martes, 22 de diciembre de 2015

Porque es Nochevieja


—Si no vais a molestaros en coger el teléfono, por lo menos podíais dejar de darle la paliza al abuelo y recoger todo esto, digo yo. No sé para que les traes nada antes de Reyes, Alfredo.
«Sí, dígame...
«…
«¡Papá! ¿Cuándo piensas venir a cenar? Sabes que desde la residencia hasta aquí tienes hora y media larga...
«…
«¿Ehhh? —¡Carlos!, baja la tele. Y tráeme un cigarro—. ¿Cómo que no puedes venir? ¿Vuelves a estar con lo del estómago? Hace una semana que no llamas, y anteayer te llamó María y le dijeron que habías salido a comprar tus dichosas pinturas...
«…
«¿Un billete? ¿Para quién?...
« ...
«Espera, espera,... no entiendo... Vamos a ver… ¿Por qué me haces esto, papá? No me importa que te vayas unos días en verano a esa vieja casa, aunque me preocupa que estés allí solo, sin teléfono, y mira que te he dicho veces que si quieres te regalo un móvil, pero otra cosa es que te den esas neuras por dejar a tu familia y largarte, así por las buenas y sin consultar. Total, ¿qué tienes allí que no sean esos cuadros que no quieres vender y esos recuerdos… que sólo te traen amargura?...
«…
«Ya papá, yo también la echo de menos, pero han pasado casi dos años, y hay que volver a la vida real...
«…
«¿Cómo que a qué vida real?...
«…
«¿Qué quieres decir con eso?... —¡Vosotros, me tenéis harto! Venga, a la cocina con las mujeres. Id contando las uvas—. ¿Es que hasta ahora no has vivido tu propia vida? ¿Cuál has vivido? ¿la nuestra?...
«…
«Pues a mí, eso de buscar la vida de la que hablas me parece una forma de huir y dejar en la estacada a la gente que te quiere, encerrándote en tu propio pasado...
«…
«¿Cómo que el billete no es para Luarca?... ¿Entonces a dónde...? —¡Bajar esa televisión de una santa vez, hombre! —... Espera... —No Alfredo, no es nada. Es tu consuegro, que ahora la da por la aventura—.
«…
«¡Vamos papá!, Eso está muy lejos y tú nunca has hecho otro viaje que no haya sido de aquí al pueblo… Además, no has visto un avión en tu vida…
«…
«Sí, ya sé que siempre hay una primera vez para todo, pero hay cosas para las que ya llegas tarde…
«…
«¡Pues tarde papá!, que ya no tienes edad. Ahora donde tienes que estar es con los tuyos… Te hemos buscado una residencia de lo mejor, con todos los cuidados y la libertad de un hotel, estás como Dios, y ya sabes que puedes venir a casa cuando quieras, a Úrsula no le molesta, te lo he dicho cientos de veces, que es ese carácter que tiene que parece que siempre te está recriminando algo, pero sabes que es muy puntillosa y necesita que todo esté como a ella le gusta. Y los chicos…
«…
«Vamos a ver…, entiendo que estés molesto por la discusión de Nochebuena…
«…
«Bueno, pues si no es por eso supongo que no pasa nada porque esperes un poco, ¿no? Ven esta noche a cenar y luego charlamos tranquilamente, como solíamos hacer, ¿vale?...
«…
«Puedo intentarlo, ¿no? Al fin y al cabo, creo que te conozco bastante bien...
«…
«¡Joder, papá, te juro que no te entiendo!... ¿Qué crees que vas a encontrar a tus setenta y cinco años?...
«…
«Ya… Por lo menos dime por qué precisamente esta noche...

 
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lunes, 7 de diciembre de 2015

Confidencias II


Desde tiempos inmemoriales, las crónicas del reino venían hablando de seres monstruosos, que aparecían especialmente en épocas de carestía, cubiertos de escamas por todo su cuerpo, con inmensas alas de murciélago que los desplazaban por el cielo mientras escupían su fuego asolando tierras y aldeas. Sin embargo, bien es cierto que nadie vivo presenció jamás uno de esos ataques ni se tuvo noticia de su aparición en región alguna.

Hasta el día de mi nacimiento.

Aquella brumosa noche de octubre todo el mundo vio la inconfundible silueta recortándose contra la luna, sobrevolando la cima de la Montaña Negra. Todo el mundo escuchó el terrible bramido que sacudió los montes y heló la sangre en las venas. Aquella noche también nació el augurio que unió mi destino al de la temible bestia y cuyo vaticinio era que, con la misma luna, veinticinco años después, daría con mi espada fin a su leyenda.

 
A lo largo de mi juventud me había acostumbrado, al igual que el resto de los habitantes del reino, a la esporádica presencia del dragón que, como si de una infernal ave de rapiña se tratase, mataba cabras y vacas, quemaba cosechas o aterrorizaba a los aldeanos, de modo que vivir con ese temor era algo que había pasado a formar parte de nuestra cotidianeidad. Por eso, el día que me dispuse a contraer matrimonio con la dama que, desde hacía ya tiempo hechizaba mi corazón, no caí en la cuenta de que falta tan sólo una luna para las trescientas predichas por el augur.

Por esa misma razón tampoco podía imaginar lo que iba a ocurrir el día que debería haber sido el más feliz de mi vida, cuando la bestia maldita, con gran estrépito y llamaradas, irrumpió en el castillo sembrando el caos. Nada pudimos hacer más que escondernos tras los gruesos muros y esperar a que su furia remitiese y se fuera por donde había venido. Pero fue entonces cuando descubrimos su verdadero objetivo, pues un enorme hueco, abierto con su cola en el lienzo de la torre, le había permitido llevarse a mi amada.


Aquella fue la última provocación, el comienzo de la guerra sin cuartel. De todo el reino fueron llamados los más aguerridos soldados, caballerizas y armería fueron puestas sobre aviso y, en menos de una semana habíamos reunido el mejor grupo armado que se podía conseguir. Sin más dilación, nos pusimos en marcha siguiendo las huellas que el paso del monstruo había dejado en los terrenos pantanosos que rodeaban nuestras tierras.

Sabíamos que la empresa no iba a ser nada fácil. Durante los cinco días que duró la travesía, las miasmas de los pantanos se cobraron varias víctimas entre los nuestros y, cuando llegamos a las estribaciones de la Montaña Negra, la sombra del desánimo, el desaliento y la duda pesaban mucho más que nuestras propias armaduras. 

Sin embargo, sería el ascenso lo más duro. La infernal criatura no sólo contaba con sus propios y poderosos recursos sino que además había creado, de alguna forma inexplicable para nuestro entendimiento, un complejo sistema de trampas y pruebas alrededor de su ya por naturaleza inexpugnable refugio. Durante un año entero todos los caballeros pusieron su empeño en superar aquel mortal laberinto, pero de nada sirvió tanto arrojo y perseverancia, pues uno a uno fueron cayendo, a pesar de las grandes promesas que mi padre hizo a quien lograse el objetivo.

No era yo, tan sólo adiestrado en justas y torneos, sin el acicate añadido por más de las gloriosas prebendas, el que mejor podía sobrevivir, pero quizás por la fuerza que me daba el profundo amor a mi dueña o por el capricho de un destino que, lejos de mi voluntad, ya estaba marcado, había llegado hasta allí, para enfrentarme solo a la bestia

Cien veces me acerqué a la muerte sin tocarla, hasta que llegué a conocer palmo a palmo aquella maldita montaña, cada una de las trampas y su paso franco, todas las pruebas y la forma de superarlas. Hasta que al fin, cuando ya mi armadura no era otra cosa que una escoria herrumbrosa y mis huesos bailaban en su interior, desposeídos de la carne que otrora daba lustre a un cuerpo envidiable, hallé la forma de superar el último obstáculo y presentar mi espada ante las fauces del dragón.

La lucha comenzó en notoria desigualdad, pero a medida que se desarrollaba, como si aquella extraña magia que me asistía no quisiera abandonarme en el último lance, las fuerzas de la bestia iban mermando, mientras que las mías recuperaban el terreno perdido y lograban, cuando la criatura se disponía a lanzar un último y desesperado ataque, asestar un mandoble mortal.

Entonces ocurrió algo inexplicable y que no pude por menos que atribuir al hechizo protector. Un coro de luces rojas y amarillas comenzó a girar vertiginosamente a mi alrededor mientras el cuerpo del dragón se desvanecía ante mi vista, para terminar en un estallido de miles de haces luminosos. Las fuerzas me abandonaron por completo, como si aquella hubiese sido la señal para que la magia también desapareciese, y mi cuerpo se desmadejó en el suelo de piedra. Sentía un intenso dolor en la mano derecha.

La oscuridad se adueñó de mi mente y lo último que vi, al resplandor de los postreros destellos, fue el rostro decrépito y suplicante de mi amada acurrucada en un rincón de la cueva. Después, el mundo desapareció.



Cuando desperté me hallaba en un lugar extraño, excesivamente iluminado. Estaba tumbado, cubierto por un tejido azul y rodeado de curiosos artilugios, luces, cables conectados a mi cuerpo y a unas botellas. A mi lado, un hombre y una mujer de aspecto no menos estrambótico, me acariciaban el antebrazo sonriendo mientras hablaban entre ellos.

Tuvieron que pasar varias semanas hasta que por fin comprendí todo.

Según me contaron, pasaba prácticamente las veinticuatro horas del día pegado a la pantalla de mi ordenador, completamente obsesionado con cierto videojuego de rol MMO de caballeros y dragones. Había descuidado mi higiene, estudios, vida social y a mi familia hasta puntos extremos. Mi cuarto era un cuchitril repleto de ropa extendida, novelas gráficas, restos de comida, vasos de cartón. Había dejado de ir a clase, no tenía amigos ni más relaciones que las que mantenía virtualmente con mis compañeros de juego. Había perdido mucho peso, se me caía el pelo, mi piel era blanquecina y mis ojos hundidos. Padecía de anemia y avitaminosis. Psicólogos y terapeutas barajaban una profunda depresión, trastornos de conducta, adicción a las nuevas tecnologías o incluso una incipiente anorexia.

Pero todo se precipitó el día de mi cumpleaños. Esa noche de octubre llevaba más de de doce horas frente a la pantalla, a punto de completar el juego, cuando un dolor intenso en los tendones de la mano derecha me hizo soltar el ratón. Quise levantarme de la silla pero entonces, una niebla oscura amortajó mi cerebro. Trastabillé, caí y lo siguiente que recuerdo es la cama del hospital. Según dijeron, una hipoglucemia, causada por exceso de horas sin ingerir alimento alguno, había desembocado en la pérdida de conocimiento.

Ahora, dos años después, mientras releo el Quijote a la sombra de un tilo, en los jardines del centro terapéutico, observo mi nueva vida, recuerdo mi pasado, y sé que el augur tenía razón: aquél era el último dragón… y yo el último caballero.
 
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