lunes, 18 de enero de 2016

Entre líneas

 
El rojo brillante del convoy irrumpe en al andén con chirrido metálico, recibiendo una andanada de cigarrillos a medio consumir. Se abren las puertas y la secuencia se repite en el infinito, entre roces lascivos, empujones descuidados, calor sofocante, miradas desdeñosas. En medio del tumulto, una mano fresca se apoya en mi antebrazo y me rescata del infierno hacia un rinconcito de paz aún no requisado.

—¡Hola majete! ¿Te acuerdas de mí?

Una deslumbrante sonrisa devuelve a mi mente todos los recuerdos, como si fuesen el mensaje de un náufrago que la resaca del mar empuja de nuevo a la misma playa después de muchos años...

—¡Hay va, Dios! ¿Tú?

A lo largo del vagón se apiñan ejecutivos con trajes arrugados y maletines de cuero, obreros sin calcetines manchados de yeso, oficinistas con escotes provocadores, tenderos barrigones con inmensos periódicos, chavales con mochila y auriculares de diseño.

—¡Sí, yo! ¿Que pasa nene? ¡Hace la ostia!, ¿eh? No veas si me alegro de verte... Hace que no me llamas... ¡Dame un beso, capullo!

...Un mensaje sólo para ella. Un mensaje que habla de los días de clase, de la hierba fresca del parque, de sus hábiles dedos en las cuerdas de la guitarra, de canciones repetidas en ratos perdidos, de litros de cerveza, de miradas disimuladas, de noches de insomnio...

—¡Joder Cris!, aún me sé tu teléfono de memoria y seguro que tú no puedes decir lo mismo...

Un hombre con acento portugués se abre paso con dificultad tocando el acordeón. Lleva un bote con alguna moneda. La gente se aparta o se mira los zapatos. Alguno mete la mano en el bolsillo, pero no encuentra motivos para sacarla.

—¡Vaaale, Rober!, tienes razón. Sabes que el teléfono nunca me gustó... Me había acostumbrado a que me llamaras y pensé que te habías aburrido.

...De muchas dosis de ternura en las largas tardes de estudio, del aroma de su pelo, de su casa de Arturo Soria, de la lámpara de Minnie, de los colores del jardín, del olor a menta, a madreselva, de las camisetas de la facultad, de los muñecos de peluche, del zumo de naranja, de la sonrisa de su madre, del último metro...

—No me aburría, bonita. No, lo que pasa es que por aquel entonces Nacho ya se había ido a vivir contigo, y no me parecía buena idea llamarte tan a menudo...

En el andén de Goya se ven mujeres con zapatos de tacón, medias de seda, bolsas llenas de moda, caprichos caros, Chanel Nº 5, vestidos livianos que flotan sobre las rejillas de ventilación.

—La verdad es que, antes de que Nacho se viniese, yo estaba volcada en el proyecto... Creo que se sintió un poco celoso y quiso estar más cerca de mí.

... De las barbacoas en la sierra, entre los pinos, de la manta de cuadros rojos, de las botellas de calimocho, de risas, de briznas de hierba seca, de cuerpos empapados bajo la lluvia, del calor del fuego, de la oscuridad de la noche...

—¿Qué ha sido de vosotros desde entonces? ¿Qué es de vuestra vida?

Entra un grupo de militares de rostros colorados y petates abultados y todos miran a la rubia con tanga negro y pantalón blanco que se apoya en el rincón.

—Nos mudamos a un ático de Clara del Rey... Ahora estamos bien, aunque con su nuevo curro casi no nos vemos... Por cierto, ¿estarás cuidando bien a mi Maika, no?

... De las compras de Navidad, de los regalos para Nacho, para Maika, de los coqueteos ante el espejo, del rojo íntimo de los escaparates, de miles de luces de colores en las calles, de los millones de personas, del carmín en los labios, del perfume de jazmín, de maniquíes sin rostro, de los secretos del probador...

—Bueno... La verdad es que es ella la que me cuida a mí. Ahora casi no salimos... Hace mogollón que no veo a nadie de la peña.

Dos enamorados empalagosos no dejan de besuquearse y una muchacha que dice ser de Bosnia, pide dinero para comer.

—¡ Pues a ver si quedamos, nene! ¡Nos lo pasábamos genial!

... Del «Yoni Gualquer» con hielo, de las noches de pandilla, de labios jugosos besando el cristal, de su aliento cálido en la oreja, del café irlandés, de la cerveza negra y la música celta, de la magia del baile, del largo adiós...

—... Como no quedemos los cuatro..., porque contar con toda la banda va a ser difícil.

En la estación de Retiro se apean varias muchachas chilenas con sus novios. Una niña coreana revolotea a su alrededor intentando venderles una rosa y no ve a los «cabezas rapadas» que la esperan, ni tampoco a la pareja de seguratas que se sube al tren.

—Por mí, como si estamos solos. Si nadie más se apunta... Otras veces nos hemos bastado,... ¿no?

… Del roce de su cuerpo al caminar junto a mí, de los bocatas de calamares en la Plaza Mayor, de la tortilla y sangría en las cuevas de la Cava Baja, de los minis de Bilbao, de la Leche de pantera en Moncloa...

—¿Sabes una cosa, Cris? Te he echado de menos mogollón de veces.

Dos niñas con falda escocesa y «piercing» en la lengua juguetean con sus móviles, un chaval muy delgado, con bolsa de libros, camiseta de redecilla, visera del revés, aro en la oreja, cigarrillo en la otra y tatuaje en el brazo, las mira embobado, con la misma mirada con que un cachas de gimnasio observa su reflejo en el espejo negro de la ventanilla.

—¡Pobrecito! Menuda paciencia tenías..., te tragabas todos mis problemas.

... Del Agua de Valencia en Huertas, del último tequila bajo el viaducto, de añoranzas, historias, risas, deseos, de un frío banco de piedra frente al palacio, del Camel sin filtro, de las palabras, del silencio...

—Sí, y nos pegábamos cada charla, que todos creían que estábamos enrollados. Algunas veces hasta nos dejaban solos disimuladamente... Lo cierto es que contigo tenía incluso más confianza que con Maika.

Los andenes de Sol están atestados de gente pero eso no parece importar al anciano que revuelve en una de las papeleras, con varias capas de ropa mugrienta, con olor a sudor, a orines, con varias bolsas repletas de nada, con sed de algunas horas, con hambre de algunos días, con barba y pelo de varias semanas, con desesperanza de muchos años.

—A mí me pasaba lo mismo. Creo que tú sabías más cosas de mi vida que mi chico... Bueno, salvando las diferencias, claro... Creo que, en algunos aspectos, tú me conocías bastante mejor.

... Del ático de Preciados, de las partidas de billar, de las fiestas de la facultad, los equívocos, los celos, la pasión, el sentido de la verdad; de los vaqueros ajustados, de los garitos de Malasaña, de las buenas noches, de los malos días...

—Que conste que yo siempre te dejé bien claro que lo único que buscaba en una mujer era sexo y risas.

Parada tras parada, los vagones del metro escupen su carga humana una vez machacada, para volver a llenarse de nuevo. Algunas carteras han cambiado de bolsillo, algunas carnes han tenido dosis extra de masaje.

—Ya lo sé colega, pero de todas formas yo confiaba mucho en ti... Parecía que supieras lo que estaba pensando en cada momento..., y siempre me sorprendías.

... De los libros viejos en la Cuesta Moyano, de los bancos del Prado, de domingos melancólicos y charlas interminables, de tardes frondosas, húmedas, en el Retiro, de lágrimas contenidas, de algún beso robado y de treinta monedas de plata...

—Pues curiosamente, nuestra pareja sigue siendo la misma, en cambio, nosotros hemos dejado de vernos...

Un muchacho desaliñado reparte papelitos fluorescentes mientras un hombre canoso emite notas de música clásica con su clarinete. Un grupo de mujeres de distintas edades parlotean y se ríen con gran algarabía y una de ellas, la abanderada, enarbola un tanga masculino mientras se contonea sensualmente.

—No te pongas melancólico, corazón. Tú mismo decías a menudo que la amistad, como cualquier otro sentimiento, eran momentos en la vida, y que sólo la costumbre tenía verdadera fuerza... A lo mejor estamos ante un nuevo momento. ¿No crees en el destino?

... De aguas gélidas y apuestas arriesgadas, del último fin de semana, de la escasa intimidad de unos arbustos, de la piel desnuda y la ropa colgada, de sueños culpables y anhelos insondables, de una envidia inconmensurable...

—Azar o destino, ¿qué mas da? La vida no pasa dos veces por el mismo sitio... Sin embargo, si cambias de línea, puedes volver a pasar muy cerca... ¿Quién sabe?

En Quevedo entra un hombre con una silla de madera, la apoya en el suelo y se sienta sobre ella, sin que nadie se sorprenda por ello.

—Nunca cambiarás... Sigues con tus filosofías. Cuando te ponías así, me daba la impresión de que estabas en la luna, y que era muy difícil alcanzarte.

... De un largo verano, de un bar de carretera en la Nacional VI, de la carta de un amigo, de un trago amargo, de la lluvia en los cristales, de ángeles y estrellas...

—Tienes razón, pero ya sabes que en mi luna siempre había un hueco para ti, reina mora.

Un negro angoleño con gafas de sol amenaza con introducir en nuestra parte del vagón una enorme bolsa de viaje que casi no cabe por la puerta. También entra un cojo con muletas, pero ninguna de las personas que están sentadas parecen percatarse de su presencia.

—¡Qué booonito! Por cierto, ¿sigues escribiendo?

... De los días sin sol, de las noches sin luna, de una escarapela roja en la capa de la tuna, del deseo, de la amistad, de la forzada lealtad, del fracaso, del olvido, del pecado redimido...

—Ya casi no tengo tiempo...

En un banco de piedra de Noviciado, un hombre invisible se mete un «chute» de «caballo» mientras todo el mundo pasa a su lado, e incluso se sientan junto a él a esperar el próximo metro.

—¡Pues búscalo!...Y espero que vuelvas a pasar cerca de mí, como dices tú... ¡Un beso, nene!... Toma... ¡ Guárdala bien! Y... ¡llámame!, ¿vale?

Un beso fugaz en la mejilla, unos dedos que acarician mi nuca, el aliento de más de mil recuerdos, la nostalgia de una vida nunca vivida... y un número de teléfono en el bolsillo de mi camisa.

—¡Nos vemos entonces, Cris! ¡Recuerdos a Nacho!

La observo hasta que desaparece entre la gente, como una gota de lluvia que se funde de nuevo con el mar. No vuelve la cabeza ni una sola vez. Nunca lo hizo.

Saco su tarjeta del bolsillo. «Cristina Rubio. Publicista. Clara del Rey, 78, ático C. 686158939». En el reverso no hay nada escrito. ¿Por qué había de haberlo? —me pregunto—, y la dejo caer en la papelera más cercana.

En la estación término de Cuatro Caminos los pasillos de azulejos multicolores son ríos de gente que confluyen, que descienden en cascadas por las escaleras mecánicas, que sortean los escollos de los vendedores ambulantes, los músicos en paro y los mendigos. Arriba, en el mundo de la superficie cada viajero vuelve a su destino. Millones de vidas que se cruzan todos los días sin tocarse.

 
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martes, 5 de enero de 2016

Todo queda en casa

 
Luna llena, gélida, como el suelo de piedra bajo tus pies, enfriado el calor de antiguos esplendores. Tu aliento empaña el cristal y se evapora lentamente a la cálida luz de las velas, descubriendo el reflejo de tu rostro contraído.

Allá abajo, junto a la torre oeste, machacando la grava del sendero que rodea el patio principal, dos caballos de color siena rompen la noche tirando de un carruaje verde ocre con un inconfundible escudo dorado en la portezuela; el mismo que, finamente bordado, adorna tu ropa de seda. En la aterciopelada penumbra del interior, unos ojos esmeralda huyen de la maldición.

Una rabia contenida inunda tu ser como una marea, que retrocede siempre antes de alcanzar su clímax. La indignación que crece en la impotencia tensa los músculos de tu brazo y libera su fuerza con ira. El bronce pulido del candelabro se estrella contra el muro y tu silueta se dibuja en el lienzo nacarado del ventanal. Con asfixiante angustia te arrojas contra la recia puerta de madera. La violencia del choque parece mover tus huesos dentro de la carne, pero sólo produce un eco sordo en la profunda soledad de piedra.

Un dolor conocido se abre paso en tus entrañas, amenazando con resquebrajar tus venas, que parecen escupir su sangre fuera de ti; te pica todo el cuerpo, como si miles de minúsculos insectos horadasen tu piel. Te coges el cuello del camisón con dedos rígidos y lo rasgas con desesperación. Desnudo, te revuelcas en la frialdad de las losas, intentando aliviar el escozor que te corroe.

Tus uñas crecen por segundos, negras y duras como el granito, y un vello denso y lanoso cubre tus genitales, tu pecho, tus miembros, tu nuca, tus axilas. El tormento alcanza el limbo de lo insoportable y un grito inhumano escapa de tu garganta mientras tus huesos se deforman imperceptiblemente, encorvándose, endureciéndose, estirándose bajo tu nueva piel.

De repente, con un infinito alivio, sientes que el dolor retrocede, pero tu cuerpo ya no es el mismo; ni tu mente tampoco. El sufrimiento, el amor, la compasión, ya no existen. Ahora, en tus ojos enrojecidos sólo brilla el terror, la rabia, la desesperación.

Con un ímpetu desconocido y sorprendente, tu cuerpo se lanza hacia delante y atraviesa el hueco de la ventana, haciendo estallar su transparencia en una refulgente nube de cristal destrozado que acompaña lentamente tu caída.

El frío aire nocturno parece despertar tus nuevos sentidos y, nada más tocar el suelo, llega claramente a tus oídos el lejano crujir de las ruedas y el suave golpeteo de los cascos. Tu olfato aún percibe retazos del acre sudor de las bestias y entre ellos, una pizca del delicioso aroma que embriaga tu memoria. Corres velozmente, viendo cómo los esqueletos de los árboles, endurecidos por la luna, se deslizan a tu alrededor sin osar tocarte, vertiginosamente. Un salto magistral y estás encima del carruaje que persigues. Los caballos se espantan y relinchan, los ojos del cochero se clavan en tus afilados colmillos, la madera salta despedazada bajo tus zarpas. Arrancas los goznes. En el marco de la portezuela contraria, una horrorizada figura se enreda en la aparatosidad de su propio vestido turquesa.

La excitación te inunda cuando estás sobre ella, las fauces abiertas, goteando espuma en su rostro. Rasgas su ropa, te detienes un segundo a contemplar su piel rosada tiñéndose de rojo, antes de probar el tierno manjar que te ofrece su pecho y... de repente, otra vez el dolor, punzante, intenso, diferente, con olor a pólvora, con sabor a plata vieja. Te vuelves instintivamente y ves una sombra tras de ti, empuñando el cañón, aún humeante, que brilla con luna de muerte. En la grupa de su caballo, grabado a fuego, ese mismo escudo maldito.
 
¿Por qué tu propio hermano?

Dos siluetas se abrazan al cobijo de la niebla.

«Por lo menos, todo queda en casa», piensas irónicamente, y dejas que la húmeda fragancia de la hierba otoñal empape tu piel desnuda.
 
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