A los seis años, tres meses y doce días de vida se le cayó su primer diente de leche. Era el segundo incisivo superior izquierdo. Lo perdió casi sin enterarse, mientras roía un hueso de caña para sorber la médula. Su madre le había hablado de una antigua tradición familiar, por la cual, cuando se caía un diente, había que arrojarlo al mar mientras subía la marea, y si las olas no lo devolvían, cualquier deseo podía hacerse realidad. Claro que todos sus antepasados habían vivido en Luarca, en cambio, cuando él aún tenía todos los dientes bien amarrados, sus padres habían decidido emigrar a Madrid, donde todavía no se había inventado el mar. Lo que más se le acercaba eran las contaminadas aguas del río Manzanares, protegidas por una infranqueable barrera de coches asesinos lanzados a toda velocidad por autopistas que corrían paralelas al cauce. Dadas las circunstancias, Manuel tuvo que conformarse con el váter compartido del descansillo de la escalera como santuario privado para el ritual propiciatorio de su primer diente. Al fin y al cabo, por lo que él sabía, era la única ruta posible hacia el mar.
Otros tres dientes siguieron idéntico camino, pero como no viera cumplido su deseo, decidió cambiar de táctica. El primer colmillo no contó, porque se lo tragó accidentalmente y, aunque su destino fuera el mismo, se olvidó de formular la petición. Luego vino un premolar del lado inferior derecho y, en esta ocasión, lo dejó caer directamente en la boca de una alcantarilla después de introducirlo en una cáscara de nuez para que flotara. La idea se le ocurrió leyendo «El soldadito de plomo», aunque más tarde pensó que, igual que le ocurría al protagonista del cuento, su improvisado barquito podía llegar a ser menú de algún pez hambriento por lo que, a partir de entonces, tomó la precaución de erizarlo de alfileres.
La madre de Manuel murió dos meses antes de que éste cumpliera ocho años. Durante el velatorio se dio cuenta de que otro diente le bailaba en la encía a punto de caerse y se le ocurrió que quizá su madre si, como todos decían, estaba más cerca de Dios, pudiese pedir cosas más importantes, así que se lo arrancó de un tirón y lo dejó caer disimuladamente dentro del ataúd. Desde el cielo, ella podría dejarlo en el mar cuando quisiese.
Justo después del entierro, sus abuelos se lo llevaron a Peñafiel. A su padre no lo vio, pero le dijeron que, de momento, no podía hacerse cargo de él. Las tierras de secano de Valladolid, aunque llanas, no eran precisamente la «Mar Océana», sin embargo, Manuel tenía por que alegrarse, pues ahora podía contar con dos ríos. Uno de ellos era el Duero, inmenso y caudaloso, limpio, con personalidad, que a buen seguro encauzaría todas sus peticiones. Tres premolares siguieron su curso en sendos barquitos de madera.
Los dientes de leche siguieron cayendo pero Manuel no veía cumplido su deseo. Cierto día que se encontraba especialmente desilusionado, se atrevió a hablar de su secreto con su mejor amigo y éste, totalmente sorprendido ante el hecho de que su compañero no hubiese oído hablar en su vida del Ratoncito Pérez, quiso abrirle los ojos. Le contó que él ponía siempre sus dientes bajo la almohada, mientras dormía, y a la mañana siguiente, en su lugar encontraba la moneda que dejaba el ratoncito coleccionador de dientes. Manuel pensó que una peseta era mucho más que nada, por lo que esa noche se acostó sobre una enorme muela de tres raíces. Lo ocurrido, sin embargo, fue que pasó la noche en vela, hundido por el peso de la traición. Afortunadamente, con la primera claridad descubrió aliviado que su diente seguía allí. Puede que el ratoncito no hubiese pasado al verle despierto, pero en todo caso no quiso darle una segunda oportunidad, no fuese que, por una pocas monedas, perdiese la opción al gran premio.
Superada la etapa de crisis, Manuel retornó a su fe, y desde las ruinas de aquel castillo con forma de barco, que navegaba sobre los tejados de Peñafiel, juró fidelidad a su sueño. Por lo menos hasta que tuvo en sus manos el último diente de leche. El mismo diente que quiso regalar a su chica en prenda de amor, pero que ésta rechazó diciendo que le parecía una guarrería y que no quería volver a saber nada más de ninguna de las partes de su cuerpo, en conjunto o por separado; por lo que la mencionada pieza dental también embarcó en las riberas del Duero, con rumbo al mar, llevándose los postreros retazos de su niñez.
Tenía catorce años y una flamante dentadura completa cuando volvió a Madrid. Vivió con su padre en un cuartucho de Vallecas y cambió de trabajo muchas más veces que de camisa, consecuencia de ese talante inquieto e inconformista que, heredado de su madre, iba forjando su carácter. La vida pretendía enseñarle que la ilusión se pierde con la edad, pero una oportuna paliza de su padre mantuvo la magia cuando, al escupir una bocanada de sangre, descubrió un diente partido que tintineaba en el lavabo. Manuel comprendió la señal y esa noche dejó Madrid. Su padre nunca tuvo la ocasión de volver a pegarle y tampoco vio el diente que Manuel le había dejado bajo la almohada, con sus mejores deseos.
Una vida errante llevó a Manuel de una ciudad a otra, de un cuartucho a otro, de un trabajo a otro, dejando trozos de sí mismo en cada sitio pero sin llevarse nada como equipaje. Cada empleo que conseguía a duras penas le proporcionaba lo suficiente para sobrevivir y pagarse el viaje a un nuevo destino, a un nuevo cuartucho con una sola cama. Nunca dejaba nada que no mereciese la pena dejar, siempre habría delante un lugar que mereciese la pena buscar. Por el camino, dos fulminantes caries y cuatro metros de caída desde la plataforma de un andamio permitieron que su sueño navegase por grandes ríos, hacia un futuro desconocido que en cualquier momento podía traerle la felicidad.
Un día brumoso de otoño, el mismo día que, treinta y siete años antes, viniera al mundo, le sorprendió asomado a las aguas del Rhin, en Colonia. Pero entonces no tenía ningún diente que arrojar a la corriente para que llegase al mar, para que el mar se lo quedase para siempre. Aquella mañana en que cumplía treinta y siete años, Manuel no quería pensar en nada. No quería recordar el sueño en el que veía todos sus dientes de niño esparcidos por la arena, entre las algas sucias de la resaca. Manuel observaba las estelas que las gabarras de transporte dejaban en el centro del río. Y sentía miedo. Miedo al final. Manuel no viajaba hacia el mar. Sólo sus dientes. Sólo su esperanza, su ilusión. No su amargura, su miedo a la decepción. Aquella fría mañana otoñal sólo miraba las estelas en el agua, vacío, solo.
Durante muchos años mantuvo intacta el resto de su dentadura. Al principio no quería pensar demasiado en ello, pero a medida que pasaba el tiempo fue creciendo en su mente el tumor de la obsesión. Dejó de cepillarse los dientes y cualquier dolor de muelas le hacía recobrar la esperanza, se atiborraba de dulces y chocolate, fumaba un cigarro tras otro, usaba la dentadura para abrir las botellas de cerveza, machacaba nueces y piñones y compraba paquetes y paquetes de chicle americano. El esfuerzo dedicado a tal dejadez comenzó a dar sus frutos el año en que Manuel cumplía los cincuenta y cinco. Los problemas de integración social debidos al mal aliento dieron paso a las afecciones físicas provocadas por la deficiencia de calcio o el aumento del nivel de glucosa, pero lo mejor fue cuando empezaron a sangrarle las encías con frecuencia. El médico diagnosticó una piorrea muy avanzada y el Rhin acogió en su seno a un desarraigado premolar.
Fueron tiempos felices. Por lo menos perdía una pieza dental cada año. Consiguió empleo fijo en una fábrica de cerveza y se mudó a un edificio de doce plantas cercano al río, con un apartamento sólo para él, retrete privado, agua caliente y calefacción. Incluso compró un pez al que llamaba Rich y, al menos una vez por semana, iba al cine a ver un estreno.
Un día, cuando más cerca estaba de pensar que el mar le concedería su deseo, su vida cambió de nuevo. La reconversión industrial provocó el cierre de la fábrica y Manuel perdió su empleo. Una vez más, se encontró sin nada que ganar. Y sin nada que perder. Dejó de ir al cine, se fue del apartamento, sus últimas monedas fueron para comprar un bote de comida para peces. Después, Rich volvió al río.
Mientras tuvo energías y ánimo suficiente continuó peregrinando por caminos y riberas, de ciudad en ciudad, de río en río, viviendo de la beneficencia y buscando refugio en los albergues. Transcurridos dos inviernos, su sustento dependía de la caridad de los transeúntes, mantas y cartones eran su cama en los fríos callejones, y los pocos dientes que le quedaban hacían su travesía en botellas de vino. Sin llegar a saber muy bien cómo, su viaje terminó en Copenhague. Ciudad activa y cosmopolita, ancestral puerto de mercaderes, parecía un lugar tan bueno como cualquier otro para dejar que transcurriera el resto de su vida... cerca del mar.
Entre amplias plazas y animadas calles comerciales, ante las suntuosas puertas del Tívoli o en el acogedor vestíbulo de la Estación Central, Manuel consumía sus días. Pero bajo aquella capa de mugre, de alcohol y de olvido, aún latía un pulso. Un pulso que le empujó un día a caminar hasta el puerto, como si una postrera obligación le llevase a enfrentarse a su destino. Y allí, junto al mar, en un muelle solitario al atardecer, se encontró con algo que, así, sin más, hizo estallar su corazón y limpió su alma del miedo. Sus ojos vidriosos contemplaron una pequeña silueta, recortada contra el rojo sol de poniente, y aquella imagen al final del camino dio cuerpo a su fe.
Los turistas mostraban una tierna curiosidad por aquel vagabundo que parecía una grotesca figura de cera en el borde del muelle. Algunos atrevidos incluso le preguntaban el motivo de su extasiada y estática sonrisa. Manuel contestaba que todavía le quedaba un diente y cuando éste se le cayera, pensaba ponerlo a los pies de La Sirenita, porque sabía que ella nunca dejaría que el mar lo devolviese. Quienes le escuchaban, le miraban con indulgencia, le daban alguna moneda y se volvían para hacerse una foto junto a la pequeña escultura, símbolo de la ciudad, que miraba al horizonte sentada sobre una roca.
Otros tres dientes siguieron idéntico camino, pero como no viera cumplido su deseo, decidió cambiar de táctica. El primer colmillo no contó, porque se lo tragó accidentalmente y, aunque su destino fuera el mismo, se olvidó de formular la petición. Luego vino un premolar del lado inferior derecho y, en esta ocasión, lo dejó caer directamente en la boca de una alcantarilla después de introducirlo en una cáscara de nuez para que flotara. La idea se le ocurrió leyendo «El soldadito de plomo», aunque más tarde pensó que, igual que le ocurría al protagonista del cuento, su improvisado barquito podía llegar a ser menú de algún pez hambriento por lo que, a partir de entonces, tomó la precaución de erizarlo de alfileres.
La madre de Manuel murió dos meses antes de que éste cumpliera ocho años. Durante el velatorio se dio cuenta de que otro diente le bailaba en la encía a punto de caerse y se le ocurrió que quizá su madre si, como todos decían, estaba más cerca de Dios, pudiese pedir cosas más importantes, así que se lo arrancó de un tirón y lo dejó caer disimuladamente dentro del ataúd. Desde el cielo, ella podría dejarlo en el mar cuando quisiese.
Justo después del entierro, sus abuelos se lo llevaron a Peñafiel. A su padre no lo vio, pero le dijeron que, de momento, no podía hacerse cargo de él. Las tierras de secano de Valladolid, aunque llanas, no eran precisamente la «Mar Océana», sin embargo, Manuel tenía por que alegrarse, pues ahora podía contar con dos ríos. Uno de ellos era el Duero, inmenso y caudaloso, limpio, con personalidad, que a buen seguro encauzaría todas sus peticiones. Tres premolares siguieron su curso en sendos barquitos de madera.
Los dientes de leche siguieron cayendo pero Manuel no veía cumplido su deseo. Cierto día que se encontraba especialmente desilusionado, se atrevió a hablar de su secreto con su mejor amigo y éste, totalmente sorprendido ante el hecho de que su compañero no hubiese oído hablar en su vida del Ratoncito Pérez, quiso abrirle los ojos. Le contó que él ponía siempre sus dientes bajo la almohada, mientras dormía, y a la mañana siguiente, en su lugar encontraba la moneda que dejaba el ratoncito coleccionador de dientes. Manuel pensó que una peseta era mucho más que nada, por lo que esa noche se acostó sobre una enorme muela de tres raíces. Lo ocurrido, sin embargo, fue que pasó la noche en vela, hundido por el peso de la traición. Afortunadamente, con la primera claridad descubrió aliviado que su diente seguía allí. Puede que el ratoncito no hubiese pasado al verle despierto, pero en todo caso no quiso darle una segunda oportunidad, no fuese que, por una pocas monedas, perdiese la opción al gran premio.
Superada la etapa de crisis, Manuel retornó a su fe, y desde las ruinas de aquel castillo con forma de barco, que navegaba sobre los tejados de Peñafiel, juró fidelidad a su sueño. Por lo menos hasta que tuvo en sus manos el último diente de leche. El mismo diente que quiso regalar a su chica en prenda de amor, pero que ésta rechazó diciendo que le parecía una guarrería y que no quería volver a saber nada más de ninguna de las partes de su cuerpo, en conjunto o por separado; por lo que la mencionada pieza dental también embarcó en las riberas del Duero, con rumbo al mar, llevándose los postreros retazos de su niñez.
Tenía catorce años y una flamante dentadura completa cuando volvió a Madrid. Vivió con su padre en un cuartucho de Vallecas y cambió de trabajo muchas más veces que de camisa, consecuencia de ese talante inquieto e inconformista que, heredado de su madre, iba forjando su carácter. La vida pretendía enseñarle que la ilusión se pierde con la edad, pero una oportuna paliza de su padre mantuvo la magia cuando, al escupir una bocanada de sangre, descubrió un diente partido que tintineaba en el lavabo. Manuel comprendió la señal y esa noche dejó Madrid. Su padre nunca tuvo la ocasión de volver a pegarle y tampoco vio el diente que Manuel le había dejado bajo la almohada, con sus mejores deseos.
Una vida errante llevó a Manuel de una ciudad a otra, de un cuartucho a otro, de un trabajo a otro, dejando trozos de sí mismo en cada sitio pero sin llevarse nada como equipaje. Cada empleo que conseguía a duras penas le proporcionaba lo suficiente para sobrevivir y pagarse el viaje a un nuevo destino, a un nuevo cuartucho con una sola cama. Nunca dejaba nada que no mereciese la pena dejar, siempre habría delante un lugar que mereciese la pena buscar. Por el camino, dos fulminantes caries y cuatro metros de caída desde la plataforma de un andamio permitieron que su sueño navegase por grandes ríos, hacia un futuro desconocido que en cualquier momento podía traerle la felicidad.
Un día brumoso de otoño, el mismo día que, treinta y siete años antes, viniera al mundo, le sorprendió asomado a las aguas del Rhin, en Colonia. Pero entonces no tenía ningún diente que arrojar a la corriente para que llegase al mar, para que el mar se lo quedase para siempre. Aquella mañana en que cumplía treinta y siete años, Manuel no quería pensar en nada. No quería recordar el sueño en el que veía todos sus dientes de niño esparcidos por la arena, entre las algas sucias de la resaca. Manuel observaba las estelas que las gabarras de transporte dejaban en el centro del río. Y sentía miedo. Miedo al final. Manuel no viajaba hacia el mar. Sólo sus dientes. Sólo su esperanza, su ilusión. No su amargura, su miedo a la decepción. Aquella fría mañana otoñal sólo miraba las estelas en el agua, vacío, solo.
Durante muchos años mantuvo intacta el resto de su dentadura. Al principio no quería pensar demasiado en ello, pero a medida que pasaba el tiempo fue creciendo en su mente el tumor de la obsesión. Dejó de cepillarse los dientes y cualquier dolor de muelas le hacía recobrar la esperanza, se atiborraba de dulces y chocolate, fumaba un cigarro tras otro, usaba la dentadura para abrir las botellas de cerveza, machacaba nueces y piñones y compraba paquetes y paquetes de chicle americano. El esfuerzo dedicado a tal dejadez comenzó a dar sus frutos el año en que Manuel cumplía los cincuenta y cinco. Los problemas de integración social debidos al mal aliento dieron paso a las afecciones físicas provocadas por la deficiencia de calcio o el aumento del nivel de glucosa, pero lo mejor fue cuando empezaron a sangrarle las encías con frecuencia. El médico diagnosticó una piorrea muy avanzada y el Rhin acogió en su seno a un desarraigado premolar.
Fueron tiempos felices. Por lo menos perdía una pieza dental cada año. Consiguió empleo fijo en una fábrica de cerveza y se mudó a un edificio de doce plantas cercano al río, con un apartamento sólo para él, retrete privado, agua caliente y calefacción. Incluso compró un pez al que llamaba Rich y, al menos una vez por semana, iba al cine a ver un estreno.
Un día, cuando más cerca estaba de pensar que el mar le concedería su deseo, su vida cambió de nuevo. La reconversión industrial provocó el cierre de la fábrica y Manuel perdió su empleo. Una vez más, se encontró sin nada que ganar. Y sin nada que perder. Dejó de ir al cine, se fue del apartamento, sus últimas monedas fueron para comprar un bote de comida para peces. Después, Rich volvió al río.
Mientras tuvo energías y ánimo suficiente continuó peregrinando por caminos y riberas, de ciudad en ciudad, de río en río, viviendo de la beneficencia y buscando refugio en los albergues. Transcurridos dos inviernos, su sustento dependía de la caridad de los transeúntes, mantas y cartones eran su cama en los fríos callejones, y los pocos dientes que le quedaban hacían su travesía en botellas de vino. Sin llegar a saber muy bien cómo, su viaje terminó en Copenhague. Ciudad activa y cosmopolita, ancestral puerto de mercaderes, parecía un lugar tan bueno como cualquier otro para dejar que transcurriera el resto de su vida... cerca del mar.
Entre amplias plazas y animadas calles comerciales, ante las suntuosas puertas del Tívoli o en el acogedor vestíbulo de la Estación Central, Manuel consumía sus días. Pero bajo aquella capa de mugre, de alcohol y de olvido, aún latía un pulso. Un pulso que le empujó un día a caminar hasta el puerto, como si una postrera obligación le llevase a enfrentarse a su destino. Y allí, junto al mar, en un muelle solitario al atardecer, se encontró con algo que, así, sin más, hizo estallar su corazón y limpió su alma del miedo. Sus ojos vidriosos contemplaron una pequeña silueta, recortada contra el rojo sol de poniente, y aquella imagen al final del camino dio cuerpo a su fe.
Los turistas mostraban una tierna curiosidad por aquel vagabundo que parecía una grotesca figura de cera en el borde del muelle. Algunos atrevidos incluso le preguntaban el motivo de su extasiada y estática sonrisa. Manuel contestaba que todavía le quedaba un diente y cuando éste se le cayera, pensaba ponerlo a los pies de La Sirenita, porque sabía que ella nunca dejaría que el mar lo devolviese. Quienes le escuchaban, le miraban con indulgencia, le daban alguna moneda y se volvían para hacerse una foto junto a la pequeña escultura, símbolo de la ciudad, que miraba al horizonte sentada sobre una roca.