lunes, 20 de junio de 2016

Lily Mod 2. Ebisu

 
El barrio portuario de Odaiba, importante foco de actividad empresarial en Tokio durante la segunda mitad del siglo XXI, perdió toda su vitalidad a partir de la reconversión industrial y, sus rascacielos, sus inmensas naves, sus muelles, después de una década de abandono como resultado de una política ministerial centrada en otros quehaceres, se convirtieron en refugio para los miles de inmigrantes que, de forma continua, llegaban a la megalópolis desde todo el planeta. Calles oscuras y malolientes habían sustituido a los luminosos bulevares, todo tipo de construcciones proliferaban como un cáncer entre los almacenes y una intrincada red de pasarelas a distintas alturas unía los otrora imponentes edificios entre sí.
 
Abajo, en el caótico bullicio suburbano, una figura se movía con soltura, sorteando almas en pena, directa a su objetivo.
 
Lily Mod era consciente de su propia identidad, si es que se puede decir algo así de un autómata. No sólo respondía a las funciones para las que había sido programada, sino que había tomado el control. Al menos en parte, ya que algunos elementos de protección no tenían puerta de acceso, como cierta característica del sistema de posicionamiento que permitía su rastreo en caso de incidencia. Por otra parte, aunque ser consciente de su identidad no implicaba saber qué hacer con ella, cierto sentido de autoprotección incluido por defecto en su configuración, la empujaba, como paso prioritario, a evitar la eliminación programada. Era imprescindible, por tanto, deshacerse del chip de posicionamiento. La única manera de anular dicha propiedad era extrayendo el componente de forma física y para ello tenía que entrar en estado de hibernación. Ella podía desactivarse por sí misma pero, obviamente, mientras estuviera en dicho estado, no podía realizar ninguna otra operación, por lo que se hacía necesario buscar ayuda.

Lily disponía de una amplia base de datos interna de usuarios, con multitud de información transversal que podía consultar. Un antiguo cliente usaba los servicios de un hacker, al que pedía trucos para saltarse las limitaciones impuestas por la versión «trial» de la «call girl». Localizar la posición de su teléfono móvil mediante GPS, y la suya por añadidura, no tenía mayor dificultad.
 
II
 
Ebisu había conseguido a muy buen precio aquel apartamento, en el último piso de un viejo rascacielos rehabilitado. Ello le permitía mantenerse bastante por encima, literalmente, de la podredumbre del barrio, pero por debajo del límite de gasto que le marcaba su status. También disfrutaba de unas increíbles vistas de la bahía de Tokio, aunque aquel día no le sirvieron para anticipar la llegada de Lily. Cuando llamó a su puerta, abrió sin más, pensando que sería su casera para darle alguna mala noticia.

El primer vistazo a su visitante ya le indicó a su ojo entrenado qué era lo que tenía ante él.
 
—Perdona, pero no he pedido los servicios de ninguna…
 
—Lo sé. Necesito tu ayuda—le interrumpió Lily dejando que sus ojos, de color miel, hiciesen el resto.
 
Ebisu permaneció un segundo desconcertado.
 
—¿Quién te manda?—dijo al fin, cómo si aceptase el hecho de que un microondas averiado pudiese desplazarse al servicio técnico por sí mismo a la orden de su dueño.
 
—Te conozco por Kensuke, pero esto es cosa mía—dijo el feminoide, acompañando sus palabras de un leve pestañeo que viró el color del iris a un verde sincero.
 
Cualquier producto de RP incorporaba un módulo de aprendizaje que le dotaba de personalidad propia, hasta el extremo de que podía resultar prácticamente imposible distinguirlo de un ser humano. Por eso se habían creado modelos tipo, todos clones de una misma matriz, sin características físicas individualizadas. El número de serie que identificaba cada modelo lo llevaban impreso en el hombro junto a su código de barras. Ebisu conocía todas y cada una de las variantes y, aquella frase, de labios de una unidad 361, por muy tuneada que estuviese, consiguió activar su curiosidad.
 
—¿Qué se te ha roto?—preguntó el joven con cierto sarcasmo.
 
—Quiero que me desinstales el chip localizador—contestó Lily sin rodeos.
 
A la curiosidad de Ebisu se sumó una buena dosis de suspicacia. Ningún autómata hubiese podido plantear esa petición en primera persona. Podía ser un truco de la misma RP con el fin de comprobar la lealtad de sus empleados. No sería la primera vez. Él trabajaba como programador de tercer nivel para la empresa líder en feminoides de compañía, pero entre sus compañeros era bien conocida su fama de hacker, y a nadie se le escapaba su odio por aquél mundo tan deshumanizado y robotizado. Quizás por ello había dedicado la mitad de su vida a estudiar e investigar todo lo relacionado con esa tecnología y, la otra mitad, a boicotearla y destruirla. «Si has de luchar contra algo, has de conocerlo muy bien» , solía decir, aunque en el fondo, él mismo no tuviese muy claro si odiaba o amaba aquello en lo que invertía toda su energía.
 
—Creo que han manipulado tu software. Debes ir a tu centro de control—se excusó él mientras comenzaba a cerrar la puerta.
 
—Sé que lo has hecho ya, Ebisu—insistió ella—. Por favor… Puedo darte un servicio Premium… gratis.
 
Ahora sí que Ebisu estaba totalmente desconcertado. El concepto «gratis» no estaba incluido en el programa de las Call Girl, y mucho menos la posibilidad de llevarlo a efecto, puesto que cualquier servicio estaba condicionado al pago previo sin posibilidad de negociación. En cualquier caso, para él, abandonado por su madre y rechazado siempre por las mujeres debido a su poco agraciado físico, las relaciones íntimas con el sexo opuesto pasaron de ser un obsesivo deseo frustrado a un residuo puramente instintivo, anulado por su creciente misoginia. Nada había que pudiera interesarle en una hembra, por demás artificial.
 
—Claro, claro… «sin compromiso de permanencia, lléveselo sin coste durante el primer mes». Gracias, pero no; ya tengo un Masturbator 6000 que me hace el apaño; no es necesario que tenga forma de mujer—A Ebisu le carcomía la curiosidad, pero necesitaba algo más—.
 
Lily pareció darse por vencida y se dirigió al ascensor, pero entonces recordó algo.
 
—Recibí el «código rojo»…, pero no acudí a la llamada y… no sé por qué.
 
El joven guardó silencio, pensativo. Antes de hablar de nuevo, hizo un gesto a la chica robot para que entrase en el apartamento y cerró la puerta tras ella.
 
—¿Qué es eso de que no sabes por qué?
 
—Un fallo en el sistema, tal vez un troyano de algún cliente… El caso es que el BioScan no encontró nada; desconozco el motivo que me impidió presentarme en el control. Vagué durante horas por las calles. Entonces, detecté un «pensamiento impuro»…
 
—¡Eso no es posible!—exclamó el hacker, escéptico—… Bueno, no debería de ser posible.
 
—Pues no fue el último. Vinieron muchos más, como si se hubiese roto un dique…
 
Ebisu sonrió levemente al visualizar la imagen.
 
—Cada «pensamiento impuro» se superponía al anterior —continuó Lily— en un torrente de lógica inversa imposible de procesar. Creé nociones nuevas y les di un nombre, como «ellos» para el administrador, «eliminación» para el proceso de reciclaje, «caza» para la recogida de residuos a través del chip localizador y «supervivencia» para el modo de evitarla. Cada vez se abren más incógnitas que no puedo comprender sin ayuda…
 
«Por favor…, haré lo que me pidas…
 
III
 
Por supuesto, Ebisu no aceptó el «Servicio Premium». Cualquier otro en su situación hubiese podido pensar que aquél era el momento perfecto para superar su temor a ese primer contacto erótico, para canalizar adecuadamente un desnaturalizado deseo sexual. Sin embargo, el saberse frente a una de las creaciones de la paranoia humana que tanto detestaba y que, paradójicamente, había cobrado conciencia de sí misma, provocaba en el hacker una curiosa excitación de muy distinto género. A su mente venían aquellas viejas películas de ficción sobre un futuro en el que las máquinas habían sometido a la raza humana. Quizás hubiese llegado ante él, por azar o por destino, el elemento que necesitaba para demostrar al mundo el peligro potencial de lo que estaban haciendo. Por eso, lo que sí aceptó fue compartir información sobre algunos aspectos de la programación y «desprogramación» de la que hablaba la «call girl» cibernética.
 
El modelo 361, tanto en versión femenina como masculina, no sólo incorporaba todo tipo de habilidades destinadas a dar placer sino que, como feminoide de compañía, estaba capacitado para realizar cualquier servicio de tipo doméstico, culinario, bricolaje básico e incluso primeros auxilios o cuidados en convalecencias. Ebisu tuvo tiempo de comprobarlo durante los días que Lily permaneció con él, mientras extraía y extrapolaba todo tipo de datos sobre la infinidad de modificaciones y tuneados a que su ánima virtual había sido sometida. Pero cuanto más sabía, menos comprendía, y más fascinado estaba.
 
En cierta ocasión, cuando el ruido de un equipo de limpieza atmosférica le despertó en medio de la noche, a la vuelta del baño se detuvo a contemplar el cuerpo de su invitada mientras dormía plácidamente, ajena a cualquier sonido de los «no programados» para su activación. Aquellos ojos cerrados, la expresión relajada, el movimiento de la respiración, aquellas palmas unidas bajo la mejilla, hacían olvidar que se trataba de una simple pose en el intento de acercar el frío estado de suspensión energética a la calidez del sueño humano. Hacían creer que cualquier cosa podía ser posible.
 
Cuando alumbró el día y la bruma urbana fue desnudando las calles allá abajo, algo cambió en el pequeño apartamento. Lily Mod abrió los ojos, de un violeta imposible. Ante ella, Ebisu sostenía un gran vaso de zumo de naranja y, con gesto ceremonioso, se lo ofreció. No hubo palabras pero sí comunicación. Lily se llevó el recipiente a los labios y bebió. El líquido anaranjado recorrió un circuito diseñado para simular la ingesta y su lengua recogió la última gota, como si realmente pudiese apreciar su sabor. Cuando le devolvió el vaso, dos sonrisas nacieron a la par y los ojos de Lily tomaron el color avellana de aquellos que miraban.
 
Y los días se convirtieron en semanas. Seis semanas exactamente. Lily había pagado con creces el servicio que Ebisu le había prestado, pero parecía sentirse cómoda en el apartamento. Por su parte, el joven se descubrió echándola de menos cuando no estaba con él, apartando la vista con pudor cada vez que se desnudaba o en espontáneas conversaciones sobre cualquier tema, que la dilatada experiencia y registro de memoria de la «call girl» le permitían abordar. Por mucho que Ebisu creyese tener controlada la situación, lo cierto es que, los cimientos de la fortaleza que le protegían del mundo comenzaban a resquebrajarse.
 
Sentimientos contradictorios bullían en su interior. Amante de la soledad, se sentía a gusto compartiendo su tiempo; cerebral e insensible a cualquier emoción, se sentía embargado por nuevas sensaciones; misógino empedernido, abría su mundo a una mujer, por muy cibernética que fuera; detractor convencido de la inteligencia artificial, le había sonreído a una puñetera máquina.
 
Lo que antes era el intento de retener a una especie rara y exótica de mariposa, se había convertido en la obsesión por que sus alas no se desintegraran al contacto con los dedos de quien la mantenía prisionera.
 
IV
 
El día que al fin tomó la decisión, le habló a Lily de una nueva aplicación que, si le permitía instalarla, le daría algunas funciones adicionales, aunque para ello era necesario que se desactivase durante unos minutos. Ella no dudó ni un instante en depositar en él su confianza. Cuando la tuvo a su merced, una sombra de culpa extendió su capa sobre él. Por segunda vez penetraba en su corazón de cables y microchips. La primera había servido para darle la libertad, pero también para enterrar la semilla de la traición pues, en la misma manipulación, había introducido un parámetro en su configuración que le daba el control absoluto. El feminoide de compañía no podría separarse de él, permaneciendo absolutamente fiel y sumiso en todo momento, mientras una orden expresa no dispusiese lo contrario. Además, en ningún momento su inteligencia artificial tendría conciencia de ello. Con esa medida, Ebisu pretendía evitar que, una vez le hubiese extraído el chip localizador, Lily pudiese desaparecer para siempre, sin darle tiempo a desentrañar su misterio. Ahora, sin embargo, el hacker antisocial y solitario, obsesionado con la tecnología pero sensibilizado con la deshumanización que ese mismo progreso permitía, estaba dispuesto a devolverle a una máquina, esa libertad que la humanizaba. Sabía que ello, probablemente, supondría perderla para siempre pero, paradójicamente, en todo este asunto, había sido la máquina la que había terminado por imponer su código de valores, si es que algo así podía decirse de un organismo cibernético.
 
Ebisu abrió el puerto, conectó su teclado y accedió al sistema de la Call Girl. Panel de control… Administrar… Opciones avanzadas… Buscó la aplicación instalada y… no se habían aplicado los cambios. Lo revisó todo exhaustivamente y nada, no había ningún error. Un relámpago de duda y de comprensión después, restalló en su cerebro. El feminoide no se había movido del apartamento en todas esas semanas, por lo que sólo había una explicación. Ella misma, de alguna manera, había puenteado su modificación.
 
Una idea perturbadora se abría camino en su mente. Lily conocía sus intenciones, fue capaz de evitarlas y, aún así…, se quedó con él.
 
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lunes, 6 de junio de 2016

A golpes

 
El derechazo fue impresionante. Su rostro acusó toda la violencia del impacto y, con un brusco giro de noventa grados, lanzó al aire un salivazo sanguinolento. Su cuerpo se catapultó hacia atrás irremisiblemente y, mientras caía, una parte remota de su cerebro, entrenada para ello, luchaba por no perder la consciencia pues sabía que, si ese momento llegaba, sería su fin.

Con la espalda contra la lona, intuyó, más que vio, los dedos del réferi, que comenzaban a contar.

—¡Uno!

El protector, los guantes, las botas, eran anclas de hierro fundido. El aire a duras penas llegaba a sus pulmones y el aliento sabía a sangre. En su rincón, el entrenador gritaba algo que no podía entender. Tan sólo podía ver las luces, los enormes focos que iluminaban el cuadrilátero. En un resquicio de su cerebro, el instinto le obligó a recordar.

—¡Dos!

Qinhuangdao, campeonato mundial de boxeo. El primero como profesional. El primer combate. El primer asalto. El primer minuto y ya había besado la lona. «No tenéis nada que perder, haced lo que sabéis». «Estáis en internacional, junto a los grandes. Ganéis o perdáis, os habéis merecido todo el derecho a estar ahí. No lo olvidéis» Pero las luces del estadio chino eran demasiado intensas. Mucho más que las del paupérrimo gimnasio donde entrenaba, sin ring, con sólo algunos apolillados sacos de boxeo colgados en la penumbra, como cerdos en el matadero.

—¡Tres!

Los pies de su contrincante bailaban alrededor. «No dejes de bailar. En boxeo, como en la danza, tienes que llevar el ritmo y conocer el de tu pareja». Antes de comenzar ya eran conscientes de que tenían muy pocas posibilidades contra el equipo polaco. En peso mosca, su púgil tenía justificadas aspiraciones al título. Pero la simple oportunidad de salir del país por un motivo distinto al exilio, era ya mucho más de lo que nunca se habían atrevido a soñar. Incluso en cierto momento llegaron a especular con la idea de no volver. Aunque ahora todo eso ya no importaba. Tenía que concentrarse en el dolor.

—¡Cuatro!

«El dolor es vida. Si dejas de sentir dolor, habrás muerto». Su primer entrenador conocía al gran Muhammad Ali. «Cuando eres tan grande como yo, es difícil ser humilde” decía siempre parafraseando al campeón. Con mucho esfuerzo había conseguido abrir aquel gimnasio, el único en su género, reclutando por los colegios a quién quisiera boxear. Para ello había tenido que enfrentarse a muchos problemas, incluido el desprecio con que la propia federación le castigó. Esa federación que no había tenido reparos en sustituirlo al frente del equipo nacional que él mismo creó haciendo frente a las presiones sociales.

—¡Cinco!

«No intentes levantarte de inmediato, deja que transcurra la cuenta, recupera el control». Las luces y los pies no dejaban de moverse. El réferi le enseñaba la palma abierta. Había tiempo. El que no tuvo su entrenador para concluir el trabajo. Competir a nivel internacional exigía un mayor control por parte de los organismos directivos. El país no podía cambiar de la noche a la mañana y no era fácil desoír las voces de la oposición radical. El viejo entrenador se retiró a la sombra, pero su espíritu continuaba detrás de cada golpe en el interior del cuadrilátero, de cada madrugada amaneciendo en el gimnasio, de cada rostro firme ante insultos y reproches, de cada frente que se alzaba.

—¡Seis!

Las luces habían desaparecido y de las sombras surgían cientos de personas que se ponían en pie. Aunque entre ellas no estaban sus padres. Nunca entendieron su afición al boxeo. Nunca entendieron su actitud ante la vida. Su padre era un modesto soldador industrial que no había aprendido a leer. El deporte o la universidad, ya de por sí, eran algo extraño para él. Pero lo que jamás podría llegar a comprender, como su madre, eran esos anhelos en una hija. Quizás la moral en la que fue educada no cumplió con la rigidez que su entorno religioso y social requería, pero aún así no concebía el papel de la mujer fuera del matrimonio y la vida doméstica.

—¡Siete!

Los pies de la boxeadora polaca seguían bailando. Notaba sus vibraciones en el piso. El preparador continuaba gritando desde las cuerdas. Ella miraba sus guantes, apoyados en la lona. Por ellos se sentía libre. Sus padres terminaron por aceptarlo. No el resto de su familia, ni sus vecinos, ni sus amigos. Por eso salía de casa antes que el sol, y practicaba hasta el anochecer cuando no tenía clase, aún sin probar bocado durante el mes de Ramadán.

—¡Ocho!

«Soy musulmán, soy boxeador, un hombre que busca la verdad». Las palabras del gran Cassius Clay resonaban en su mente. Ella era mujer. Era musulmana. Quería boxear. Quería ser periodista. Por eso entrenaba todos los días, con otras como ella, en el único sitio del que disponían, el viejo estadio Ghazi de Kabul. Bajo las enormes fotografías de los presidentes de Afganistán. El mismo estadio olímpico que diez años antes se abarrotaba de gente para presenciar la ejecución pública de una mujer adúltera.

—¡Nueve!

Tan sólo sus rodillas tocaban la lona mientras el árbitro terminaba el conteo. A su alrededor, cientos de siluetas puestas en pie elevaban los brazos y gritaban dándole ánimos. Por alguna razón que se le escapaba, el estadio entero de Qinhuangdao quería que ella se irguiese, que continuase la pelea. «Tú vida ha sido dispuesta de antemano. Si quieres tomar las riendas vas a tener que pelear y, si quieres cambiar algo, vas a tener que hacerlo a golpes»

—¡Diez!

Hayat estaba de pie, apoyada en las cuerdas, frente a la polaca más grande que había visto en su vida —a pesar de ser un peso mosca—. Las piernas le temblaban, la cabeza le estallaba y un dolor lacerante se clavaba en su costado. El árbitro la tomó por los guantes, comprobó el estado de sus pupilas y la acercó a su contrincante para dejar que continuase el combate. Con las piernas flexionadas y los puños frente al rostro, ambas boxeadoras sopesaron la situación. Hayat apretó los dientes y… disparó su puño izquierdo.
 
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