lunes, 27 de marzo de 2017

Lily Mod 8. Ashio Dozan

 
Del apeadero partía un túnel que, cruzando las vías, tomaba la dirección del complejo. Yusuri, Ebisu y Lily se internaron en la oscuridad, mientras que Hisoka continuó por el exterior. Una llovizna persistente oscurecía el día, lo que ayudaba al ingeniero a mantenerse al resguardo de miradas indiscretas según avanzaba por las calles desiertas, como un fantasma encapuchado, entre vehículos oxidados y enseres de todo tipo arrojados desde las ventanas, ahora cubiertos por una densa maleza que daba al lugar un aspecto postapocalíptico.
 
Ashio Dozan era una de las muchas ciudades abandonadas en Japón, ya fueran antiguos yacimientos minerales agotados en el siglo XX, como era el caso, o modernas urbes creadas a la sombra de grandes centrales nucleares de fisión que, debido a su peligrosidad y al avance de la fusión nuclear, en cuyo desarrollo el archipiélago nipón era pionero, fueron siendo desmanteladas a lo largo del siglo siguiente. Algunas de ellas incluso tuvieron que morir en medio de intensos conflictos sociales subyacentes, como los que ocurrieron en aquella población, en la que sus habitantes quemaron los viejos automóviles de combustión interna, destruyeron el mobiliario urbano o llenaron las calles de basura, dejando a su marcha un paisaje que, durante decenios, se convertiría en la triste imagen de un Japón sumido en la peor de sus crisis internas.
 
Al cabo de escasos minutos, Hisoka había localizado una estructura desde la que tenía una visual perfecta de la entrada al centro tecnológico. Se encaramó a la plataforma más elevada y extrajo sus herramientas de la bolsa, una tableta digital, un nanodrone de alta tecnología y una estación emisora multicanal. Las gotas de agua que resbalaban por su cobertor caían en la pantalla iluminada, distorsionando los caracteres que comenzaban a aparecer en rápida sucesión. Con movimientos calculados al segundo, tecleó y activó el nanodrone, que inmediatamente se elevó camuflándose en la bruma y, acto seguido estableció unas coordenadas en el software.
 
Sono henkan, el transformador, sabía que los empleados de la compañía eran remitidos desde los puestos avanzados de control, en sus correspondientes turnos laborales, mediante lanzaderas. Igual que cualquier visita que hubiese obtenido acreditación. El acceso subterráneo era usado en muy contadas ocasiones y siempre bajo una estricta vigilancia. Su misión consistía, por tanto, en enmascarar la señal térmica y biométrica que emitían los tres intrusos, así como inhibir el campo protector, de forma que ellos pudiesen colarse en el complejo sin ser detectados.
 
A una señal de Hisoka a través de los auriculares ocultos, los «topos» se lanzaron a través del corredor en penumbra, fijos los ojos en la grisácea luz del fondo, tratando de seguir una línea recta que les permitiese evitar los posibles obstáculos, antes de que el sistema de seguridad pudiese reiniciarse y su presencia ser descubierta en cuestión de segundos.
 
Una vez dentro de la cúpula energética, estarían solos. El ingeniero únicamente controlaría el entorno exterior y el momento de salida.
 
Hisoka, desde su posición, consultó el cronógrafo del monitor en el mismo instante en que hacía su entrada en el hangar la lanzadera del último turno, y observó el movimiento, casi imperceptible, de tres sombras que se mezclaban con los empleados que, con marcial disposición, componían filas ante los controles de entrada.
 
Con sus células de identidad falsificadas, Yusuri y sus compañeros no tuvieron dificultad en atravesar los arcos de identificación. Una vez dentro, con paso seguro, se dirigieron cada uno a su objetivo. Ebisu y Lily continuaron por la galería central mientras, el que fuera técnico en sistemas de vigilancia, se desviaba hacia una puerta lateral, aledaña a la zona de recepción.
 
—¡Buenos días, compañeros! ¿Dónde está la matrix que no responde?... ¿Qué código reporta?
 
Los tres empleados de seguridad se miraron perplejos ante la decidida entrada del técnico . Uno de ellos tomó la tarjeta de identificación que le mostraba y frunció el ceño.
 
—No tenemos ningún reporte—dijo—. ¿Quién os ha pasado el aviso?
 
—¡Y yo que sé, colega!—contestó Yusuri con fastidio— ¿Sabe la mano lo que hace el pie? Comprobadlo vosotros, que para eso os pagan… Y de paso, que os digan la fecha de la última revisión.
 
Mientras uno de los empleados hacía las comprobaciones, Yusuri apoyaba la barbilla en sus manos enlazadas sobre el mostrador y movía sus ojillos de rata entre los múltiples monitores, que emitían imágenes en tres dimensiones de las distintas dependencias del centro.
 
—Vale, parece ser que ha sido desde el nivel tres…—dijo al fin el operador—pero no sé por qué no tenemos el comunicado…
 
—No problemo, baby… —zanjó Yusuri, dirigiéndose a la sala contigua mientras levantaba el pulgar de la mano izquierda—Abridme el código de la matrix que no va. De paso, os voy a dejar hecha la revisión… Ah, y me vais rellenando el formulario de incidencia.
 
Satisfecho de su actuación, el voyeur de Odaiba se introdujo entre las máquinas, oculto a la vista de los empleados, y desplegó su parafernalia, en la que únicamente un pequeño dispositivo iba a cumplir la función para la que había sido diseñado y que era, colarse en la intranet, abrir un poro en la membrana virtual e introducir un troyano capaz de franquearle el paso al sistema de monitorización y accesos. Entonces podría guiar a los dos panolis a través del complejo.
 
—Estoy dentro, compadre… ¿Dime qué tengo que buscar?—escuchó Ebisu a través del minúsculo auricular—.
 
—Busca un sector con unos cinco grados menos de temperatura… Ahí es donde deben estar los servidores centrales—susurró el hacker al cuello de su camisa—.
 
—No veo nada que llame la atención…
 
—No esperes encontrarlo en este nivel, mira más abajo…
 
Yusuri cambió la visual de su monitor y la redujo hasta obtener un croquis tridimensional de todo el complejo. En la pantalla apareció una estructura con forma de paraguas invertido. En uno de los extremos de la sombrilla, un azul eléctrico se distinguía claramente de los rojo y ocre del resto, a través del filtro térmico.
 
—¡Joooder!... Tienes razón, aquí está. Tendréis que buscar un descensor, bajar al treinta y luego moveros en dirección norte.
 
Yusuri guió a la pareja en su periplo, por compuertas y pasillos, facilitándoles en cada caso las claves y patrones necesarios para continuar. Ellos se movieron con decisión para evitar sospechas o preguntas inconvenientes, cruzándose en varias ocasiones con empleados que los miraban asépticamente, hasta llegar a la profundidad del «paraguas» y el núcleo buscado. Sin embargo, una vez allí, les quedaba una dificultad que superar. No todos los terminales tendrían acceso a la información clave, y ahí es donde entraba en juego la habilidad del hacker.
 
Ebisu buscó un despacho vacío de cierta entidad pero discreto. Dado que todos los mamparos de separación eran transparentes, no tenía sentido cerrar la puerta, así que ambos adoptaron una postura suelta y relajada, como si no estuviesen haciendo más que ciertas comprobaciones rutinarias. Mientras él ocupaba la silla frente al monitor táctil, Lily cruzaba las piernas apoyada en el borde de la mesa y ojeaba su smartphone distraída.
 
Al cabo de un rato, cuando ya sentía que su camisa se le pegaba al cuerpo a pesar de los dieciséis grados de temperatura ambiental, Ebisu anunció que había conseguido el control del terminal adecuado y que los archivos se estaban transfiriendo. Cuando hubo terminado la descarga, fue Lily la que ocupó el puesto frente al monitor y, totalmente concentrada, como si de un ritual atávico se tratase, aplicó las yemas de sus dedos a la pantalla… Millones de datos, en texto e imagen, aparecían y desaparecían a la velocidad de la luz, y reflejos multicolores chispeaban en sus pupilas, de un negro infinito…
 
—¡Chaval, date prisa!—escuchó Ebisu en su auricular—Hisoka dice que…
 
—Oye colega… ¿Te falta mucho?—interrumpió uno de los empleados de seguridad—Tenemos un «código tres» y hemos de reiniciar…
 
—Dame unos minutos, amigo… Estoy testeando…
 
—Yusuri… ¿Todo bien?—susurró Ebisu desde su posición
 
—¡Negativo!—continuó el técnico en cuanto el empleado le dio la espalda—Algo va mal… El sistema se rearmará en quince minutos. Cualquier patrón biométrico que no esté en sus registros parecerá una chicharra roja en todos los escáneres… No podré sacaros de ahí.
 
—¡Lily, salva lo que tengas… No podemos quedarnos!—exclamó el hacker, elevando el tono—.
 
Pero la Call-Girl ni siquiera se inmutó, aparentemente ajena a todo lo que no fuera el vínculo a través del cual, como si de un cordón umbilical se tratase, succionaba el flujo vital de información que quizá le permitiese comprenderse a sí misma.
 
—¡Yo me largo!—anunció la voz crispada de Hisoka—¡Esto es una ratonera!...
 
—¡No me jodas doctor!—protestó Yusuri—¡Si me cogen, tú vas en el paquete!... Voy a salir, así que, activa el drone
«¡Chaval, te quedas solo!... Sal como puedas… o devuélveles el juguete a tus amigos…
 
Ebisu sintió que el pánico aflojaba todos sus músculos cuando habló al auricular.
 
—¿Pero qué dices?... Tenemos los datos. ¡Sácanos de aquí!... Sabes que esto es algo único, que puede cambiar nuestra vida—El hacker intentaba, desesperadamente, echar mano de los argumentos que les habían llevado hasta allí.
 
Yusuri, por su parte, trataba de reprimir el recuerdo palpitante de ciertos momentos que, de repente, se le antojaban muy lejanos.
 
—Tienes razón… Podría cambiar nuestra vida…, de conservarla… Pero me da que perdimos la opción…
 
La voz de Yusuri fue sustituida por un monótono siseo. Ebisu miró a Lily, que seguía hipnotizada por la cascada de datos y, una intensa sensación de irrealidad se apoderó de él, haciéndole sudar copiosamente y respirar con dificultad. Como si estuviese ante un ser de otra dimensión, acercó su mano al hombro de Lily. En cuanto ella notó el contacto, giró su rostro hacia él. Sus ojos tenían un color que nunca antes había visto. De repente, el monitor que tocaba se fundió en negro de un chispazo y la Call-Girl, con un pestañeo que pareció mover el aire que había entre los dos, volvió de donde quiera que hubiese estado.
 
Ebisu no tuvo tiempo de prevenirla, porque un estrépito de voces metálicas irrumpió dando órdenes, e inmensas tenazas cibernéticas se aferraron a sus extremidades.
 
—¡Llevaos la 361…!—logró escuchar, antes de que una intensa descarga eléctrica en su columna vertebral le hiciese alcanzar un nuevo umbral de dolor que, por suerte, terminó en la inconsciencia.

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lunes, 13 de marzo de 2017

Nanny Dog


Lug adoraba a los críos. Y ellos a él. Paula, Jorge, Carlitos. Eran sus cachorros. Allí donde estaban ellos, Lug montaba guardia permanente. En una ocasión, Carlitos se despistó y desapareció en un centro comercial. Los de Seguridad accedieron a dejar que Lug lo buscara y tardó cinco minutos en encontrarlo acurrucado bajo el árbol de Navidad en una tienda de juguetes, como uno más de los regalos de Papá Noel. Lug era capaz de tirar de un trineo con los tres hermanos cargados en él; tal era su fortaleza; y dejar que Carlitos se subiese a su grupa y lo cabalgase, trotando tras la bici de Jorge por el jardín de casa. Pero Paula era su debilidad. Podía pasarse horas tumbado frente a ella, observando con ojos curiosos sus evoluciones mientras jugaba en su cuarto.
 
Si pudiese hablar, habría dicho: «Perro niñera me llaman, y es todo lo que quiero ser»
 
Hasta una noche de noviembre. Llovía a mares. Unas luces se cruzaron de forma inesperada y el coche en el que iba toda la familia se salió de la carretera, dando varias vueltas de campana. Lug quedó atrapado en la trasera, la parte que menos sufrió el impacto, mientras sus ojos veían impotentes cómo sus amos, sus pequeños, gritaban pidiendo un auxilio que, en esta ocasión, no podía prestar.
 
Algún conductor fue alertado por unos desgarradores aullidos y, horas más tarde, la Guardia Civil levantaba el atestado. Decenas de luces multicolores y una oscuridad inmensa, quedaban tras la rejilla del camión de la perrera mientras se alejaba de todo lo que, para Lug, tenía sentido en su vida.
 
Si pudiese hablar, habría preguntado: «¿Dónde están mis pequeños, mi familia?»
 
Lug estuvo dos años encerrado y la incomprensión fue su mayor tortura. Él no sabía lo que era la muerte, pero fueron dos años sin vida. Los días, las semanas, los pasaba echado en el suelo. Lug no tenía conciencia del tiempo. Tan sólo esperaba. Esperaba que algún día, una mano conocida volviese a ponerle la correa y una voz familiar le dijese, «Venga Lug, ve a buscar a los niños, que nos vamos al parque». Tan sólo la espera tenía sentido. Únicamente levantaba un poco las orejas cada vez que alguien entraba en la jaula, aunque su olor ya le decía que no era quien esperaba, mientras su cuerpo iba mermando, mientras su vida se iba apagando.
 
Si pudiese hablar, habría suplicado: «Por favor, llevadme junto a ellos»
 
Un día ocurrió algo distinto. Un hombre que nunca había olido entró en la jaula, se acuclilló junto a él, le acarició detrás de las orejas y le habló al oído. Aquella voz tenía un extraño poder. El poder de sosegarle y a la vez de infundirle una nueva vida. Le llamó por otro nombre y, junto a él, volvió a aceptar su condición, su libertad. Reaparecieron los juegos, las carreras, cada vez más rápidas estas, cada vez más peligrosos aquellos. Tan peligrosos debieron de ser, que un día, mereció el castigo. O no lo mereció, pero ocurrió. Hacía mucho tiempo que Lug había dejado de comprender. Su amo le encadenó y dejó de darle alimento. En total oscuridad. Algunas veces entraba en la celda con algo de comer, pero Lug sólo recibía correazos y su amo se volvía a llevar la escudilla sin que hubiese podido probar bocado. Cada vez que intentaba comunicarse, con lastimeros quejidos, lo único que recibía eran más golpes y una total indiferencia.
 
Si pudiese hablar, habría hecho una sola pregunta: «¿Por qué?»
 
Al borde de la extenuación, cuando el hambre se hizo insoportable, su amo apareció de repente en un halo de luz, con un enorme y jugoso pedazo de carne sanguinolenta, que dejó en el suelo, ante él. Lug lo devoró con avidez, sintiendo el olor de la sangre, el sabor de la carne cruda. Aquello se repitió durante semanas. Períodos de ayuno y premio de carne cruda al cabo de ellos. Lug esperaba con ansiedad el día de la comida. Devoraba literalmente la carne mientras su amo le entrenaba para cosas extrañas. Mordía palos con cuerdas enrolladas, arrastraba pesados trineos cargados de piedras, rasgaba con uñas y dientes un viejo neumático hasta destrozarlo. Y su cuerpo se hizo más robusto, resistente y su aspecto fiero. Entonces, un día, le llevó a otro lugar. Un lugar oscuro, frío. Soltó su collar y le dejó solo. De repente, de la oscuridad salieron horribles bramidos y otro perro se lanzó contra él. Era más pequeño, pero sus colmillos se clavaban en la carne como si fueran cuchillas. Lug quiso defenderse, pero el otro animal atacaba como poseído de una fiereza antinatural. Entonces, algo extraño sucedió. El hombre silbó y el otro perro se lanzó contra él. Le mordía en un brazo en el que tenía algo enrollado. Lug supo lo que tenía que hacer. Atacó con todas sus fuerzas, rasgó, mordió, destrozó… Hasta que su atacante quedó tendido en tierra, desangrándose.
 
Si pudiese hablar, habría declarado: «Tú eres mi amo. Tú me diste otra vida. Por ti la entregaré»
 
A aquella pelea siguieron otras. Al principio fue por defender a su amo. Luego fue por defenderse a sí mismo. Después fue porque cuando no peleaba, no tenía nada. Y necesitaba. Necesitaba carne, sangre, rabia, muerte. Si no era la suya, sería la de otros.
 
Una mañana, en nada diferente a tantas otras, paseaba de la correa, cerca de su amo, cuando una niña se acercó y quiso tocarle la cabeza, acariciarle. Lug, tras el bozal, retrocedió un paso. En su memoria parpadeó el brillo de un recuerdo.
 
Si pudiese hablar le habría dicho: «¡Márchate, no quiero recordar!». Pero el padre de la niña tradujo su ronco gruñido por él.
 
—¡No te acerques, hija! Es un pitbull, un perro asesino.
 
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