lunes, 23 de diciembre de 2013

Cruz Silveira. Tiburones


Los socorristas de Ipanema y Copacabana estaban alertados de la presencia de los escualos, e impedían el baño a los miles de turistas que se agolpaban en las playas aquella mañana de julio. Según el noticiario, varios pescadores habían visto por lo menos a un par de “aletas negras” desde Piedra do Arpoador, posiblemente atraídos por los cardúmenes de peces que se aproximaban a la costa.

Cruz Silveira observaba con indiferencia a los bañistas arremolinándose alrededor de una pareja de liveguards y encendía con parsimonia un Vila Rica mientras esperaba. Estaba sentado en la terraza de la Confeitaria Colombo, tomándose el brunche de media mañana y disfrutando de la espectacular vista que tenía sobre Copacabana. Su sombrero italiano de ala ancha descansaba en la silla contigua y su Star de nueve milímetros bajo la americana.

Consultó su reloj de bolsillo y comprobó que el contacto se estaba retrasando. Sus propias normas de seguridad le impelían a salir de escena lo antes posible, pero decidió esperar un poco más. A fin de cuentas, aquél era un trabajo de mucha plata solamente por despachar a un fulano. Además, hacía años que no se sentaba en aquella terraza. Lo cierto es que nunca se había sentado en ella, pero recordaba perfectamente la escena que allí se había desarrollado. Desde ese día no había vuelto a Río.

En la secuencia de su memoria había cuatro personajes. Un hombre corpulento sentado a la mesa, con pañuelo azul al cuello, sombrero y bastón entre las piernas, abiertas para dejar sitio a su virilidad. A su lado dos hombres en pie, uno de ellos más joven e impulsivo, controlando todo lo que pasaba a su alrededor. A sus pies, un jovenzuelo limpiabotas haciendo su trabajo.

De repente, en décimas de segundo y sin que nadie supiera muy bien cómo, de entre los cepillos y el betún, surgió una pequeña mano izquierda empuñando una enorme automática del 45. La luz cambió. Los vivos colores de Copacabana viraron a un gris dramático y en la mente del muchacho sólo quedó un tono. El azul celeste al que apuntaba.

- Leva muitas bolas para fazer o que você está pensando, menino.

Pero el muchacho no respondió. No veía a un engreído barón del polvo protegido por una malla de corrupción y soborno. No veía a un poderoso narco brasileño capaz de controlar vida y muerte de tantas personas. Sólo veía el precio que había que pagar por cada nuevo día en las villas miseria. Sólo veía los cuerpos de los que morían en las favelas, encogidos sobre el suelo frío, o en los callejones, víctimas de la violencia policial. Sólo veía la apatía descendiendo por las laderas de los morros e invadiendo cada rincón. Sólo veía la amargura poseyendo a todas y a cada una de las almas que habitaban en Cidade de Deus. Sólo veía el rostro de su madre, hinchado por los golpes de la desesperación, mirándole con lágrimas de sangre. Sólo veía las manos de su padre, quemadas por el odio a la vida, incapaces para nada que no fuera autodestrucción. Sólo veía la imagen borrosa de sus hermanos, cabalgando hacia el infierno a lomos de un caballo blanco.

El hombre más joven de los que acompañaban al capo hizo ademán de introducir su mano bajo la chaqueta, y aunque los ojos del muchacho no se apartaron ni un milímetro de su presa, las manos se movieron imperceptiblemente y dos estallidos muy seguidos rasgaron el instante. Una bala atravesó el hombro del guardaespaldas y la otra se clavó en su frente. Antes de que hubiera caído al suelo, una tercera bala atravesó la cabeza del hombre sentado, cuyo cuerpo salió despedido hacia atrás junto con la silla.

La siguiente acción del limpiabotas fue girarse para huir, pero un cañón, a escasos centímetros de su sien, congeló el movimiento. La sorpresa fue que, transcurridas las primeras décimas de segundo, seguía estando vivo. Evidentemente, eso sólo podía significar que le aguardaba otro destino. Y ese destino era, con toda probabilidad, infinitamente peor. Aunque ya no le importaba. Sin duda hubiera preferido una muerte rápida, pero en todo caso, su objetivo había sido cumplido y sólo por eso, había merecido la pena. Ahora estaba en paz. Relajó los brazos y soltó el arma.

El mayor de los guardaespaldas, un hombre con sombrero ladeado y bigote recortado, sin dejar de apuntarle, le habló en español.

- No fuiste muy sesudo, pibe. Pero tenés bemoles, y… una sangre de horchata, ¡carajo! Además que manejás bien el fierro. ¿Cómo te llamas?

- Cruz, senhor. Cruz Silveira.

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