El cielo plomizo
que siguió a la oscuridad auguraba la nieve, que comenzó a caer copiosamente,
cubriendo con manto blanco la tupida capa de musgo que se aferraba a las
lápidas de Abney Park. Una figura oculta bajo un oscuro gabán permanecía en
pie, aunque en extraño equilibrio, ante la herrumbrosa cruz de hierro de una
vieja sepultura. El negro metal parecía salir de la tierra en retorcida agonía
para formar sólo dos letras y una fecha entrelazadas en el crucero. Una M, una
W y el año 1840. Único indicio de la posible identidad de un cuerpo que, como
tantos otros en aquel cementerio, fue enterrado con su memoria.
La sombra
permaneció inmóvil durante largo rato, quizás esforzándose por recuperar los
recuerdos del tiempo, cincelados en páginas de piedra, o dejándose cubrir por
el sudario del olvido, que se posaba indiferente sobre lo vivo y sobre lo
inerte. Hasta que, con rítmicos chasquidos de músculos y hueso, comenzó a
caminar pesadamente, alborotando a las bandadas de cuervos a su paso.
A Hammer le
gustaba el invierno. Y es que, con las lluvias del otoño, la pequeña troupe de
la que formaba parte, abandonaba los embarrados caminos del páramo para
instalarse en los arrabales londinenses hasta la llegada de la primavera, reduciendo
así la frecuencia de sus espectáculos. Además, podía deambular entre la gente
sin llamar la atención, sin que su cuerpo deforme, cubierto por holgados
ropajes, causase terror y repugnancia. Entonces, un sentimiento que, aunque muy
alejado de la felicidad, era lo más parecido que él podía llegar a experimentar,
sosegaba su alma torturada y le permitía, simplemente, soportar la existencia.
En el exterior
del muro, protegido por la arboleda, descansaba un viejo carromato pintado de
rojo y verde, en cuyos costados podía leerse, en grandes letras doradas, “Black
John´s Amazing Show”. Sentada en la escalerilla, una anciana de melena
plateada, observaba como se acercaba su protegido mientras llenaba una pipa.
Desde que John
lo trajo, ella había sido la única madre para él. Siempre pensó que, en la
decisión del mago habían influido, tanto la compasión, como una perversa visión
de negocio. Pero nunca sabría cuál de los factores había pesado más. O nunca
quiso saberlo. Los primeros años fueron muy difíciles, pues a la complicada
vida ambulante, se sumaba el cuidado de aquella criatura. Lo más normal es que
hubiese acabado en un bote de formol en Oxford o en el fondo del Támesis, pero
un caprichoso destino, como tantas otras veces, jugó su mano con pericia y le
empujó a sobrevivir. El tiempo pasó, y
su cuerpo se desarrolló conforme a las atrofias y deformidades con las que
había nacido. En las axilas, bajo unos brazos excesivamente robustos, nacía
otro par de miembros, mucho más pequeños y escasamente funcionales. Su cabeza
ahuevada, de ojos saltones y sin pelo, se insertaba en un cuello cuyo diámetro
era dos veces el de su cráneo. Por último, su pierna izquierda, bastante más
débil que la derecha, no era suficiente para sostener el enorme peso de su
cuerpo adolescente y, una persistente cojera, además de los extraños chasquidos
de cadera y rodilla, acompañaban su deambular.
Black John, el
prestidigitador, charlatán, curandero, timador de poca monta, añadió con
aquella criatura, el ingrediente necesario para convertir su deslucido
espectáculo de feria en algo insólito, bestial. En algo que, en cualquiera de
sus manifestaciones, nunca dejaba impasible a quien lo presenciase. Y Black
John sabía muy bien como aderezar las miserias humanas para darles el toque exótico,
espectacular.
La anciana
exhaló una densa bocanada de humo blanco, que se mezcló con los copos de nieve
que llenaban el aire, y mientras la oscura figura renqueante atravesaba la
nívea bruma hasta el carromato, su mente permanecía en el pasado, en todo
aquello que había conocido en su vagar y que ahora le proveía de un profundo
conocimiento del alma humana. Algo que, por otra parte, gracias al soporte del
tarot, la astrología y otras prácticas adivinatorias, le permitía obtener un
mediocre sustento.
Moira detestaba el
invierno. Aparte de que el frío y la humedad aumentaban los achaques propios de
la edad, su vida eran los caminos, el movimiento. Sentirse varada en aquella
pestilente y oscura ciudad, dejaba su ánimo a la altura del suelo. Solían
acampar siempre en el mismo sitio, en las cercanías de Abney Park, una zona poco transitada de las afueras, a la
vista de ángeles y bestias de granito, que asomaban sus cabezas por encima de
los muros y les recordaban su destino. Para las pocas funciones que ofrecían,
bajaban hasta el río, a la zona portuaria, de calles tortuosas e insalubres,
buscando un público de baja extracción social, ávido de milagros y crédulo ante
lo insólito.
Hammer llegó
hasta la escalerilla y se dispuso a subirla. Moira, estirando la mano con la
que sujetaba la pipa, detuvo su movimiento para
hablarle.
- John está
preparando la función de esta tarde… Piensa bajar a Limehouse… Por favor,
Hammer… No te metas en problemas.
Desde dentro le
llamó una voz:
- ¡Hammer!,
¿estás ahí?... Entra. Quiero hablarte de tu número.
El muchacho,
incapaz de articular palabras debido a una de sus malformaciones, emitió un
leve gruñido en dirección a la anciana y entró en el carromato. Si Moira
hubiera visto sus ojos, habría captado una insignificante chispa de vida.
A media mañana
había dejado de nevar, y el grupo había llegado hasta el río. Mientras se
instalaban, Black John dio algunos peniques a un muchacho para que anunciase la
próxima función por las calles y repartiese unas pocas octavillas.
Uno de los
costados del carromato basculaba, hasta colocarse en posición horizontal, y
sujeto por varios soportes, hacía las veces de escenario, quedando el interior
cubierto por un telón púrpura. Las ruedas habían sido bloqueadas y los caballos
amarrados aparte. A la hora prevista de la tarde, el reclamo había cumplido su
cometido, y un nutrido grupo de gente se
congregaba alrededor del improvisado teatro.
Cuando se creó
la suficiente expectación, el mago abrió el telón y, a grandes voces, comenzó a
presentar su espectáculo. La primera parte consistió en una serie de trucos en
los que mezclaba la prestidigitación, las desapariciones y el escapismo, siendo
él y la anciana los protagonistas absolutos. Pero cuando ambos observaron que
el aburrimiento comenzaba a aparecer entre los más escépticos, se prepararon
para el plato fuerte.
Black John
levantó los brazos abiertos en señal de atención y comenzó a declamar:
-¡Damas y
caballeros! Van a presenciar algo insólito… Pero para ello, y ante todo, les
ruego que, aquellos de ustedes que padezcan del corazón o estén acompañados de
niños, se retiren en esta parte del espectáculo…-.
Como era de
suponer, nadie se movió de su sitio.
-Cuando Dios
puebla el mundo de seres humanos y de animales, y los agrupa según su género y
según su especie, puede pensarse que lo hace siguiendo un plan. Un plan lleno
de belleza y armonía… Pero, cuando crea seres como el que a continuación van a
tener la oportunidad única de contemplar,… ¿qué se puede pensar?...-.
El mago fue
alzando la voz poco a poco.
-… Pues puede
pensarse, y no sin razón, que tales engendros
no son obra de Dios, sino de una mente perversa y diabólica, cuyo único
fin es confundir, crear el caos entre los seres humanos… Y estos seres,… son la
prueba fehaciente de la existencia de esa mente retorcida-.
El mago hizo una
pausa intencionada y continuó.
- Pues bien…, damas
y caballeros… Por circunstancias del destino que ni siquiera yo me atrevo a
escrutar, uno de esos seres monstruosos, hijos del caos… Uno de esos basiliscos
al que, por su seguridad…, y me refiero a la de ustedes, les ruego encarecidamente
que no miren a los ojos…, se halla ahora mismo bajo mi control… ¡Para su
asombro, el ser al que llamamos Hammer Face!
Después de una
nueva pausa efectista, se acercó al fondo del escenario y descorrió
ceremoniosamente el telón púrpura. Ante los atónitos ojos de los espectadores,
apareció una figura de más de seis pies de altura, con el torso desnudo y
engrilletada a los dos extremos del carromato. La gente que estaba más cerca
retrocedió, asustada, algunos pasos, pisando y empujando a los que estaban
detrás. Y no era para menos, pues aquélla extraña criatura, con dos de sus
cuatro brazos libres y un enorme cuello de toro acabado en una afilada cabeza
de enormes ojos y dientes aserrados, tensaba sus portentosos músculos hasta la
ruptura, tirando de unas cadenas que no parecían capaces de resistir tal
potencia, y emitía un ronco y espeluznante bramido que helaba la sangre.
Después del
impacto inicial, Black John se extendió en una prolífica descripción de
supuestas atrocidades cometidas por su prisionero, así como del enorme poder
mental que era menester poseer para controlarlo. Por último, cerró el
espectáculo ofreciendo sesiones individuales de tarot o de adivinación con una
de las mejores pitonisas de toda Inglaterra.
Un par de horas
después, Black John gastaba parte de la recaudación en una oscura taberna de
Narrow Road mientras Moira y su protegido se habían encerrado ya en el carromato,
que esa noche permanecería en Limehouse. Hammer esperó a que la anciana
durmiese profundamente y, aunque tenía prohibido salir del cubículo en los
lugares donde actuaban, se escabulló sigilosamente.
Caminó por las
callejas malolientes del puerto, protegido por la bruma, hasta llegar a unas
viejas casas que prácticamente colgaban sobre las aguas de Limehouse Basin, el
pequeño puerto del canal. Habituado a un camino que ya había recorrido más
veces, trepó por la destartalada escalera exterior, hasta una de las balconadas,
y se mimetizó con la sombra de un rincón para observar el interior del
cuartucho, en el que una mujer de mediana edad, a la luz de un candil,
cepillaba su largo cabello ante un espejo ovalado.
Ella nunca le
había visto. Hammer Face sabía que tenía que ser así. Sin embargo, no podía dejar
de acudir a aquel lugar. En el momento en que la vio por primera vez, algo muy
extraño y que no llegaba a comprender, creó nuevas sensaciones en su mente. Era
hermosa. Muy hermosa. Pero no sólo eso. Era como un ángel, custodio de todo
aquello que a él se le había negado. Se apartó un poco al comprobar que su
aliento entrecortado empañaba el cristal de la venta, y entonces vio entrar a
Black John por la puerta, borracho como de costumbre.
Estaba con él
cuando la conoció, y aunque sabía que, de no ser por eso, nunca la habría
visto, también por ello le odiaba. De no ser por él no estaría vivo, le decía
muchas veces Moira. Pero Hammer no entendía el significado de aquellas
palabras. Su mente no reconocía la voluntad de vivir como algo propio. Si lo
estaba, era únicamente porque su amo así lo quería. Su vida solo tenía sentido
mientras sirviese a la de su creador. Hasta que llegó Molly. Hammer nunca
abandonaba el carromato en los sitios donde había gente, pero en cierta
ocasión, la casualidad quiso que los viese juntos. Desde entonces creció en él
una frustrante curiosidad. No por el mundo exterior, sino por aquel ser único
que parecía reflejar el sol que nunca veía. Y una vez se escapó para seguir a
su amo. Y después se escapó muchas veces más. Cada vez que la troupe terminaba
en Limehouse.
Y su vida
cambió. Y volvió a cambiar la primera vez que vio a Black John pegar a Molly.
Entonces supo lo que era el dolor. Entonces supo lo que era el odio.
Moira despertó
sobresaltada en el carromato, y su mirada se dirigió a todas partes en la
oscuridad. En un acto reflejo tanteó a su lado y el vacío inesperado le hizo
incorporarse repentinamente. Hammer no estaba en su hueco. No era la primera
vez que se iba, pero en esta ocasión Moira tuvo un extraño presentimiento. Sin
pensarlo dos veces, se cubrió con el mismo mantón con que dormía y se encaminó
bajo la nieve hacia la casa de la prostituta.
Hammer apretaba
con fuerza sus cuatro puños y contenía la rabia instintiva que pugnaba por
salir mientras presenciaba la escena del dormitorio. Black John y la mujer
habían empezado a discutir por algo, como era habitual.
A veces, las
menos, se desnudaban en silencio y, casi sin mirarse, se acostaban bajo las
mantas. Otras veces, la mayor parte, discutían y él le pegaba puñetazos y
patadas, hasta que ella terminaba inconsciente sobre la misma cama. Pero esa
noche fue peor. Black John estaba aún más ebrio, más violento que de costumbre.
La discusión fue inmediata, los golpes brutales, hasta que la sangre salpico el
cristal de la ventana. Entonces, la criatura llamada Hammer, no pudo contener
la rabia. Su cuerpo se lanzó al interior, destrozando la pared y, entre una
lluvia de astillas y cristales, aterrizó sobre su sorprendido amo. Forcejearon.
Molly gritó aterrorizada. Los dos hombres se enzarzaron en una lucha desigual.
Hammer quería echarlo de allí. Black John intentaba entender lo que estaba
pasando mientras paraba los golpes. Al final, los dos salieron despedidos de
nuevo a la balconada y, de allí, rompiendo la barandilla, a las oscuras aguas
del Támesis.
Justo en ese
instante llegaba Moira extenuada. Vio caer los dos cuerpos al vacío, y a Molly
con el rostro desencajado, asomada a lo que quedaba de ventana. Se acercó al
borde del muelle e intentó penetrar en la negrura con la vista.
Hammer seguía
abrazado a su presa mientras descendían. Sus manos apretaron con odio, con
locura, hasta que empezó a faltarle el aire. Entonces cobró conciencia de lo
que estaba haciendo. Pero ya era demasiado tarde. Black John quedó libre de la
tenaza humana, pero la vegetación subacuática se había ido enredando en sus piernas,
formando un lazo mortal. Hammer ascendió mientras el rostro desencajado, presa
del terror, de su amo le miraba fijamente desde el fondo, desvaneciéndose poco
a poco en la oscuridad verdosa. Moira vio salir tan solo la cabeza de Hammer.
- ¿Qué has
hecho, desdichado?...- le increpó con amargura-. No puedes amarla. No como tú
quieres… Ni siquiera desde el silencio… Ella… ¡Ella te llevó en su vientre!…
Pero nunca tuvo intención de criarte. No podía. Ni siquiera llegó a verte. Le
pidió a John que te ahogase en el río nada más nacer…Oh, Hammer, desgraciado…-.
Hammer la miró
incrédulo, intentando resistirse a la angustia que comenzaba a invadir su alma.
Moira continuó:
- John no pudo
hacerlo. Todavía desconozco sus verdaderos motivos, pero te ocultó…Y te crió,
Hammer… Incluso pagó por una falsa sepultura… Dijo que necesitabas un origen,
un sitio donde honrar la memoria de alguien, aunque nunca hubiera existido-.
La mente de
Hammer pasó de la confusión a la comprensión, y Moira escrutó sus ojos, inundados
por la desesperanza más absoluta. Su mirada se perdía en el abismo bajo sus
pies.
-Sí, Hammer…
Black John era tu padre.
Un grito inhumano desgarró la noche.
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