lunes, 15 de diciembre de 2014

Almanaque 1935


Margarita soplaba con fuerza sobre las brasas para avivar el fuego. Su rostro enrojecía por el calor, pero su espalda estaba congelada. Su abuela dormitaba en la penumbra, envuelta en viejas mantas. Más allá de aquella burbuja de vida, la noche fría, oscura, engullía las piedras de la vieja casa, de la aldea abandonada, de las tierras devastadas por la guerra.

Entre las dos habían intentado reparar la pared, destrozada por el último bombardeo, y a ella le dolía todo el cuerpo, pero sonreía, porque sabía que su madre estaría orgullosa. Muchas veces le había contado que, cuando dio a luz, la matrona le pedía que se imaginase a sí misma en un lugar tranquilo, y ella se veía en un inmenso prado cubierto de margaritas. Todo verde, amarillo y blanco. Por eso le puso aquel nombre. Margarita se imaginaba el cielo de la misma manera y a su madre allí, sonriéndole como hacía siempre. El lugar donde podría estar su padre no lo tenía tan claro, pues decían que lo habían fusilado por traidor, y ella sabía que los traidores no iban al cielo. Aunque rezaba todas las noches a la Virgen María, con la esperanza de que algún día le pudiese perdonar.

Margarita removió el contenido del puchero. Los cachelos estaban listos y esa noche, además, había un trozo de pan. La porción de su abuela la ablandó en el caldo de berza.

Cuando le acercaba su plato, la anciana parecía despertar del letargo y, como en una letanía largamente practicada, comenzaba a hablar de los viejos tiempos, de aquellos días en los que la luz del sol maduraba las espigas de trigo y todos sus hijos estaban en casa para la siega. Hablaba quedamente y sin mirar a su nieta, como si no fuese más que un mero gesto mecánico, como el de llevarse la comida a la boca.

Después de la frugal cena, Margarita se arrebujaba en la manta junto a ella, extraía del sayo una sobada revista de historietas y, antes de comenzar a leer, la pegaba a su rostro aspirando el aroma del papel impreso en vivos colores, como si ese olor, tan característico y extraño, pudiese transportarla mágicamente a otro mundo.

"Almanaque 1935", podía leerse en la primera página. La fecha de la última Navidad que Margarita recordaba.

En el locero, donde siempre se colocaba el pequeño Nacimiento de barro, ahora sólo había hollín y cascotes. El fragante chisporrotear de la leña de roble en la cocina, era un crepitar lastimero de ramas secas en el suelo. Como en la burla cruel de un dios despiadado, tan sólo una anciana y una niña, quedaban como testigos de un mundo que parecía no haber existido nunca.

Para Margarita, eran más reales aquellas páginas, con guirnaldas en los márgenes, ramitas de acebo en cada esquina, muñecos de nieve que se derretían de amor al contemplar la luna, pavos "rellenos" que se convertían en invitados a la cena de Nochebuena... Y sobre todo, aquella historieta de la página central. Doce viñetas a todo color. "Aventuras del pirata Rascapalo y Ganapán". El único relato seriado de la revista, que comenzaba con un mínimo resumen del episodio anterior y terminaba con la promesa de un "continuará"

Margarita releía la historieta cada noche. Sus manos acariciaban cada hoja, sus pupilas reflejaban cada línea, sus labios susurraban cada palabra, esbozando una sonrisa. Una sonrisa tierna, fresca, ajena a todo, propia tan sólo de quien puede ver el mundo al revés, de quien puede ver brillar un diamante en la oscuridad, de quien puede ver un principio en un final. Por eso, cuando el cuento llegaba al "continuará", la imaginación de Margarita continuaba, en una nueva historia cada vez, en mil y una noches de aventura. Y cuando el sueño la vencía, su rostro hablaba de calma en la tempestad, de paz en la guerra, de serenidad en la amargura. Su abuela la miraba, y entonces comprendía.

Algunos copos de nieve comenzaban a caer a través de las grietas del tejado. Había muchas cosas que arreglar en aquella casa, y ella era sólo una anciana, quizás la única que no merecía seguir con vida. Pero si había algo por lo que luchar, estaba allí, junto a ella.

Safe Creative #1412152780607

domingo, 30 de noviembre de 2014

Arrebato


            " Rojo sangre, malva cubierto de nubarrones con los bordes encendidos de fuego, azul profundo, festoneado de espuma blanca, denso, angustia, humo negro y olor a pólvora, reflejos dorados de violencia y muerte, galeones fracturados en miles de astillas, cuerpos destrozados y velas desgarradas en un paisaje dantesco, gritos ahogados, brazos aferrados a los restos de gigantes vencidos, tablas de salvación hundidas por la desesperación, estallidos de la "santa bárbara" en un infierno de agua, madera y carne humana, arietes de mar estrellados con furia contra oscuros acantilados, cielo violáceo, inmensa fortaleza desafiante, verde musgo en el gris pétreo, alas negras de infortunio sobre torres almenadas, murallas pavorosas, estremecedores gritos de triunfo en su interior, hilos de lluvia en vertical convergente, multitud hacinada en el patio de armas, balconada de arcos góticos encaramada en la torre del homenaje, la reina Mole, su cortejo, aclamaciones y vítores, choques metálicos de picas y cadenas, cientos de manos alrededor de los prisioneros, olor a humedad, sudores rancios y barro, una joven virgen y su orgulloso prometido, bocado exquisito de la turba borracha de victoria y sedienta de sangre, clamor "in crescendo", tormenta de odio, un brazo erguido en el balcón, silencio pesado, expectante, el rumor de la lluvia, los golpes lejanos de las olas contra las rocas, una señal esperada, atronador aullido de perversión en cientos de gargantas, horror penetrante clavado en el fondo del alma, corazones atenazados, uñas mugrientas como garfios, jirones de ropa rasgada y empapada por la lluvia, carne trémula, pálida, piedra helada en las espaldas desnudas, cielo oculto por rostros grotescos, sólo lluvia y babas ponzoñosas, el reo atado e izado en un travesaño, apaleado, pálpitos de sangre bajo la piel, manos amoratadas, crujido de huesos descoyuntados, frío cortante de acero templado, dolor ardiente de la piel rasgada, intenso, insoportable, infinito, gotas de dolor escarlata en un charco de barro sanguinolento, encuentro de miradas desesperadas, viraje del cielo a gris oscuro, manos violentas, enjambre de sátiros demoníacos, honor cien veces mancillado, chillidos agudos, suplicantes, grietas refulgentes en la atmósfera, lágrimas negras, horribles lamentos en la oscuridad, reflejos en el agua del fuego de las antorchas, aureolas de lluvia contra los muros ciclópeos de la fortaleza, mar de bilis, ausencia de clemencia, tiras de piel, carne abrasada, columnas de humo negro, espeso, grasiento, lluvia, sangre, barro, excrementos, cenizas, vísceras, hedor a muerte, alarido inhumano, inmenso en el patio de armas, en la fortaleza, en el cielo, en el infierno.
 
            Se despierta bañada en sudor, con el eco de su propio grito aún resonando entre las paredes de la habitación, alterada y confusa, entre los límites del sueño y la realidad, se levanta y va hasta el alféizar de la ventana, desde la que se descubre el amanecer de un cielo malva y naranja, que comienza a crear contrastes de luz en el patio de armas, en el que ahora hacen su entrada los soldados que vuelven del combate, con dos prisioneros encadenados, un hombre y una mujer, y mientras el corazón de la reina relaja su latido, una sonrisa siniestra se dibuja en su rostro.

            El ruido de la gente que entra y sale atropelladamente del metro le devuelve a la realidad justo a tiempo de no pasarse de estación, aunque las personas con las que comparte el caluroso vagón le miran como si hubiese estado roncando a pierna suelta, por lo que oculta su rubor subiéndose las gafas de concha, que le resbalan sobre la nariz perlada de sudor, protege su pecho abrazando el viejo portafolios de cuero marrón, vuelve a mirar de soslayo a la acaramelada pareja que se sienta enfrente, la que estaba observando antes de quedarse dormido, junto a la enorme señora del abrigo de pieles y el porte altanero que tuerce el gesto para no tener que contemplar la escena, saca su agenda de piel de la cartera y anota un recordatorio para llevar a reparar la televisión del dormitorio "

            Según el método de interpretación de los sueños, escribir lo que se recuerda nada más levantarse, ayuda a fijar muchas de las cosas que de otra manera se perderían, pues en la memoria se disuelven rápidamente, como una voluta de humo, dejando únicamente un pequeño poso clavado en algún rincón del subconsciente. Es un método que recomiendo a muchos de mis pacientes, por lo que no es de extrañar que, en algunas ocasiones, me remitan las anotaciones de los sueños que recuerdan. De forma anónima, en un sobre introducido en mi buzón, llegó hace pocos días a mi consulta el inquietante manuscrito que acabo de transcribir. Estaba escrito con una caligrafía exactamente igual a la mía, lo que, en un principio y de forma impulsiva, provocó mi curiosidad y me decidió a encargar un estudio grafológico que determinase, en la medida de lo posible, la personalidad del autor, siguiendo un procedimiento corriente que suelo emplear a menudo con mis clientes. El resultado me llegó esta mañana y ahora está sobre la mesa mientras escribo esto. El sobre permanece cerrado, y una angustia indescriptible se apodera de mi ánimo cada vez que lo miro.

            Hace ya varias semanas que mi mujer desapareció sin dejar rastro. Desde entonces la he buscado incansablemente, hasta que las fuerzas me han abandonado en la desesperanza. Sin embargo, el acontecimiento que acabo de relatar, y el haber sido consciente de los, cada vez más prolongados, lapsus de memoria que sufro desde hace un tiempo que no puedo determinar, dieron una nueva luz a todo el asunto, y ahora me encuentro ante lo que puede ser la terrible verdad. Una especie de conciencia oculta me impele a actuar como lo voy a hacer, así que, por lo que pueda pasar, antes de abrir el sobre que me ha remitido el laboratorio grafológico, quiero hacer llegar este escrito al inspector encargado del caso, junto a las fotos, proporcionadas en su día por un detective privado, que demuestran la infidelidad de mi esposa.
 
Safe Creative #1411302626857

viernes, 31 de octubre de 2014

La teoría del azar


Aquél era un día especial. No sólo para los habitantes de la nueva colonia de Encélado, sino para la humanidad en general. Era un día grande, inscrito entre los más importantes hitos de una historia con más de cinco mil años en su última era.

Si bien era cierto que ya se contaban por decenas los nuevos asentamientos en planetas exteriores, como Europa o Marte, era ésta la primera que había nacido bajo unas condiciones que, a priori, resultaban incompatibles con la vida. Había costado doscientos años, pero por fin se habían superado las plataformas creadas bajo atmósferas artificiales. Ahora era posible modificar las condiciones medioambientales originales. Parecía increíble, dada la capacidad cerebral de esta raza, pero el ser humano había logrado crear vida. Es cierto que al principio no eran más que meros microorganismos quimiolitótrofos, mutados y adaptables a cualquier entorno, por muy hostil que fuera, pero con el tiempo, en las apropiadas condiciones, e insertos en un macrosistema sostenible, eran capaces de crear un espacio autogestionado y compatible con la vida humana. Tal como en su planeta originario, los primeros organismos vivos habían ido transformando el medio, creando su propio hábitat para evolucionar hacia formas más complejas.

Aquel día, Encélado, el más grande e inhóspito satélite de Saturno, con su nueva biosfera, estaba preparado para albergar al hombre. Un hombre que se había transformado en dios. Un dios solitario, por otra parte. En todos sus milenios de historia, a lo largo de sus innumerables viajes interestelares, con sus cientos de sondas intergalácticas surcando el cosmos, no había encontrado ni el más mínimo rastro de otro ser con el que compartir su don. El hombre se sentía solo en su grandeza. Y como tal, el único dueño y señor de un universo, que dejaba de ser infinito a los ojos de quién creía tener todo a su alcance.

En aquel preciso instante, el Consejero Supremo de Corporaciones Unidas y presidente en funciones de la Asamblea de los Cien, pronunciaba, ante los medios de comunicación, el discurso más grandilocuente que la exaltada imaginación de sus asesores fue capaz de parir. Justo entonces, una extraña sensación recorrió al unísono a los miles de millones de personas que le escuchaban, desde todos los rincones habitados del sistema solar. Pero la causa no eran las palabras del orador, sino algo externo al planeta, incluso al universo conocido por el hombre, y que todos percibieron como una amenaza.

Fue la última percepción del ser humano. No fue necesario más que un zeptosegundo para poner fin a "la grandiosa epopeya del Hombre"

                                                                   ---ooOoo---

Ixtical, el ente encargado del control exterior en el pequeño universo que nosotros bautizamos con el nombre de "Creación", permanecía siempre en las zonas estelares de menor densidad, a miles de pársecs de distancia de las grandes nebulosas centrales, donde la energía del espectro gamma, aunque escasa, era suficiente para colmar su apetito, pero donde las posibilidades de que la emisión letal de sus excreciones pudiese dañar a un sistema planetario, se minimizaban.

Es por ello que a nadie le preocupaban demasiado sus movimientos. Ixtical vigilaba "los bordes", y la desaparición continua de una ínfima parte de la masa cósmica, debida a su misma existencia, era algo totalmente aceptado como contrapartida al servicio que prestaba.

En aquella ocasión, sin embargo, algún microcomponente errático en su nivel de comportamiento, hizo que, de alguna forma, trasladase su entidad a coordenadas espaciotemporales interiores. Más concretamente, a las proximidades del Brazo de Orión.

Nadie en el Consejo podía haber imaginado nunca que aquello hubiese sido posible, pero el caso es que, la expulsión de la materia residual de su metabolismo, que en el espacio-tiempo habitual no hubiese pasado de ser una efímera nebulosa de gases, se convirtió, debido a la enorme cantidad de radiación gamma que Ixtical había absorbido, en una macroimplosión de alto nivel, cuyo resultado fue la desintegración instantánea de un cuadrante completo de la Galaxia Espiral.

Entre los sistemas estelares desaparecidos, estaba aquél cuyos habitantes llamaban "Sistema Solar"

No era la primera vez que alguna de las incontables razas que poblaban el multiverso, perdía efectivos de forma masiva como resultado de los procesos naturales, o incluso se extinguía totalmente debido a algún tipo de desajuste cósmico. Sin embargo, nunca hasta ese momento, había desaparecido un biosistema planetario completo, por insignificante que éste fuera, por muy aislado que estuviera en el extremo de una galaxia menor, por mucho que no fuera más que el primer brote biológico de un joven universo entre millones de ellos poblados por infinito número de especies desde muchos eones antes. 

Era algo sin precedentes y, por mucho que, según nuestra propia teoría, sea imposible igualar a cero la probabilidad de que algo ocurra en alguno de los universos, el Consejo no pudo hacer otra cosa que tomar medidas. Desde entonces, la especie a la que pertenecía Ixtical, aquellos seres compuestos de energía y usados para controlar los extremos de los universos, de forma que no se solaparan y dejaran un portal abierto a las transferencias entre ellos, fue "retirada" y abandonada en los Confines Oscuros, allá de donde vino.

Por lo que a nosotros concierne, el experimento fue todo un éxito. No sólo fuimos capaces de crear un universo a partir de la explosión de una única partícula, sino que éste llegó a albergar, gracias al aumento exponencial de su materia estelar y siguiendo nuestra hipótesis preliminar, un cuerpo sólido con entidades biológicas evolutivas. Ahora, gracias a la ayuda de una insignificante "raza de laboratorio", y a nuestra "Creación", estábamos en condiciones de demostrar empíricamente, la "teoría del azar"


Safe Creative #1410312435442

jueves, 18 de septiembre de 2014

Das vidaniya mon amour


Sé que nunca llegarás a leer estas apresuradas letras, pero escribirlas me hace sentir que, de alguna manera, el espantoso destino que me aguarda en este oscuro rincón helado, no es también el último recurso de un pueblo que lo único que busca, como cualquier otro, es sobrevivir.

Pensé que huyendo de Járkov podría dejar atrás el espanto, pero estaba muy equivocado. Paradójicamente, estoy escondido en uno de tantos graneros vacíos, de lo que antaño fue una próspera región, y no creo que consiga escapar al horror por mucho tiempo más.

Maldigo el día que abandoné París, junto a los otros miembros del consulado, para acudir a aquella almibarada e interesada invitación. Pero, ¿ quién se habría negado?, cuando el propio Stalin se encargó de promover esas visitas, en las que, aparte de agasajarnos con espléndidos banquetes, se nos mostraban las enormes reservas de trigo que la Unión Soviética tenía en Ucrania y cuya importación resultaba imprescindible para una Europa necesitada después de la Gran Guerra.

Todos sabíamos que tal jactancioso despliegue escondía otra realidad. Que aquel grano era el que faltaba en cada uno de los hogares, fruto de la demoledora colectivización. Que el hambre estaba causando estragos entre la población, hasta el punto de que los campesinos llevaban y abandonaban a sus hijos en las ciudades, con la esperanza de que, al menos unos pocos, encontrasen el modo de sobrevivir. Que los “hombres de blanco” llenaban vagones de mercancías a diario con aquellos niños, para evitar la saturación de las urbes, y los hacinaban en barracones donde miles de ellos esperaban la muerte. Que lo que quedaba de las aldeas se poblaba de fantasmas y, los que no fueron deportados o ejecutados por traición, se mataban entre ellos por algo que llevarse a la boca.

Mi error fue pensar que a alguien le importaba. O mejor dicho, que alguien estaba dispuesto a reconocer que lo sabía, que por encima de los intereses políticos, existía el respeto a los derechos humanos.

Lo siento Marie. Ahora me doy cuenta de que pequé de ingenuo cuando me dejé llevar, de forma tan impulsiva, por mis principios. No pensé en lo que dejaba a mis espaldas. No pensé en las consecuencias directas, en nuestra vida. Perdóname.

Mis preguntas e indagaciones llegaron a los oídos que no debían y, a fin de cuentas, yo no soy más que un simple funcionario. Mi desaparición no tendría repercusión alguna. Sería como aplastar a un insecto molesto.

De la forma más burda, acabé inconsciente en la trasera de un camión, con un tiro en el hombro, demasiado cerca del pecho. Cuando desperté, prácticamente no podía respirar, entre el dolor que sentía en el tórax y el hedor que despedían los cuerpos entre los que me hallaba. No sé cuánto tiempo pasó antes de que el vehículo se detuviera, en medio de la noche, en la estepa helada. Dos hombres se encargaron de estibar la carga de muerte. Me arrojaron a una zanja sin contemplaciones y resbalé sobre los cadáveres congelados. Se marcharon sin cubrirla, lo que me hizo pensar que no habían terminado su macabra tarea y que volverían al poco. No sé de donde saqué la fuerza, ni que me impulsó a moverme, pero conseguí arrastrarme hasta una aldea.

Entre las casas, pululaban sombras que arrastraban los pies, muertas en vida. Quise gritar pidiendo ayuda, pero algo me detuvo en el último instante. Me invadió un terror irracional. A mi mente vinieron las fotos de la policía política que aquel periodista me enseñó. Los cadáveres encontrados sin hígado, o aquellos a los que les habían cortado porciones de carne de los glúteos y los muslos. Y entonces volví a huir, presa del pánico.

No recuerdo cómo he llegado hasta aquí. Tengo la ropa empapada en sangre y el dolor me aturde. Los dedos ya no me responden. Seguramente perderé la consciencia de un momento a otro, y creo que será lo mejor que puede pasarme. Sólo puedo oír el aullido del viento, pero sé que ellos están ahí fuera…, hambrientos, desesperados.

Safe Creative #1409181995553

viernes, 29 de agosto de 2014

Dentro de una botella


La idea se me ocurrió en la playa de Conil, donde disfrutaba de unos días de vacaciones con mi familia. Habíamos estado recorriendo las rocas en busca de conchas, cangrejos y objetos curiosos. Era nuestro deporte preferido y, aunque no lo confesábamos, siempre soñábamos con encontrar algo realmente exótico traído por la marea.

Es esta ocasión llamó mi atención un reflejo, cerca del acantilado. Cuando me acerqué, comprobé que no era más que una botella de cristal llena de arena. Probablemente, uno de los restos de algún "botellón" playero, cuyos participantes terminaron demasiado ebrios para comprender el riesgo de abandonar aquel tipo de residuos en una playa.

Cogí la botella para llevarla al contenedor más cercano y fue entonces cuando me llevé la sorpresa. Extrañamente, aún conservaba la etiqueta y se trataba de un Merlot chileno Reserva. Un vino "del otro lado del charco", cuyo precio superaba con creces mi presupuesto para todo el verano.

Como no podía ser de otra manera, la imaginación se puso en marcha. ¿Qué hacía aquel "capricho de Baco" en las arenas de una playa cualquiera? ¿Eran los restos de un "Titanic moderno" o de la sofisticada fiesta de un jeque en su yate? ¿Había cruzado el Atlántico a lomo de las olas, o la había abandonado un rico bohemio después de ahogar en su contenido las penas de un amor perdido?

Sea como fuere, lo que a mi mente trajo, fueron los días pasados treinta años atrás, en la lejana "Praia da Madalena", en Pontedeume. Un pueblecito de la costa gallega, rodeado de pinos y eucaliptos.

Aquél fue el destino donde mis padres, por primera vez en su vida, decidieron tomarse unos días de vacaciones. Yo tenía quince años y, para mí, ver el mar, era ya un acontecimiento sublime. Lo que nunca hubiera imaginado es el rastro que iban a dejar aquellos días en mi memoria.

Dormíamos en una pequeña pensión de la Rua Santiago, compartiendo dos camas, y por la mañana, cruzábamos a piel el largo puente sobre el Eume, para llegar hasta una acogedora playa de arena blanca. Mis padres pasaban el día dándose crema bajo la sombrilla o en el chiringuito del pinar, mientras controlaban las idas y venidas de mi hermana pequeña. Yo me sentaba en la toalla, de cara al mar, observando con envidia a la gente que se zambullía entre la olas. Nunca había aprendido a nadar, y no me atrevía más que a jugar con mi hermana en la orilla o hacer alguna pequeña incursión con mi padre en algo más de profundidad.

En nuestro tercer día, más caluroso de lo habitual, mis padres se refugiaban a la sombra de los pinos y, mi hermana y yo, construíamos arquitecturas imposibles en la arena, bajo la sombrilla. De repente, una enorme pelota de playa apareció sobre nuestras cabezas, salpicando arena y destruyendo nuestras murallas. Cuando levantamos la vista para ver a nuestro atacante, sólo vimos a un niño, inmóvil ante nosotros, con las manos en la cabeza y gesto compungido. Pero detrás del pequeño diablillo, una silueta más alta se recortó contra el sol. Con bikini negro, piel tostada y melena ensortijada del mismo color, sus increíbles ojos de azul intenso, resaltaban como luceros en la noche.

- ¡Lucas, pide perdón a estos chicos!

El chaval, tras un mohín de disgusto, esbozó una escueta disculpa y salió corriendo. Pero ella no se marchó. Permaneció en pie, con los brazos en jarras, examinando nuestra obra malograda. Mi hermana y yo nos quedamos en silencio, sin saber qué decir, y entonces, ella, con gesto decidido, se sentó directamente en la arena, junto a nosotros.

- Vaya destrozo… ¿Queréis que os ayude?... Estoy un poco cansada de jugar a la pelota con mi hermanito.

¿Quién le hubiera dicho que no?

Su nombre era Cristina, y se quedó con nosotros el resto de la mañana, ayudándonos a reconstruir nuestra ciudad de arena. Apenas hablábamos, tan sólo lo necesario para ejecutar la obra que teníamos entre manos, como si en el trabajo mismo, en aquella colaboración natural, ya estuviese establecida toda la comunicación necesaria. Las manos, las miradas, las sonrisas, hablaban por nosotros.

Esa misma tarde, mientras los demás dormían la siesta, volví solo a la playa. Estaba muy nervioso, y aunque no tenía ni idea de cómo afrontar un segundo encuentro, fui en su busca. Pero no la encontré. Tampoco al día siguiente pude verla, a pesar de recorrer la playa de arriba abajo.

Mis padres empezaban a ver extraño mi súbito interés por caminar, o por permanecer ensimismado contemplando el ir y venir de la gente por la orilla. Ya casi había perdido la esperanza, cuando ocurrió de nuevo el milagro. Estábamos comiendo en el chiringuito y casi se me atraganta una sardina cuando ella apareció ante nosotros y, dirigiéndose a mí con toda la naturalidad del mundo, hizo lo que yo nunca hubiera podido hacer.

- ¡Hola! Ayer no pude bajar a la playa... Mi hermano se puso malo... Algo debió sentarle mal y tuve que quedarme cuidándolo. Hoy he quedado con mis amigos... Búscanos luego hacia la mitad de la playa. Tenemos una enorme sombrilla de franjas amarillas y azules... ¡Cómo para no verla!... Chao

Simplemente, no podía creerlo. Yo me había devanado los sesos pensando en lo que podría decirle cuando la viese de nuevo, y ella... me hablaba como si me conociese de toda la vida... Bueno, ¿y por qué no?

Sus amigos eran Marta, Luz y Alberto. Por lo que supe, Cristina estaba en el mismo curso que yo y, aunque vivía en El Ferrol, pasaba el verano en casa de sus abuelos, justo detrás del pinar que protegía toda la playa de La Magdalena.

Mis padres sólo podían permitirse pagar unos días más en la modesta pensión de la Rua Santiago, pero para mí fue una semana inolvidable, incluso ahora, treinta años después, cuando aún recuerdo cada uno de sus detalles.

Pasábamos las horas en la playa, en los acantilados, en la piscina del chalet de Marta, en las atracciones de la feria o en el increíble desván que tenían en casa los abuelos de Cristina. Mis padres estaban encantados de no tenernos todo el día junto a ellos, mi hermana había hecho buenas migas con Lucas y, juntos, poblaban la arena de castillos medievales, y yo… vivía unas vacaciones que hasta entonces no creía posibles salvo en las series de televisión.

Una mañana en la que estábamos solos en la playa, Cristina se empeñó en enseñarme a nadar. Hubo momentos en que los músculos no me obedecían de tanto reírme, pero lo cierto es que consiguió hacerme flotar, y no sólo en el agua. La cercanía de su cuerpo y el contacto de sus manos crearon nuevas sensaciones para mí.

Esa misma tarde, en la feria y a partir de entonces, todo fue distinto. Sus ojos eran para mí en cada frase y una sonrisa iluminaba su rostro con cada mirada. Su mano buscaba la mía para cruzar una calle y la retenía más tiempo del necesario. Donde yo estaba, ella estaba siempre junto a mí. Así, sin darnos cuenta, habíamos cruzado la frontera, aún sabiendo que nuestro tiempo al otro lado era muy limitado.

Los días que me quedaban busqué su compañía sobre cualquier otra cosa. Las horas del atardecer se alargaban cuando todos se iban, las palabras brotaban desde la profundidad del alma, nuestros cuerpos se tocaban atraídos por fuerzas misteriosas, los rizos de su pelo acariciaban mis mejillas alentados por la brisa del mar.

La última tarde, mis padres me dieron permiso para cruzar solo el puente de Cabanas, lo que me permitía quedarme con Cristina hasta el anochecer. A la puesta de sol nos sentamos en las rocas, en silencio, dejando que el mar nos arrullase. Cristina apuró su gaseosa y se quedó mirando el botellín. Sin decir nada, rebuscó en su bolsa y arrancó una hoja del cuaderno que siempre llevaba con ella. Escribió durante unos minutos, sin decir nada. Cuando terminó, introdujo el papel en el recipiente y lo cerró con su tapón hermético. Le pregunté qué había escrito.

- No puedo decírtelo... Es para ella. La Mar se llevará esta historia... Aunque algún día, la devolverá. En otra playa, en otro tiempo, alguien abrirá la botella y la leerá. Entonces, de alguna manera, volverá a ocurrir.

Lanzó la botella al mar y observó cómo la marea la alejaba poco a poco, hasta perderla de vista. Entonces me miró, sus ojos azules brillaron con el último rayo de sol, y me besó.

Aquella fue la última vez que la vi.

Nos carteamos durante unos meses, pero antes del verano siguiente, sus cartas dejaron de llegar. Después de no poco esfuerzo y perseverancia, conseguí convencer a mis padres para volver a Pontedeume, pero una vez allí, su abuela me contó que Cristina, junto con el resto de la familia, se había ido a Brasil. A su padre le habían trasladado allí por el trabajo, y tardarían al menos un par de años en volver. Encontré a sus amigos, y me explicaron que a Cristina le había afectado mucho aquella decisión y que lo había pasado muy mal. Entonces creí comprender porque dejó de escribirme. Aún volví a pasar por Pontedeume algunos años después. La casa de su abuela estaba cerrada y con el letrero de "Se vende".

Ahora estoy aquí, con la botella de Merlot llena de arena sobre el
escritorio, tecleando estas líneas en mi ordenador.

Es posible, como decía Cristina, que alguien haya recogido aquella botella y haya leído el mensaje que contenía.

Y también es posible que esa misma persona, llegue a leer esta historia. Ahora, el mar es internet, y mi botella es este blog. Alguien, ahí fuera, recogerá mi mensaje y, de alguna manera, todo volverá a ocurrir.

"Lévame co Demo, pero lévame"
 
Safe Creative #1408291848254

jueves, 10 de julio de 2014

Si tu ojo te escandaliza


El hombre y la mujer se miraban a través del cristal blindado. Los ojos de él acerados, afilados por la ira y el rencor. Los de ella cansados, híbridos de dolor y resignación. Él escupía sus palabras, que impactaban como balas en el muro transparente. Ella dejaba que unas lágrimas sucias resbalasen por los profundos surcos de su piel.

- ¡Te dije que no volvieses! ¡No quiero verte nunca más! Me jodiste la vida con tus paranoias. ¿Qué quieres? ¿Por qué vienes? Ya te disparé una vez, y volveré a hacerlo como no me dejes en paz. ¡Lárgate con algún otro mamón!… Aquí estoy bien. Eso es lo que querías, ¿no? Aquí no dejan que me haga daño. Que te haga daño. Sólo necesito una mano libre y te devolveré todo lo que me has dado…

El guardia de seguridad, desde la puerta, la miraba con una mezcla de compasión y desdén. Ella se encorvaba aún más, como si así pudiese empequeñecerse y desaparecer, y apretaba el estúpido auricular contra su oreja, tratando de anclar su amargura a un cable telefónico que le impidiese salir corriendo, que ahogase el llanto desesperado antes de verlo nacer.

Parte de su rostro se reflejaba en el grueso cristal, como el claroscuro de un retrato. Una imagen rota, desencajada, mutilada. Tal como quedó su alma, hacía exactamente un año, tres meses y veintiocho días. Después de un duro proceso y una, no por esperada menos demoledora, sentencia condenatoria.

La vida nunca había sido fácil en casa, ni en las calles del barrio. A los catorce años, la lengua de un chaval del callejón y una baja autoestima, fueron alguno de los ingredientes para el "cóctel molotov" de la ruptura. Sus padres comprendieron la situación el día en que la policía municipal se la devolvió a casa después de una semana, pero entonces ya era tarde. La vida familiar se había convertido en una espiral de reproches, odio y abandono. Dos años después, lo que parecía haber empezado como una caprichosa e insustancial relación, se transformó en algo extrañamente adictivo, por momentos tan corrosivo como el ácido y en otros tan necesario como el oxígeno. Y en aquellos convulsos meses llegó la maternidad. Al principio fue muy duro para la joven madre y mortal de necesidad para la precaria relación, pero con el tiempo, aquel hijo inesperado iba a convertirse en el único soporte vital, lo que daba todo el sentido posible a una vida descarrilada. Pero de nuevo fue el entorno, y no ella, quien decidió. A la tarea de criar a su hijo sola, se sumó la perniciosa influencia que sobre éste ejercía su ex-pareja, cada vez más sumido en el mundo de la droga y la delincuencia, y que, a pesar de su efectivo abandono, nunca había querido renunciar a unos supuestos derechos como padre, que al parecer le permitían llevarse a su hijo por períodos indefinidos y sin ningún tipo de acuerdo. Secuestros que ella nunca denunció por puro miedo, y que vivía con una angustia cercana al paroxismo. Los años fueron pasando y, a los treinta y cinco, sus ojos hacía mucho tiempo que habían perdido el brillo de la juventud y se enturbiaban con el velo de la decepción. A pesar de sus cada vez más cortas y esporádicas relaciones sentimentales, su ex-marido no había dejado de acosarla, y su hijo, permisivo y, hasta cierto punto, complacido con la actitud posesiva de su padre, se había tornado cada vez más agresivo hacia aquella débil sombra de mujer. Fruto de la inmadurez, hijo del fracaso, no podía hacer otra cosa que odiar en lo que se había convertido, y odiar el vientre que lo había permitido.

- Es difícil querer a quien te odia-.

La mujer hizo un infinito esfuerzo por levantar los ojos y mirar al guardia de seguridad. Era joven. Podía tener la edad de su hijo. A lo mejor él mismo tenía hijos. No lo dijo, pero pensó en lo extremadamente rápido que puede acabar la vida de una persona... y no por haber muerto.

Aquella noche, cerrados los bares, desiertas las calles del puerto, la mujer y su amante ocasional entraban en casa con bastante alboroto. Su hijo estaba allí, totalmente ebrio. A los reproches siguieron los insultos y, a éstos, los empellones y los manotazos. Los dos hombres acabaron peleando, ella se interpuso y, en el forcejeo, sonó un disparo que la catapultó contra la pared, golpeándose la cabeza. La habitación se nubló un instante, mientras oía más disparos, y una de las figuras caía inerte a sus pies.
Una mancha roja comenzó a crecer en su vientre y, poco a poco, fue perdiendo la consciencia.

Ahora, con la frente pegada al cristal blindado, viendo en cámara lenta las gesticulaciones mudas del hombre al otro lado, cerrada ya la línea de voz, la mujer pensaba en las palabras del guardia.

Lo difícil no es querer a quien te odia, sino dormirte con el cuerpo de tu hijo pequeño abrazado al tuyo, recordando una canción de cuna, y despertarte años después empapada en su sangre.

Sólo tenía que testificar que había sido en defensa propia, que aquél hombre la estaba violando y que sacó un arma para matar a su hijo.

Pero no lo hizo. El hombre no tenía ningún arma. Su hijo le disparó a sangre fría. Primero al corazón, luego a la cabeza. Por último, sacó una segunda pistola, la disparó otro par de veces y la colocó en la mano del cadáver. Esos fueron los hechos, y eso fue lo que declaró.

 
 Safe Creative #1407101435912

domingo, 22 de junio de 2014

Banghi Bayée


En las riberas de un afluente del río Mara, en Kenia, se ubica el territorio de una pequeña tribu de cazadores-recolectores, los watassi. Sus casas de madera se yerguen sobre pilares clavados en el fondo del terreno pantanoso. El río es su hábitat natural y, aunque la pesca sea el componente principal de su dieta, es la actividad cinegética, como en la mayoría de las tribus africanas, la que conforma su estructura social, religiosa y cultural. En su caso, con unas particulares características.

El animal “tótem” de la etnia es una especie de cocodrilo gigante, propio de las aguas fangosas del Mari y primero en la cadena alimenticia de este ecosistema. Su caza es muy selectiva, pero además de una suculenta carne, que se reparte entre toda la comunidad siguiendo un complejo procedimiento ritual, les provee de una resistente piel para fabricar cuerdas, cinchas, cestos o prendas de vestir, y sus poderosos dientes son usados para confeccionar los adornos corporales que les dan la seña de identidad.

Banghi, como llaman en su lengua al gran saurio de potentes mandíbulas, es el espíritu del río. Encarna, tanto la fuerza arrolladora de las crecidas, como la serenidad del estiaje, y la casta de cazadores especialmente dedicados a su protección, son los banghi bayée, o “piel de cocodrilo”.

Los watassi ocupan este territorio desde que el mudo es mundo, desde que el hombre pisa la faz de la tierra. Se han adaptado perfectamente a su entorno, formando un todo con el paisaje. Su vida tranquila, armoniosa, en paz con la naturaleza y con sí mismos, transcurre sin cambios a través de los siglos.

Tan sólo en una ocasión, su existencia fue perturbada, y aquellos hechos son relatados por los wataii-wig, los “ancianos contadores de historias”, en cada una de las reuniones, para que no se olvide, para que todas las generaciones sepan lo que pasó y lo que pudo haber pasado.

Basurhee, la etnia de los blancos, era conocida desde tiempos remotos, siendo frecuentes ciertos tratos comerciales durante la estación seca y el intercambio de algunos elementos culturales. Sin embargo, fue durante la era basurhee-weeh, llamada así en recuerdo de los acontecimientos narrados, cuando todo cambió. Gente nueva se estableció en poblados cercanos. Gente sucia, que construía casas sucias con tela y chapas metálicas. Había blancos y negros, pero todos vestían igual y todos olían igual. Venían a cazar y matar a Banghi. No por su carne, que incluso desechaban, sino por su piel, que constituía un artículo de lujo muy solicitado en su mundo. Y lo hicieron sin piedad. No respetaron períodos de cría, ni espacios sagrados. Mataban indiscriminadamente. Su único fin era sacar el mayor provecho en el menor tiempo posible. No les importaban los watassi. Los ignoraban por completo, como si fuesen sombras de un pasado que ya no existiese. Solo cazaban, bebían, peleaban e incluso se mataban entre ellos.

Los ancianos no tardaron en comprender la situación. Si no hacían algo, basurhee terminaría por derrotar a banghi en su desigual combate. Con la caída de banghi, la vida en el río cambiaría totalmente, y la existencia de los watassi perdería su sentido. Después de largas deliberaciones, el consejo elaboró un plan de acción. Un grupo selecto entre los banghi bayée se encargaría de apartar a las criaturas del gran cocodrilo, en la última luna, para después llevarlas río arriba, hasta el territorio conocido como Wazii-leg, aquél donde las aguas se esconden. Se trata de una zona de escorrentía, donde diversos cauces menores traman un laberíntico espacio de cavernas, fosas y depresiones ocultas. Era el lugar ideal, de charcas tranquilas e imposibles de localizar, donde los banghi bayée tendrían que proteger y criar a su tótem sagrado, en espera de la señal que les indicase el momento en el que pudiesen devolver el mundo a los dioses y continuar con su vida, en la esperanza de que basurhee no venciese en la última batalla y que todo, en el fin de los malos tiempos, retornase a su ser.

Las lunas pasaron, y las estaciones, y varias generaciones de wataii-wig relataron el final de una estirpe. Los basurhee se multiplicaron. Construyeron casas y más casas. Algunas tan enormes como todo el poblado de los watassi. Para ello, talaron infinidad de árboles, y taladraron el bosque con malolientes caminos de alquitrán. Sus basuras crearon colinas que no existían y sus excrementos envenenaron las aguas. Obligaron a los indígenas a trabajar para ellos, y trajeron a personas que les inculcaron su lengua y sus costumbres. Enfermedades nuevas se llevaron a los más débiles y, el resto del pueblo watassi, aculturado y esclavizado, dejó de existir como tal. Tan sólo en un desconocido rincón del alma de los supervivientes y en los banghi bayée que permanecían ocultos en las tierras altas, permaneció latente el espíritu que les daba identidad desde tiempos ancestrales.

Con el tiempo, los augurios se cumplieron, y banghi desapareció de las aguas del Mara, y aún de todo el territorio de los grandes lagos. La incontrolada y aniquiladora caza furtiva, de forma directa, y la paulatina e irracional destrucción de su hábitat natural, de forma indirecta, fueron vehículo del negro pronóstico y causa del total exterminio. Después de esto, basurhee no encontró motivo para permanecer allí. Como si de una gran plaga de langosta se tratase, tal como vino, se fue, y lo que quedó fue desolación. Los pocos indígenas que no se fueron con ellos, permanecieron como fantasmas en el desierto.

Pero llegados a este punto del relato, los “viejos contadores de historias” iluminan su mirada de esperanza, y explican cómo, los banghi bayée, trajeron de nuevo el espíritu a la tierra de los watassi. Ellos vieron la señal esperada y regresaron a las tierras de sus antepasados. Enseñaron otra vez, con la paciencia de quien no necesita medir el tiempo, costumbres, lenguaje, modos de vida, ritos sagrados. Banghi volvió a ser dueño de las aguas, los bosques se hicieron con los caminos y la vida los llenó de nuevo. Después de varias generaciones de wataii-wig, afortunadamente, el recuerdo sólo permanecía vivo en las historias.

Los watassi siguen viviendo en su territorio, igual que en el principio, cuando la tierra era joven y el hombre comenzaba a hollar el suelo con sus pies descalzos. De los basurhee no se ha vuelto a saber nada, pero si vuelven, los watassi saben lo que tienen que hacer.
 
Safe Creative #1406221294362

sábado, 17 de mayo de 2014

Tu perro fiel


El reloj de pared marca las once de la mañana. Tengo exactamente sesenta minutos de tiempo. Una hora, para escribirte lo que llevo tantos meses callando.
 
“¿Recuerdas la fiesta de Carnaval del año pasado? Te habías disfrazado de Neytiri, la princesa Na’vi de Avatar. Estabas impresionante. Resplandecías en tu papel, tan sólo cubierta por una malla pintada de azul intenso. Te sabías dueña de la magia y de un cuerpo que quita el hipo. Alzada sobre tu metro noventa y unos zapatos de plataforma, no eras princesa, sino la reina absoluta. En cambio, cuando me viste sentado en la escalera, tomando mi “ene-ésima” cerveza, como tú dices, pediste otra para ti y te sentaste conmigo. Me miraste con tus ojos aguamarina y tu deslumbrante sonrisa y me preguntaste si a Peter Pan le iría el rollo Na’vi.
 
Nunca supe valorar si tu cordialidad, esa simpatía innata de la que haces gala con todo el mundo, esconde, en algún caso, sentimientos más profundos. Sé que te acercaste a mí porque me viste solo, marginado, y para ti no era únicamente “la buena acción del día”, ni un deber social, sino algo espontáneo, intrínseco a tu forma de ser, a ese carácter de chispa que ilumina la oscuridad de forma natural. Pero yo no pude hacer otra cosa que enamorarme de ti. Era la primera vez que sentía algo así por una persona real.
 
Desde entonces, tu vida pasó a ser la mía. Prácticamente habitaba en tu vecindario, con la esperanza de encontrarte en la calle o en el supermercado, y poder hacerte algún recado que me permitiese acompañarte a casa, y que me invitases a un té frío o a un zumo de naranja, y que te sentases conmigo en el sofá de la tele, rozando con tu mano mi antebrazo mientras me hablabas de la práctica en el laboratorio de biología. Conocía tu guardarropa al detalle, con todos sus complementos, los colores de tus barras de labios, e incluso los criterios que seguías para maquillarte. Sabía deducir tu estado de ánimo por la ropa que llevabas puesta. Cada vez que tenía la oportunidad de entrar en tu casa, registraba todos los datos e incluso abría subrepticiamente algunos cajones en busca de una intimidad que sólo yo pudiese recordar. Recopilé fotos tuyas del anuario del instituto, de la revista de ciencias, de los eventos deportivos, de las actividades, y pedí una ampliación de la que nos hicimos juntos en el campamento de verano.
 
Aunque te cuente todo esto, no pienses que soy un iluso. Sé perfectamente que no me ves como yo te veo a ti. Existen demasiadas diferencias entre nosotros como para pensar otra cosa. Me hubiera conformado con estar siempre cerca, en el anonimato, haciendo lo que me pidieras, siendo tu esclavo, tu perro fiel, sin que tú supieras nunca de mis verdaderos sentimientos. Sin embargo, éste es mi último año en el instituto, y dejaremos de vernos todos los días en clase. Todo contacto se hará más difícil y tú, con el tiempo, me olvidarás. Pero he tenido tiempo para pensar, y para planificar cuidadosamente nuestro futuro.
 
Durante este tiempo he conocido a tu hija, muy distinta a ti, por cierto. Tú no lo sabes, pero mi relación con ella ha ido creciendo en los últimos meses, hasta el punto de que nos hemos comprometido formalmente. Reconozco que ha sido una sorpresa incluso para mí. Yo sólo quería acercarme a ti, y puse todo mi empeño en esa relación, pero nunca pensé que ella podría implicarse tanto y tan rápido. El caso es que, este fin de semana piensa hablar con vosotros, y comunicaros nuestra decisión. Ya ves, estaremos juntos a pesar de todo.
 
Si te preguntas por qué te cuento esto ahora, piensa que, a partir de este momento, ya no me verás de la misma manera y, quizás, tus sentimientos hacia mí también cambien. No sé muy bien porqué, pero prefiero que lo sepas todo antes de que ocurra lo que, en cualquier caso, es ya inevitable. Al fin y al cabo, yo sólo quiero ser tu perro fiel. “
 
El reloj de pared marca las doce en punto. De repente, tus palabras rasgan el silencio del aula:
 
-¡Chicos, el examen ha terminado! Dejad las redacciones sobre la mesa y no os olvidéis de poner vuestro nombre.
 
Safe Creative #1405170876438

lunes, 21 de abril de 2014

Cuentos chinos


Puede decirse que todo el mundo despierta al mismo tiempo en la aldea de Jigong. A las 6,15 de la mañana, los altavoces instalados en las calles comienzan a emitir la misma canción que viene sonando desde hace sesenta años, como si el tiempo no transcurriera en este apartado rincón de las montañas Taihang.

Jigong es una de las últimas comunas maoístas de la China interior. Una reliquia del pasado que subsiste como un viejo dinosaurio en un mundo de robots. Casi resulta anacrónico escuchar los viejos himnos por la megafonía, ver los manidos programas propagandísticos en la televisión, o el retrato de Mao Zedong en cada uno de los hogares.

Cuando se llevaron a cabo las reformas de los ochenta, el estado entregó las tierras a los agricultores, pero la gente no tenía capital suficiente para comprar y aquí se tomó la determinación de mantener el régimen comunal, con el beneplácito de todos los habitantes que se quedaron. Las barriadas crecieron, se instalaron fábricas de calzado y de cerveza, aumentó el turismo atraído por la vida tradicional y se incorporó la tecnología. Sin embargo, se mantuvieron el arco chino de la entrada, la estatua de Mao, las pancartas rojas y las antiguas dependencias comunales. La aldea continuó viviendo, apartada de la gran urbe, del tráfico y del consumo. Lejos de aquella China revuelta, entre la represión del Partido y la vorágine capitalista, que yo conocí.


Cursaba mis estudios en la universidad de Pekín, cuando murió Hu Yaobang. Muchos habíamos puesto grandes esperanzas en aquel hombre, de ideas liberales y espíritu dinamizador, pero cuando le apartaron del Partido, nuestro ánimo se vino abajo, y se convirtió en frustración con su muerte.

Hubo gritos de libertad. Gritos contra el abuso de poder, contra la corrupción. Gritos pidiendo atención a la situación económica, a las marcadas diferencias sociales. Se hablaba de democratizar la universidad, de una prensa libre, del respeto a los derechos humanos. Nadie planteaba una democracia del estilo de las occidentales, pero todas las pancartas llevaban la palabra minzhu, el gobierno del pueblo. Sólo queríamos apertura a las reformas, al diálogo.

Sin embargo, el gobierno permaneció impasible a las manifestaciones, a las huelgas de hambre, a las movilizaciones masivas. Indiferente a todo lo que sucedía a su alrededor. Y entonces ocurrió lo inevitable. La foto del “hombre tanque” de la plaza de Tiananmen apareció en las rotativas de todo el mundo. Bien es cierto que aquel momento no fue más que una anécdota, utilizada tanto por un bando como por el otro, porque en un último acto de racionalidad, los miles de manifestantes que ocupábamos la plaza, aplacados los ánimos mientras Hou Dejian nos cantaba “los hijos del dragón”, abandonábamos pacíficamente la concentración. Pero en el puente Muxidi y en la avenida de Chang’An, la represión no se contuvo.

Vi caer a mi alrededor a cientos de personas bajo las ráfagas de ametralladora. En mi retina quedaron grabadas imágenes dantescas, donde se mezclaba el humo de los tanques, los destellos de las ráfagas mortales, la sangre en el asfalto. En mi cerebro quedó grabado el odio, la ira, el dolor. Lo que habían sido palabras de libertad en boca de jóvenes inquietos pasaron a ser, como en tantas otras partes, murmullos clandestinos de destructiva oposición.

En aquellos días, ahogado por un sentimiento de derrota, a punto estuve de abandonar el país, y si no lo hice, fue por razones en las que aún hoy sigo meditando. En cambio, terminé mis estudios, y entendí que las revoluciones se hacen desde dentro. No intentando transformar a los políticos que nos representan, sino educando a sus vástagos, que serán los que soporten el peso del futuro.

Llevo cerca de dos décadas enseñando historia en la aldea de Jigong, y si algo he aprendido en todo este tiempo, es que esta disciplina no se escribe, sino que se cuenta. Porque lo escrito muere cada vez que se escribe y, cuando se lee nace algo nuevo, distinto a lo escrito, que morirá en su traslado al papel. En cambio, lo hablado es memoria viva de los pueblos y fluye a través del tiempo, vibrando con la voz de quien lo narra y palpitando en el corazón de quien lo escucha.
 
Safe Creative #1404210631594

viernes, 21 de marzo de 2014

Melody


A Marina
 
En la época en la que se desarrolla esta historia, se me podía definir fácilmente por cuatro aspectos: era un poco torpe en mates y en francés, nada despreciable como pívot del «junior» de baloncesto, me partía la cara con quien hiciera falta por mis amigos, y sólo me sacaban a la pizarra para borrar la parte de arriba.

Pero no es de mí de quien quiero hablar...

Se llamaba Melodía, aunque a ella no le gustaba mucho su nombre, por lo que siempre se presentaba como Mel. Sus padres, cariñosamente, la llamaban «Caramelo», lo que aún le sentaba peor, y en «insti» la conocíamos por «Cancioncilla», o más habitualmente, por «Politono»

Todo comenzó en primero de «la ESO», poco después de Navidad, cuando un infortunado esguince truncó por una temporada mis aspiraciones deportivas y mi actividad favorita durante el recreo, así que, para matar el rato, no me quedó más remedio que sumarme al resto de las distracciones comunes: contraste de opiniones y valoración de los miembros del sexo opuesto, charlas de actualización sobre marcas y complementos, comentario de los últimos eventos deportivos y, en fin, a la siempre estimulante «caza del pardillo».

Aquel día el aburrimiento flotaba por el patio cuando vi a «Politono» sentada en el poyete de la escalera. No es que fuera raro verla allí. De hecho, era su lugar habitual. Lo extraño es que, siendo alguien a quien yo nunca había prestado demasiada atención, sintiera el impulso de acercarme a ella.

—¿Qué haces «Politono», pasas lista a las hormigas?

Ella ni siquiera me miró, y como si fuera su respuesta, sonó la sirena de llamada. Cuando se levantó para marcharse, observé que se había dejado el móvil en el poyete y, justo cuando lo cogí para dárselo, comenzó a vibrar con un mensaje nuevo.

—¡Oye!, que te dejas el móvil de la abuela…

—No es un móvil, es un detector de estupidez que se activa por contacto... pero no te preocupes, si sólo vibra, el grado de estupidez es bajo.

No podría explicar mi reacción de entonces. La percepción que todos teníamos de «Politono» era más o menos la misma: una chica bastante tímida en clase, que únicamente hablaba cuando se dirigían directamente a ella; no es que fuera un genio, pero no sacaba malas notas, sobre todo en mates y ciencias; no tenía muchos amigos, casi siempre trabajaba sola y únicamente se relacionaba con otras dos chicas más o menos del mismo estilo, es decir, insulso; descuidada en su aspecto y en el vestir, torpe en el caminar; en fin, lo que yo definiría como «nada interesante». De hecho, cuando sus amigas se juntaban con otras, ella simplemente se apartaba… o la apartaban. La pregunta que yo me hacía en ese instante absurdo de indecisión era: ¿Qué es lo que me había impedido, simplemente, propinarle un «collejón»?

Pero no sería aquella la última vez que mi propio comportamiento me iba a sorprender, porque un extraño hechizo me impulsó, dos días después, a volver a hablar con ella.

Fue en clase de gimnasia. Yo no podía correr por mi lesión, y ella, después de cinco vueltas al campo de fútbol, había conseguido que el «profe» se apiadase de su estado —¿ya he dicho que el deporte no era lo suyo?— y le permitiese descansar.

—Deberías controlar mejor la respiración… —le aconsejé.

—¿Y tú por qué no me dejas en paz y te vas con tu panda?

—Porque mi panda está corriendo,… y tú eres la mejor opción… Es decir, la única.

 
—El problema no es la respiración, lumbreras. Son los deportivos. Son nuevos y la lengüeta del talón me hace daño.

—Pues lo tienes chungo, porque todas son así. Las únicas que no la llevan son las «Convers» planas de toda la vida, pero esas no te valen para gimnasia según el «Suaseneguer».

—El «Suaseneguer» es un flipado. Si por él fuera, seguro que, si hiciéramos natación, al que no tuviese gorro de baño le haría raparse la cabeza como la suya.

Nos reímos de buena gana ante aquél comentario y he de reconocer que no dejaba de resultarme chocante que aquella chica, de poca historia y nada de «filing», pudiese tener algo de chispa.

Una chispa que también creó, en algún momento que no sabría precisar, una relación distinta entre ella y yo. «Politono» pasó a ser Mel, y los encuentros se repitieron, unas veces «casualmente» y otras de forma provocada. Eso sí, provocada, de momento, sólo por mí, porque ella seguía mostrando el mismo desinterés hacia mi persona que durante todos los cursos de «primaria». Algo, por otra parte, bastante normal, puesto que nunca habíamos pertenecido al mismo grupo.

Sin embargo, aquello también cambiaría en cierto día lluvioso del mes de marzo.

Salíamos de clase, y Roberto debía de estar con alguna de sus bromas recurrentes, porque Mel le increpaba tímidamente y él, ante la provocación, le tironeaba de la capucha hacia atrás o la empujaba cargando sobre la mochila. 

—¡Eh Lazcano! —le grité—, déjala en paz o te meto una hostia, gilipollas.

Tuve suerte. Lazcano no quiso problemas y desvió su atención para concentrarse en las tetas de Belén.

Fui con ella el resto del camino y se mantuvo cabizbaja y en silencio durante un buen rato. Cuando por fin habló, pareció como si soltase lastre:

—¡Estoy harta de Lazcano!, es un idiota. Siempre se está metiendo conmigo y riéndose… Bueno, estoy harta de todos.

No sabía muy bien que decirle…

—La verdad es que siempre habrá «pardillos» y gente a la que le mola meterse con los «pardillos»… Es una ley natural.

Ella me miró, entre dolida y resignada. Era como si el demonio le estuviese diciendo que era carne de cañón, pensé.

—¿Te acuerdas de Carlitos? —le pregunté de sopetón acordándome de algo.

—¿Carlitos «el panoli»?

—Sí, bueno, así le llamábamos… Pero mira: Un día, fueron Antonio Platero y David con la idea de quitarle las botas y colgarlas del cable de la luz,… ya sabes, y cuando les vio venir, coge y les dice: «esperad un momento; por qué lo vais a hacer gratis si podéis sacar algo; si se lo hacéis a Lazcano os doy todos los cromos “repes” de “Ben 10”…, y tengo un “tacazo”, eh…». Ese día, Lazcano volvió descalzo a casa. Moraleja: No siempre el más «pringao» es el que lo parece.

No tenía muy claro que mis comentarios fueran los más acertados, pero ella me respondió con ingenuidad:

—Sí, bueno, pero yo no puedo hacer eso.

 
—¿Por qué no?

—Porque no tengo nada que les interese.

Pensé en aquella frase de que «si no tienes algo que decir que valga más que el silencio es mejor que te calles», así que resolví continuar acompañándola sin abrir más la boca.

Pero volví con ella al día siguiente. Y muchos otros días. El acercamiento se fue haciendo cada vez mayor, y empezamos a compartir meriendas en el recreo, caminos de vuelta a casa, e incluso fiestas de cumpleaños, a las que nos invitábamos recíprocamente.

Yo volví a mis partidos de baloncesto, pero no por eso dejé de hablar con Mel, que incluso algunos sábados madrugaba para venir a vernos jugar. Con el paso de las semanas se fue forjando una buena amistad. Yo la defendía de los inoportunos «tocapelotas» y ella me ayudaba con las mates. Una simbiosis perfecta en la que nos había unido nuestro propio aislamiento. El mío, debido a mi altura y condición física. El suyo, por su propio carácter hermético, poco social y nada dispuesto a expresar algún tipo de afectividad.

En nuestros ratos de ocio inventábamos canciones para un futuro dúo musical, llamado «Goma y Lápiz», confeccionábamos listas secretas de «motes», leíamos cómics de «Spiderman», quedábamos para patinar,… Pero no teníamos perfiles en Facebook ni en Twitter, ni teníamos lista de contactos en el Messenger; no íbamos al cine en panda ni de compras al centro comercial.

No dejamos de pertenecer a la sección particular de las «rarezas»,… pero ahora nos importaba menos.

Con el mes de mayo llegó el viaje de fin de curso. Nos fuimos a los Picos de Europa durante cinco días, que pasamos entre marchas de orientación, charlas educativas sobre la naturaleza, actividades de multiaventura, etc.

Era la primera vez que compartíamos tantos días completos y la naturaleza de las relaciones entre nosotros también cambió en cierta forma. Creo que conseguimos unirnos un poco más al resto del grupo en general, pero sobre todo entre Mel y yo, el vínculo se hizo bastante más fuerte. Recuerdo momentos muy gratos de aquellos días, pero entre todos hay uno que se mantiene perfectamente nítido en mi memoria: era la noche del último día de campamento, y después de la cena teníamos un rato de esparcimiento antes de la llamada a los dormitorios. Mel y yo nos habíamos sentado en uno de los bancos del porche, en uno de esos ratos de intimidad compartida a los que nos estábamos acostumbrando…

—Fíjate en aquél avión; sí que va alto… —comenté de pasada.

—No es un avión…; fíjate, no lleva luces de posición; es como una luz fija que se mueve lentamente y demasiado alto.

 
—Entonces, ¿es una estrella fugaz?

—No, tampoco; es un satélite artificial que circunda la tierra y lo vemos porque refleja la luz del sol.

—Ah, vaya —contesté sintiendo un cierto rubor, como si me hubiesen pillado en clase sin haber estudiado el primer tema de Sociales—. ¡Mira que hay estrellas en el cielo, eh¡

—Y no sólo estrellas, también hay «no-estrellas»

—¿Y eso qué es?

—Yo les llamo así a los agujeros negros. ¿Sabes lo que es un agujero negro?

—¿El culo del «Suaseneguer»?

—Casi —dijo riendo—. Una «gigante roja» es una estrella muy vieja y cuando se hace todavía más vieja y consume toda su energía, su propia gravedad la convierte en una «enana blanca», y más allá, esa misma gravedad la va haciéndose contraerse todavía más y más, hasta que está tan concentrada, que en un minúsculo punto del espacio se forma un punto de una densidad tan tremenda y una gravedad tal alta que no deja que se escape ni la luz, formándose un agujero negro… Es un espacio vacío, misterioso, donde para nosotros no existe nada…

Estuvimos un minuto en silencio

—Gigantes rojas, enanas blancas, agujeros negros… Tal como lo cuentas parece un cuento de miedo para los niños…

—Sí —contestó sonriendo—, en realidad es como si todo el universo fuese un cuento fantástico.

 
—¿Te puedo decir una cosa, en confianza? —pregunté.

—¿Qué?

—¡Tú sí que eres «friky», tía!

De nuevo reímos a carcajadas y cuando ya nos dolía la tripa, volvimos al íntimo silencio.

Un rato después, volví a hablar yo:

—En serio Mel… Todo eso que te gusta, lo de las ciencias y el universo… y eso, no es algo…, como diría…, muy normal para una chica, ¿no?

—No, pero me da igual. De todas formas no es nada importante, la gente no lo sabe. No soy como tú, que pasas de lo que diga la gente y sigues ahí con el baloncesto. Ya me gustaría a mí poner el empeño que le pones tú a lo que más te gusta. Yo, es que, encima, no tengo muy claro que es lo que me gusta...

—A mi madre sobre todo no le hacía mucha gracia, pero sin embargo me apuntó a baloncesto en las actividades de primaria, y cuando empezamos a ir a los partidos fue cuando sentí que de verdad me gustaba... Mi padre dice que todos nacemos para tener un papel en la vida, pero que muchos ni lo sabemos, y otros no lo aceptamos porque lo que nos gusta no nos cuadra con lo que se supone que nos tiene que gustar... En fin, todo esto es un poco lioso, porque no lo entiendo muy bien ni yo. Pero si una cosa sé, es que lo mío es el baloncesto. Y como lo sé, pienso dedicarme a ello con todo el esfuerzo que pueda.

—Creo que te entiendo...

—Si descubres qué es lo tuyo, no lo pienses Mel, vete a por ello. No importa lo que sea ni lo que digan los demás. Lo que importa es que le des caña... A tope...

—¡Mira, eso sí que es una estrella fugaz!

—Entonces puedo pedir un deseo...

Los cursos fueron pasando y, con el tiempo, descubrimos que ser «distintos» no era ni mejor ni peor, porque todos llegaríamos a ser diferentes unos de otros. Con el tiempo, descubrimos que adaptarse a los demás no era ser como ellos, sino aceptar que cada uno es como es. Con el tiempo, aquella historia no sería más que otra de tantas vividas por adolescentes que buscan su identidad. Y con la adaptación, nuestra amistad se fue diluyendo, una vez cumplida su misión. Cuando terminamos el instituto, aquella noche en los Picos de Europa pertenecía ya a la intimidad de nuestros recuerdos, y se perdía en las ilusiones de una juventud que se abría ante nosotros como una flor de infinitos pétalos.

Sin embargo, si esta historia hubiera terminado aquí, probablemente yo no estaría contándola. Pero algunos relatos tienen epílogo, y el que nos ocupa tuvo lugar hace unos meses, en un bonito día de abril.

En la televisión, una periodista del canal regional entrevistaba a una mujer joven, astrofísica del Centro de Investigaciones Astronómicas de la Comunidad, y una de las preguntas que le hacía era relativa a los nombres de las estrellas. La reportera quería saber si ella había descubierto alguna estrella y le había puesto nombre y la respuesta fue afirmativa. Según la investigadora, hacía unos meses había tenido la suerte de descubrir una nueva estrella con al menos un exoplaneta, similar a otra ya descubierta en la constelación de Monoceros, el Unicornio, al este de Orión. Su nombre, según el catálogo Henry Draper, era HD5847567, aunque a ella, como descubridora, le correspondía el privilegio de bautizarla con un nombre más personal, por lo que, en recuerdo de alguien muy especial, la había llamado «estrella de LauraG2505»

En la parte inferior de la imagen figuraba el nombre del centro investigador y el de la persona entrevistada: Melody Vázquez.

Esa joven científica no era otra que Melodía, «Caramelo» para sus padres, Mel en mi recuerdo, la insegura «Politono» que buscaba su lugar en el mundo y la nueva Melody, que ponía nombre a las estrellas.

«LauraG2505» es mi nombre de usuario en el correo electrónico. El que usé para enviarle uno de los últimos mensajes, antes de perder el contacto con ella de forma definitiva, donde le contaba que me habían admitido en el equipo femenino de baloncesto profesional.

Han pasado diez años, y hay demasiadas cosas que contar para un mensaje de correo electrónico, pero aún así, he escrito:

«Gracias por tu amistad. Suerte. TQ.»

 
Safe Creative #1403210401909

lunes, 24 de febrero de 2014

Black John's Amazing Show


El cielo plomizo que siguió a la oscuridad auguraba la nieve, que comenzó a caer copiosamente, cubriendo con manto blanco la tupida capa de musgo que se aferraba a las lápidas de Abney Park. Una figura oculta bajo un oscuro gabán permanecía en pie, aunque en extraño equilibrio, ante la herrumbrosa cruz de hierro de una vieja sepultura. El negro metal parecía salir de la tierra en retorcida agonía para formar sólo dos letras y una fecha entrelazadas en el crucero. Una M, una W y el año 1840. Único indicio de la posible identidad de un cuerpo que, como tantos otros en aquel cementerio, fue enterrado con su memoria.
La sombra permaneció inmóvil durante largo rato, quizás esforzándose por recuperar los recuerdos del tiempo, cincelados en páginas de piedra, o dejándose cubrir por el sudario del olvido, que se posaba indiferente sobre lo vivo y sobre lo inerte. Hasta que, con rítmicos chasquidos de músculos y hueso, comenzó a caminar pesadamente, alborotando a las bandadas de cuervos a su paso.
A Hammer le gustaba el invierno. Y es que, con las lluvias del otoño, la pequeña troupe de la que formaba parte, abandonaba los embarrados caminos del páramo para instalarse en los arrabales londinenses hasta la llegada de la primavera, reduciendo así la frecuencia de sus espectáculos. Además, podía deambular entre la gente sin llamar la atención, sin que su cuerpo deforme, cubierto por holgados ropajes, causase terror y repugnancia. Entonces, un sentimiento que, aunque muy alejado de la felicidad, era lo más parecido que él podía llegar a experimentar, sosegaba su alma torturada y le permitía, simplemente, soportar la existencia.

En el exterior del muro, protegido por la arboleda, descansaba un viejo carromato pintado de rojo y verde, en cuyos costados podía leerse, en grandes letras doradas, “Black John´s Amazing Show”. Sentada en la escalerilla, una anciana de melena plateada, observaba como se acercaba su protegido mientras llenaba una pipa.
Desde que John lo trajo, ella había sido la única madre para él. Siempre pensó que, en la decisión del mago habían influido, tanto la compasión, como una perversa visión de negocio. Pero nunca sabría cuál de los factores había pesado más. O nunca quiso saberlo. Los primeros años fueron muy difíciles, pues a la complicada vida ambulante, se sumaba el cuidado de aquella criatura. Lo más normal es que hubiese acabado en un bote de formol en Oxford o en el fondo del Támesis, pero un caprichoso destino, como tantas otras veces, jugó su mano con pericia y le empujó a sobrevivir.  El tiempo pasó, y su cuerpo se desarrolló conforme a las atrofias y deformidades con las que había nacido. En las axilas, bajo unos brazos excesivamente robustos, nacía otro par de miembros, mucho más pequeños y escasamente funcionales. Su cabeza ahuevada, de ojos saltones y sin pelo, se insertaba en un cuello cuyo diámetro era dos veces el de su cráneo. Por último, su pierna izquierda, bastante más débil que la derecha, no era suficiente para sostener el enorme peso de su cuerpo adolescente y, una persistente cojera, además de los extraños chasquidos de cadera y rodilla, acompañaban su deambular.
Black John, el prestidigitador, charlatán, curandero, timador de poca monta, añadió con aquella criatura, el ingrediente necesario para convertir su deslucido espectáculo de feria en algo insólito, bestial. En algo que, en cualquiera de sus manifestaciones, nunca dejaba impasible a quien lo presenciase. Y Black John sabía muy bien como aderezar las miserias humanas para darles el toque exótico, espectacular.

La anciana exhaló una densa bocanada de humo blanco, que se mezcló con los copos de nieve que llenaban el aire, y mientras la oscura figura renqueante atravesaba la nívea bruma hasta el carromato, su mente permanecía en el pasado, en todo aquello que había conocido en su vagar y que ahora le proveía de un profundo conocimiento del alma humana. Algo que, por otra parte, gracias al soporte del tarot, la astrología y otras prácticas adivinatorias, le permitía obtener un mediocre sustento.
Moira detestaba el invierno. Aparte de que el frío y la humedad aumentaban los achaques propios de la edad, su vida eran los caminos, el movimiento. Sentirse varada en aquella pestilente y oscura ciudad, dejaba su ánimo a la altura del suelo. Solían acampar siempre en el mismo sitio, en las cercanías de Abney Park,  una zona poco transitada de las afueras, a la vista de ángeles y bestias de granito, que asomaban sus cabezas por encima de los muros y les recordaban su destino. Para las pocas funciones que ofrecían, bajaban hasta el río, a la zona portuaria, de calles tortuosas e insalubres, buscando un público de baja extracción social, ávido de milagros y crédulo ante lo insólito.

Hammer llegó hasta la escalerilla y se dispuso a subirla. Moira, estirando la mano con la que sujetaba la pipa, detuvo su movimiento para  hablarle.
- John está preparando la función de esta tarde… Piensa bajar a Limehouse… Por favor, Hammer… No te metas en problemas.
Desde dentro le llamó una voz:
- ¡Hammer!, ¿estás ahí?... Entra. Quiero hablarte de tu número.
El muchacho, incapaz de articular palabras debido a una de sus malformaciones, emitió un leve gruñido en dirección a la anciana y entró en el carromato. Si Moira hubiera visto sus ojos, habría captado una insignificante chispa de vida.

A media mañana había dejado de nevar, y el grupo había llegado hasta el río. Mientras se instalaban, Black John dio algunos peniques a un muchacho para que anunciase la próxima función por las calles y repartiese unas pocas octavillas.
Uno de los costados del carromato basculaba, hasta colocarse en posición horizontal, y sujeto por varios soportes, hacía las veces de escenario, quedando el interior cubierto por un telón púrpura. Las ruedas habían sido bloqueadas y los caballos amarrados aparte. A la hora prevista de la tarde, el reclamo había cumplido su cometido, y un  nutrido grupo de gente se congregaba alrededor del improvisado teatro.
Cuando se creó la suficiente expectación, el mago abrió el telón y, a grandes voces, comenzó a presentar su espectáculo. La primera parte consistió en una serie de trucos en los que mezclaba la prestidigitación, las desapariciones y el escapismo, siendo él y la anciana los protagonistas absolutos. Pero cuando ambos observaron que el aburrimiento comenzaba a aparecer entre los más escépticos, se prepararon para el plato fuerte.
Black John levantó los brazos abiertos en señal de atención y comenzó a declamar:
-¡Damas y caballeros! Van a presenciar algo insólito… Pero para ello, y ante todo, les ruego que, aquellos de ustedes que padezcan del corazón o estén acompañados de niños, se retiren en esta parte del espectáculo…-.
Como era de suponer, nadie se movió de su sitio.
-Cuando Dios puebla el mundo de seres humanos y de animales, y los agrupa según su género y según su especie, puede pensarse que lo hace siguiendo un plan. Un plan lleno de belleza y armonía… Pero, cuando crea seres como el que a continuación van a tener la oportunidad única de contemplar,… ¿qué se puede pensar?...-.
El mago fue alzando la voz poco a poco.
-… Pues puede pensarse, y no sin razón, que tales engendros  no son obra de Dios, sino de una mente perversa y diabólica, cuyo único fin es confundir, crear el caos entre los seres humanos… Y estos seres,… son la prueba fehaciente de la existencia de esa mente retorcida-.
El mago hizo una pausa intencionada y continuó.
- Pues bien…, damas y caballeros… Por circunstancias del destino que ni siquiera yo me atrevo a escrutar, uno de esos seres monstruosos, hijos del caos… Uno de esos basiliscos al que, por su seguridad…, y me refiero a la de ustedes, les ruego encarecidamente que no miren a los ojos…, se halla ahora mismo bajo mi control… ¡Para su asombro, el ser al que llamamos Hammer Face!
Después de una nueva pausa efectista, se acercó al fondo del escenario y descorrió ceremoniosamente el telón púrpura. Ante los atónitos ojos de los espectadores, apareció una figura de más de seis pies de altura, con el torso desnudo y engrilletada a los dos extremos del carromato. La gente que estaba más cerca retrocedió, asustada, algunos pasos, pisando y empujando a los que estaban detrás. Y no era para menos, pues aquélla extraña criatura, con dos de sus cuatro brazos libres y un enorme cuello de toro acabado en una afilada cabeza de enormes ojos y dientes aserrados, tensaba sus portentosos músculos hasta la ruptura, tirando de unas cadenas que no parecían capaces de resistir tal potencia, y emitía un ronco y espeluznante bramido que helaba la sangre.
Después del impacto inicial, Black John se extendió en una prolífica descripción de supuestas atrocidades cometidas por su prisionero, así como del enorme poder mental que era menester poseer para controlarlo. Por último, cerró el espectáculo ofreciendo sesiones individuales de tarot o de adivinación con una de las mejores pitonisas de toda Inglaterra.

Un par de horas después, Black John gastaba parte de la recaudación en una oscura taberna de Narrow Road mientras Moira y su protegido se habían encerrado ya en el carromato, que esa noche permanecería en Limehouse. Hammer esperó a que la anciana durmiese profundamente y, aunque tenía prohibido salir del cubículo en los lugares donde actuaban, se escabulló sigilosamente.
Caminó por las callejas malolientes del puerto, protegido por la bruma, hasta llegar a unas viejas casas que prácticamente colgaban sobre las aguas de Limehouse Basin, el pequeño puerto del canal. Habituado a un camino que ya había recorrido más veces, trepó por la destartalada escalera exterior, hasta una de las balconadas, y se mimetizó con la sombra de un rincón para observar el interior del cuartucho, en el que una mujer de mediana edad, a la luz de un candil, cepillaba su largo cabello ante un espejo ovalado.
Ella nunca le había visto. Hammer Face sabía que tenía que ser así. Sin embargo, no podía dejar de acudir a aquel lugar. En el momento en que la vio por primera vez, algo muy extraño y que no llegaba a comprender, creó nuevas sensaciones en su mente. Era hermosa. Muy hermosa. Pero no sólo eso. Era como un ángel, custodio de todo aquello que a él se le había negado. Se apartó un poco al comprobar que su aliento entrecortado empañaba el cristal de la venta, y entonces vio entrar a Black John por la puerta, borracho como de costumbre.
Estaba con él cuando la conoció, y aunque sabía que, de no ser por eso, nunca la habría visto, también por ello le odiaba. De no ser por él no estaría vivo, le decía muchas veces Moira. Pero Hammer no entendía el significado de aquellas palabras. Su mente no reconocía la voluntad de vivir como algo propio. Si lo estaba, era únicamente porque su amo así lo quería. Su vida solo tenía sentido mientras sirviese a la de su creador. Hasta que llegó Molly. Hammer nunca abandonaba el carromato en los sitios donde había gente, pero en cierta ocasión, la casualidad quiso que los viese juntos. Desde entonces creció en él una frustrante curiosidad. No por el mundo exterior, sino por aquel ser único que parecía reflejar el sol que nunca veía. Y una vez se escapó para seguir a su amo. Y después se escapó muchas veces más. Cada vez que la troupe terminaba en Limehouse.
Y su vida cambió. Y volvió a cambiar la primera vez que vio a Black John pegar a Molly. Entonces supo lo que era el dolor. Entonces supo lo que era el odio.

Moira despertó sobresaltada en el carromato, y su mirada se dirigió a todas partes en la oscuridad. En un acto reflejo tanteó a su lado y el vacío inesperado le hizo incorporarse repentinamente. Hammer no estaba en su hueco. No era la primera vez que se iba, pero en esta ocasión Moira tuvo un extraño presentimiento. Sin pensarlo dos veces, se cubrió con el mismo mantón con que dormía y se encaminó bajo la nieve hacia la casa de la prostituta.
Hammer apretaba con fuerza sus cuatro puños y contenía la rabia instintiva que pugnaba por salir mientras presenciaba la escena del dormitorio. Black John y la mujer habían empezado a discutir por algo, como era habitual.
A veces, las menos, se desnudaban en silencio y, casi sin mirarse, se acostaban bajo las mantas. Otras veces, la mayor parte, discutían y él le pegaba puñetazos y patadas, hasta que ella terminaba inconsciente sobre la misma cama. Pero esa noche fue peor. Black John estaba aún más ebrio, más violento que de costumbre. La discusión fue inmediata, los golpes brutales, hasta que la sangre salpico el cristal de la ventana. Entonces, la criatura llamada Hammer, no pudo contener la rabia. Su cuerpo se lanzó al interior, destrozando la pared y, entre una lluvia de astillas y cristales, aterrizó sobre su sorprendido amo. Forcejearon. Molly gritó aterrorizada. Los dos hombres se enzarzaron en una lucha desigual. Hammer quería echarlo de allí. Black John intentaba entender lo que estaba pasando mientras paraba los golpes. Al final, los dos salieron despedidos de nuevo a la balconada y, de allí, rompiendo la barandilla, a las oscuras aguas del Támesis.
Justo en ese instante llegaba Moira extenuada. Vio caer los dos cuerpos al vacío, y a Molly con el rostro desencajado, asomada a lo que quedaba de ventana. Se acercó al borde del muelle e intentó penetrar en la negrura con la vista.
Hammer seguía abrazado a su presa mientras descendían. Sus manos apretaron con odio, con locura, hasta que empezó a faltarle el aire. Entonces cobró conciencia de lo que estaba haciendo. Pero ya era demasiado tarde. Black John quedó libre de la tenaza humana, pero la vegetación subacuática se había ido enredando en sus piernas, formando un lazo mortal. Hammer ascendió mientras el rostro desencajado, presa del terror, de su amo le miraba fijamente desde el fondo, desvaneciéndose poco a poco en la oscuridad verdosa. Moira vio salir tan solo la cabeza de Hammer.

- ¿Qué has hecho, desdichado?...- le increpó con amargura-. No puedes amarla. No como tú quieres… Ni siquiera desde el silencio… Ella… ¡Ella te llevó en su vientre!… Pero nunca tuvo intención de criarte. No podía. Ni siquiera llegó a verte. Le pidió a John que te ahogase en el río nada más nacer…Oh, Hammer, desgraciado…-.
 
Hammer la miró incrédulo, intentando resistirse a la angustia que comenzaba a invadir su alma. Moira continuó:
- John no pudo hacerlo. Todavía desconozco sus verdaderos motivos, pero te ocultó…Y te crió, Hammer… Incluso pagó por una falsa sepultura… Dijo que necesitabas un origen, un sitio donde honrar la memoria de alguien, aunque nunca hubiera existido-.
 
La mente de Hammer pasó de la confusión a la comprensión, y Moira escrutó sus ojos, inundados por la desesperanza más absoluta. Su mirada se perdía en el abismo bajo sus pies.
 
-Sí, Hammer… Black John era tu padre.

Un grito inhumano desgarró la noche.
 
Safe Creative #1402240232866/>