—Justo enfrente, a unos cinco metros de distancia. Entre su balcón y el mío no había más que un patio de luces dos pisos más abajo y unas cuantas macetas rebosantes de geranios. No teníamos nada en común más que el espacio entre esas dos ventanas, pues ni íbamos al mismo colegio, ni nuestras madres se conocían más que de vista cuando tendían la ropa, ni tampoco habíamos coincidido en alguna guerra de pandillas, algo impensable por otra parte siendo ella niña y yo niño. Sin embargo, cuando internet no era más que ciencia ficción, nosotros ya habíamos creado la primera relación «on line». En este caso, la línea no era otra cosa que la cuerda de tender, que desde la fachada de su casa a la mía, servía de teleférico a todo tipo de mensajes secretos. Es decir, todos aquellos que, por su contenido, no podían ser transmitidos en nuestras charlas a viva voz.
—Espera, espera… vamos a pedir unas copas, que la historia pinta larga.
—Lo es. Teníamos once años y nuestra amistad empezó de la manera más tonta. Era una tarde de septiembre, pero no una tarde cualquiera, sino esa en la que justo regresas de vacaciones, cuando la nostalgia te oprime el corazón hasta el dolor y las cuatro paredes de tu casa te parecen una cárcel del tamaño de una caja de zapatos, comparada con el espacio y libertad del que, durante dos meses, has disfrutado. Con ese pesar me hallaba, sentado en el balcón, las piernas colgando entre las rejas, las manos aferradas a ellas y el rostro encajado, a falta de pasar las orejas para sentirme un reo en el cepo. Entonces apareció ella, con su falda de tablas, su cinta en el pelo y su rebeca azul. «Pareces un mono enjaulado» —me dijo—, y a partir de ahí comenzó una guerra de frases ingeniosas que sólo pausó la llamada de mi madre avisando que la cena estaba lista. Esa noche, la resaca veraniega no era más que un recuerdo tras la imagen de una niña descarada, de mejillas sonrosadas y voz cantarina.
—Bonita manera de empezar el curso.
—Faltaba una semana para el comienzo de las clases y, hasta que llegaron, todas las tardes el balcón fue testigo de cómo algo crecía entre los dos. Poco a poco descubrí que, por alguna extraña razón, prefería aquellos ratos, a cinco metros de una adolescente parlanchina, a todas las horas que antes pasaba corriendo tras un balón. Durante el curso tuvimos que espaciar los encuentros y las mañanas de sábado se convirtieron en nuestro momento, ajenos al mundo en nuestro patio interior, de espaldas a la calle ya los gritos del chatarrero, el campaneo del butanero o el chiflo del afilador.
—Desde hace unos años se les ha sumado el tapicero.
—Pues así pasaron dieciocho meses, en los que llegamos a conocernos tan bien que ni uno respiraba sin que el otro supiera cómo se sentía, pero en los que, sin embargo, físicamente no estuvimos más cerca de esos cinco metros que separaban nuestros balcones. Nunca hablamos de quedar en la calle y, al no estar en el mismo colegio, tan sólo un par de veces coincidimos por casualidad. En cualquier caso, fue como si aquél espacio de seguridad que nuestro patio nos concedía hubiese creado, por contra, una barrera invisible ante el contacto directo, reforzada sin duda por nuestra propia timidez.
— ¡Pues sí que era una relación a distancia! Corta, pero distancia.
—El cinco de mayo celebró su cumpleaños y yo le mandé mi regalo por cable de tender. Me costó semanas de «sisa», pero al final conseguí el vinilo de Transvision vamp que ella quería y la expresión de su cara cuando lo vio compensó con creces el esfuerzo. Su mirada anunciaba el cambio que iba a venir. Desde entonces, aquello que crecía entre nosotros aumentó considerablemente de tamaño. El sábado siguiente la cinta del pelo se había desatado, dejando caer sobre sus hombros una cascada azabache, sus ojos brillaban a la sombra de unas pestañas realzadas con rímel y una pícara sonrisa dibujaba en sus labios intenciones misteriosas.
— ¡Vale! Esto ya se va poniendo interesante.
—Pues ahora te va a entusiasmar. Aprovechando que todos sus suéteres parecían haber encogido, unos pechos curiosos se asomaban al escote y secuestraban mi mirada. También sus faldas de tablas sufrieron escasez de tela y ello me permitió experimentar el morbo de atisbar lo oculto. Fueron días de calor aquellos previos al verano y la temperatura también subió en nuestra cuerda tendedero. Creamos un código secreto a base de pinzas de colores para citarnos en el balcón durante la noche, a salvo de ojos y oídos indiscretos y, sin más testigos que los gatos, en pijama y camisón, dimos el primer significado al sexo virtual.
— ¿Y dices que teníais trece años?
—Estábamos en el último curso de EGB. Ese verano traía consigo el cambio de ciclo escolar, con todo lo que ello supone: nuevo centro, compañeros, profesores. Ya sabes, el final de una larga etapa. Un punto de inflexión que nos metía de lleno en la adolescencia. Los meses de vacaciones nos desconectaron y, a la vuelta, encontramos un mundo muy diferente.
—No quedaba más remedio que salir del cascarón. Había menos centros para cursar bachillerato y no en todos los barrios.
—El primer día de clase me la encontré en los pasillos del instituto. Nos quedamos quietos, mirándonos sin decirnos nada, a los mismos cinco metros que separaban nuestros balcones, hasta que el oportuno timbre de llamada abrió el torrente de alumnos que nos empujó a nuestras respectivas aulas. Fue una situación muy rara, y yo todavía me pregunto por qué ninguno de los dos rompió el hielo. El caso es que no pude dejar de pensar en ella, pero cuando nos cruzábamos en el recreo o a la salida de clase, evitábamos las miradas y, con el corazón a cien, buscábamos la compañía de otros para evitar la ocasión del encuentro a solas.
—Si te dijera que nunca me ha pasado eso mentiría… A veces un silencio cambia más cosas que muchas palabras.
—Tienes razón, y el primer sábado fue la prueba de ello. Ninguno de los dos salió al balcón. Yo me pasé la mañana escudriñando la ventana desde el interior, esperando, mejor deseando, verla aparecer. El día terminó y la noche me cogió tendido en la cama, sin haber probado bocado y como si el mundo se me hubiese caído encima.
—A lo mejor ella pasó lo mismo que tú, aunque yo me decanto por la idea de que la relación se enfrió durante el verano y se congeló cuando os volvisteis a ver. A fin de cuentas, seguro que tú tenías muchos más granos y ella una nueva talla de sujetador, además de algún que otro «amigo» a menos de cinco metros.
—Puede ser. El caso es que, poco a poco la herida fue cicatrizando. Alguna vez incluso coincidimos asomándonos a la ventana, nos saludamos tímidamente y cruzamos algunas palabras sobre las clases. Transcurrió el primer curso de bachillerato y mis padres se mudaron de barrio. Yo cambié de instituto y la historia de la chica del balcón se quedó en un hermoso recuerdo de la infancia.
—Pues… siento decirte que el final no me sorprende en absoluto.
—Ese no es el final. El destino es caprichoso, y juega con nosotros. El segundo capítulo comienza cuando tuve el accidente. Ya sabes que desperté en la cama de un hospital con la mitad de los huesos rotos. Dicen que no hay mal sin bien y de hecho a ti te conocí a raíz de aquel percance. No tendré vida suficiente para agradecerte todo lo que hiciste por mí, como «fisio», hasta que recuperé la total movilidad de mi cuerpo y como gran amigo, hasta hoy. Muchas cosas te conté durante aquellos meses, pero esta historia aún la desconoces: De los primeros momentos de consciencia en la UCI, totalmente inmovilizado y embotado por los calmantes, lo único que recuerdo es que me quería morir, cuando una enfermera acercó su rostro al mío y me susurró: «pareces un mono enjaulado».
— ¡No me lo puedo creer! Que calladito te lo tenías.
—No nos habíamos vuelto a ver desde el instituto. De no ser por esa frase no la hubiera reconocido. Me contó que se había sacado la diplomatura, que se había casado y que tenía hijos. Toda una vida, vamos. También hablamos del pasado. Tuvimos mucho tiempo hasta que me dieron el alta y comencé la rehabilitación en tu clínica.
— ¿Has vuelto a hablar con ella desde entonces?
—Todos los días. El fondo estaba ahí. Sólo hubo que bucear un poco para encontrar aquello que hacía años nos había unido, que la adolescencia había reprimido y que la madurez había rescatado. Cuando salí del hospital seguimos en contacto por whatsapp, por correo electrónico, por Skype y por todos los medios a nuestro alcance, dada su situación. Lo mantuvimos en secreto, por supuesto, y lo disfrazamos de amistad cuando los dos sabíamos que iba más allá. Hace poco quedamos en una cafetería del centro. Tampoco era la primera vez que quedábamos, pero esa tarde fue especial, porque sinceramos nuestros sentimientos. Ella lloró y me abrazó, y entonces yo la besé. Aquel instante fue como si un huracán nos arrancase del océano e hiciese la nave ingobernable. Fuimos a mi casa y casi nos desnudamos en el ascensor. Cuando llegamos al dormitorio nos lanzamos sobre la cama como dos posesos. Sin embargo, no pasó nada. En el último momento nos quedamos quietos, el uno sobre el otro, piel con piel, y notamos el frío de la culpa. Nos vestimos en silencio, el uno de espaldas al otro.
—¿Y qué has hecho desde entonces?
—Nada. Pero ocurrirá. Sé que ocurrirá.
—Pues tienes que ir a por todas, amigo. Si la quieres, tendrás que luchar por ella. Por cierto que, la historia es conmovedora pero… ¿Dónde está el final sorpresa?
—Supongo que vendrá ahora, cuando te diga que… la enfermera de «trauma», la chica del balcón… es Lola.
—¿Lola? ¿Qué Lola?
—Tu Lola
—¿Mi Lola?
—Bueno…, nuestra Lola.
—Espera, espera… vamos a pedir unas copas, que la historia pinta larga.
—Lo es. Teníamos once años y nuestra amistad empezó de la manera más tonta. Era una tarde de septiembre, pero no una tarde cualquiera, sino esa en la que justo regresas de vacaciones, cuando la nostalgia te oprime el corazón hasta el dolor y las cuatro paredes de tu casa te parecen una cárcel del tamaño de una caja de zapatos, comparada con el espacio y libertad del que, durante dos meses, has disfrutado. Con ese pesar me hallaba, sentado en el balcón, las piernas colgando entre las rejas, las manos aferradas a ellas y el rostro encajado, a falta de pasar las orejas para sentirme un reo en el cepo. Entonces apareció ella, con su falda de tablas, su cinta en el pelo y su rebeca azul. «Pareces un mono enjaulado» —me dijo—, y a partir de ahí comenzó una guerra de frases ingeniosas que sólo pausó la llamada de mi madre avisando que la cena estaba lista. Esa noche, la resaca veraniega no era más que un recuerdo tras la imagen de una niña descarada, de mejillas sonrosadas y voz cantarina.
—Bonita manera de empezar el curso.
—Faltaba una semana para el comienzo de las clases y, hasta que llegaron, todas las tardes el balcón fue testigo de cómo algo crecía entre los dos. Poco a poco descubrí que, por alguna extraña razón, prefería aquellos ratos, a cinco metros de una adolescente parlanchina, a todas las horas que antes pasaba corriendo tras un balón. Durante el curso tuvimos que espaciar los encuentros y las mañanas de sábado se convirtieron en nuestro momento, ajenos al mundo en nuestro patio interior, de espaldas a la calle ya los gritos del chatarrero, el campaneo del butanero o el chiflo del afilador.
—Desde hace unos años se les ha sumado el tapicero.
—Pues así pasaron dieciocho meses, en los que llegamos a conocernos tan bien que ni uno respiraba sin que el otro supiera cómo se sentía, pero en los que, sin embargo, físicamente no estuvimos más cerca de esos cinco metros que separaban nuestros balcones. Nunca hablamos de quedar en la calle y, al no estar en el mismo colegio, tan sólo un par de veces coincidimos por casualidad. En cualquier caso, fue como si aquél espacio de seguridad que nuestro patio nos concedía hubiese creado, por contra, una barrera invisible ante el contacto directo, reforzada sin duda por nuestra propia timidez.
— ¡Pues sí que era una relación a distancia! Corta, pero distancia.
—El cinco de mayo celebró su cumpleaños y yo le mandé mi regalo por cable de tender. Me costó semanas de «sisa», pero al final conseguí el vinilo de Transvision vamp que ella quería y la expresión de su cara cuando lo vio compensó con creces el esfuerzo. Su mirada anunciaba el cambio que iba a venir. Desde entonces, aquello que crecía entre nosotros aumentó considerablemente de tamaño. El sábado siguiente la cinta del pelo se había desatado, dejando caer sobre sus hombros una cascada azabache, sus ojos brillaban a la sombra de unas pestañas realzadas con rímel y una pícara sonrisa dibujaba en sus labios intenciones misteriosas.
— ¡Vale! Esto ya se va poniendo interesante.
—Pues ahora te va a entusiasmar. Aprovechando que todos sus suéteres parecían haber encogido, unos pechos curiosos se asomaban al escote y secuestraban mi mirada. También sus faldas de tablas sufrieron escasez de tela y ello me permitió experimentar el morbo de atisbar lo oculto. Fueron días de calor aquellos previos al verano y la temperatura también subió en nuestra cuerda tendedero. Creamos un código secreto a base de pinzas de colores para citarnos en el balcón durante la noche, a salvo de ojos y oídos indiscretos y, sin más testigos que los gatos, en pijama y camisón, dimos el primer significado al sexo virtual.
— ¿Y dices que teníais trece años?
—Estábamos en el último curso de EGB. Ese verano traía consigo el cambio de ciclo escolar, con todo lo que ello supone: nuevo centro, compañeros, profesores. Ya sabes, el final de una larga etapa. Un punto de inflexión que nos metía de lleno en la adolescencia. Los meses de vacaciones nos desconectaron y, a la vuelta, encontramos un mundo muy diferente.
—No quedaba más remedio que salir del cascarón. Había menos centros para cursar bachillerato y no en todos los barrios.
—El primer día de clase me la encontré en los pasillos del instituto. Nos quedamos quietos, mirándonos sin decirnos nada, a los mismos cinco metros que separaban nuestros balcones, hasta que el oportuno timbre de llamada abrió el torrente de alumnos que nos empujó a nuestras respectivas aulas. Fue una situación muy rara, y yo todavía me pregunto por qué ninguno de los dos rompió el hielo. El caso es que no pude dejar de pensar en ella, pero cuando nos cruzábamos en el recreo o a la salida de clase, evitábamos las miradas y, con el corazón a cien, buscábamos la compañía de otros para evitar la ocasión del encuentro a solas.
—Si te dijera que nunca me ha pasado eso mentiría… A veces un silencio cambia más cosas que muchas palabras.
—Tienes razón, y el primer sábado fue la prueba de ello. Ninguno de los dos salió al balcón. Yo me pasé la mañana escudriñando la ventana desde el interior, esperando, mejor deseando, verla aparecer. El día terminó y la noche me cogió tendido en la cama, sin haber probado bocado y como si el mundo se me hubiese caído encima.
—A lo mejor ella pasó lo mismo que tú, aunque yo me decanto por la idea de que la relación se enfrió durante el verano y se congeló cuando os volvisteis a ver. A fin de cuentas, seguro que tú tenías muchos más granos y ella una nueva talla de sujetador, además de algún que otro «amigo» a menos de cinco metros.
—Puede ser. El caso es que, poco a poco la herida fue cicatrizando. Alguna vez incluso coincidimos asomándonos a la ventana, nos saludamos tímidamente y cruzamos algunas palabras sobre las clases. Transcurrió el primer curso de bachillerato y mis padres se mudaron de barrio. Yo cambié de instituto y la historia de la chica del balcón se quedó en un hermoso recuerdo de la infancia.
—Pues… siento decirte que el final no me sorprende en absoluto.
—Ese no es el final. El destino es caprichoso, y juega con nosotros. El segundo capítulo comienza cuando tuve el accidente. Ya sabes que desperté en la cama de un hospital con la mitad de los huesos rotos. Dicen que no hay mal sin bien y de hecho a ti te conocí a raíz de aquel percance. No tendré vida suficiente para agradecerte todo lo que hiciste por mí, como «fisio», hasta que recuperé la total movilidad de mi cuerpo y como gran amigo, hasta hoy. Muchas cosas te conté durante aquellos meses, pero esta historia aún la desconoces: De los primeros momentos de consciencia en la UCI, totalmente inmovilizado y embotado por los calmantes, lo único que recuerdo es que me quería morir, cuando una enfermera acercó su rostro al mío y me susurró: «pareces un mono enjaulado».
— ¡No me lo puedo creer! Que calladito te lo tenías.
—No nos habíamos vuelto a ver desde el instituto. De no ser por esa frase no la hubiera reconocido. Me contó que se había sacado la diplomatura, que se había casado y que tenía hijos. Toda una vida, vamos. También hablamos del pasado. Tuvimos mucho tiempo hasta que me dieron el alta y comencé la rehabilitación en tu clínica.
— ¿Has vuelto a hablar con ella desde entonces?
—Todos los días. El fondo estaba ahí. Sólo hubo que bucear un poco para encontrar aquello que hacía años nos había unido, que la adolescencia había reprimido y que la madurez había rescatado. Cuando salí del hospital seguimos en contacto por whatsapp, por correo electrónico, por Skype y por todos los medios a nuestro alcance, dada su situación. Lo mantuvimos en secreto, por supuesto, y lo disfrazamos de amistad cuando los dos sabíamos que iba más allá. Hace poco quedamos en una cafetería del centro. Tampoco era la primera vez que quedábamos, pero esa tarde fue especial, porque sinceramos nuestros sentimientos. Ella lloró y me abrazó, y entonces yo la besé. Aquel instante fue como si un huracán nos arrancase del océano e hiciese la nave ingobernable. Fuimos a mi casa y casi nos desnudamos en el ascensor. Cuando llegamos al dormitorio nos lanzamos sobre la cama como dos posesos. Sin embargo, no pasó nada. En el último momento nos quedamos quietos, el uno sobre el otro, piel con piel, y notamos el frío de la culpa. Nos vestimos en silencio, el uno de espaldas al otro.
—¿Y qué has hecho desde entonces?
—Nada. Pero ocurrirá. Sé que ocurrirá.
—Pues tienes que ir a por todas, amigo. Si la quieres, tendrás que luchar por ella. Por cierto que, la historia es conmovedora pero… ¿Dónde está el final sorpresa?
—Supongo que vendrá ahora, cuando te diga que… la enfermera de «trauma», la chica del balcón… es Lola.
—¿Lola? ¿Qué Lola?
—Tu Lola
—¿Mi Lola?
—Bueno…, nuestra Lola.