lunes, 17 de julio de 2017

¡Qué verde era mi barrio! La pollería


Uno de mis recuerdos más arraigados sobre el barrio donde me crié es el del mercado. Ese abigarrado mosaico de olores y sabores, forzosamente tenía que dejar una huella indeleble en la mente de un niño. A mi memoria vienen especialmente dos de aquellos puestos, por razones, eso sí, muy diferentes. Uno de ellos el de los encurtidos, que a su vez adornaba todo su frontal con álbumes de cromos, peonzas, yoyós, bolsas de soldaditos, revólveres, cananas de pistoleros, camiones, palas excavadoras y una infinidad de sueños de plástico en brillantes colores. El otro era el puesto de Pepón el pollero, un Goliat de ciento veinte kilos, enfundado en un delantal de rayas verdinegro, que ya hubiera querido el Capitán Trueno como compañero. Pero lo atractivo del puesto, por supuesto, no era él, sino su hija Maripili, o Pili la del pollero para más señas. Cuando los veía juntos tras el mostrador no podía dejar de preguntarme cómo aquella masa había podido dar lugar a un producto tan fino… Y es que, en su caso, la clave estaba en la trastienda y se llamaba doña Filo, o Filo la pollera. Aunque, para filo el del pollero, un machete de esos con agujero en el extremo, para colgar, que cada vez que se hincaba en el tajo, habría dejado en feo al mismísimo Rey Arturo que viniese a deshincarlo. Porque ni Ginebra tiraba tanto como los encantos de la pollera, que mientras él decapitaba, ella despellejaba sin miramientos, apartando con el dorso un mechón rebelde.

El día de mi trece cumpleaños, no sé si era martes, mi madre me encargó recoger el capón que iba a preparar para el festejo familiar.

—Pasa, Anda—ofreció doña Filo como siempre, pues con mi escasa altura, entregarme la bolsa por encima del mostrador resultaba un tanto complicado.

Con las mismas, la mujer levantó la sección abatible de madera y me atrajo con la mano hacia el interior del puesto. Pepón preparaba los restos mortales de varios pichones y Maripili, que remoloneaba, me obsequió con una sonrisa deliciosa, a la par que sediciosa, de esas de adolescente pidiendo guerra para niño bobalicón, en plan «no sabes la que te espera, majete»

Tras ellos se abría, o se cerraba más bien, un espacio con cámara frigorífica, un reducido office y muchos estantes llenos de cartones de huevos.

La esposa del pollero me entregó el paquete, y quiso el azar que un poro en la bolsa dejase escapar unas gotas de sangre, que fueron a parar al pantalón de mi uniforme escolar. Doña Filo, contrariada, enseguida se ofreció a reparar el pequeño accidente.

—¡Ni en broma te presentas así a tu madre! ¡Trae eso para acá, que ahora mismo te lo limpio!

Cuando dijo «Trae eso para acá», no supe muy bien a qué se refería, pues yo sí que ni en broma pensaba quitarme los pantalones allí en medio y ella tampoco esperó que llevase lo que fuera donde fuese, pues allí mismo se acuclilló ante mí con una toallita húmeda que apareció en su mano como por arte de magia. Maripili, divertida, se colocó a la expectativa y el pollero falló en su tajo al pichón por falta de atención.

Alarmado, descubrí que la mancha lucía peligrosamente cerca de mi entrepierna y la proximidad de unas manos femeninas a la zona de riesgo, podía causar estragos entre las filas de testosterona. Pero la pollera era ajena a estas consideraciones de púber recién estrenado, y ya tiraba de mi cinturón y restregaba, con pasión de limpiadora beata, donde las gotas habían impactado y más allá. No así la hija, Maripili, por edad más familiarizada con mi azoramiento, que, con perversa malicia contemplaba los trabajos de su madre y humedecía sus labios con la lengua, o el pollero que, notoriamente incómodo, bien por la postura de su compañera, bien por el embobamiento de su hija, clavaba certeras sus pupilas en mi cráneo y herraba el machetazo que debía cercenar el del pichón.

Debieron de transcurrir escasos minutos, pero a mí se me antojaron eternos, fija la mirada en los huevos, los de los cartones. Doña Filo frotaba con fruición la sangre del pollo y yo, con tanta fricción, sentía el rubor que subía y me aceleraba el corazón. Maripili desde atrás, disfrutaba con mi desazón y, como si quisiese, que quería, subir la temperatura, ensayaba una pícara sonrisa al tiempo que, «descuidadamente» liberaba un botón de la camisa. Mi cerebro se vació de sangre y, se fue toda allí donde la pollera frotaba. Tan vacío se quedó que no supe ni pedir perdón y, en lugar de ello, puse culo de pollo, a ver si retirando filas se notaba menos la hinchazón.

—¡Uy!—Frenó la pollera, sorprendida, para luego retomar la tarea—No te apures, hijo… Al cuerpo, hay que dejarle.

«No, si no me apuro doña Filo, me contengo», pensé sin verbalizar, colorado como un tomate. Maripili se mordía el labio inferior y, en el hueco de la blusa, el color de su sostén reflejaba mi calor. El pollero puso el pichón en el cadalso y dejó caer la guillotina. Clavó el machete hasta el agujero en la tabla. Lo movió de lado a lado abriendo la raja en la madera y lo extrajo de nuevo con tal ímpetu que hasta el cepo pareció levitar por un instante.

Mis ojos iban de la pechera de la niña al mechón de la Filo y al filo del pollero y del cuello del pichón a la mancha del pantalón y al calendario de San Antón.

Aquello crecía por encima de mi turbación y… ¿La Filo no se percataba de lo dura que se ponía la tela que frotaba? Maripili reventaba la blusa y el pollero las venas de brazo, dale que dale arriba y abajo al enorme cuchillo del agujero. Y entre tanto reventar, al final pasó… lo que tenía que pasar.

Yo volví a casa con el capón, pero el pantalón, se lo quedó la pollera, vistiendo yo en su lugar, un viejo chándal de su hija. Al día siguiente se excusó ante mi madre, le devolvió la prenda limpia y todo volvió a ser como era. Lo que ocurrió en la trastienda, nunca salió de allí.

Aunque… aquel día de mi trece cumpleaños algo sí que cambió. Tardé años en aceptarlo pero, ya interiormente sabía lo que en realidad siempre me atrajo. Y no eran las virtudes de una hembra hermosa, sino más bien las de un hombre rudo con una poderosa herramienta de trabajo.

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lunes, 3 de julio de 2017

Donde habita el monstruo

 
El silencio es abrumador a esas horas de la madrugada, cuando Angus Sinclair se calza sus botas de caucho, carga los aparejos de pesca y se dirige a su pequeña embarcación, tal como ha hecho prácticamente todos los días desde que tiene memoria.
 
Ahora ronda los sesenta y se enorgullece de haber dedicado su vida a la tierra que le vio nacer. Desde que terminara sus estudios y regresara convertido en pastor de la Auld Kirk, no volvería a abandonarla, salvo para el bautismo de su hija, en Sant Andrew y cuando, quince años después, tuvo que volver a Inverness, a rescatarla de las zarpas de aquel maldito sassenach, el diablo le confunda, que quiso llevársela a Londres.
 
El gran lago es un remanso de paz y, la bruma matutina, con su manto lechoso, lo protege de lo que más tarde vendrá: hordas de curiosos con sus máquinas fotográficas, clubs deportivos y embarcaciones de recreo, turistas en busca de un recuerdo, escritores sin inspiración y todo tipo de gentes atraídas por un misterio que, hoy por hoy, resulta ser uno de los más importantes motores económicos de las Tierras Altas. Todo un modo de vida, muy distinto al que el reverendo Sinclair intenta preservar en su comunidad, una aislada parroquia asomada a las oscuras aguas del lago Ness y en cuyo seno, ciertos valores anclados en la profundidad del tiempo y la tradición cobran importancia por su pureza, como la de ese instante previo al amanecer.
 
Cuando la vida comienza en la pequeña localidad, Angus ya está mercadeando su pesca en lo de McLeod, visitando a los ancianos y enfermos o simplemente compadreando con alguno de sus vecinos. Y es que, el reverendo es un hombre estimado, sobre todo después de que su esposa falleciera. Fue un accidente horrible. Ardió en el interior de un viejo cobertizo, en el que guardaban aceites y combustible para la embarcación. Se desconoce la causa del incendio pero, cuando al fin se dio la voz de alarma, a duras penas pudo evitarse que las llamas se propagasen a la casa, donde únicamente estaba la hija recién nacida del matrimonio. El reverendo se mortificó durante mucho tiempo por no haber estado allí y, a partir de aquel día, se dedicó en cuerpo y alma a sus feligreses y a su pequeña Edwinne.
 
Poca gente de la aldea había llegado a ver a la niña fuera de la eucaristía mensual. Su padre, excesivamente celoso de caducos preceptos morales, la mantenía alejada de cualquier perniciosa influencia exterior. Incluso de la escuela local, pues Angus Sinclair, docto en teología, consideraba que las enseñanzas contenidas en la Biblia, junto a escogidas lecciones de urbanidad y lectura, eran más que suficientes para su educación, sobrando esas ciencias matemáticas y naturales, que únicamente podrían infundir confusión o curiosidad ante el pecado. Los feligreses bromeaban entre ellos, diciendo que se había visto más veces al monstruo que a la hija de Sinclair.
 
Por eso a nadie le sorprendió su marcha, un tiempo después de que su padre la trajera de vuelta de aquella efímera aventura con el joven veterinario londinense, al que tampoco se volvió a ver. Con toda seguridad, la pareja había logrado, en un segundo intento, poner tierra suficiente de por medio ante el obsesivo afán protector del reverendo.
 
Ahora, Angus Sinclair está solo, con sus parroquianos y… con su monstruo. Ese monstruo que, en sus sermones, cuando el whisky ha exacerbado su fervor religioso, dice tener en lo más recóndito de su casa, de su corazón, y que sólo gracias a una férrea convicción y al poder de la oración, está en condiciones de conjurar. Una criatura no tan diferente de esa otra que todo el mundo espera ver en los cruceros que recorren el lago hasta el castillo de Urquhart, porque se oculta en lo más profundo, en lo más ignoto, ya sea de las Highlands, o del alma humana.
 
Y es que nadie en el pueblo cree en la existencia de la bestia, al menos en la intimidad, pues de puertas afuera es muy frecuente contar leyendas, anécdotas e historias que estimulen la imaginación de quien las escucha y, de paso, su generosidad. Todo el mundo especula con ello, incluso los más escépticos. Es muy difícil sustraerse a algo tan arraigado en estas tierras.
 
Pero el reverendo conoce a sus parroquianos y sabe que, el que más y el que menos, guarda su monstruo en el sótano, oculto tras una pared de rancias costumbres, de tradiciones ancestrales. Y por eso reza por ellos, para salvar su alma del pecado que, sin saberlo, pudre sus cimientos, construidos a base de superstición, y no de verdadera fe.
 
El resto de la tarde, transcurre para el ministro de Dios entre las paredes de su iglesia, poniendo orden en los asuntos mundanos que requieren la atención de un párroco, hasta que, al anochecer, regresa por fin a su morada, una casona restaurada del siglo XVIII, aislada del resto y con embarcadero propio.
 
Después de asearse, hacer sus oraciones y engullir una cena frugal, el reverendo toma la Biblia y se sienta frente a la gran chimenea. El punto de lectura abre las páginas por el libro de Romanos…
 
«Y yo sé que en mi carne no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no así el hacerlo»
 
Sus ojos reflejan el ardor de las llamas, su mirada, la fría penumbra del salón. Entonces se levanta, hierático, y se dirige a su dormitorio. Se despoja de sus vestiduras frente al espejo, contemplando la imagen de un hombre enjuto, cuya piel, marcada por numerosas cicatrices, parece el pergamino de un libro prohibido. Lentamente, desata las correas que aprietan el cilicio contra su carne. Entre restos de sangre seca, aparece un lema tatuado en la piel: «Nec tamen consumebatur». Después, saca un pequeño envoltorio de la cómoda y abandona la alcoba. En la cocina, abre el frigorífico. La luz que sale del aparato ilumina su cuerpo desnudo en la oscuridad, creando una imagen fantasmagórica entre los muros de grandes sillares y los antiguos muebles de roble, oscurecidos por el tiempo. Las viejas heridas le hace parecer un mártir… o un demonio. Coge del interior una escudilla, con el último pescado que ha obtenido en su salida matutina y baja al sótano de la casa.
 
Una única bombilla velada por el polvo, hiere cobardemente las tinieblas y, entonces, a la llamada del hombre, un par de pupilas brillan al fondo. En cuando el olor a pescado fresco penetra en las sombras, una cadena se tensa, la viga de madera que la sujeta emite un chasquido seco y, una figura humana, entra en el cono de luz. Harapos mugrientos cubren sus carnes y enmarañada melena su rostro hosco, perdido entre el odio y la locura. El brusco movimiento trae consigo un olor acre, a heces y sudor de muchos meses, a terror de muchos años. Cuando el reverendo deja su ración de comida diaria en el suelo, unas pequeñas y huesudas manos la engarfian con ansiedad.
 
—Te he comprado esto donde McLeod… Él es de los que no hacen preguntas.
 
El reverendo deja el envoltorio junto al pescado.
 
—Hemos de asear esto un poco… ahora que estás mejor… Me alegro de que hayas dejado de gimotear y… de hacerte daño… Creo que ya has purgado tu pecado… Igual que tu madre purgó el suyo… y se purificó en las llamas. Ahora todo será más fácil… ¡Vamos, mira lo que te he traído!
 
Los pequeños garfios detienen su movimiento y un rostro surge de la maraña oscura.
 
—Todos los días les hablo de ti, y de mí… Aunque no me escuchen… Les hablo del pecado, de la redención… Porque el pecado te obliga a hacer cosas… que no quieres… ¡Pero te redimes!... cuando evitas otro pecado mayor… ¡Maldito sea ese condenado sassenach!... Pero no importa, ahora todo está bien, ya nos hemos reconciliado con el monstruo… Si te portas bien podrás volver a tu cuarto… Este agujero es muy húmedo.
 
El reverendo desata el cordel que anuda el paquete y extiende su contenido, un vestido liviano, con flores estampadas y pecho fruncido.
 
Edwinne deja de masticar y eleva su mirada hasta los ojos del pastor. Una mirada que habla de miedo, pero también de esperanza. De miedo al dolor, a la tortura, de esperanza en unas palabras que nuca antes había escuchado. El ser humano, o no humano, que ha convertido su vida en un infierno en el que la única salida era una muerte inalcanzable, de repente abre una luz y le ofrece aquello que más anhela: el fin de la oscuridad, del dolor.
 
Edwinne se yergue, lentamente, sujetando aún el chorreante pescado, medio destripado, muy cerca de su boca.
 
—Eso es… Ya no habrá más dolor. Yo cuidaré de ti… Mírame… No escondo nada.
 
Edwinne observa el cuerpo del hombre y sus cicatrices. Al cabo, suelta el pescado y enjuga, con el dorso de la mano, algo de sangre que se desliza por su comisura. Luego frota las palmas en su mugrienta camisa. Sin apartar los ojos del reverendo, con una desesperada súplica en la mirada, sujeta la parte inferior de la prenda y levanta los brazos hasta sacarla por la cabeza. Queda desnuda en la penumbra. Angus Sinclair inclina la luz hacia el cuerpo menudo, surcado de antiguos y profundos arañazos.
 
—Ya no es necesario que te mortifiques más… El monstruo ya no está… Espera, no te cubras… Déjame… tocar tu piel… sólo… un instante más.

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