivo, después de visitar los lugares que resultaban familiares a mi memoria y constatar que se encontraban igual de abandonados que el resto de lo que había visto, no era otro que hallar alguna pista que diese respuesta al menos a una de tantas preguntas que me torturaban. Hasta que un día, de repente, ocurrió de nuevo. Así, sin más.

Me había quedado dormido en el automóvil y, cuando abrí los ojos, me hallaba en un atasco monumental. Había gente vociferando entre los autos y los cláxones no paraban de sonar. Con el corazón brincándome del pecho, puse la radio. La ya prácticamente olvidada voz de un locutor hablaba sobre las pesadillas y cómo despertar. No sabía si creérmelo, pero me sentí tremendamente aliviado y comencé a gritar a pleno pulmón.

Entonces desperté.

Los testigos de alarma estaban iluminados y se había enriquecido la mezcla de oxígeno de la cabina al activarse el protocolo de emergencia. Todavía medio aturdido, accioné los controles para que se abriera la cubierta de plexiglás.

En todos los monitores se leía el mismo mensaje en letras rojas: «Colisión de micrometeroide con escudo protector. Sin daños exteriores reseñables. Desbloqueado estado de hibernación por fallo en el sistema. No es posible reiniciar programación. Activar procedimiento manual.»

Entonces recordé.

Estaba en la nave Quirón. La última nave terrestre. Durante los últimos años en el planeta habíamos hecho un trabajo inconmensurable pero habíamos logrado enviar cinco naves hacia Fénix, el exoplaneta del sistema Vela, el más cercano con posibilidades de albergar vida, con los pocos miles de seres humanos que aún quedaban vivos sobre la tierra. Un viaje de noventa y seis años en enormes módulos de hibernación masiva con una básica tripulación que se turnaba cada diez. Un pequeño grupo de veinte voluntarios, encargados del proyecto «Apagar la luz», seríamos los últimos en marcharnos. Al final, las cosas se complicaron en aquel planeta moribundo y, del grupo de «escobas», sólo yo logré sobrevivir. Ahora, sin embargo, todo había terminado. Una sensación de absoluto terror comenzó a crecer desde lo más profundo de mi mente.

El choque que sentí en aquel viejo Laser Power no fue más que un error, la percepción sensorial de un fallo en el sistema de hibernación que, en lugar de llevarme a la fase Delta, indujo un estado de semiinconsciencia, introduciéndome en una ensoñación que hubiera durado los noventa y seis años previstos de letargo, de no ser por una nueva colisión, esta vez totalmente real.

Como consecuencia del impacto, algunos elementos del viejo sistema quedaron definitivamente inutilizados y, cuando el programa de emergencia procedió a despertarme, quedó anulada toda posibilidad de volver atrás. A más de cuarenta años de viaje del planeta Fénix y con medios de supervivencia tan sólo para seis, la imagen desolada de aquel planeta muerto se me antojó un sueño donde la esperanza, lejos de morir, renacía con cada paso en el polvo.

Mientras escribo estas postreras letras, demasiado lejos de todo, me resigno a ser el último ser vivo que abandonó la Tierra. Pongo rumbo al destino previsto, con la esperanza de que alguien recoja mis restos y honre ese dudoso título a la luz de un nuevo sol.
 
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lunes, 15 de agosto de 2016

¡Qué verde era mi barrio! Baño compartido


Juraría que ha sonado el timbre… En el mejor momento, como una tormenta cuando decides lavar el coche…
 
Pues sí, ha sonado y, por la forma en que insiste, parece saber que me molesta…
 
En fin…, no siendo que se esté quemando algo, tendré que posponer los trabajos de evacuación, así que tiro de rollo y me limpio.
 
Ya en la puerta, con los pantalones a media pierna, me asomo a la mirilla para ver la jeta del perturbador y… ¡Oh, sorpresa! La vecinita de al lado… ¿Se le habrá terminado el azúcar?
 
—¡Holaaaa! Soy Gloria, la de al lado ¿Ya sabes lo del agua, verdad?
 
Llevamos varias semanas con problemas en la general, de forma que algunas viviendas se quedan sin suministro por días enteros, pero vamos…
 
—Me da un poco de vergüenza, sabes, pero es que mañana tengo una entrevista de trabajo a primera hora y… —¡Menudos faroles verdes tiene por ojos!—te puedes imaginar…, necesito darme una ducha. ¿Os importa? No tardo ni cinco minutos.
 
«¡Aaay aay ayayyy! Eeesos faaaroles verdes, cielito lindo, mee están maatandooo…»
 
—Ehh…, ¡holaaa!
 
—¡Sí, claro, claro! Yo soy Carlos. Pasa, por favor.. Maribel está trabajando pero, por mí, date las duchas que quieras… Hoy tenemos agua… Mañana, ya veremos—Entorné los ojos a la luz de los suyos, me pregunté dónde los había comprado y le pregunté si necesitaba esponja de baño—.
 
—Muchas gracias, vecino, eres un cielo, ahora mismo vuelvo… voy a desnudarme.
 
—Si quieres, puedes desnudarte aquí —hábil comentario donde los haya, pero es que me ha provocado—… Quiero decir, en el baño.
 
¿He creído ver una sonrisa maliciosa cuando se ha marchado, o no ha sido más que el reflejo de la mía?
 
Hace poco que nos mudamos a este barrio y, hasta hoy, tan sólo Maribel ha podido establecer relaciones vecinales pues yo, trabajando a destajo, he comenzado esta mañana mi primera semana libre. Y bueno, la cosa tiene buena pinta: en lugar de pareja con hijos, perro, gato y canario, tenemos vecinita independiente, silenciosa y nada tímida.
 
Justo el tiempo de abrir un poco la ventana del baño y perfumarlo cuando vuelve a sonar el timbre. Ella está de vuelta, con pantuflas y albornoz, cerrando el cuello con la mano y protegiendo sus tesoros con sonrisa infranqueable.

—Bueno… ya estoy. No te importunaré mucho tiempo.

«Importúnameee y mézclate conmigooo, que bajo mi rama tendrás abrigo…»

—Ehh…, entonces… ¿puedo?

—Claro, claro, ponte cómoda… Si quieres puedes darte un baño… de burbujas. ¿Te pongo música? No sé, como a todo el mundo le gusta la música… en la ducha…—Pero… ¿Qué me pasa? Que es la vecina. Ve-ci-na. Seguro que Maribel hasta habrá intimado ya con ella y se habrán intercambiado cotilleos. ¿Qué la habrá dicho de mí?

Me devuelve un «No gracias, van a ser sólo cinco minutos, de verdad» y me dribla para colarse en el baño. Oigo correr el pestillo y, segundos después, el grifo de la ducha.

Intento despegar la mirada de la puerta clausurada, pero siento un cosquilleo, como ese que tenías cuando copiabas en los exámenes.

Entonces, recuerdo la ventana. Corro a la terraza y veo que sigue entreabierta. Me asomo con disimulo pero..., nada. ¡La puta cortina ! El cosquilleo aumenta de intensidad y, aun así, introduzco mis dedos temblorosos en la ranura.., aparto un poco la tela plastificada y… ¡Bingo!

Ella tiene los ojos cerrados y se quita el jabón del pelo. Hipnotizado, sigo el recorrido de la espuma, que hace eslalon entre el relieve de sus pechos y desciende en rappel desde el monte de Venus para desaparecer por la sima del desagüe.

¡Tres minutos! Tres minutos de Gloria bastan para que bendiga el día de la mudanza como al santo patrón del barrio. Cuando sale del baño, radiante, me da las gracias y se va, de puntillas, sin dejar una sola gotita de agua en el parqué. La miro por detrás y veo su cuerpo desnudo bajo el albornoz. Antes de cerrar la puerta, le obsequio un «adiós» que esconde un «la próxima te lleno la bañera de espuma y nos zambullimos juntos» y ella me lanza una última sonrisa del tipo «de ilusiones también se vive»

¡Menuda toma de contacto! Verás cuando nos conozcamos mejor.

De nuevo solo, intento retomar una tarea que dejé inconclusa, así que, cojo el «Marca» y entro en el excusado. No hago más que sentarme cuando la veo ante mí, insolente, provocativa. De color lila. Triángulo de encaje por delante, sin tela suficiente para justificar el recurso a la imaginación, y fino cordón por detrás, uniendo promesa y despedida.

Puede ser esto una señal del cielo… o de la Gloria, pero independientemente de ello, una braguita en mi baño podría causarme serios disgustos, así que, escojo un tono de voz apropiado, una mirada del tipo «tu secreto está a salvo conmigo» y me presento en casa de la prenda, con la suya.

La pose es de revista: peso sobre la pierna derecha, mano izquierda sujetando la jamba, sonrisa de complicidad y tanga malva enredado entre los dedos a la altura del rostro, como si antes de devolvérselo, fuese a darle el último mordisco.

La mirada del tipo que abre la puerta destroza mi postura en mil pedazos, a cuál de ellos más ridículo y, mientras intento desbloquear la mueca estúpida de mis músculos faciales, me lanza de propina una sonrisa para culminar la humillación.

No tengo respuestas para la pregunta del millón; aquella de «¿Qué te hace pensar que algo es lo que no es?»; pero daría un millón por no tener que estar haciéndomela en aquel preciso instante. El caso es que, llegado a ese punto de no retorno, no me queda otra cosa que inclinar el mentón y esperar la puntilla.

Los abdominales del gachó —un tío musculado siempre lleva el torso desnudo cuando está en casa— se mueven al compás de su voz cuando me dice:

—¿Qué se le ofrese, compadre?

—¡Náaaa!... Es sólo que le des esto a tu chica, que se las dejó en mi casa—ofrezco vencido el trofeo que nunca fue mío.

—¡Ah, okey! —me dice el tío estirando los labios— Po sierto, grásia po recordámelo… Tenga, esto pa su esposa, que a mí sieeempre se me olvida... ¡Ah!, y dígale que no se vaya a molestá, que ya están lavás.

Y va y me tiende una bolsa. Llena de bragas. De toooodos los colores.
 
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martes, 2 de agosto de 2016

Los últimos días de la Casa Uxía


Era un día de otoño. El frío y la humedad se colaban bajo la ropa; la bruma se enredaba en los castaños; el bosque se adormecía en el silencio del atardecer. Tan sólo se oía el rumor de mis pisadas en la hojarasca. Al final del sendero, entre la niebla, se distinguía la silueta de la casa Uxía. A medida que me acercaba, una cierta melancolía invadía mi espíritu. Era la última visita del programa y después de haber recorrido todas las aldeas y casas de labor que me habían asignado en aquel concello del sur de Lugo, no había encontrado más que desolación y abandono. Sabía que eso era lo previsto y, dado que mi cometido no era el de un comercial, sino tan solo documentar, no imaginaba que podría influir de ese modo en mi ánimo. Por otra parte, la personalidad del clima gallego, que en aquella estación se hacía notar especialmente, no contribuía a mejorar el humor de un adicto al sol de Castilla.

La agricultura en Galicia siempre había sido un medio de supervivencia familiar, nunca una explotación de mercado. Y la que lo era, estaba en manos de los caciques locales, que polarizaban la riqueza desde tiempos ancestrales. El sistema hereditario contribuía a esta situación, pues las propiedades se subdividían entre los distintos hijos y esto, junto al hecho de que fuera el primogénito varón el que recibía la «mejora», atomizaba la casa entre los distintos herederos y fomentaba el recurso a la emigración de los «no mejorados». A lo largo de los dos últimos siglos, esta opción había ido mermando poco a poco y sin pausa, la población de las tierras gallegas.

Un muro de piedra, cubierto de yedra y derrumbado en alguno de sus tramos, rodeaba la propiedad. Frente a la cancela de entrada, el agua que rezumaban las fuentes cercanas había llenado las antiguas roderas de los vehículos y encharcaba todo el camino, mezclándose con la maleza que lo había invadido. Para evitar el barro, entré por uno de los huecos del muro, por lo que parecía haber sido el paso más habitual.


Tanteó en la penumbra, sobre la mesita de noche, y su mano tropezó con el vaso, derramando un líquido amarillento sobre las tablas del piso. Entonces recordó que hacía semanas que había perdido su reloj. Se incorporó ligeramente y observó las contraventanas. El atardecer languidecía en el exterior y la luz que entraba a través de las rendijas no bastaba para romper la oscuridad. Con la consciencia abotargada intentó decidir entre abandonar la cama para ver morir el día o acoger la noche, con su mortaja de olvido. Se tumbó de nuevo, pesadamente, y fijó la mirada en un nudo del techo de madera. Un nudo de cuya existencia sólo se había percatado al poco de morir su madre, en la misma habitación donde habían instalado el velatorio. Un nudo cuyas vetas parecían dibujar un rostro. El rostro de ella.

Después de tantos años, la sangría humana tenía que notarse, aunque no lo haría dejando más tierras a los que no se fueron, puesto que éstas seguían en manos de los emigrados y, o bien quedaban sin explotar, o eran arrendadas de forma individual a otros pequeños propietarios, que únicamente conseguían mantener vivo el obsoleto sistema tradicional, autosuficiente, por el que funcionaban las casas gallegas desde tiempo inmemorial. Ese tipo de sociedad fomentaba una alta natalidad, que se mantuvo durante la primera mitad del siglo pasado, contribuyendo además al proceso de la emigración. Pero esa situación fue cambiando en la segunda mitad del siglo y, ya entrados en el actual, la natalidad dejó de asegurar el reemplazo generacional. Por otra parte, el cambio de mentalidad, así como el avance económico y social, hizo que buena parte de los jóvenes buscasen su futuro fuera de la agricultura y de la tradicional explotación familiar.

Una segunda cancilla, de madera destartalada, daba paso a la parte exterior y cubierta de la casa, lo que por aquellas tierras llaman «pendello». Era un espacio amplio y rectangular, con dos enormes vigas de más de un metro de diámetro y unos siete metros de alto, soportando el tejado, construido únicamente con travesaños de carballo, el roble gallego, y grandes losas de pizarra. A uno de los lados, junto a un horno de piedra, se apilaba un montón de leña seca y, al otro, en una especie de amasijo de hierros unido por telarañas y excrementos de golondrina, varias herramientas de labor, como arados, rastrillos y largas hoces con mango. Ascendí los tres peldaños de la entrada. La puerta estaba entreabierta y la hojarasca se había acumulado en el hueco, inmovilizándola. Cuando la empujé, un prolongado quejido resonó en el interior.


Aquel rostro desfigurado en la madera parecía tener el único propósito de repetirle cada día la misma frase con la que le castigaba en vida: «No vales para nada. Sólo sabes ir de putas y pasar el tiempo en la cantina. Con lo que pasó tu padre, que en paz descanse, para dejarte limpias estas tierras». Pero a putas sólo iba los domingos, como su madre a misa, y la cantina llenaba el gran vacío de las tardes de invierno. El resto del tiempo se deslomaba en sacar algún provecho de unos cuantos terruños, esparcidos por toda la parroquia, que su padre nunca supo o nunca quiso unir, cuando tuvo la oportunidad, en una finca mayor, más productiva y más fácil de trabajar. En todo caso, conservaba muy pocos recuerdos de un hombre que murió siendo él muy joven y que, el tiempo que vivió, lo ocupó más en lo que su madre le reprochaba a él mismo que en fomentar algún tipo de relación con su único hijo. De su madre tendría más recuerdos, pero sobre todos ellos, el luto perpetuo, la severidad de su rostro y el rosario que enrollaba en su mano durante las «novenas», o que dejaba marcado en sus mejillas con demasiada asiduidad.

Emigración, descenso de la natalidad, cambio de mentalidad; las aldeas se quedaban vacías, los pastos se cubrían de bosque, los senderos y caminos rurales se hacían impracticables. Los organismos oficiales intentaron paliar la situación y, aprovechando las nuevas tecnologías y los medios de comunicación, facilitaron el arrendamiento de parcelas dispersas o el acceso a las tierras por parte de inmigrantes de otras regiones o países. Sin embargo, el proceso era ya irreversible y no iban a ser más que parches para un agujero que crecía de forma alarmante.

El interior, en penumbra, estaba cubierto por una gruesa capa de polvo y los hilos tejidos por las arañas cruzaban por doquier, pegándose a mi cuerpo al avanzar. Encendí la linterna para examinar mejor el lugar. Después del zaguán, se pasaba a una enorme cocina. De paredes en piedra, negras por el hollín, no había sido reformada desde su construcción, por lo que presentaba el aspecto típico de las cocinas gallegas del siglo XX, con una gran encimera de granito en el centro, alrededor de tres fogones concéntricos de hierro fundido, así como un largo banco corrido en el lado opuesto al horno, los depósitos de agua y la leñera. En un rincón, una herrumbrosa cocina de butano que todavía tenía puesta la característica bombona anaranjada, habría cumplido la función práctica. A unos dos metros de altura, una galería de madera recorría todo el perímetro de la cocina y servía de distribuidor a las habitaciones del segundo piso. Sin ninguna ventana ni doble techo, tan sólo una amplia claraboya, en el centro del tejado, dejaba caer parte de la mortecina luz que el clima permitía.


Sus oídos escucharon leves ruidos en el piso inferior, pero sus miembros ya no le obedecieron. Tampoco importaba demasiado. Ya no había vuelta atrás. Hacía mucho tiempo que todo había acabado, que él no era más que uno de aquellos retratos hieráticos en deslucido sepia que colgaban de la pared, memoria de la vida de unas gentes cuyo mundo ya estaba condenado a desaparecer incluso antes de que él naciera. Porque no sólo había heredado un patrimonio escaso para cualquier ambición, sino la total incapacidad para cambiar las cosas. Un legado de laxitud y conformismo que empapaba con desidia toda su vida, igual que sobre aquellas tierras lo hacía el «orballo», una fina lluvia sin carácter, sin energía, que sin embargo se instalaba en las mañanas grises, melancólicas, para calar hasta lo más profundo y pudrir el alma.

A día de hoy, aldeas enteras han quedado abandonadas y, a este hecho, le sigue otra consecuencia: las herencias no reclamadas. Emigrantes que han muerto fuera de España, y cuyo patrimonio ha quedado en suspenso, a falta de herederos directos que supieran de su existencia; o personas que, muertos en la misma Galicia o en otras regiones, no han transmitido sus legados a nadie y, si lo han hecho, aquellos posibles beneficiarios, la mayoría muy lejos de allí, ni siquiera han llegado a tener conocimiento de ello. Según la ley vigente en Galicia, si pasados veinte años, nadie reclama una herencia, pasa automáticamente al Estado.

Toda la escalera crujía bajo mis pies, soltando una fina lluvia de polvo en cada vibración. En el primer tramo de la galería, igual que en el de la pared opuesta, se abrían dos puertas. Con cautela, por el estado deteriorado de la casa, abrí la primera puerta y pasé a la estancia. Allí, la luz entraba desde una balconada, tamizada por unos viejos cristales que habían dejado de ser transparentes hacía mucho tiempo. Las paredes, a diferencia del piso bajo, estaban enlucidas y pintadas de blanco. El austero mobiliario de lo que, en su momento había debido de ser el comedor familiar, consistía en una gran mesa de roble, algunas sillas, un enorme aparador y una alacena con platos, jarras y otros utensilios prácticos. Ningún adorno, ni siquiera cuadros en las paredes.


Los ruidos se hicieron más nítidos, más cercanos. Creyó escuchar unos pasos cautelosos haciendo crujir las tablas del piso, aunque probablemente no fueran más que un producto de su mente confusa, más cercana ya al delirio de la inconsciencia. Hacía años que nadie entraba en aquella casa. ¿Por qué iba a ser distinto precisamente ahora, cuando ya todo daba igual? De las cinco casas que formaban la aldea, él era el último habitante, y hacía más tiempo del que podía recordar que nadie se aventuraba hasta aquel lugar, aislado desde siempre por su enclave en la zona más agreste de la parroquia y olvidado finalmente cuando las pistas quedaron inservibles por la falta de uso. Cuando él era joven, ya sólo tres de las casas se mantenían habitadas durante todo el año. Con todo, no habían sido malos años. Muchas de las fincas eran medianeras con la Casa de Teixo, la de Amalia, lo que les hacía coincidir casi todos los días en las labores de pastoreo, llegando a crear entre ellos un vínculo especial. De hecho, él se anamoró. Lo malo es que ella nunca llegaría a saberlo y, cuando se marchó de la aldea para casarse, él dejó que la amargura y la frustración inundasen su alma, cambiándole el carácter de forma irremisible y permanente.

Mi empresa, ya veterana en la asesoría jurídica, había encontrado nuevo mercado, precisamente en la reclamación de «herencias perdidas». En otros países, la administración o los bancos tienen la obligación legal de buscar a los herederos y a los beneficiarios de cuentas en abandono. Pero eso no ocurre en España, donde cada vez son más este tipo de casos. Sobre todo en determinadas áreas. En Galicia, los legados no son de cuantías importantes, pero su número compensa la búsqueda. El trabajo, básicamente, consiste en documentar los patrimonios «perdidos», localizar a los legatarios y ofrecerles la posibilidad de gestionar su cobro, evitando farragosos procedimientos, a cambio de una comisión sobre los bienes recibidos.

Salí de nuevo a la galería con la intención de terminar rápidamente mi examen previo de la casa. No me sentía nada inclinado a permanecer allí más de lo estrictamente necesario y, dado que los documentos relativos a la herencia de la propiedad estaban ya indexados en el informe notarial, no creía probable que fuese a encontrar nada de interés, no pasando de ser aquella, una visita rutinaria in situ, simplemente para cubrir expediente. Los dos vanos siguientes daban a sendos dormitorios, con un mobiliario bastante austero. Uno de ellos, tan sólo contenía la estructura metálica de una vieja cama. Pero la última puerta del corredor, a diferencia del resto, estaba cerrada. Desde ese punto no se podía bajar al piso inferior, sino que había que desandar todo el camino hasta el extremo opuesto de la casa, por donde había subido, así que decidí terminar el trabajo. El intento de abrirla con el pomo resultó infructuoso, pero con un ligero empellón cedió sin problemas. Lo que vi a continuación me heló la sangre.


Sintió que ya no tenia dominio alguno sobre su cuerpo y una espesa niebla hacía naufragar su mente en los límites de la realidad. Con un desesperado esfuerzo, entreabrió los párpados por última vez, intuyó una sombra lechosa que parecía moverse ante él, y volvió a la oscuridad, dejándose mecer por los últimos recuerdos. Aquellos a los que aún valía la pena volver... A los cuarenta años ya pasaba la mayor parte del tiempo en la cantina, pero en cierta ocasión, se atrevió a probar los placeres del lupanar y, cuando su madre, ya muy envejecida y falta de fuerzas, relajó su influencia, pudo permitirse frecuentarlo con cierta asiduidad, aunque teniendo en cuenta la precariedad de sus ingresos. Fue entonces cuando conoció a Iryna. La pesona con quien más había compartido, y con quien menos en común tenía. Aunque nunca aceptó el compromiso que ella esperaba, había sido lo único por lo que habría merecido la pena luchar. Ahora, el alcohol y la soledad le habían pedido cuentas, y él sabía lo que tenía que hacer. La vida se le escapaba y ya no tenía fuerzas para retenerla, pero el modesto patrimonio que poseía, sería para ella.

En la cama descansaba el esqueleto de un hombre, con la apolillada ropa aún pegada a los huesos, estirado y con las manos a lo largo del cuerpo, como si alguien lo hubiese depositado allí, a modo de sepultura, o se hubiese quedado dormido en un sueño sin fin. Junto a él, en el suelo, un vaso de cristal, y en la mesilla un pliego de papel cubierto por el polvo. Lo tomé y le soplé para poder leerlo.

«Quería decírtelo en persona, pero he visto que estás dormido. No he querido despertarte. Es mejor así. Mi madre ya no se vale y tengo que volver a Kharkov. He conseguido reunir algo de dinero y cuando me echen en falta estaré lejos. Pero no quería irme sin decírtelo. Gracias a ti he vuelto a sentirme una persona. Te llevaré siempre conmigo. No te preocupes por mí, estaré bien. Quisiera seguir aquí, para ayudarte de la misma forma, pero la bebida te está cambiando y ya nunca vas al “club”. Por favor, busca ayuda antes de que sea tarde. Y no me olvides. Iryna»

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