lunes, 29 de febrero de 2016

Un final sorpresa

 
—Justo enfrente, a unos cinco metros de distancia. Entre su balcón y el mío no había más que un patio de luces dos pisos más abajo y unas cuantas macetas rebosantes de geranios. No teníamos nada en común más que el espacio entre esas dos ventanas, pues ni íbamos al mismo colegio, ni nuestras madres se conocían más que de vista cuando tendían la ropa, ni tampoco habíamos coincidido en alguna guerra de pandillas, algo impensable por otra parte siendo ella niña y yo niño. Sin embargo, cuando internet no era más que ciencia ficción, nosotros ya habíamos creado la primera relación «on line». En este caso, la línea no era otra cosa que la cuerda de tender, que desde la fachada de su casa a la mía, servía de teleférico a todo tipo de mensajes secretos. Es decir, todos aquellos que, por su contenido, no podían ser transmitidos en nuestras charlas a viva voz.

—Espera, espera… vamos a pedir unas copas, que la historia pinta larga.

—Lo es. Teníamos once años y nuestra amistad empezó de la manera más tonta. Era una tarde de septiembre, pero no una tarde cualquiera, sino esa en la que justo regresas de vacaciones, cuando la nostalgia te oprime el corazón hasta el dolor y las cuatro paredes de tu casa te parecen una cárcel del tamaño de una caja de zapatos, comparada con el espacio y libertad del que, durante dos meses, has disfrutado. Con ese pesar me hallaba, sentado en el balcón, las piernas colgando entre las rejas, las manos aferradas a ellas y el rostro encajado, a falta de pasar las orejas para sentirme un reo en el cepo. Entonces apareció ella, con su falda de tablas, su cinta en el pelo y su rebeca azul. «Pareces un mono enjaulado» —me dijo—, y a partir de ahí comenzó una guerra de frases ingeniosas que sólo pausó la llamada de mi madre avisando que la cena estaba lista. Esa noche, la resaca veraniega no era más que un recuerdo tras la imagen de una niña descarada, de mejillas sonrosadas y voz cantarina.

—Bonita manera de empezar el curso.

—Faltaba una semana para el comienzo de las clases y, hasta que llegaron, todas las tardes el balcón fue testigo de cómo algo crecía entre los dos. Poco a poco descubrí que, por alguna extraña razón, prefería aquellos ratos, a cinco metros de una adolescente parlanchina, a todas las horas que antes pasaba corriendo tras un balón. Durante el curso tuvimos que espaciar los encuentros y las mañanas de sábado se convirtieron en nuestro momento, ajenos al mundo en nuestro patio interior, de espaldas a la calle ya los gritos del chatarrero, el campaneo del butanero o el chiflo del afilador.

—Desde hace unos años se les ha sumado el tapicero.

—Pues así pasaron dieciocho meses, en los que llegamos a conocernos tan bien que ni uno respiraba sin que el otro supiera cómo se sentía, pero en los que, sin embargo, físicamente no estuvimos más cerca de esos cinco metros que separaban nuestros balcones. Nunca hablamos de quedar en la calle y, al no estar en el mismo colegio, tan sólo un par de veces coincidimos por casualidad. En cualquier caso, fue como si aquél espacio de seguridad que nuestro patio nos concedía hubiese creado, por contra, una barrera invisible ante el contacto directo, reforzada sin duda por nuestra propia timidez.

— ¡Pues sí que era una relación a distancia! Corta, pero distancia.

—El cinco de mayo celebró su cumpleaños y yo le mandé mi regalo por cable de tender. Me costó semanas de «sisa», pero al final conseguí el vinilo de Transvision vamp que ella quería y la expresión de su cara cuando lo vio compensó con creces el esfuerzo. Su mirada anunciaba el cambio que iba a venir. Desde entonces, aquello que crecía entre nosotros aumentó considerablemente de tamaño. El sábado siguiente la cinta del pelo se había desatado, dejando caer sobre sus hombros una cascada azabache, sus ojos brillaban a la sombra de unas pestañas realzadas con rímel y una pícara sonrisa dibujaba en sus labios intenciones misteriosas.

— ¡Vale! Esto ya se va poniendo interesante.

—Pues ahora te va a entusiasmar. Aprovechando que todos sus suéteres parecían haber encogido, unos pechos curiosos se asomaban al escote y secuestraban mi mirada. También sus faldas de tablas sufrieron escasez de tela y ello me permitió experimentar el morbo de atisbar lo oculto. Fueron días de calor aquellos previos al verano y la temperatura también subió en nuestra cuerda tendedero. Creamos un código secreto a base de pinzas de colores para citarnos en el balcón durante la noche, a salvo de ojos y oídos indiscretos y, sin más testigos que los gatos, en pijama y camisón, dimos el primer significado al sexo virtual.

— ¿Y dices que teníais trece años?

—Estábamos en el último curso de EGB. Ese verano traía consigo el cambio de ciclo escolar, con todo lo que ello supone: nuevo centro, compañeros, profesores. Ya sabes, el final de una larga etapa. Un punto de inflexión que nos metía de lleno en la adolescencia. Los meses de vacaciones nos desconectaron y, a la vuelta, encontramos un mundo muy diferente.

—No quedaba más remedio que salir del cascarón. Había menos centros para cursar bachillerato y no en todos los barrios.

—El primer día de clase me la encontré en los pasillos del instituto. Nos quedamos quietos, mirándonos sin decirnos nada, a los mismos cinco metros que separaban nuestros balcones, hasta que el oportuno timbre de llamada abrió el torrente de alumnos que nos empujó a nuestras respectivas aulas. Fue una situación muy rara, y yo todavía me pregunto por qué ninguno de los dos rompió el hielo. El caso es que no pude dejar de pensar en ella, pero cuando nos cruzábamos en el recreo o a la salida de clase, evitábamos las miradas y, con el corazón a cien, buscábamos la compañía de otros para evitar la ocasión del encuentro a solas.

—Si te dijera que nunca me ha pasado eso mentiría… A veces un silencio cambia más cosas que muchas palabras.

—Tienes razón, y el primer sábado fue la prueba de ello. Ninguno de los dos salió al balcón. Yo me pasé la mañana escudriñando la ventana desde el interior, esperando, mejor deseando, verla aparecer. El día terminó y la noche me cogió tendido en la cama, sin haber probado bocado y como si el mundo se me hubiese caído encima.

—A lo mejor ella pasó lo mismo que tú, aunque yo me decanto por la idea de que la relación se enfrió durante el verano y se congeló cuando os volvisteis a ver. A fin de cuentas, seguro que tú tenías muchos más granos y ella una nueva talla de sujetador, además de algún que otro «amigo» a menos de cinco metros.

—Puede ser. El caso es que, poco a poco la herida fue cicatrizando. Alguna vez incluso coincidimos asomándonos a la ventana, nos saludamos tímidamente y cruzamos algunas palabras sobre las clases. Transcurrió el primer curso de bachillerato y mis padres se mudaron de barrio. Yo cambié de instituto y la historia de la chica del balcón se quedó en un hermoso recuerdo de la infancia.

—Pues… siento decirte que el final no me sorprende en absoluto.

—Ese no es el final. El destino es caprichoso, y juega con nosotros. El segundo capítulo comienza cuando tuve el accidente. Ya sabes que desperté en la cama de un hospital con la mitad de los huesos rotos. Dicen que no hay mal sin bien y de hecho a ti te conocí a raíz de aquel percance. No tendré vida suficiente para agradecerte todo lo que hiciste por mí, como «fisio», hasta que recuperé la total movilidad de mi cuerpo y como gran amigo, hasta hoy. Muchas cosas te conté durante aquellos meses, pero esta historia aún la desconoces: De los primeros momentos de consciencia en la UCI, totalmente inmovilizado y embotado por los calmantes, lo único que recuerdo es que me quería morir, cuando una enfermera acercó su rostro al mío y me susurró: «pareces un mono enjaulado».

— ¡No me lo puedo creer! Que calladito te lo tenías.

—No nos habíamos vuelto a ver desde el instituto. De no ser por esa frase no la hubiera reconocido. Me contó que se había sacado la diplomatura, que se había casado y que tenía hijos. Toda una vida, vamos. También hablamos del pasado. Tuvimos mucho tiempo hasta que me dieron el alta y comencé la rehabilitación en tu clínica.

— ¿Has vuelto a hablar con ella desde entonces?

—Todos los días. El fondo estaba ahí. Sólo hubo que bucear un poco para encontrar aquello que hacía años nos había unido, que la adolescencia había reprimido y que la madurez había rescatado. Cuando salí del hospital seguimos en contacto por whatsapp, por correo electrónico, por Skype y por todos los medios a nuestro alcance, dada su situación. Lo mantuvimos en secreto, por supuesto, y lo disfrazamos de amistad cuando los dos sabíamos que iba más allá. Hace poco quedamos en una cafetería del centro. Tampoco era la primera vez que quedábamos, pero esa tarde fue especial, porque sinceramos nuestros sentimientos. Ella lloró y me abrazó, y entonces yo la besé. Aquel instante fue como si un huracán nos arrancase del océano e hiciese la nave ingobernable. Fuimos a mi casa y casi nos desnudamos en el ascensor. Cuando llegamos al dormitorio nos lanzamos sobre la cama como dos posesos. Sin embargo, no pasó nada. En el último momento nos quedamos quietos, el uno sobre el otro, piel con piel, y notamos el frío de la culpa. Nos vestimos en silencio, el uno de espaldas al otro. 

—¿Y qué has hecho desde entonces?

—Nada. Pero ocurrirá. Sé que ocurrirá.

—Pues tienes que ir a por todas, amigo. Si la quieres, tendrás que luchar por ella. Por cierto que, la historia es conmovedora pero… ¿Dónde está el final sorpresa?

—Supongo que vendrá ahora, cuando te diga que… la enfermera de «trauma», la chica del balcón… es Lola.

—¿Lola? ¿Qué Lola?

—Tu Lola

—¿Mi Lola?

—Bueno…, nuestra Lola.

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lunes, 15 de febrero de 2016

Cruz Silveira 3. Buitres


                                                                          I
Los helicópteros, como zopilotes en busca de carroña, sobrevolaban las azoteas de São Paulo. El tráfico en sus calles podía convertirse en un verdadero infierno durante las horas de mayor intensidad. Por eso, muchos empresarios y altos ejecutivos, aprovechando el gran número de rascacielos con helipuerto en la ciudad más activa de Sudamérica, terminaban optando por este medio para desplazarse. En algunos momentos del crepúsculo, el cielo urbano parecía un enjambre de rotores, uniéndose a los aparatos privados las luces vibrantes de la Policía Federal o los servicios de emergencia.

El pequeño Hughes 500, recortando su silueta contra el cielo rojo, aterrizó sobre el Atenas Building, y Cruz Silveira, escoltado por dos hombres, descendió del mismo, sujetando su sombrero fedora mientras pasaba bajo las hélices. Ya en el ascensor, encendió un Vila Rica y expulsó una densa bocanada de humo.

Aquí você não pode fumar, senhor— dijo uno de los hombres, torciendo el gesto.

Para Cruz, un descenso de treinta pisos junto a dos matones de medio pelo, era un momento tan bueno como cualquier otro para fumarse un cigarro, y así se lo hizo entender al que parecía el jefe mediante un leve movimiento de ceja. A su vez, el tipo hizo un gesto de reprobación al que había hablado y volvió a mirar fijamente la botonera del elevador.

El despacho de Enrico Figlione, dueño del edificio y de una de las más importantes constructoras de São Paulo, se hallaba en la sexta planta. Todos pensaban que se había instalado a aquella altura debido a su acrofobia, pero según sus propias palabras, lo hacía para no estar demasiado cerca de las llamas del infierno ni tal alto como para temer la ira del cielo. Cruz Silveira entró junto a su escolta y se mantuvo en pie frente al gigantesco escritorio de caoba, dejando que el Vila Rica colgase de sus labios y extendiese un hongo de humo bajo el ala de su sombrero.

Don Enrico «Il figlio» era de origen siciliano. Había pertenecido a la «Cupola» de Palermo pero, después de ciertas desavenencias familiares, trasladó sus negocios a Brasil en el momento en que las mafias se hacían con Cidade de Deus, controlando hasta la respiración de todos sus habitantes. Por supuesto, se trajo sus contactos en el peligroso mundo del tráfico de armas internacional. En São Paulo construyó su imperio en tiempo récord, bajo la tapadera de una «solvente» constructora. Eso sí, en directa competencia con el cartel de Paulo Cortés «O dandy», dueño de una empresa de saneamientos que saneaba eficazmente sus negras finanzas, producto del negocio de la muerte masiva en los países africanos.

Semanas atrás, los dos mafiosos habían aparcado sus rencillas para unirse contra el hijo del poderoso narco Diego Sousa, ya que, al morir éste, el engreído niñato, poco dispuesto a respetar los acuerdos de su padre, quiso meter las narices, congestionadas de coca, en los negocios armamentísticos. Cruz Silveira, por su vinculación al viejo traficante y las cuentas pendientes que mantenía con su heredero, fue elegido para darle el pasaporte.

Ahora, cumplido el encargo, el sicario estaba delante de la mesa de caoba, observando a través del humo de su Vila Rica las litografías que el empresario tenía a su espalda, en las que se representaba el proyecto de un innovador viaducto en forma de equis que cruzaba el Pinheiros. Figlione, un tipo corpulento y sudoroso, no dejaba de gesticular con las manos mientras le hablaba de la buena acogida que tendría en «la familia» un profesional de su talla y Cruz, que sonreía para sí mismo pensando en la diferencia de «talla» que había entre los dos, pensaba en las intenciones que podrían ocultarse tras aquellas palabras.

Él había tenido sus propias razones para aceptar el trabajo y, en todo caso, una vez muerto el primogénito de Sousa y habida cuenta de los años que pasó trabajando para el clan, tenía claro que no volvería a formar parte de ningún «club de matones» dedicados a jugar a la ruleta rusa con el arma de un mafioso y la bala de su desconfianza. Por eso, cuando ahora, mientras le pagaba sus servicios, Figlione le proponía unirse a «la familia» y rematar el trabajo ocupándose de Cortés, su más directo competidor, Cruz sabía que eso sería vender su independencia y formar parte de la bandada de buitres que se destrozaban por la carroña. Por toda respuesta, el pistolero pellizcó el ala de su sombrero a modo de despedida.

Mientras salía del despacho, tuvo tiempo de escuchar a don Enrico, dirigiéndose a su lugarteniente:

Luca, sai cosa devi fare
 
Don Enrico era un hombre ambicioso e impulsivo, quizás demasiado inclinado a resolver sus asuntos de la manera más expeditiva, sin dar tiempo a su madurez en los mecanismos del intelecto. Ahora que ya no tenía que preocuparse por la intromisión de Sousa en sus negocios y mientras todo el mundo estaba ocupado en picotear los despojos de su imperio, creyó ver el momento oportuno para matar dos pájaros de un tiro. El hecho de requerir los servicios de Cruz para este nuevo trabajo no era tanto por falta de recursos propios, como por poner en nómina al sicario independiente, en su afán por controlar todos los factores que pudiesen resultar un riesgo para sus ambiciones. Ahora sabía que aquel hueso iba a ser duro de roer, pero todo era cuestión de encontrar el punto dónde hincarle el diente. Si había alguno, Figlione lo encontraría.

Tardó un par de semanas en encontrarlo.

                                                                              II
Acudir a una nueva cita en los viejos almacenes del Pinheiros no era en absoluto buena idea pero, a pesar de que «El Argentino» se ofreció a cubrirle la retaguardia, Cruz insistió en ir solo, tal como le pidieron, por más que supiera que Figlione le tendría algo preparado. El gordo no era de los tipos que aceptan una negativa y sus últimas palabras no dejaban lugar a dudas. Cuando llegó a la nave del mafioso, uno de sus hombres le esperaba en la entrada. El mismo novato del ascensor, que tampoco esta vez le requisó las armas. Cruz estaba de suerte. En la penumbra del interior, una lámpara formaba un oscilante cono de luz cuyo vértice colgaba a varios metros de altura. En su base, una mujer amarrada a una silla, amordazada y con los ojos vendados. A su lado, el otro tipo, el silencioso, le apuntaba a la sien con un arma de excesivo calibre.

O chefe quer que reconsidere sua oferta, Silveira. Você vê, nós temos outros argumentos.
 
La supervivencia en el mundo del hampa se basaba en un complejo y sutil sistema de equilibrios. Un juego arriesgado y, la mayor parte de las veces, mortal de necesidad. Aparte de la protección que podían proporcionar las pistolas, la información y la negociación eran las mejores armas. Cruz conocía todos los tipos de «argumentos» y el vínculo afectivo era el más fácil de usar. La torpeza fue suya, por dejar un cabo suelto.

Hacía años que la sombra de Roxanne le perseguía, creando imágenes perturbadoras en sus noches de insomnio. Como aquella en la que él, medio ebrio, la besaba apasionadamente ante todo el mundo, durante el banquete de boda. Demasiada gente había presenciado aquel instante que él, a toda costa, habría querido borrar de su memoria.

Los matones la habían desnudado y las cuerdas se incrustaban en sus piernas y en su pecho, que convulsionaba debido al llanto reprimido y a la asfixia que le provocaba la mordaza. Efluvios de perfume y sudor atravesaban el polvo suspendido bajo el cono de luz y proyectaban en la mente de Cruz secuencias de otra realidad. Aquella en la que se veía a sí mismo cortejando a la mujer destinada a otro hombre, obsesionado por un deseo lastrado, desde el momento mismo de nacer, con el peso de una lealtad a quién debía la vida, a quién había decidido la unión de su sobrina Roxanne con su propio hijo, Salvador Sousa.

Cinco años habían pasado desde que abandonara São Paulo y ni un solo día sin algún recuerdo de ella. Cuando volvió, fue para matar de nuevo. Ahora estaba allí para enfrentarse a las consecuencias de lo que había hecho y de lo que no había tenido el valor de hacer. Estaba claro que, a pesar de sí mismo, el destino le obligaba a tomar una decisión.

En cuanto a Figlione, no le quedaba otra opción que echar mano de su «póliza de seguro»

Cruz se plantó delante de los hombres del mafioso y abrió las manos en un gesto conciliador.

Los dos matones sonrieron, más relajados, y Cruz Silveira echo hacia atrás su fedora para hacer visible su rostro, extrajo su pitillera del bolsillo interior de la americana, encendió un Vila Rica, dio una profunda bocanada y se frotó la ceja derecha con el pulgar. Sin embargo, cuando los tipos esperaban que comenzase hablar, se dio media vuelta y, ante su desconcierto, comenzó a caminar hacia la puerta. De repente, en un rápido movimiento, giró de nuevo su cuerpo con los brazos extendidos. En sus manos enguantadas, como por arte de magia, habían aparecido dos Star de nueve milímetros, que escupieron alternativamente sendos proyectiles en décimas de segundo. El primero de ellos se incrustó entre las cejas del hombre que apuntaba a Roxanne, el segundo destrozó la rodilla del otro mandado y el tercero impactó en el pecho de la joven.

El que estaba herido había soltado su arma y, cuando intentó recuperarla, Cruz le apuntaba a la cabeza. Junto a él, su compañero yacía con los ojos muy abiertos. Un reguero de sangre escurría entre los pechos de Roxanne, sorteaba las cuerdas que la mantenían en la silla, se precipitaba por su vientre y se sumía en la profundidad de su regazo.

Diga ao seu chefe que já não tem argumentos.
 
                                                                              III
El Agente de la Federal, Mauro Vargas, accedía por el paso de urgencias al Hospital São Camilo antes de iniciar su jornada. Estaba exultante y tenía prisa por hablar con la mujer que había ingresado un par de días antes con una bala en el pecho. Cuando llegó estaba más muerta que viva. Según el informe del cirujano, la muerte no fue instantánea porque el proyectil atravesó el pulmón entre las costillas tercera y cuarta, sin dañar el corazón ni las arterias principales. Aquella mujer había vuelto a nacer, no cabía duda alguna. Pero lo mejor de todo vendría después. Entre su ropa, desparramada por el lugar donde había sido hallada, se encontró la llave de una caja de seguridad y, en ésta, lo que en la mafia se conocía como una «póliza de seguro», es decir, documentos y datos que vinculaban a un importante empresario paulista con multitud de actividades ilícitas, incluida la del tráfico de armas. El inspector Vargas, que investigaba esta red desde hace años, fue puesto al corriente.

Mauro estaba ahora junto a la cama de Roxanne, que todavía era sedada para pasar la noche. Contemplaba absorto su serena belleza y esos bucles de cabello azabache que se extendían sobre la almohada como un radiante sol negro, mientras esperaba para comunicarle las últimas noticias. Más allá de los cristales, la incipiente claridad del alba silueteaba los rascacielos y los primeros helicópteros, como zopilotes excitados por el olor de la muerte, rompían el silencio con sus rotores.

La investigación sobre Enrico Figlione “Il figlio” y sus presuntas actividades ilegales había vuelto a abrirse, después de varios años cerrada por falta de pruebas y de testimonios fiables. Ahora en cambio, éste iba a ser decisivo en el proceso pues, aunque ella negaba toda relación con aquella caja de seguridad y con la propiedad de la llave, al largo expediente delictivo podían sumarse cargos por incitación al secuestro, extorsión e intento de asesinato. El proyectil que la había herido pertenecía a un arma hallada en el lugar de los hechos, junto al cadáver de un hombre, muerto a su vez de un disparo efectuado por un arma diferente. El «fiambre» era uno de los segundos de Figlione. Por mucho que las circunstancias no estuvieran claras, ya que Roxanne se hallaba drogada y con los ojos vendados, había motivos suficientes para que la Federal iniciase una investigación y, la reyerta que allí había tenido lugar, llevase directamente a la organización del mafioso.

A partir de aquél instante, la viuda de Salvador Sousa pasaría a ser un testigo protegido y el programa le asignaría una nueva identidad y residencia, desconocidas para el resto del mundo. Mauro estaba allí para comunicarle su muerte y ascensión a una nueva vida.

                                                                              IV
Apoyados en la baranda de un viejo puente de hierro, dos hombres contemplaban las oscuras aguas del Pinheiros. En la margen derecha, los imponentes rascacielos del distrito financiero se sumergían en la bruma del amanecer. En la izquierda, almacenes y dársenas abrían sus cierres para comenzar la actividad diaria. Los dos hombres vestían de forma impecable, con abrigos de paño italiano y sombreros de Borsalino. El de más edad ladeaba el suyo a la izquierda y lucía un recortado bigote blanco. El otro, unos treinta años más joven, era alto, de tez morena, facciones angulosas e intrigantes ojos azules.

—¡Carajo de tipo, ese tano!— comenzó diciendo el mayor de ellos, el que llamaban «El Argentino»— «Il figlio»… ¡«Il figlio de puta»!... Sos un tipo con pulso, eso es lo que tenés, pero…, ¿y si el tiro se mueve dos dedos acá?… la Star no es tan fiable. ¿Y si el servicio de emergencia se hubiera retrasado, o pasado de cuadra? ¿Vos lo pensaste de veras?... Hubiera sido…
 
—… Mala suerte, viejo.
 
Cruz Silveira expulsó el humo del cigarro y, sujetando la colilla entre los dedos índice y pulgar, la catapultó hacia las inquietas aguas del río. Su mirada se tornó oscura, como si reflejase el azul profundo que corría bajo sus pies.


Relatos anteriores de Cruz Silveira: Tiburones
                                     Cuervos

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lunes, 1 de febrero de 2016

Qulleq, la llama de la vida


Yakone, «aurora roja», elevó los ojos al cielo estrellado de la tundra y, con las palmas abiertas en ademán de súplica, entonó por última vez el aqeutaq, el cántico de su pueblo para ahuyentar a los malos espíritus.

Ese invierno, los vientos del norte habían prolongado tanto la gélida estación que ni ella misma, con ser la arnaq más vieja del clan, lo recordaba tan largo. Las reservas de carne se habían agotado tiempo atrás pero aún no era posible salir de caza, por lo que tenían que conformarse con la escasa pesca que podían obtener a través de los uglu, los respiraderos que hacían las focas en el hielo. Muy pronto, esto no sería suficiente para la supervivencia de toda la familia y los primeros en caer serían los más pequeños.

La anciana inuit tomó el aire frío en una profunda inspiración y penetró en la vivienda construida a base de piedra, huesos de ballena y turba. En el interior, dos adultos y tres niños se repartían alrededor del fuego entretenidos en distintas tareas. El hombre pulía un arpón de asta y la mujer raspaba una piel de caribú con su chuchillo, mientras que los jóvenes tallaban pequeñas figurillas de hueso con formas de animales. Cuando ella entró, todos cesaron en su actividad para observarla con expectación.

Sin pronunciar ni una sola palabra, Yakone se sentó frente a su hija y, con aire ceremonial le hizo entrega de un colgante bellamente trabajado en marfil de morsa. Con ese gesto daba el relevo a «quien cuida la luz», la mujer del hogar que ha de velar porque el qulleq se mantenga siempre encendido en el centro de la casa. Era la labor más importante de la mujer inuit, pues esa pequeña lámpara de esteatita alimentada con grasa animal y con mecha de musgo no sólo servía para secar las pieles de los animales, cocinar, calentar e iluminar el hogar. Más que eso, era símbolo de la unidad y vitalidad familiar, piedra angular en la estructura cultural de los inuit y en su supervivencia en un clima tan extremo.

Hecho esto, la vieja arnaq se sentó en su camastro y tomó un cuenco lleno hasta su mitad de un líquido oscuro. Cuando lo acercó a la boca sus labios temblaron imperceptiblemente pero, de un solo trago, apuró su contenido. Después se echó de espaldas, se cubrió con las pieles de foca y cerró los ojos. Visualizó una manada de caribús en la que ella, transformada en uno más, galopaba libre hacia el ocaso y, poco a poco, dejó que su mente se fundiese con la noche.

Todos los miembros de la familia rodearon el lecho y, uniendo sus manos en un antiguo ritual, recitaron a media voz palabras de un milenario lenguaje que expresaba todo el amor y agradecimiento que sentían, pues ahora tendrían reservas de carne y la unidad familiar podría sobrevivir hasta la llegada de la primavera.
 
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