En la gélida noche invernal resplandecen los fuegos de la caverna, como un llameante ojo de cíclope en el rostro oscuro de la montaña.
Dentro del ojo, un puñado de hombres envueltos en pieles de oso se agrupan en torno al hogar, donde se asan los cuartos traseros de un reno. El olor a humo, a cuerpos mugrientos, a restos putrefactos de animales, enrarece el aire.
Una madre amamanta a su hijo, varios niños juegan con piezas de hueso, un hombre talla herramientas de piedra, una anciana cura las heridas de otro con un ungüento preparado a base de hierbas.
Las llamas iluminan los rostros de los hombres, acentuando sus anchas narices, el prominente arco superciliar, la frente huidiza y el cráneo proyectado hacia atrás. Uno de ellos, el que porta un tocado de plumas y el rostro pintado con ocre, se dirige a los demás en un lenguaje de miles de años, quizá de cientos de miles de años. Con sus manos dibuja formas, que las llamas se encargan de transformar en seres vivos contra el fondo pétreo. Todos le escuchan expectantes. La estación fría es cada vez más larga, las nieves, perpetuas en las montañas; los clanes merman, pues cada vez son más los que duermen «el sueño para siempre». Todos saben que el gurú puede alejarles del peligro con su magia, o traer al valle las grandes manadas de uros cuando las nieves se retiren, antes de que los más débiles perezcan en el interminable invierno. Todos permanecen absortos en la palabra y los movimientos del líder espiritual.
Todos menos uno.
Moor parece dormir en su rincón, una pequeña cavidad acondicionada con hierbas secas y alejada del bullicio de la sala común. Pero solo lo parece. Aunque su cuerpo permanezca inmóvil de cara a la pared de roca, su mente se halla lejos de este lugar.
Desde que inició la búsqueda todo había cambiado. El gurú lo había ungido con la señal, dos trazos con pasta de ocre en los pómulos y un tercero cruzando la nariz. Él era el designado para encontrar el lugar donde habrían de honrar a La Madre en aquel nuevo valle. «Ha de ser una cueva profunda—le había dicho el gurú—, a menos de dos días de camino… Busca al espíritu del Gran Oso»
La encontró al cabo de varias lunas. Un pequeño hueco entre las rocas que divisó porque, de su interior, emanaba un resplandor, demasiado débil para ser un hogar, demasiado luminoso para ser natural. Podía ser la señal que esperaba. Penetró en la gruta con cautela, con el silencio de un depredador. Hasta que descubrió el origen de la luz y, fue cuando su mundo cambió.
Una hembra humana manipulaba algo frente a la mecha encendida, acuclillada en el suelo de piedra. Humana, pero distinta. Parecía incluso más alta que él mismo, de frente amplia, mentón recto, nariz pequeña y ojos enormes… Era como si le hubiesen aplastado la cabeza por delante y por detrás. Sin embargo, su olor no era desagradable… Incluso podía ser atrayente.
Cuando intentó retroceder, el ruido de un guijarro le delató. Ella se giró lentamente. Alzó la llama. La luz ambarina creó un espacio compartido entre ambas siluetas, y se reflejó en cuatro pupilas coincidentes. Moor fue incapaz de cualquier movimiento, paralizado por la presencia de aquel ser extraño. Toda su potente musculatura en tensión, preparado para huir o, para defenderse. Entonces, algo nuevo volvió a ocurrir. Algo distinto. Los labios de ella se estiraron, se abrieron mostrando unos dientes blancos. Estaba claro que era muy joven. Fue muy extraño para él pero, por algún desconocido motivo, sintió el impulso de imitar su gesto. Moor abrió la boca de dientes negros, gastados, hasta que sus comisuras dibujaron un arco completo en su rostro sin barbilla. La tensión se relajó por obra de La Madre.
Ella se acercó muy despacio, caminando en cuclillas, tan solo la luminaria en sus manos. Cuando estuvo muy cerca miró a Moor con curiosidad. Sin miedo. Él estaba hipnotizado por aquel rostro peculiar de cejas planas y pómulos marcados. Ella adelantó su mano libre, muy lentamente. Moor tuvo el impulso de huir, pero no lo hizo. Dejó que aquellos dedos largos y finos tocasen su rostro, rozando las líneas pintadas de ocre. Él comprendió. Era la señal. Entonces, tocándose el pecho, pronunció su nombre.
—Moor
Ella, imitando el gesto, se presentó:
—Ar Muut
Acto seguido, señaló la pintura en el rostro del hombre.
—Eta poss
—¡Moor!—dijo él de nuevo, dándose varios golpes en el pecho.
Muut negó al no sentirse comprendida. Hizo el gesto de pintarse las mismas líneas en el rostro y después, levantó la llama por encima de la cabeza.
—¡Eta poss!—insistió dirigiendo su mirada a las paredes de roca, ahora iluminadas.
De repente, ante los ojos del asombrado Moor, se abrió un mundo de colores vivos en el gris pétreo, un mundo en el que, caballos, renos, bisontes, ciervos, llenaban el espacio en manadas imposibles. No solo el ocre, sino también el color del sol, el color de la noche, el color de la sangre, abrían el angosto mundo de la caverna a otro desconocido.
Aunque a veces había tenido sensaciones extrañas cuando el gurú le había hecho tomar ciertas hierbas, jamás había visto una ensoñación semejante. El clan también usaba los pigmentos: el ocre consagraba el lecho de los que duermen para siempre, el rostro de quienes inician la búsqueda, aquellos lugares en los que La Madre propiciaba la abundancia, e incluso las paredes de las cuevas donde honraban a su espíritu. Pero nunca antes había visto a nadie crear formas tan perfectas de la nada.
Decía el gurú que aquellas gentes, «los altos», venían de donde nace el sol, construían abrigos con pieles y madera que resistían los vientos, cazaban con venablos que arrojaban desde muy lejos, y pintaban sus cuerpos de vivos colores. Moor no había visto nunca a ninguno. Se podía llegar hasta «el sueño para siempre» sin haberlos visto. Y ahora, él, el elegido para la búsqueda, estaba solo ante uno de ellos, ante una «maar»—la que trae vida—. Y estaban en su «loor», el lugar sagrado sin duda alguna.
Muut untó sus dedos en la pasta que tenía preparada y los aplicó al interior de la línea negra que contorneaba un relieve en la pared de roca. Ante los sorprendidos ojos de Moor, el abultamiento pétreo fue cobrando vida en la figura de un bisonte en plena embestida. Después, tomó los dedos cortos de Moor y los manchó de color. Él dudó un instante y luego, acercó su mano a la piedra, dibujando los cuernos del animal con el índice. Dibujó ambos cuernos, como si la figura fuese vista de frente aunque se tratase de un perfil. Divertida por la torpeza estilística, Muut volvió a abrir su boca, emitiendo un sonido estentóreo que retumbó en la cueva. Moor se sobresaltó, pero al momento comprendió que aquel extraño lenguaje hablaba de liberación, de alegría, de paz, y él, hipando tan alto como pudo, trató de ponerse a la altura. Las carcajadas llenaron el silencio de la caverna por primera vez en millones de años.
Ahora Moor parece dormir. Pero solo lo parece. Es un sueño intranquilo pues, aunque él no conoce esa sensación, se siente culpable. Culpable porque no le ha hablado al gurú de su encuentro, ni de la cueva de «los altos».
Antes de marcharse, Muut le cogió la mano, depositando en ella un trozo de ocre. Después le dijo algo, en un lenguaje para él incomprensible.
Hay en su mente muchas preguntas. Demasiadas cosas separan a los de su propia gente de aquellos otros, orgullosos, «altos». Sin embargo, sabe que, cuando salga el sol, volverá a esa gruta. Él lo ha soñado. Un nuevo ser humano está surgiendo. Un ser humano capaz de ver lo que no existe, capaz de pintar lo que sueña, lo que desea y, quizá, de crearlo. Moor no sabe todo esto. Está muy lejos de comprenderlo. Pero cuando salga el sol, acudirá a la llamada. Porque algo, en lo más recóndito de su antiguo cerebro le dice que él, forma parte de ese sueño.