Los socorristas de Ipanema y Copacabana estaban alertados de la presencia de los escualos, e impedían el baño a los miles de turistas que se agolpaban en las playas aquella mañana de julio. Según el noticiario, varios pescadores habían visto por lo menos a un par de “aletas negras” desde Piedra do Arpoador, posiblemente atraídos por los cardúmenes de peces que se aproximaban a la costa.
Cruz Silveira observaba con indiferencia
a los bañistas arremolinándose alrededor de una pareja de liveguards y encendía con parsimonia un Vila Rica mientras
esperaba. Estaba sentado en la terraza de la Confeitaria Colombo, tomándose el brunche de media mañana y disfrutando de
la espectacular vista que tenía sobre Copacabana. Su sombrero italiano de ala
ancha descansaba en la silla contigua y su Star de nueve milímetros bajo la
americana.
Consultó su reloj de bolsillo y comprobó
que el contacto se estaba retrasando. Sus propias normas de seguridad le
impelían a salir de escena lo antes posible, pero decidió esperar un poco más.
A fin de cuentas, aquél era un trabajo de mucha plata solamente por despachar
a un fulano. Además, hacía años
que no se sentaba en aquella terraza. Lo cierto es que nunca se había sentado
en ella, pero recordaba perfectamente la escena que allí se había desarrollado.
Desde ese día no había vuelto a Río.
En la secuencia de su memoria había
cuatro personajes. Un hombre corpulento sentado a la mesa, con pañuelo azul al cuello,
sombrero y bastón entre las piernas, abiertas para dejar sitio a su virilidad.
A su lado dos hombres en pie, uno de ellos más joven e impulsivo, controlando
todo lo que pasaba a su alrededor. A sus pies, un jovenzuelo limpiabotas haciendo
su trabajo.
De repente, en décimas de segundo y sin
que nadie supiera muy bien cómo, de entre los cepillos y el betún, surgió una
pequeña mano izquierda empuñando una enorme automática del 45. La luz cambió.
Los vivos colores de Copacabana viraron a un gris dramático y en la mente del
muchacho sólo quedó un tono. El azul celeste al que apuntaba.
- Leva
muitas bolas para fazer o que você está pensando, menino.
Pero el muchacho no respondió. No veía a
un engreído barón del polvo protegido
por una malla de corrupción y soborno. No veía a un poderoso narco brasileño capaz de controlar vida
y muerte de tantas personas. Sólo veía el precio que había que pagar por cada
nuevo día en las villas miseria. Sólo
veía los cuerpos de los que morían en las favelas,
encogidos sobre el suelo frío, o en los callejones, víctimas de la violencia
policial. Sólo veía la apatía descendiendo por las laderas de los morros e invadiendo cada rincón.
Sólo veía la amargura poseyendo a todas y a cada una de las almas que habitaban
en Cidade de Deus. Sólo veía el rostro de su madre, hinchado por los golpes de
la desesperación, mirándole con lágrimas de sangre. Sólo veía las manos de su
padre, quemadas por el odio a la vida, incapaces para nada que no fuera autodestrucción.
Sólo veía la imagen borrosa de sus hermanos, cabalgando hacia el infierno a
lomos de un caballo blanco.
El hombre más joven de los que
acompañaban al capo hizo ademán de introducir su mano bajo la chaqueta, y
aunque los ojos del muchacho no se apartaron ni un milímetro de su presa, las
manos se movieron imperceptiblemente y dos estallidos muy seguidos rasgaron el
instante. Una bala atravesó el hombro del guardaespaldas y la otra se clavó en
su frente. Antes de que hubiera caído al suelo, una tercera bala atravesó la
cabeza del hombre sentado, cuyo cuerpo salió despedido hacia atrás junto con la
silla.
La siguiente acción del limpiabotas fue
girarse para huir, pero un cañón, a escasos centímetros de su sien, congeló el
movimiento. La sorpresa fue que, transcurridas las primeras décimas de segundo,
seguía estando vivo. Evidentemente, eso sólo podía significar que le aguardaba
otro destino. Y ese destino era, con toda probabilidad, infinitamente peor.
Aunque ya no le importaba. Sin duda hubiera preferido una muerte rápida, pero
en todo caso, su objetivo había sido cumplido y sólo por eso, había merecido la
pena. Ahora estaba en paz. Relajó los brazos y soltó el arma.
El mayor de los guardaespaldas, un
hombre con sombrero ladeado y bigote recortado, sin dejar de apuntarle, le habló
en español.
- No
fuiste muy sesudo, pibe. Pero tenés bemoles, y… una sangre de horchata, ¡carajo!
Además que manejás bien el fierro. ¿Cómo te llamas?