- Me ponéis en un compromiso, hermano
Gabriel. Sabéis que no puedo dejar abiertas las puertas de la iglesia abacial
después de completas.
- Lo sé, pero no tenéis que dejarlas
abiertas…
- ¿Pensáis pasar aquí la noche?
- …Sólo os pido que dejéis accesible el paso
por la capilla de San Nicolás para maitines
- Sea pues, si así lo deseáis… Pero, por
favor, hermano, no os mortifiquéis. Habéis expiado con creces y recibido la
absolución… No creo que…
- ¡Tan sólo quiero orar en soledad!
- También podéis hacerlo en vuestra celda.
- Únicamente una señal del altísimo podrá
conceder algo de paz a mi espíritu, ya que no aspiro a obtener su perdón.
Necesito velar, fray Domingo. Velar frente al señor,… y si tiene que
fulminarme, que acabe ya con mi agonía.
- Que no os atormentéis os digo,… pero si
tenéis que velar, velad, hermano, velad.
No sin cierto recelo, el fraile de mayor edad
fue cerrando los portones exteriores de la abadía. El último de ellos, el
llamado de San Martín, cerró sus fauces con un doloroso lamento de madera
vieja, dejando un eco insondable que se perdió en la penumbra del templo.
Después silencio. Un silencio que a Gabriel, en esta ocasión, no se le antojó en
absoluto acogedor.
Apagada ya la cálida luz de cirios y velas,
sólo la claridad mortecina de la luna rompía las sombras, creando contrastes
fríos y perturbadores. Gabriel avanzó lentamente hacia el altar, sintiendo que
el leve crujir de sus sandalias sobre las losas podía ser más que suficiente
para interrumpir el sueño de los sepultados. Se arrodilló en uno de los
reclinatorios y, movido por el hábito, buscó en las tinieblas la figura del
crucificado. Se trataba de una talla peculiar que, lejos de la expresión
torturada y agonizante característica de la imaginería barroca, clavaba una
mirada inquietante en los ojos de quién lo contemplaba, fuera desde el ángulo
que fuera, y la sangre de sus llagas escurría por los costados y el madero
hasta su extremo inferior, de manera que, al hallarse la cruz colgando del
techo, parecía gotear justo sobre el altar.
No era la primera vez que el joven fraile
velaba. De hecho, hacía ya muchas noches que no podía dormir. Un sentimiento de
repugnancia hacia sí mismo había ido emponzoñando su corazón y debilitándolo a
pasos agigantados. El resto de hermanos había ido viendo cómo su cuerpo, igual
que su espíritu, se deterioraba rápidamente, haciéndole débil, nervioso e
irascible. Esa noche, Gabriel recurría una vez más a su dios como último
recurso de redención.
Durante un buen rato estuvo intentando
concentrarse y relajarse mediante la oración, pero sus pensamientos divagaban
sin control y su angustia crecía incontenible. Apretó los dedos entrelazados
hasta entumecerlos, pero no consiguió evitar la aceleración de su pulso.
De repente, un leve roce a su espalda le
sobresaltó, y dio al traste con los ya de por sí infructuosos esfuerzos por
calmarse. Aguzó el oído hasta el extremo y creyó escuchar el sonido de unos
pasos que se acercaban desde el fondo de la nave. A la tensión acumulada se
unió el temor. Un temor extraño, por el que sus propios fantasmas parecían
tomar cuerpo en las sombras de los grandes pilares que le rodeaban.
Los ruidos se hicieron más audibles, de
tablas que crujían, de algo que se arrastraba, y todo pareció volverse más
hostil: la oscuridad impenetrable, las formas de piedra, los rostros desfigurados
en la madera. Gabriel, controlando a duras penas el pánico, recordó el acceso
abierto hacia la capilla y se movió despacio hacia la nave lateral, sin dejar de
escrutar la negrura, empapado por un sudor frío y con el corazón desbocado. Sin
embargo, cuando llegó a la parte delantera del templo, se quedó petrificado.
A través del rosetón principal se filtraba
luz lunar suficiente para divisar los tubos del órgano y parte de las figuras
polícromas que adornaban la balaustrada. Una sombra titubeó entre ellas,
creando efectos extraños con la luz coloreada de las vidrieras. Entonces,
Gabriel se fijó en la escultura del santo cuyo nombre había adoptado al
ingresar en la orden. De sus ojos, de su cabeza, brotaban hilos de sangre que
resbalaban hasta el suelo. El monje reprimió un gritó y se lanzó contra la
verja de la capilla de San Nicolás, presa de la histeria, manipulando
nerviosamente la cerradura. Un dolor intenso taladró su pecho y le hizo caer de
rodillas.
Justo entonces, como si hubiese estado
aguardando ese momento, la talla de San Gabriel se quebró por su base y se
precipitó pesadamente al vacío, destrozándose contra el suelo de piedra. En el
instante del impacto, el corazón del fraile, colapsado por el terror, ya había
dejado de latir.
Una hora antes, una figura embozada
deambulaba erráticamente por las calles desiertas. El hombre sabía que algunas miradas
escrutadoras podían seguir sus pasos desde balcones y oscuras arcadas, y delatarle
ante “la ronda” a su paso. El simple hecho de caminar cubierto después de la
hora nona bastaba para levantar toda clase de sospechas. Por eso tenía que ser
muy precavido y buscar refugio cuanto antes. Además, la mancha roja de su
camisa aumentaba de forma alarmante, y el pecho le dolía al respirar. No podría
aguantar mucho más y menos aún para salir de la ciudad. Tenía que descansar,
aunque sólo fuese un par de horas.
La iglesia del monasterio era el lugar ideal.
El espacio era muy basto y oscuro, idóneo para ocultarse antes del cierre de
las puertas sin ser descubierto. Luego podría descansar tranquilo. Por otra
parte, estaba en “sagrado”, y en último caso, la patrulla no podría sacarle de
allí a la fuerza. Siempre tendría más posibilidades que en una casa
cualquiera. No es que creyese merecer el perdón divino, pero quizá los frailes estarían
dispuestos a ayudarle si entendiesen que actuó en defensa de su propia vida.
Pero antes tenía que descansar, ordenar sus ideas, dejar que se calmase la
tormenta atroz que habían sido las últimas horas.
Estaba adormilado, en el interior de uno de
los confesionarios, cuando escuchó el ruido. No pudo identificarlo, ni siquiera
saber si pertenecía al sueño o a la realidad, pero permaneció alerta. Durante
un rato no escuchó nada más, pero al cabo, de nuevo un leve crujido, como si
hubiesen corrido un banco. Le asaltó el miedo. Salió de su escondite y se
dirigió con cautela hacia el fondo del templo, aunque sólo avanzó unos metros,
porque un nuevo pensamiento acudió a su mente: en ese estado no podría hacer
frente a nada y, precisamente porque desconocía la fuente de su inquietud, no
quería permanecer en posición tan vulnerable. Volvió sobre sus pasos y se
dirigió de nuevo a la nave lateral.
A duras penas encontró el acceso a la
escalera de la tribuna, desde donde esperaba tener mejor perspectiva, pero ya
entonces la herida sangraba profusamente, empapando camisola y calzas. Deambuló
un rato en las alturas escrutando la penumbra. El pecho le dolía horrores, la
vista se le nublaba y el frío atenazaba sus huesos. Estaba a la altura del
órgano cuando de nuevo oyó ruidos extraños y se apoyó en la figura que tenía
más próxima intentando traspasar las sombras. La sangre escurría por su brazo y
por aquello que tocaba.
Entonces, un fuerte golpe metálico, casi
justo por debajo de donde se encontraba, le sobresaltó, haciéndole perder pie y
cayendo sobre la figura en la que se apoyaba, que, al no estar bien sujeta en
su base, se precipitó al vacío arrastrándole.
La oración de maitines transcurrió con
normalidad, dado que los monjes entraban a la capilla de San Nicolás
directamente desde el claustro, sin pasar por la nave central. Pero para laudes ya
habían descubierto los cuerpos sin vida de los dos hombres. Las conjeturas no
se hicieron esperar, aunque muchas cosas quedaban sin explicación.
Era sabido por toda la comunidad que Gabriel
purgaba su pecado desde hacía tiempo y, aunque para los demás se mortificaba en
exceso, teniendo en cuenta la falta cometida, él no lo creía así, y desde que
había sido testigo en el proceso contra doña Catalina, acusada de adulterio y
de prácticas hebraizantes, no había vuelto a ser el mismo. Gabriel había sido
el arma principal del inquisidor, como testigo directo de los amores
pecaminosos de aquella mujer, a la que, por otra parte, ya el Santo Oficio
había echado el ojo hacía tiempo por su peculiar comportamiento, alejado de los
cánones que para la Iglesia eran correctos: una mujer instruida, con ideas propias
y, por más, descendiente de judíos conversos.
El cuerpo del monje no presentaba señales de
violencia, por lo que únicamente podían suponer causas naturales a su
fallecimiento. Pero, a un par de metros, junto a la destrozada escultura del
santo que llevaba el mismo nombre que el fraile muerto, hallábase el de otro
hombre, con una herida de sable en el costado.
Más tarde, pudo conocerse la relación entre
los dos cadáveres. Al parecer, el esposo de doña Catalina, no satisfecho su
honor con la sentencia de cárcel y expiación a la que fue condenada su mujer,
inició una frenética búsqueda del desaparecido amante, hallándolo por fin la
tarde de los hechos. El resultado del encuentro fue una reñida lucha, en la que
murió el agraviado y quedó malherido su oponente, que acabó ocultándose en el
templo y terminando como ya se ha sabido.
Estaba claro pues, que los dos hombres
estaban relacionados de forma directa a través de Doña Catalina, uno como
confidente y testigo de su pecado y otro como incitador de ese mismo pecado. No
así estaba clara, sin embargo, su posición en el mismo sitio y lo distinto de
su muerte. Se pensó en algún tipo de envenenamiento, y en la consumación de una
venganza hacia quién, a fin de cuentas, había puesto al cornudo en conocimiento
de su desgracia. Con todo, no eran más que hipótesis sin consistencia, y la
verdad quedó envuelta en el misterio.
Entre la comunidad de monjes, la versión más
extendida era que el demonio que había seducido a doña Catalina y asesinado a
su esposo en desigual lance, cegado por el odio y la venganza, quiso consumar
su fechoría contra quien tan valientemente le había acusado y, valiéndose de
algún oscuro sortilegio, atrajo y dio muerte a su víctima, aún herido como
estaba y sin que mediase arma alguna. Quizás con algún tipo de veneno o
conjuro. Pero Dios, poder supremo de justicia y vigilante de todas sus ovejas,
arrojó su ira sobre el malvado en forma de su mensajero, el arcángel San Gabriel,
protector por demás del pobre fraile, cuyo tormento interior, demasiado
vehemente para la mayoría y de causa desconocida para todos, terminó de la
forma más dramática.
En su celda de la prisión provincial,
Catalina escuchaba este relato de su confesor. La diferencia es que ella sí
conocía los motivos de congoja del fraile. Él mismo se lo había contado en sus
visitas, cuando ya se sentía a salvo y lo único que le quedaba era regodearse
con el sufrimiento de quién no podría tener nunca, de quién, a pesar de ser su
amiga y confidente desde la infancia nunca había imaginado el deseo que había
consumido el alma de Gabriel aún incluso antes de profesar los votos. Un deseo
que hacía estallar sus venas cuando la sabía en brazos de otro hombre. No del
hombre con quién se había desposado por conveniencia, sino del hombre al que
realmente amaba.
Catalina miraba fijamente las cuentas del
rosario enrollado en su puño. No había lágrimas. No había odio…, ni perdón.
-¿Creéis en las casualidades, Fray
Bernardino?
- Yo, como vos, creo en los designios de Dios,
hija mía.