Uno de mis recuerdos más arraigados sobre el barrio donde me crié es el del mercado. Ese abigarrado mosaico de olores y sabores, forzosamente tenía que dejar una huella indeleble en la mente de un niño. A mi memoria vienen especialmente dos de aquellos puestos, por razones, eso sí, muy diferentes. Uno de ellos el de los encurtidos, que a su vez adornaba todo su frontal con álbumes de cromos, peonzas, yoyós, bolsas de soldaditos, revólveres, cananas de pistoleros, camiones, palas excavadoras y una infinidad de sueños de plástico en brillantes colores. El otro era el puesto de Pepón el pollero, un Goliat de ciento veinte kilos, enfundado en un delantal de rayas verdinegro, que ya hubiera querido el Capitán Trueno como compañero. Pero lo atractivo del puesto, por supuesto, no era él, sino su hija Maripili, o Pili la del pollero para más señas. Cuando los veía juntos tras el mostrador no podía dejar de preguntarme cómo aquella masa había podido dar lugar a un producto tan fino… Y es que, en su caso, la clave estaba en la trastienda y se llamaba doña Filo, o Filo la pollera. Aunque, para filo el del pollero, un machete de esos con agujero en el extremo, para colgar, que cada vez que se hincaba en el tajo, habría dejado en feo al mismísimo Rey Arturo que viniese a deshincarlo. Porque ni Ginebra tiraba tanto como los encantos de la pollera, que mientras él decapitaba, ella despellejaba sin miramientos, apartando con el dorso un mechón rebelde.
El día de mi trece cumpleaños, no sé si era martes, mi madre me encargó recoger el capón que iba a preparar para el festejo familiar.
—Pasa, Anda—ofreció doña Filo como siempre, pues con mi escasa altura, entregarme la bolsa por encima del mostrador resultaba un tanto complicado.
Con las mismas, la mujer levantó la sección abatible de madera y me atrajo con la mano hacia el interior del puesto. Pepón preparaba los restos mortales de varios pichones y Maripili, que remoloneaba, me obsequió con una sonrisa deliciosa, a la par que sediciosa, de esas de adolescente pidiendo guerra para niño bobalicón, en plan «no sabes la que te espera, majete»
Tras ellos se abría, o se cerraba más bien, un espacio con cámara frigorífica, un reducido office y muchos estantes llenos de cartones de huevos.
La esposa del pollero me entregó el paquete, y quiso el azar que un poro en la bolsa dejase escapar unas gotas de sangre, que fueron a parar al pantalón de mi uniforme escolar. Doña Filo, contrariada, enseguida se ofreció a reparar el pequeño accidente.
—¡Ni en broma te presentas así a tu madre! ¡Trae eso para acá, que ahora mismo te lo limpio!
Cuando dijo «Trae eso para acá», no supe muy bien a qué se refería, pues yo sí que ni en broma pensaba quitarme los pantalones allí en medio y ella tampoco esperó que llevase lo que fuera donde fuese, pues allí mismo se acuclilló ante mí con una toallita húmeda que apareció en su mano como por arte de magia. Maripili, divertida, se colocó a la expectativa y el pollero falló en su tajo al pichón por falta de atención.
Alarmado, descubrí que la mancha lucía peligrosamente cerca de mi entrepierna y la proximidad de unas manos femeninas a la zona de riesgo, podía causar estragos entre las filas de testosterona. Pero la pollera era ajena a estas consideraciones de púber recién estrenado, y ya tiraba de mi cinturón y restregaba, con pasión de limpiadora beata, donde las gotas habían impactado y más allá. No así la hija, Maripili, por edad más familiarizada con mi azoramiento, que, con perversa malicia contemplaba los trabajos de su madre y humedecía sus labios con la lengua, o el pollero que, notoriamente incómodo, bien por la postura de su compañera, bien por el embobamiento de su hija, clavaba certeras sus pupilas en mi cráneo y herraba el machetazo que debía cercenar el del pichón.
Debieron de transcurrir escasos minutos, pero a mí se me antojaron eternos, fija la mirada en los huevos, los de los cartones. Doña Filo frotaba con fruición la sangre del pollo y yo, con tanta fricción, sentía el rubor que subía y me aceleraba el corazón. Maripili desde atrás, disfrutaba con mi desazón y, como si quisiese, que quería, subir la temperatura, ensayaba una pícara sonrisa al tiempo que, «descuidadamente» liberaba un botón de la camisa. Mi cerebro se vació de sangre y, se fue toda allí donde la pollera frotaba. Tan vacío se quedó que no supe ni pedir perdón y, en lugar de ello, puse culo de pollo, a ver si retirando filas se notaba menos la hinchazón.
—¡Uy!—Frenó la pollera, sorprendida, para luego retomar la tarea—No te apures, hijo… Al cuerpo, hay que dejarle.
«No, si no me apuro doña Filo, me contengo», pensé sin verbalizar, colorado como un tomate. Maripili se mordía el labio inferior y, en el hueco de la blusa, el color de su sostén reflejaba mi calor. El pollero puso el pichón en el cadalso y dejó caer la guillotina. Clavó el machete hasta el agujero en la tabla. Lo movió de lado a lado abriendo la raja en la madera y lo extrajo de nuevo con tal ímpetu que hasta el cepo pareció levitar por un instante.
Mis ojos iban de la pechera de la niña al mechón de la Filo y al filo del pollero y del cuello del pichón a la mancha del pantalón y al calendario de San Antón.
Aquello crecía por encima de mi turbación y… ¿La Filo no se percataba de lo dura que se ponía la tela que frotaba? Maripili reventaba la blusa y el pollero las venas de brazo, dale que dale arriba y abajo al enorme cuchillo del agujero. Y entre tanto reventar, al final pasó… lo que tenía que pasar.
Yo volví a casa con el capón, pero el pantalón, se lo quedó la pollera, vistiendo yo en su lugar, un viejo chándal de su hija. Al día siguiente se excusó ante mi madre, le devolvió la prenda limpia y todo volvió a ser como era. Lo que ocurrió en la trastienda, nunca salió de allí.
Aunque… aquel día de mi trece cumpleaños algo sí que cambió. Tardé años en aceptarlo pero, ya interiormente sabía lo que en realidad siempre me atrajo. Y no eran las virtudes de una hembra hermosa, sino más bien las de un hombre rudo con una poderosa herramienta de trabajo.