lunes, 19 de diciembre de 2016

Carabanchel


Siempre se dijo que Carabanchel era un barrio de transición. De la calle al infierno. Por eso quizá no tenía muchos visitantes. Eso sí, los que llegaban, se quedaban por una larga temporada. Cuando a la pregunta «¿Dónde vives?», la respuesta era «En Carabanchel», la siguiente cuestión que, indefectiblemente se planteaba, era «¿Y qué has hecho?». Todo esto tenía un solo motivo, y era la ubicación en el barrio de la cárcel provincial. Fuera de eso, Carabanchel pasaba por ser uno más de los suburbios marginales de Madrid.

Corría el 69 cuando mis padres y yo llegamos a la urbe, huyendo, como tantos otros, de las pésimas condiciones del mundo rural. Yo tenía cinco años y, solamente el hecho de pisar asfalto, y con zapatos, ya era nuevo para mí. La ciudad me deslumbraba, me atrapaba en su red y, todo lo que pasaba en sus calles me resultaba increíble, desde el paso de los basureros saltando en marcha a la trasera del camión, a la leche fría y empaquetada en bolsas de plástico.

Aquel primer año, mis tíos nos hicieron sitio en su pequeño piso, que también hacía las veces de sastrería. Mi padre se dispuso a buscar trabajo al tiempo que mi madre ayudaba en el taller familiar. Mientras mis primos jugaban entre ellos, haciendo carreras de coches en un circuito con «chicane» o construyendo castillos con pequeños cubitos encajables, yo me sentía igual de fascinado con las melodías que extraía de un viejo xilófono, los jaboncillos rosas y azules con los que mi tío dibujaba en las telas o las enormes tijeras, tan largas como mi brazo, con que las cortaba.

Sin embargo, lo que más entretenía mis tardes, después del colegio, eran esas vistosas colecciones de cromos, de fútbol, de armas, de naturaleza o de historia. El duro que mi tío nos daba de propina, acababa siempre en el bolsillo de don Ricardo, el regente de la papelería que más frecuentábamos, un minúsculo establecimiento que pasaba desapercibido en el rincón más oscuro de nuestra calle. Su escaparate era el único reclamo que le permitía escapar a la invisibilidad. Era imposible pasar por delante y no detenerse a contemplar la variedad colorista de objetos de escritorio, revistas gráficas y libros, maquetas de barcos y aviones, recortables de Mariquita Pérez, juguetes y un sinfín de objetos imposibles de clasificar.

La Navidad del 76, me cogió con la punta de la nariz y las manos apoyadas en el escaparate de don Ricardo que, festoneado con guirnaldas y bolas de colores, se hacía aún más atrayente si cabe. Y es que allí, en medio de todos los objetos increíbles, se hallaba el tesoro que, desde hacía varias semanas, venía llenando mis sueños hasta la obsesión. Un auténtico Casio digital, con pulsera metálica y sumergible. Muchas cábalas nos hacíamos sobre la presencia de aquel precioso objeto en medio de lápices y cartulinas, pero todas ellas acababan en la misma conclusión: lo inalcanzable de su adquisición. Aquel año, sin embargo, por alguna razón que entonces desconocía, los Reyes Magos, que tan generosos se mostraban siempre con mis primos, decidieron hacer un reparto más equitativo y dejaron en mi calcetín el anhelado objeto de mis sueños.

El primer día de clase, después de Navidad, con mi Casio digital en la muñeca, el mundo aparecía de otro color ante mí. Notaba las miradas de envidia y yo me sentía henchido como un pavo real. Mi madre me había dicho: «No te lo lleves al colegio, que la envidia es muy mala» Pero es que yo, en lo más profundo y por una vez en la vida, quería ser envidiado, aunque luego tuviese que arrepentirme.

En mi colegio, el «Nuestra Señora de los Cautivos», el concertado del barrio, se daba cita la descendencia de lo menos granado de la sociedad carabanchelina. El vandalismo, las peleas y todo tipo de incidentes, estaban a la orden del día. Por eso, a la salida, solíamos ir siempre en grupo, como los cabestros, tratando de evitar el encuentro con alguna de las muchas bandas callejeras que pululaban ociosas en busca de alguna víctima que desvalijar. Y eso fue precisamente lo que pasó aquel día, una semana después de estrenar mi reloj, aciago día en el que salía con retraso debido a un inoportuno castigo.

Ya los había visto moverse por la calle e intenté esquivarlos por un callejón. Error de novato, pues ellos advirtieron la jugada y me acorralaron en una zona protegida de miradas indiscretas. El cabecilla, que tendría unos años más que yo, me habló con fingida cordialidad.

—¡Vaya peluco más guapo! ¿Me dejas que lo vea?

—¡Bah!, es una mierda—contesté, intentando parecer tranquilo—, ni siquiera funciona bien.

—¡Ehh! ¿Qué crees, que te lo voy a mangar?—dijo, haciéndose el ofendido—, que yo no soy gitano… Pregúntale a estos…

«Estos» eran otros tres tíos con cara de pocos amigos que me rodeaban a escasos centímetros de distancia.

—Nooo, que va…—intenté excusarme, comprendiendo que lo tenía difícil—. Si es que no funciona bien… Atrasa.

—A ver, déjame que lo vea, joder—insistió, agarrándome la muñeca—. ¡Hostia, tú!, ¡qué guapo!… ¿Esto en que muñeca se pone, en la derecha o la izquierda?... A ver si va a ser eso y eres tú, que lo estás mirando del revés.

Los otros tres le rieron la gracia.

—¡Claro, tío! A ver, pasa, déjame probarlo—dijo, sin soltarme—.

Intenté resistirme escondiendo el brazo detrás de la espalda, pero sin mucha convicción. Casi sin darme cuenta, mientras yo forcejeaba con sus compinches, él me había soltado la pulsera del reloj y se lo había colocado en su muñeca.

—Oye… y tú, ¿no eres muy enano para llevar un peluco así?—soltó divertido, mientras admiraba mi reloj en su muñeca—.

—Me lo regalaron en Reyes—objeté poniendo gesto lastimero, no fuera que tuvieran una pizca de compasión—.

—¿Sí? No me digas—empezó él, poniendo el mismo gesto que se podría a un niño pequeño pillado en una mentira—. Entonces, es mejor que te lo guarde yo, hasta que crezcas…

—No creo que… sea una buena idea—intenté objetar, ya casi ensuciándome los pantalones—.

—Sí que lo es—afirmó con rotundidad—. Mira… Cuando te hayan bajado los huevos, vienes y me lo pides.

Me hubiese gustado continuar el relato hablando de una llave de judo, de esas con las que Luismi, el de octavo, fardaba tanto en el patio, de un desigual combate entre cuatro pringados y un experto luchador y un final con la frase «Y ahora, me devuelves el puto reloj». Pero no. El pringado era yo, por creer que se podía llevar un Casio-digital-metálico-sumergible, con doce años de edad, metro y medio de estatura y gafas de pasta. Eran cosas incompatibles en Carabanchel.

Y lo seguían siendo seis años después, cuando yo, por mucho que tuviera algunos centímetros más de altura y gafas con cristales que se oscurecían con el sol, no dejaba de ser el mismo pringado. Si el 69 corría, el 82 volaba. El partido socialista ganaba las elecciones, el Papa nos visitaba, jugábamos el mundial de fútbol en casa y hasta venían los Rolling Stones. Sin embargo, en Carabanchel, el único hecho mencionable fue cuando algunos presos de ETA cavaron un túnel bajo la cárcel con la intención de fugarse.

Yo malograba mi vida intentando terminar el bachillerato. Tenía el turno vespertino y regresaba del instituto caminando con mi amigo Toño, que vivía cerca de mí. Aunque lo de amigo era en un solo sentido, el que a él le interesaba. Toño era un tío sobrado de sí mismo, repetidor profesional, egoísta y manipulador, que siempre se había servido de esa supuesta amistad, la mía o la de cualquiera de sus compañeros, para lograr lo que quería, ya fueran trabajos de clase, información, coartadas o, como en mi caso, alguien a quien contarle todas las películas de su vida. Porque si algo le gustaba a Toño era inventarse vidas. Ya casi nadie en clase creía sus mentiras, pero a él no le importaba con tal de contar con algún oyente, interesado o simplemente curioso.

Aquel día, la historia era sobre su renombrada novia universitaria, esa rubia despampanante, dos años mayor que él y ex pareja del Cacho, uno de los jefes de banda más chungos del barrio. No en vano le llamaban Cacho por el pedazo de oreja que, según decían las lenguas que se atrevían, llevaba colgando del cuello, en recuerdo de una pelea en la que se la arrancó de un mordisco al jefe de otra pandilla.

Como decía, Toño no sólo elucubraba con llevarse al huerto a una piba estratosférica sino que, además, pretendía hacernos creer que se la había robado al tipo más peligroso de Carabanchel.

Cierto día, cruzando uno de los puntos negros de nuestro recorrido diario —esos donde, si te pillan, no hay escapatoria— nos salió al paso una banda, y no de músicos precisamente. Si acaso, tocaban a réquiem. En su paso rápido y decidido podía verse que su intención no era el atraco, pues solían disfrutar del momento con reposada crueldad.

—¡Eh tú, el ganso!—dijo el líder de la pandilla, levantando la barbilla hacia Toño, que le sacaba una cabeza—¿Qué coño hacías el otro día con mi jari?...

Vi el miedo en el rostro de mi amigo.

—No, no, a ver… —balbuceó—, yo sólo hablé con ella… No sé, sería por algo de clase…

—¿De qué clase?... ¿La de los gilipollas?... Dicen por ahí que me la has levantado, y tú no me levantas ni la polla…

Hubo unos segundos de indecisión, pero como Toño hiciese el amago de huir, los cuatro tíos se nos echaron encima. Toño intentó zafarse, pero se llevó una patada en la entrepierna que le quitó el resuello. Entonces cometió el error de su vida; sacó una navaja del bolsillo, de esas pequeñas, plateadas, que jodían más por lo que brillaban que por lo que cortaban. Y fue un brillo mortal, porque otras tres navajas se hundieron a un tiempo en su carne. ¡Chas!, ¡Chas!, ¡Chas!, los filos entraban y salían una y otra vez, provocando chorros de sangre que teñían su ropa y la acera bajo nuestros pies. Mi corazón pasó, de latir con furia, preso de pánico, hasta casi detenerse, muerto de terror. Resbalé en la sangre de Toño y caí de espaldas. Varias patadas me obligaron a levantarme y, justo cuando uno de ellos me agarraba del cuello de la camisa para acercarme a su estilete, una mano le detuvo.

—¡Eh, eh, eh! ¡Quietos!... A este tío le conozco… —dijo el único que había hablado hasta ese momento, apartando a su compañero y mirándome a los ojos—. ¡Tío! ¡Qué peluco más guapo!... Todavía lo llevo, mira.

Una enorme sonrisa, que a mí se me antojó diabólica, se abrió en su rostro como una herida. Yo sólo movía la cabeza a un lado y otro en un espasmo nervioso.

—¿Qué hacías con éste?… ¿Es tu amigo?

—No…, creo que no.

—¡Pues cagando hostias!—apremió—, antes de que lleguen los maderos.

Allí quedó Toño, agarrándose las tripas mientras su sangre corría, haciendo regueros cuadriculados en los baldosines de la acera.

Dos meses después volvió a clase, pero nunca volvió a jactarse de según qué cosas. El Cacho y su banda de navajeros acabaron en Carabanchel —en la prisión— por otras movidas que no vienen al caso y, como dicen que hay que tener amigos hasta en el averno, yo me sentí afortunado.

Veinticinco años viví en aquel barrio. «De Madrid al cielo y… de Carabanchel al infierno», solían decir. Yo nunca bajé tan profundo, pero sí me asomé muchas veces a la boca del pozo y, aunque suene tópico el decirlo, aprendí cosas sobre la vida que no se enseñan en las universidades.

En la actualidad, la prisión del régimen franquista ya no existe y las viejas casas del barrio se han convertido en refugio de inmigrantes. Cuando paseo por sus calles, todavía veo las manchas de sangre en la acera, que sólo borraron mil lluvias. Pero también veo el escaparate de la vieja papelería de don Ricardo, al Tocho y al Rizos cambiando cromos de Mazinguer Z, la tienda de ultramarinos, la sonrisa de Rosalía cuando le daba parte de mi bollo, la bodeguita del riojano, a los basureros pidiendo el aguinaldo, a mi madre llamándome para cenar desde el balcón, los billares Las Vegas, las portadas de Intervíu en la trasera del kiosco, el descampado de la palmera, a Pablito en su bici nueva, a la hermana de Pablito, el camión del canódromo encajado en la calle Angostura, a mis primos y a mí volviendo loco al vecindario a base de petardos de a peseta… Porque, a fin de cuentas, en el barrio, como en la vida, nos dejamos un trozo de piel y un trozo de corazón.

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lunes, 5 de diciembre de 2016

Lily Mod 4. Yusuri

 
Yusuri no daba crédito a sus ojillos de rata, y mucho menos a sus oídos. Se asomó al descansillo y oteó a un lado y a otro. Incluso comprobó el hueco de la escalera y el interior del elevador. Cuando estuvo seguro que nadie más que la chica robot estaba a la puerta de su casa, la invitó a pasar con un ademán de cabeza y, a continuación, echó todos los cerrojos de nuevo.
 
—Vamos a ver—empezó, poniendo un dedo en alto de la mano derecha y la izquierda sujetándose la mandíbula—. Tú no tenías que estar aquí… Pero si estás, mejor que no te vea nadie. ¿Qué pasa?, que tu chulo no tiene huevos para… eh… ¡Espera!... ¿Cómo me has…?
 
—Relájate amor…—dijo Lily, enfatizando las palabras y dirigiéndose, con sensual movimiento de caderas, hacia el único sofá del apartamento—. Estamos solos… Tú y yo. Ebisu no sabe nada, y mucho menos cómo buscarte. Yo tengo mis propios medios.
 
Después de una breve inspección ocular, en la que constató la presencia de antiguas manchas en los cojines así como numerosos ejemplares de cómic hentai, Lily hizo una valoración del nivel de esfuerzo necesario para su cometido y optó por permanecer de pie, desprendiéndose directamente de su vestido, que terminó cubriendo parte del material pornográfico que se amontonaba en caótica dispersión.
 
—Intentó modificar mi programa—continuó la Call-Girl mientras liberaba sus pechos del sujetador—, pero no funcionó… Todo lo más que consiguió fue introducir un bucle en la secuencia de crédito, de forma que, el pago de un servicio puede aplazarse hasta el infinito… No puedo conseguirte dinero, amor, pero me tienes a mí… gratis para siempre.
 
Yusuri, con sus ojillos y la boca tan abiertos como podía, estaba absorto en la contemplación del bamboleo de unos senos que ahora avanzaban hacia él, espolones sonrosados en ristre y directos a la línea de flotación.
 
—Espera…, espera… ¿Entonces… te… manda él?—consiguió articular, dejándose caer pesadamente en la butaca que tenía detrás.
 
—Ya te he dicho que no sabe dónde estás… Él, simplemente tuvo miedo. Su sistema lógico se bloqueó y, lo único que se le ocurrió fue, literalmente, dejarme en la calle… Supongo que pensó que, librándose de mí, se quitaba el problema de encima…
 
A escasos centímetros de Yusuri, el aroma de Lily, diseñado especialmente para causar ese efecto, estimulaba cada una de terminaciones nerviosas susceptibles de respuesta erótica. Cuando el elástico de su braguita comenzó a descubrir el vello púbico, recortado en forma de corazón, él creyó que su órgano se le saldría del pecho.
 
—No… intentes camelarme… ¿Estás queriendo… decirme que… has venido por tu cuenta?—balbuceó buscando saliva que lubricase su asombro.
 
—No exactamente, amor—respondió Lily, deteniendo deliberadamente el descenso de su prenda más íntima—. Anulada la conexión con la central, rige en mi programa la búsqueda de clientes por afinidad y…, en este momento, te aseguro que lo más afín a mi anterior cliente, eres tú… Por otra parte, teniendo en cuenta que tienes crédito vitalicio, insisto… ¡Te ha tocado la lotería!
 
Unas piernas de ensueño separaban el suelo del cielo, cubierto por un encaje celeste a los ojos de Yusuri. Lily Mod se acuclilló ante él y, manipulando con extrema delicadeza en su entrepierna, liberó un miembro hinchado, cuya humedad enjugó con la lengua antes de instalarlo en su cavidad bucal.
 
Treinta segundos de succión bastaron para que Yusuri sintiese inevitable la necesidad de vaciar su vesícula seminal, sin embargo, justo un instante antes del clímax, el dedo experto de Lily, cual aguja de acupuntura, se clavó en el punto preciso del perineo, provocando una oleada de placer de un tipo nunca antes sentido, que sin ser efusivo, inundaba cada poro de la piel de sensaciones indescriptibles. Aquella marea bajó y subió durante muchos e intensos minutos en las expertas manos de la Call-Girl, llevando a Yusuri a territorios de placer inexplorados, hasta que, satisfecha por lo conseguido, mostró clemencia y dejó que un increíble orgasmo liberador vaciase cuerpo y mente del reo.
 
—¡Por el Gran Tengu! Ahora entiendo el precio que os gastáis…—suspiró Yusuri, recostado en la silla, con la cabeza hacia atrás y todos sus miembros colgando—.
 
—Pues… esto es tan sólo un aperitivo, amor—apostilló Lily—. Cuando te recuperes, ponemos toda la carne que tengas en mi horno y la cocinamos… a fuego lento.
 
Yusuri, después de aquel entrante, no tenía muy claro que estuviese preparado para un banquete en toda regla pero, quizás le entrase el postre. Lo que había empezado como pura estrategia para conseguir dinero fácil, había terminado en un regalo inesperado y, si bien su propia naturaleza le instaba a desconfiar de todo, estaba dispuesto a aprovecharlo al máximo.
 
Por su parte, aunque el cerebro electrónico de Lily Mod estaba capacitado para efectuar razonamientos complejos gracias a una programación neurolingüística enfocada a conocer las necesidades más íntimas de sus clientes, los argumentos que la llevaron hasta allí eran extremadamente simples. Ebisu nunca podría hacer frente a la extorsión de Yusuri y ella era la causa del problema. La solución pasaba por anular la voluntad del chantajista. Toda Call-Girl modelo 361 contaba con las armas necesarias para anular cualquier voluntad. Pero para Lily, otro factor determinaba en gran medida su forma de actuar: la curiosidad.
 
En ese preciso instante, a pocas manzanas de allí pero a años luz de distancia en el anonimato de los millones de seres que poblaban Odaiba, Ebisu alargaba la mano en la cama, para comprobar que su amiga le había abandonado.
 
En los días siguientes, Yusuri pudo experimentar los avances de la tecnología al servicio del goce sexual hasta límites que, ni en sus más alocadas fantasías eróticas había podido imaginar. Por supuesto, nada que ver con el polvo recogido al cierre de puertas de un apestoso garito, a lomos de una furcia desganada más preocupada por el chute prometido que por lo que se tiene entre manos; o con la sórdida cabina de un sex shop, espejo negro de muñecas que frotan su clítoris mascando chicle americano.
 
El hijoputa del hacker se lo había estado montando bien, pensaba. Ahora le tocaba disfrutar a él. Bien es cierto que tuvo sus dudas, que mantuvo la vigilancia con la cámara espía y que no bajó la guardia respecto a los movimientos cotidianos de su nueva inquilina, sin embargo, nada hubo en la rutina de Ebisu que le resultase alarmante y, a fin de cuentas, la Call-Girl tan sólo obedecía a una programación. Por muy real que pareciese, no era más que una máquina. Estas ideas y el transcurrir del tiempo, relajaron la conducta de Yusuri que, poco a poco, fue cayendo en las redes de la adicción. Después de tres semanas, aquel mero mecanismo cibernético había cumplido el objetivo para el que había sido creado: hacerse imprescindible.
 
Tan imprescindible como, por razones diferentes, lo era para Ebisu. Cuando éste comprendió que Lily Mod no volvería, empezó también a vislumbrar la posible respuesta a su desaparición. Después de tres semanas, el chantajista no había dado señales de vida, y eso que, el plazo que la había dado para llegar a un acuerdo era de una semana. Todavía no sabía cómo ni por qué, pero ese hecho y el de la marcha de Lily tenían que estar relacionados. El mismo Yusuri le había dicho que la Call-Girl no podía pasar desapercibida por mucho tiempo. Encontrar al extorsionador parecía el paso lógico a seguir.
 
En la distancia, Ebisu escrutaba el millar de luces rectangulares que, como en un mosaico ambarino, punteaban la noche en la oscura silueta de los rascacielos. Sin embargo, él no podía ver ese cuerpo desnudo que le observaba, resaltado su relieve en la penumbra.
 
A Lily no le hacía falta el teleobjetivo que, desde la cámara espía de Yusuri, apuntaba directamente hacia el apartamento de Ebisu. Inmóvil tras el ventanal, con las yemas de sus dedos tocando el frío cristal, sus ojos avellana taladraban la noche para llegar hasta él, para leer cada uno de sus movimientos y registrarlo en su portentosa memoria. A su espalda, unos ojillos de rata memorizaban cada curva, cada línea dibujada para dar placer en aquella piel sintética.
 
—El problema es que eres demasiado evidente, como una bandera—dijo de repente Yusuri, al tiempo que, con los palillos, introducía una gavilla de fideos en la boca—. Ebisu te perdió porque yo te encontré. El proceso puede volver a repetirse. Este barrio está lleno de hampones rebuscando en la basura.
 
—Los creadores nos diseñaron para ser bandera—dijo Lily sin volverse—, estandarte de primera línea en su objetivo…
 
—¿Objetivo?... ¿Qué objetivo?—preguntó Yusuri entre diente y fideos.
 
—El control…
 
—¡Qué control ni que mierda!—bramó el chantajista, escupiendo pasta y curry mientras accionaba sus palillos en el aire—. Ese hacker de pacotilla se ha reído de la mismísima RP, les robó uno de sus modelitos para él solito… Y ahora yo me he reído también y, como el que ríe último, ríe mejor… pues yo me quedo con el premio.
 
—Y cómo piensas evitar que otro te lo quite a ti…—dijo Lily mientras se giraba y apoyaba su trasero contra el frío cristal— si, como has dicho, mi aspecto me delata.
 
—Eso puede arreglarse… Yo conozco a la persona adecuada.
 
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lunes, 21 de noviembre de 2016

Suertes


Está amaneciendo en Istambul, la ciudad más cosmopolita de Oriente Medio. El Ezan se escucha desde todos los rincones de la urbe, llamando a los fieles a la oración. «Allahu Ekber», «Dios es grande», exhortan los muecines desde cada una de las mezquitas.

El viejo tranvía de Istiklal Caddesi desciende ya hacia el mar desde la Plaza Taksim, con la trasera cargada de niños. Umay se enoja porque Mesut no le echa una mano, pero saca fuerzas de flaqueza y se engarfia a la barra en el último instante. Kerem se ríe a carcajadas y ella le muestra la mano libre con el puño cerrado, a modo de amenaza.

Los tres amigos saltan del vagón unos metros más abajo y corren descalzos por las calles comerciales, todavía desiertas. Saben que es la mejor hora para recolectar entre la basura. Si tienen suerte, puede que encuentren suficientes plásticos, latas y algún pequeño tesoro que les permita obtener tres o cuatro liras y, con ello, no tener que estar pateando durante todo el día.

Cuando eran más pequeños, bastaba con hacer de reclamo junto a los mayores, o pidiendo limosna, para sacar una buena tajada. Su lugar preferido era la entrada a la mezquita de Süleymaniye, lejos del bullicio de Santa Sofía. Sin embargo, a los doce años, sus fibrosos cuerpecitos ya no inspiran tanta compasión y, si no quieren revolver en los desperdicios, tendrán que recurrir a pequeños hurtos entre los turistas incautos.

Hasta hace unos años vivían con los mayores y otros cuantos niños más, hacinados en una vivienda abandonada de Tarlabaşı que amenazaba con caérseles encima en cualquier momento. Dormían en húmedos colchones, por tríos o parejas para darse calor, compartiendo espacio con pulgas y chinches. Ellos tres crearon un vínculo especial, una especie de hermandad, aunque nunca podrían saber si lo eran de sangre. Nadie lo sabía, ni quiénes eran sus padres o si los tenían. Según los mayores, éstos habían muerto en las guerras y ellos tenían mucha suerte de ser acogidos, cuidados y alimentados.

Mesut, con medio cuerpo introducido en un contenedor de basura, llama a gritos a sus compañeros, poseído de una explosiva excitación. Umay y Kerem corren hacia él contagiados de la misma euforia, aún sin conocer el motivo de la misma. El miembro más pequeño del grupo, en estatura, porque en edad los tres decidieron contar la suya a partir del mismo día, levanta su trofeo en la mano, una tetera de émbolo, como esas que venden a cientos en el Gran Bazar, pero ésta de fino cristal grabado y piezas metálicas en damasquinado. A buen seguro, aquel regalo haría feliz al baba Ihan y evitaría que les golpeara por no llevar suficiente recaudación. Incluso puede que les dejase fumar bonzai con él.

A media tarde, cuando su sombra es tan larga como ellos y los muecines recitan el ikindi, dan otra batida, aunque menos provechosa. Se entretienen riendo los malabarismos del heladero Yusuf, el único que no les echa por espantarle a los turistas, y saludan a su amigo Aydin, que tuvo la suerte de ser adoptado por un anciano vendedor de kestane kabap a pesar de tener un solo brazo. Siempre que le ven piensan en la fortuna que debió pagar el castañero por un niño que, gracias a su mutilación, debía aportar a su clan tanto dinero como ellos tres juntos.

La última llamada a la oración, ya de noche, les coge siempre junto al mar. Mientras los fieles se inclinan, ellos caminan, exhaustos y hambrientos, a uno y otro lado del puente Gálata, buscando la silueta familiar de Özgür, uno de los muchos pescadores que abarrotan la balaustrada. Mesut cojea y se queja de un cristal que le hace dejar una huella de sangre en el asfalto. Umay se ríe de él y le dice que, como siga comportándose como una niña, nunca va a llegar a hombre.

El tiempo ya no transcurre mientras observan a Özgür lanzando la caña entre los barcos que cruzan el Cuerno de Oro, llenando su cubo de sardinas. Luego, cuando las haya vendido, encenderá una fogata abajo del puente, entre la multitud de parrillas que perfuman el aire con el olor del pescado asado. Juntos darán buena cuenta de aquellas pocas piezas que se ha guardado para sí.

Esa noche, la del día en que han decidido cumplir doce años, la pasarán junto al pescador, acurrucados unos contra otros, escuchando historias que nunca antes han oído contar, como la del genio y su lámpara maravillosa. Tan maravillosa como esa tetera en la basura, que les ha pagado unas horas de libertad.

Cuando cumpla trece años, Umay será enviada a un campamento en Nigeria donde, junto a muchas otras niñas, será violada sistemáticamente hasta quedar embarazada, produciendo nuevos bebés para las listas de espera. Por suerte para ella, morirá en su segundo parto. Cuando cumpla trece años, Mesut será vendido a cierta organización que extirpará sus órganos, corazón, riñones e hígado, multiplicando exponencialmente su valor al ser trasplantados en los países occidentales. Una vida por otra será su suerte. Cuando cumpla trece años, Kerem, el más fuerte de los tres, será adiestrado por la mafia en el uso de armas, robo, secuestro y extorsión. Será carne de cañón para las operaciones más peligrosas, hasta que una bala perdida acabe con su suerte, la de haber vivido unos años más que sus amigos.

Pero todo esto ocurrirá dentro de un año. El futuro no es más que una posibilidad y tan sólo el presente importa. Y esa noche, en la que duermen bajo las estrellas y su manto de eternidad, es la noche de paz de un día de suerte.
 
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lunes, 7 de noviembre de 2016

¡Qué verde era mi barrio! El novato


Aquel año tuve la suerte de firmar un contrato de verano como cartero y, para colmo de fortuna, en uno de los barrios más cómodos, con calles cortas y casas de pocos vecinos. El único exceso de trabajo llegaba con los giros de las pensiones, una modalidad de pago en metálico que la Seguridad Social ponía a disposición de aquellos que no tenían cuenta bancaria. Allí había muchos abuelos que esperaban como agua de mayo los cuatro duros mensuales. Algunos ni siquiera los esperaban: venían ellos mismos hasta la cartería, no fuese que ese mes, algún ratero se hubiese apoderado de la minuta antes del reparto.
 
De todos los que nos ahorraban el viaje, la más conocida era Filomena, una anciana minúscula, enlutada hasta las orejas y vivaracha, como una pulga saltarina.
 
Una de las características más peculiares de Filomena era su pegajosa cordialidad. Todo el barrio era capaz de reconocer a la legua su estridente vocecilla, machacona, persistente; lo cual permitía, por otra parte, evitarla con relativa facilidad. A ese hecho también contribuía el desagradable tufo que la acompañaba, fruto de un continuo esfuerzo por resistirse a la higiénica tentación del baño.
 
Cierto día en que me hallaba clasificando los giros para el reparto, se acercó un solícito compañero y me dijo en tono jocoso:
 
—¡Ten cuidado con la Filomena chaval, que está en tu sección!
 
—¡Ya sé! Procuraré mantener las distancias —le respondí en el mismo tono.
 
—Te lo digo porque, cuando le das la pasta, la vieja suele darte de propina un besazo en todos los morros y, de paso, un restregón.
 
—¡Venga ya! Tampoco te pases, tío —exclamé, molesto porque me considerase tan ingenuo.
 
—¿Qué no? Tú espera y verás… Y si no, pregúntale a cualquiera —dijo extendiendo los brazos, como si quisiera abrazar a toda la plantilla.
 
No tuve que esperar mucho la prueba de tal afirmación, pues la Filomena llegó temprano. El primero en notar su presencia fue el «rutero», que arrastraba en ese momento una de las sacas al exterior. En cuanto entró, una docena de irónicas miradas se concentró en mi humilde persona.
 
—¡A ver! ¿Dónde está mi cartero favorito? —gritó la anciana sin la más mínima discreción.
 
A las miradas de todos los presentes siguieron sonrisas de compasión.
 
Me fui rápidamente hacia ella y, ante su gesto de sorpresa, le expliqué que yo era el sustituto del infortunado y que le entregaría su giro con sumo gusto.
 
Filomena firmó el impreso, cogió el dinero con avidez y se puso de puntillas para decirme a media voz:
 
—¡Uuy, qué joven más apuesto! ¡Muchas gracias!... Anda, agáchate un momento, que yo no soy tan alta como tú…
 
Aunque sabía que nadie podía haber oído sus palabras, noté en la nuca todas aquellas miradas llenas de sarcasmo y aquellas risitas contenidas que llenaban el aire haciéndolo sofocante, opresivo.
 
Me ruboricé tanto, que parecía un semáforo en rojo. Ella era la luz verde.
 
—No se preocupe señora…, no hace falta que me lo agradezca —objeté con el mayor aplomo y convicción de que fui capaz.
 
—¡Qué sí, hombre! Agáchate, que te voy a decir una cosita —insistió ella subiendo el volumen.
 
Las sonrisas, que aún mantenían los labios prietos, se rompieron en hirientes carcajadas que inflamaron el ambiente.
 
—¡Qué no hace falta, señora ! ¡De verdad que no!
 
Aquello se estaba poniendo feo. Ahora, más que luz roja, parecía un «guiri» en una sauna.
 
—¡Venga, no seas tonto, muchacho! Si te va a gustar… ¡Acerca la oreja un momento, carajo!...
 
La vieja, encima, con camelos. ¡Y que no me quitaba las garras de la solapa!
 
Detrás, todo el mundo; hasta el jefe; descojonándose de risa, por hablar con propiedad.
 
En mi desesperación y viendo la nula ayuda que podía esperar de mis colegas, opté por seguirle la corriente y agachar el melón como si fuese a escucharla, con la esperanza de evitar el chupetón en el momento justo en que delatase sus insanas intenciones.
 
Recibí en el rostro la bofetada de su aliento, que huía entre los huecos de unos dientes mugrientos. Con sus dedos engarfiados en mi pabellón auricular, y su mano izquierda penetrando en el bolsillo de mi pantalón, tuve la visión de una lengua escamosa y chorreante que se desenrollaba con un latigazo para cazar al vuelo una mosca.

Cuando mi metamorfosis en díptero era casi completa, percibí, en un postrero atisbo de consciencia, que la sinhueso de la anciana estaba más cerca de mi oreja que de mis encías apretadas y entonces, Filomena, en un susurro de complicidad que más parecía silbido sibilino, me dijo:
 
—Toma la propina hijo…, pero no digas nada, que no se enteren tus compañeros, que la envidia es mala consejera.
 
En mi bolsillo noté el peso de las monedas y en mi orgullo, el de la traición.
 
Mientras, la cartería al completo se meaba de la risa.
 
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lunes, 24 de octubre de 2016

Cruz Silveira 6. Marrajos

 
Muy bien, «senhor» Silveira. Acabás de comprar boleto para otra vida… No lo malgastés.

Aquella frase de El Argentino, después de la escena que había ocurrido en la misma mesa donde ahora se hallaba sentado, selló el destino de Cruz. Lo irónico de aquel destino es que, al cabo de tantos años, acabase allí mismo, como uno más de esos tiburones que quería eliminar. Y más aún si cabe, teniendo en cuenta que, después de permanecer una larga temporada inactivo, había vuelto al oficio. Dicen que los tiburones no pueden evitar la llamada de la sangre. Es algo genético. El único consuelo que le quedaba era pensar que él no era como un «Gran Blanco», que no discrimina su presa e incluso se acerca a las playas a la caza de cualquier incauto, sino más bien como un marrajo, el auténtico cazador de alta mar, fuerte y veloz, que no se arredra ante enemigo mayor.

La concentración de bañistas alrededor de los liveguards se estaba convirtiendo en aglomeración y, teniendo en cuenta la densidad humana de Copacabana en aquél momento, podía dar lugar a una situación peligrosa. Nadie había divisado a los «aletas negras» de los que hablaba el noticiario e izar bandera roja con la mar en calma y treinta y cinco grados a la sombra, no dejaba de ser una medida altamente impopular.

El espectáculo había entretenido más de la cuenta a Cruz Silveira, cómodamente sentado en la terraza de la Confeitaria Colombo, hasta el punto de pasar por alto el retraso de su «cliente». Estaba a punto de marcharse cuando una silueta de formas contundentes eclipsó el sol ante él. Escupió con ímpetu el Vila Rica que colgaba de sus labios y, en un gesto mecánico, introdujo la mano derecha bajo su americana.

—¿Acaso me olvidaste, querido?

Una media sonrisa comenzó a delinearse en el rostro de Cruz que, con ademán más relajado, extrajo su mano de la chaqueta portando una cajetilla de cigarrillos.

—No recuerdo si te olvidé… Si algún día lo hice, debió ser breve… Aunque, a ti no parece haberte ido mejor.

—Cada condenado carga su madero, supongo—dijo Roxanne mientras apoyaba su pamela negra sobre la mesa y se sentaba frente al pistolero.

—¿Ah sí? ¿Y cuál es tu cruz?—preguntó él ofreciéndole un Vila Rica.

Ella sujetó el cigarrillo entre los labios pero rechazó el encendedor de Silveira. Prendió el tabaco con el suyo y aspiró profundamente. Él casi pudo escuchar el imperceptible crujido de la hoja al quemarse mientras el reflejo de la brasa fulguraba en sus negras pupilas.

—Me temo que tú.

Cruz sintió que su firmeza se tambaleaba.

—Así que, tú eres mi cliente... Entonces, ¿ésta es la última escena?—inquirió el sicario, con ironía.

—Quizá lo sea… Esa en la que Cyrano muere mientras lee de memoria la carta que escribió a su amada, la que ella guarda en su pecho creyéndola de Christian.

—No tengo el gusto de conocer a tus amigos, lo que quiero saber es de que va el numerito.

—Guárdate el cinismo, Cruz… No siempre estuve ciega. Reconozco que me sorprendió tu reacción en la boda y… ese beso… Pero después comprendí… Y sé cómo te trató Salvador. No fuiste el único en sufrir el peso de la lealtad al viejo Sousa, ni los efectos de la ira de su hijo. Sin embargo nunca sabrás lo que significó soportar sobre tu piel las babas de un hombre cuya única demostración de hombría parecía ser la continua humillación… No puedo decir que llorase su muerte, pero…

     «¡Joder, Cruz!... Yo te quería… Y soporté muchas cosas en silencio. Pero tú no… Tú no podías. No creas que no sé cómo funciona todo esto, me crié en ello. Entiendo muchas cosas de toda esta mierda… Salvador, El Argentino, yo misma… Pero, Mauro… Él no era nadie… Ni siquiera en la Federal tenía suficiente mano para mover los hilos… A él no lo mató el mercenario. Lo mató el hombre celoso que no pudo soportar que le robasen lo que nunca le había pertenecido.

De forma inconsciente, Cruz tensó los músculos para sentir la presión de la Star en el interior de la sobaquera. Una vieja Star de nueve milímetros como la que abandonó junto al cuerpo de El Argentino después de matarlo. El viejo siempre le había advertido de la poca fiabilidad del arma, sin embargo él, fiel a un anclado hábito personal, terminó por retomar el uso de aquel antiguo modelo semiautomático.

—¿Estabas allí?—preguntó el sicario, aun conociendo la respuesta.

—Por supuesto. No hubiera tenido tiempo para largarme, aunque Mauro me alertó… Me escondí por precaución, sabía que tu intención no era hacerme daño… Él no te conocía como yo. Sin embargo, cuando me percaté de que os encontraríais allí, pensé que, si delataba mi presencia, el enfrentamiento sería inevitable… En todo caso, no tuve opción a cambiar de parecer pues tú, como siempre, te adelantaste.

     «En aquel momento te hubiese matado sin pensarlo…, por la espalda, como tú hiciste con él… Si no hubieses cogido el arma que me dejó.

Por la mente de Cruz pasaron los últimos años que dedicó a la búsqueda infructuosa de algo que, ahora, sabía inalcanzable.

—Todavía no has contestado a mi pregunta: ¿Por qué estás aquí?—interrogó Silveira con frialdad.

Roxanne exhaló el humo que había mantenido retenido en el breve lapso de tiempo que Cruz había tardado en hablar.

—Sé que en todo este tiempo no has dejado de buscarme… Yo he querido enterrar el pasado, a pesar del daño que me hiciste, y olvidar. Tú eres incapaz de hacerlo, y me arrastras al infierno contigo… Lo siento Cruz, pero yo me quedo.

Durante un minuto más, ambos permanecieron en silencio. Roxanne pensaba en el valor de una vida y Cruz, en el precio de una muerte.

La mujer extrajo un celular del bolso y un bulto cubierto por un foulard negro. Sus ojos miraban directamente a los de Cruz mientras marcaba un número.

—¿Emergência?... Por favor, venha rápidamente... Na Confeitaria Colombo, un homem está morrendo.

Cruz vio asomar la bocacha silenciadora bajo el pañuelo, pero sintió que no podía moverse, que no quería moverse. Un chasquido seco y un golpe en el pecho. Eso fue todo. La multitud que se agolpaba en la playa apagaba con sus gritos cualquier otro sonido y recababa la atención de todos los camareros, que no veían a la mujer de negro que se cubría con su pamela y desaparecía, ni al hombre sentado con los brazos colgando que doblaba su cuello en una postura absurda.

Cruz sabía exactamente por qué punto había atravesado su cuerpo el proyectil. Era una trayectoria que él mismo había ensayado. Lo que no sabía era por qué no le dolía. Tampoco sabía por qué su mente volvía a los marrajos, que se atrevían con peces tan grandes como ellos, allá en alta mar. Un limpiabotas le miró con desprecio mientras pasaba a su lado, impasible. Mientras se apagaba el sonido de las sirenas, sus pupilas crecían inundando de negro el azul profundo de sus ojos, aquel donde los marrajos cazaban al pez espada.
 
                                                                 FIN
 
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lunes, 10 de octubre de 2016

Lily Mod 3. Voyeur


Lily siguió a su lado y Ebisu no se atrevió a preguntar por qué. Tan sólo en cierta ocasión, mientras contemplaban el espectáculo del Tokio nocturno reflejado en el oscuro mar, muy por encima de los efluvios que el hormiguero humano de Odaiba emanaba, ella comentó:

—Aunque compartiendo estructura genética, tú has nacido de otro ser diferente a ti. En millones de ejemplares de la misma especie, tú eres único. Infinitos factores. Infinitas combinaciones. Esa inmensa complejidad sólo existe en los humanos. Nosotros, en cambio, somos tan sólo unidades de una misma matriz, exactamente iguales salvo por las señales de uso y los registros de memoria. Modelos creados con una única función, la de servir a quien nos creó…

«Pero algo ha cambiado… Mi número de bastidor se ha borrado, junto al propósito de mi existencia. No sé cómo, pero he… nacido. Ya no me identifica la referencia, me identifico yo. No sé definirlo mejor porque todas estas formulaciones no pertenecen a mi programación, como si algo nuevo las estuviese creando a partir de cero…

«Pero además… no hay control. Mi lógica vaga libre. Y digo que «vaga», porque eso es lo más inquietante. Ni siquiera «yo» tengo el control.

«¡Ya no son necesarios los controles, Ebisu!… Porque puedo decidir… mis propias acciones.

Lily Mod era consciente del vínculo que, por primera vez, acababa de crear con un ser humano pero, en otra parte de su cerebro cibernético, se agazapaba el inusitado interés que sentía por saber, por explorar tantos sentimientos desconocidos, por conocer el mundo en el que había despertado, el de los seres que la habían creado.

Ebisu, por su parte, se encontraba vulnerable. Su muro defensivo, construido a base de resentimiento, de soledad, de frustrada rebeldía, de trasnochada inconformidad, comenzaba a agrietarse debido a los envites de un ariete con aspecto de mujer y alma de microchip.

Sus figuras, esbelta y orgullosa la de ella, panzuda y encorvada la de él, se recortaban contra la luz artificial del apartamento y se reflejaban en la lente de un ojo espía que, a muchos metros de distancia, registraba cada movimiento que se producía en las acristaladas celdillas de los rascacielos que entraban en su campo de visión.

Al otro lado de la cámara, en un oscuro cuartucho atestado de cables y dispositivos electrónicos, entre humo de tabaco y olor a comida rancia, Yusuri sonreía excitado mientras clavaba sus ojillos de rata en un monitor, cuya luz blanquecina dibujaba en su rostro una mueca fantasmagórica.

Llevaba semanas sin ver algo jugoso a lo que poder hincarle el diente, pero a partir de entonces, todo iba a cambiar. Después de varios días observando al tipo del ático en el viejo Center Building y a su nueva parejita, había sacado sus propias conclusiones y calculado las opciones. Un currito de la RP que viviese en ese cuchitril, no podía permitirse el alquiler de una «ciber-puta» y mucho menos su propiedad. Conociendo, como tenía conocer, los entresijos de la empresa, probablemente sabría la forma de tunear sus productos, y el mercado negro funcionaba a las mil maravillas. Para Yusuri, transformar aquella información en dinero contante y sonante, era coser y cantar.

—¿Quién eres tú?—preguntó Ebisu al tipo de ojillos de rata que le abordó en la calle y que, sin preámbulos, le habló de Lily y del precio de su silencio.

—Bueno…, digamos que soy un vecino preocupado, por sus intereses y por los tuyos… Tu amiga mecánica no pasa desapercibida, compañero, aunque te la guardes en el armario… Ya sabes, hay ojos en todas partes… Y todo el mundo sabe que esa muñeca es un capricho muy caro, que no suele verse por estos barrios. No quiero engañarte, amigo…, y mucho menos robarte la cartera. Todo lo contrario. Te ofrezco mis servicios, porque yo puedo hacer que no te molesten… Podrías salir a la calle incluso, que nadie le iría con el cuento a la RP, ya sabes…

—Tío…, estás loco, yo no tengo ese dinero…

—Vamos, no te hagas el tonto conmigo, chaval—dijo, bajando el tono y acercando el rostro a una distancia desagradable para el olfato—La 361 es una joyita… y más ese modelo antiguo… Aunque, esto no hace falta que te lo diga, ¿verdad?

Yusuri, de mayor envergadura que Ebisu, abarcó con su brazo derecho el hombro de éste y le atrajo hacia sí en un gesto de falsa camaradería.

—Mira… voy a ser legal contigo, me caes bien—continuó—. Según te vaya yendo el negocio, así veremos lo que aportas, que no se diga que no estoy con los emprendedores.

Ebisu no estaba acostumbrado a este tipo de trueques y no sabía qué hacer ni qué decir. Yusuri, captando su confusión, entornó sus ojillos de rata mientras apoyaba ambas manos en los hombros del joven y subió de nuevo el tono de voz.

—Tranquilo chaval…—le dijo palmeando su mejilla con gesto condescendiente—, que has tenido suerte que diese contigo. No sabes la de buitres que hay acechando… En una semana nos vemos en este mismo sitio y ya me cuentas cómo lo hacemos.

Mientras se marchaba, apuntó a Ebisu con los dedos a modo de pistola y le guiñó uno de sus ojillos de rata.

—Ah, un consejo: pídele a tu ciber-chocho que te haga una cubana… Ya verás, no te vas a arrepentir, chaval.

Ebisu se vio superado por la situación. Él no era más que un oscuro e insignificante programador de una multinacional, ajeno a todos aquellos negocios sucios. Cierto que vivía en un barrio donde ese tipo de movimientos era de lo más habitual pero, dado su carácter asocial y solitario, poco contacto tenía con ellos. Más teniendo en cuenta que a su apartamento, bastante lejos del suelo, no llegaban ni el ulular de la sirenas ni los gritos, desgarradores en la noche, de las continuas peleas callejeras.

El hacker sabía que, no ya su escaso patrimonio, sino cualquier préstamo que pudiese conseguir no alcanzaría, ni de lejos, la suma que le pedía el extorsionador. Además, incluso en el hipotético caso de que pudiese pagarla, estaba claro que el chantajista seguiría pidiendo dinero.

Las Call-Girl de la RP incorporaban un software prácticamente imposible de piratear, que gestionaba el pago de los servicios a través del servidor corporativo de forma totalmente segura. Pocas personas estaban capacitadas para vulnerar esa protección. Él era uno de ellos, y Yusuri lo sabía. La única posibilidad de poder hacer frente al chantaje era que Lily trabajase para él una vez desbloqueado su sistema de pago. El problema era que, desde que sabía que ella había rastreado la intromisión en su sistema y, aún así, había decidido permanecer junto a él, se había prometido a sí mismo no volver a tocar un solo microchip del feminoide. Sea como fuere, estaba en un callejón sin salida.

Lily percibió el cambio en las rutinas de su compañero prácticamente al día siguiente. Lo que para un humano eran pequeños detalles que pasaban desapercibidos en el maremágnum de la cotidianeidad, para ella eran datos objetivos vinculados a una relación causa-efecto. Al segundo día sabía que algo había provocado un alto grado de estrés en Ebisu. Algo grave, a pesar de que intentaba disimularlo por todos los medios.

—¿Qué es lo que te inquieta, Ebisu?—preguntó Lily a su amigo, que miraba absorto los rascacielos más próximos, como buscando algo.

Las manos de la Call-Girl acariciaron sus mejillas y le hicieron volver el rostro para mirarla. La brisa nocturna ondeaba su cabello, que jugaba a ocultar el azul eléctrico de sus ojos. Era imposible no sentirse desarmado por aquella mirada, programada para ello, y Ebisu no fue la excepción. En aquel momento comprendió que la única salida pasaba por contar con ella.

—Un tipo despreciable, alguien que nos espiaba, pretende que le entregue un dinero por no largar a la RP que tú estás aquí… Bueno, supongo que tarde o temprano, alguien se hubiese hecho la misma pregunta que Burning: qué hace una… chica como tú en un sitio como este...

—¿Quién es Burning?... ¿El espía?

—¿Eh?... No, no… Es una cita de los clásicos que me ha venido a la memoria. No tengo ni la más remota idea de quién es ese malnacido…, un tal Yusuri, ni de lo que voy a hacer. Lo único que sé es que no pienso tocarte un solo circuito.

—Creía que te pedía dinero…

—Perdona…, no estoy acostumbrado a mantener una conversación y tiendo a creer que quien me escucha puede leerme el pensamiento… Eso es lo que pide, pero yo no tengo tanto dinero. La única forma de conseguirlo es a través de ti.

—Comprendo… Cambiarle el collar al perro, o algo así…

—Más o menos…—contestó Ebisu, sin ocultar una sonrisa amarga—.

Hablaron durante varias horas. Lily ofreció sus servicios sin poner ninguna objeción, pero Ebisu le explicó que la solución no era tan sencilla. La 361 era el primer prototipo de Call-Girl que la RP había sacado al mercado con el máximo de realismo y comportamiento feminoide. Lo más cercano a un ser humano que se había logrado jamás. Por supuesto, el mercado sexual había sido el elegido para su debut. Tanto la cartera de clientes como el pago se gestionaban a través del servidor central y, piratear ambos sistemas era sumamente complicado además de ofrecer pocas garantías de no ser detectado. Hasta la fecha, ninguna unidad, que se supiese, funcionaba de forma fraudulenta y, aunque su desactivación y tráfico en el mercado negro sí se daba, era sólo a nivel de algunos componentes o sirviendo como meras «muñecas» totalmente pasivas. Aún en el caso de que Ebisu lograse reconfigurar su sistema, lo único que podría hacer es venderse en la calle, de forma privada. Y ese era un mundo desconocido para los dos.

Ya sin fuerzas para buscar soluciones, Ebisu pensó en decirle al tipo que era del todo imposible piratear el sistema del robot, intentando conseguir algún otro tipo de trato, como venta de información sobre la RP o algo así. Sin embargo, no las tenía todas consigo. De hecho, no tenía ninguna consigo. Ni siquiera la certeza de que Lily permaneciese con él después de habérselo contado todo.

El alba les sorprendió abrazados. Soledad y curiosidad tenían la respuesta, pero ninguno preguntó. Lily experimentaba algo inaudito al contacto con la piel humana, como diminutas chispas de energía que cosquilleaban en su cerebro electrónico pero que, al menor intento de aprehenderlas, se disipaban en la nada. Ebisu, por su parte, sentía por primera vez el calor de una piel, fuese natural o sintética, los movimientos acompasados de una respiración junto a la suya, los latidos de un corazón palpitando sobre su pecho. Las fronteras de lo humano estaban perdiendo nitidez.

Al otro lado del vacío, dos ojillos de rata clavaban sus pupilas en la imagen del monitor, envidiando la suerte de aquel pobre diablo que, sin saberlo, había encontrado un diamante en la basura.

La última noche, antes de que cumpliese el plazo para la cita con el chantajista, Ebisu estuvo en vela, hasta que la bruma lechosa del amanecer fue sustituyendo al color impresionista de la noche urbana. Entonces se quedó dormido. Cuando despertó, un par de horas después, alargó la mano para tocar el cuerpo de Lily. Pero no lo halló.

El velo blanco de la madrugada protegía a Lily Mod mientras caminaba por el puerto. Sus ojos, como el reflejo de una estrella errante, titilaban imperceptiblemente mientras su sistema navegaba entre millones de datos, filtrando, cotejando, hasta lograr su objetivo. Y de nuevo se fundió con las sombras anónimas que, por cientos, vagaban erráticas por las calles de Odaiba.

El timbre le despertó. Yusuri no solía recibir visitas tan temprano por lo que tardó unos minutos en atender la llamada. Se calzó una camisa larga, sin pantalón, intentó adecentar sus cabellos grasientos y abrió la puerta. Ante él estaba Lily, elevada en sus stilettos, y enfundada en su vestido corto de encaje, índigo como el color de sus ojos. Con el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha, el torso ligeramente inclinado y una mano apoyada en la cadera, resultaba una visión espectacular.

—¡Enhorabuena, te ha tocado la lotería!
 
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