lunes, 23 de abril de 2018

Ocre


En la gélida noche invernal resplandecen los fuegos de la caverna, como un llameante ojo de cíclope en el rostro oscuro de la montaña.
 
Dentro del ojo, un puñado de hombres envueltos en pieles de oso se agrupan en torno al hogar, donde se asan los cuartos traseros de un reno. El olor a humo, a cuerpos mugrientos, a restos putrefactos de animales, enrarece el aire.
 
Una madre amamanta a su hijo, varios niños juegan con piezas de hueso, un hombre talla herramientas de piedra, una anciana cura las heridas de otro con un ungüento preparado a base de hierbas.
 
Las llamas iluminan los rostros de los hombres, acentuando sus anchas narices, el prominente arco superciliar, la frente huidiza y el cráneo proyectado hacia atrás. Uno de ellos, el que porta un tocado de plumas y el rostro pintado con ocre, se dirige a los demás en un lenguaje de miles de años, quizá de cientos de miles de años. Con sus manos dibuja formas, que las llamas se encargan de transformar en seres vivos contra el fondo pétreo. Todos le escuchan expectantes. La estación fría es cada vez más larga, las nieves, perpetuas en las montañas; los clanes merman, pues cada vez son más los que duermen «el sueño para siempre». Todos saben que el gurú puede alejarles del peligro con su magia, o traer al valle las grandes manadas de uros cuando las nieves se retiren, antes de que los más débiles perezcan en el interminable invierno. Todos permanecen absortos en la palabra y los movimientos del líder espiritual.
 
Todos menos uno.
 
Moor parece dormir en su rincón, una pequeña cavidad acondicionada con hierbas secas y alejada del bullicio de la sala común. Pero solo lo parece. Aunque su cuerpo permanezca inmóvil de cara a la pared de roca, su mente se halla lejos de este lugar.
 
Desde que inició la búsqueda todo había cambiado. El gurú lo había ungido con la señal, dos trazos con pasta de ocre en los pómulos y un tercero cruzando la nariz. Él era el designado para encontrar el lugar donde habrían de honrar a La Madre en aquel nuevo valle. «Ha de ser una cueva profunda—le había dicho el gurú—, a menos de dos días de camino… Busca al espíritu del Gran Oso»
 
La encontró al cabo de varias lunas. Un pequeño hueco entre las rocas que divisó porque, de su interior, emanaba un resplandor, demasiado débil para ser un hogar, demasiado luminoso para ser natural. Podía ser la señal que esperaba. Penetró en la gruta con cautela, con el silencio de un depredador. Hasta que descubrió el origen de la luz y, fue cuando su mundo cambió.
 
Una hembra humana manipulaba algo frente a la mecha encendida, acuclillada en el suelo de piedra. Humana, pero distinta. Parecía incluso más alta que él mismo, de frente amplia, mentón recto, nariz pequeña y ojos enormes… Era como si le hubiesen aplastado la cabeza por delante y por detrás. Sin embargo, su olor no era desagradable… Incluso podía ser atrayente.
 
Cuando intentó retroceder, el ruido de un guijarro le delató. Ella se giró lentamente. Alzó la llama. La luz ambarina creó un espacio compartido entre ambas siluetas, y se reflejó en cuatro pupilas coincidentes. Moor fue incapaz de cualquier movimiento, paralizado por la presencia de aquel ser extraño. Toda su potente musculatura en tensión, preparado para huir o, para defenderse. Entonces, algo nuevo volvió a ocurrir. Algo distinto. Los labios de ella se estiraron, se abrieron mostrando unos dientes blancos. Estaba claro que era muy joven. Fue muy extraño para él pero, por algún desconocido motivo, sintió el impulso de imitar su gesto. Moor abrió la boca de dientes negros, gastados, hasta que sus comisuras dibujaron un arco completo en su rostro sin barbilla. La tensión se relajó por obra de La Madre.
 
Ella se acercó muy despacio, caminando en cuclillas, tan solo la luminaria en sus manos. Cuando estuvo muy cerca miró a Moor con curiosidad. Sin miedo. Él estaba hipnotizado por aquel rostro peculiar de cejas planas y pómulos marcados. Ella adelantó su mano libre, muy lentamente. Moor tuvo el impulso de huir, pero no lo hizo. Dejó que aquellos dedos largos y finos tocasen su rostro, rozando las líneas pintadas de ocre. Él comprendió. Era la señal. Entonces, tocándose el pecho, pronunció su nombre.
 
—Moor
 
Ella, imitando el gesto, se presentó:
 
—Ar Muut
 
Acto seguido, señaló la pintura en el rostro del hombre.
 
—Eta poss
 
—¡Moor!—dijo él de nuevo, dándose varios golpes en el pecho.
 
Muut negó al no sentirse comprendida. Hizo el gesto de pintarse las mismas líneas en el rostro y después, levantó la llama por encima de la cabeza.
 
—¡Eta poss!—insistió dirigiendo su mirada a las paredes de roca, ahora iluminadas.
 
De repente, ante los ojos del asombrado Moor, se abrió un mundo de colores vivos en el gris pétreo, un mundo en el que, caballos, renos, bisontes, ciervos, llenaban el espacio en manadas imposibles. No solo el ocre, sino también el color del sol, el color de la noche, el color de la sangre, abrían el angosto mundo de la caverna a otro desconocido.
 
Aunque a veces había tenido sensaciones extrañas cuando el gurú le había hecho tomar ciertas hierbas, jamás había visto una ensoñación semejante. El clan también usaba los pigmentos: el ocre consagraba el lecho de los que duermen para siempre, el rostro de quienes inician la búsqueda, aquellos lugares en los que La Madre propiciaba la abundancia, e incluso las paredes de las cuevas donde honraban a su espíritu. Pero nunca antes había visto a nadie crear formas tan perfectas de la nada.
 
Decía el gurú que aquellas gentes, «los altos», venían de donde nace el sol, construían abrigos con pieles y madera que resistían los vientos, cazaban con venablos que arrojaban desde muy lejos, y pintaban sus cuerpos de vivos colores. Moor no había visto nunca a ninguno. Se podía llegar hasta «el sueño para siempre» sin haberlos visto. Y ahora, él, el elegido para la búsqueda, estaba solo ante uno de ellos, ante una «maar»—la que trae vida—. Y estaban en su «loor», el lugar sagrado sin duda alguna.
 
Muut untó sus dedos en la pasta que tenía preparada y los aplicó al interior de la línea negra que contorneaba un relieve en la pared de roca. Ante los sorprendidos ojos de Moor, el abultamiento pétreo fue cobrando vida en la figura de un bisonte en plena embestida. Después, tomó los dedos cortos de Moor y los manchó de color. Él dudó un instante y luego, acercó su mano a la piedra, dibujando los cuernos del animal con el índice. Dibujó ambos cuernos, como si la figura fuese vista de frente aunque se tratase de un perfil. Divertida por la torpeza estilística, Muut volvió a abrir su boca, emitiendo un sonido estentóreo que retumbó en la cueva. Moor se sobresaltó, pero al momento comprendió que aquel extraño lenguaje hablaba de liberación, de alegría, de paz, y él, hipando tan alto como pudo, trató de ponerse a la altura. Las carcajadas llenaron el silencio de la caverna por primera vez en millones de años.
 
Ahora Moor parece dormir. Pero solo lo parece. Es un sueño intranquilo pues, aunque él no conoce esa sensación, se siente culpable. Culpable porque no le ha hablado al gurú de su encuentro, ni de la cueva de «los altos».
 
Antes de marcharse, Muut le cogió la mano, depositando en ella un trozo de ocre. Después le dijo algo, en un lenguaje para él incomprensible.
 
Hay en su mente muchas preguntas. Demasiadas cosas separan a los de su propia gente de aquellos otros, orgullosos, «altos». Sin embargo, sabe que, cuando salga el sol, volverá a esa gruta. Él lo ha soñado. Un nuevo ser humano está surgiendo. Un ser humano capaz de ver lo que no existe, capaz de pintar lo que sueña, lo que desea y, quizá, de crearlo. Moor no sabe todo esto. Está muy lejos de comprenderlo. Pero cuando salga el sol, acudirá a la llamada. Porque algo, en lo más recóndito de su antiguo cerebro le dice que él, forma parte de ese sueño.
 
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lunes, 9 de abril de 2018

¡Qué verde era mi barrio! Cuernoterapia


Hace algunas décadas, quizá no muchas, existía un mito urbano por el que, cualquier presunto hijo biológico del que se tuviera la más mínima duda sobre su paternidad, era vástago del «butanero». Como si el abnegado servidor del gas que encendía nuestros fogones por aquel tiempo, fuese el único palo que podía sostener la verga de la infidelidad. Eran los tiempos del divorcio, del «destape nacional», cuando los españolitos consumían cine pseudo-cachondo después de la siesta el sábado-sabadete y la única sexualidad con carácter parecía expresarse fuera del matrimonio y de la bendición eclesial. El blanco y negro había dado paso a los colores chillones y, claro, aquí, el «hombre del butano», con su llamativo naranja, marcaba tendencia a salto de cama y fondo de armario.

En este relato, el sufrido empleado del gas es un servidor, o sea yo. Y que me queme en el infierno azulado si, en lugar de pesadas bombonas anaranjadas, me dedico a repartir descendencia por el barrio entre las aburridas amas de casa. Eso sí, anécdotas no me faltan y, para muestra, estas pocas líneas.

Don Manuel y su esposa doña Carmen, vivían en un cuarto sin ascensor. Por aquél entonces, solo los quintos en adelante tenían ese privilegio y, de esos había pocos en el barrio, por suerte para mí porque, si había ascensor, no había propina, y en este caso, sobre todo en el de doña Carmen, era generosa. Tanto como su escote, o la abertura de su bata de boatiné.

—Déjela aquí mismo, Jaime—me decía siempre—, y pase a tomarse un cafelito con unas madalenas, que las tengo… la mar de tiernas.

Y no mentía. Tan esponjosas eran sus madalenas, que se pegaban a los dedos y llenaban la boca. Y mientras ella, en busca del tarro de azúcar, estiraba todo su cuerpo hacia el estante más alto, yo admiraba el esplendor de su arte culinario y su modelado culiprieto.

—¡Ay, doña Carmen!, que siempre se le olvida ponerme el capuchón.

—¡Ay, Jaime, si usted supiera!… Que es mi marido el que me cambia la bombona y, si yo no estoy encima… el capuchón se lo pone donde yo le diga a usted.

Con sus sonoras carcajadas, hasta las tiernas madalenas temblaban y yo también, por añadidura, que me entraba una calentura que ni los cuatro pisos, bombona a cuestas, bajaban.

Yo sabía que aquello terminaría mal, pero lo que no imaginaba era cómo. La respuesta me llegó días más tarde, en el siguiente servicio que tuve que prestar en aquel domicilio cuando, en lugar de abrirme la puerta doña Carmen, lo hizo su marido.

En aquella ocasión sí que tuve que tomarme el cafelito con sus correspondientes madalenas. Don Manuel insistió en conversar unos minutos conmigo pues, según él, tenía una pequeña propuesta que hacerme, a buen seguro muy atrayente.

—Creo que entre nosotros se ha instalado la rutina y… temo perderla—comenzó, en tono confidencial, el esposo de doña Carmen—. Por eso quiero atajar el asunto antes de que sea demasiado tarde, ahora que el divorcio está de moda.

Me parecía estar escuchando un comercial de la tele.

—Disculpe, pero no veo en que puedo yo…

—Tu intervención, amigo mío, es esencial… A ver, no se me escapa que mi señora sabe apreciar los atributos de un buen mozo como tú y… Ella es una mujer de bandera…

—Sí, eso no hay más que verlo…

—Cuidado jovenzuelo, que la decencia también es color en su pendón.

—Sí, sí, por supuesto, que su señora esposa, de pendón no tiene nada…

—Bueno, al grano. Ella necesita un poco de aventura, algo distinto. Y yo necesito saber que puedo controlarlo. De esa manera, ella estará tranquila, ni pensará en el divorcio, y yo podré conservarla. Por eso vas a ser tú quien lo haga. Mañana, cuando ella te pida un servicio… tú se lo das… Pero a fondo. Bueno, a fondo no, que no hace falta que lo des todo. Se trata de que únicamente sienta el saborcillo de la aventura, no de que se indigeste, tú ya me entiendes, que lleva tiempo en dique seco pero,… no quiero que se entregue.

Después de un «no sé qué se pensará usted sobre mí», y algún que otro regateo, pues accedí a la propuesta. Vamos que, iba a cobrar por «derecho de pernada». Porque puede que el acuerdo solo hablase de cortejo pero, cuando sacase al conejo de la madriguera,… habría que ver si quería volver a entrar sin probar la zanahoria…

A la mañana siguiente allí estaba yo como un clavo, con muda limpia y mi mejor sonrisa. Doña Carmen mostró cierta sorpresa y, aunque le expliqué que había sido su esposo quien había pedido el gas por teléfono, quedó consternada por no tener sus tiernas madalenas al punto de mi llegada. Lanzado por el doble incentivo, avancé mi cuerpo hacia el suyo y le dije que no era su bollería lo que más me atraía. La señora, recorriendo con sus dedos mi antebrazo y ensayando la picardía de una mal disimulada ingenuidad, me pidió que le dijese pronto lo que era, pues no quería verme marchar sin saciar mi apetito de… lo que fuera.

Aquel era el momento de poner toda la carne en el asador así que, sin más preámbulo, junté mis labios con los suyos y dejé que fuese la lengua la que, sin palabras, hablase por sí misma. Y la pasión se desbordó como espuma de leche pasado el punto de ebullición. Doña Carmen tironeaba de mí hacia el dormitorio. Con una mano trataba de bajar la cremallera de mi mono anaranjado y con la otra de soltar los botones de su bata boatiné. Cuando por fin nos liberamos de los uniformes de trabajo, nos miramos un instante, yo en bóxer y calcetines, ella con liguero y rulos en el pelo. Y creo que a los dos nos pareció una imagen de lo más excitante, porque nos fundimos en arrumacos sobre el colchón de muelles.

Sin embargo, ya metidos en faena y a pesar de los gemidos, los dos escuchamos nítidamente, unas llaves en la puerta. Nos quedamos inmóviles, sin saber cómo reaccionar.

—¡Mi marido!—exclamó la Carmen—.

—No puede ser… Tú marido me dijo…

—Es muy, pero que muy celoso… ¡No hay tiempo para nada, tienes que esconderte!

¡Allí no había dónde esconderse! Mientras trataba de recoger mi ropa, iba de un lado a otro como pollo decapitado. Carmen me sujetó por los hombros y, con un gesto de apremio, me empujó hacia el balcón del dormitorio, cerrando puerta y cortina tras de mí. La sorpresa fue mayúscula cuando descubro que, aquel pequeño cubículo no se encuentra, como era de esperar, desocupado… Allí estaban, casi en paños menores, el cartero, el tapicero y hasta el de Círculo de Lectores. Todos me miraban con expresión idiota.

—Pero… ¿Esto qué es, el camarote de los hermanos Marx?

—No te hagas el graciosillo—me contestó el cartero—. Solo espero que seas el último, porque si no, esto se hunde.

—Quieres decir que… ¿A vosotros os ha pasado lo mismo?

—¿No pensarás que estamos aquí para ensayar un numerito de Village People?—intervino, irónico, el tapicero.

—¡Callaos!—interrumpió del de Círculo—. Creo que esta vez sí que es el marido de la Carmen.

—¡Cariño!—se escuchó a don Manuel desde el recibidor—.No te lo vas a creer…¡Me han dado el día libre!

En cuanto a lo que siguió, creo que si alguien me lo hubiese contado, no le habría creído…

Doña Carmen hizo un gesto de silencio con el dedo en sus labios, claramente dirigido a nosotros.

—Aquí hace un poco de calor… ¿no te parece?—Dijo él mientras se quitaba la americana y aflojaba el nudo de su corbata—. Voy a abrir el balcón…

—Pero cariño, si tienes calor… —atajó ella, reteniéndole con gesto seductor—, ¿no es mejor que te quites la ropa?

Aquello fue creciendo. Y me refiero al calor en el dormitorio, al frío en el balcón, al montón de ropa en el suelo y… bueno, se pueden imaginar el resto. Sí, eso también.

Nosotros contemplábamos la escena con cierta turbación. Y es que, apretados allí los cuatro, en la estrechez de la balconada, observando a los amantes en pleno desenfreno, empezamos a pensar que el cuco de don Manuel había querido encender la llama sin gastar mechero, y por si se le mojaban las cerillas, se había guardado no una sino cuatro. Llegando en el momento oportuno, cada uno de nosotros ponía su cubierto pero sin probar bocado, y él llegaba a mesa puesta para darse el banquete, con postre y chupito. Y encima nos teníamos que callar, no fuese que saliésemos escaldados de la broma y a partir de aquello, ni pisar el barrio pudiésemos.

Cuando el amante se quedó dormido, doña Carmen nos hizo señas, y todos salimos de puntillas, creyendo que don Manuel nos había hecho la celada para llevarse el gato al agua. Todos menos yo, que sabía que también el gato… gustaba de mojar los bigotes en la fuente. Y es que nadie de los presentes, salvo su seguro servidor del butano, escuchó a don Manuel, susurrarle a su mujer al oído:

—Ha sido fantástico cariño, pero la próxima vez, si te parece bien, te apañas con la pareja de «los municipales», que vienen gratis.

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