El reloj de pared marca las once de la mañana. Tengo exactamente sesenta minutos de tiempo. Una hora, para escribirte lo que llevo tantos meses callando.
“¿Recuerdas la fiesta de Carnaval del año pasado? Te habías disfrazado de Neytiri, la princesa Na’vi de Avatar. Estabas impresionante. Resplandecías en tu papel, tan sólo cubierta por una malla pintada de azul intenso. Te sabías dueña de la magia y de un cuerpo que quita el hipo. Alzada sobre tu metro noventa y unos zapatos de plataforma, no eras princesa, sino la reina absoluta. En cambio, cuando me viste sentado en la escalera, tomando mi “ene-ésima” cerveza, como tú dices, pediste otra para ti y te sentaste conmigo. Me miraste con tus ojos aguamarina y tu deslumbrante sonrisa y me preguntaste si a Peter Pan le iría el rollo Na’vi.
Nunca supe valorar si tu cordialidad, esa simpatía innata de la que haces gala con todo el mundo, esconde, en algún caso, sentimientos más profundos. Sé que te acercaste a mí porque me viste solo, marginado, y para ti no era únicamente “la buena acción del día”, ni un deber social, sino algo espontáneo, intrínseco a tu forma de ser, a ese carácter de chispa que ilumina la oscuridad de forma natural. Pero yo no pude hacer otra cosa que enamorarme de ti. Era la primera vez que sentía algo así por una persona real.
Desde entonces, tu vida pasó a ser la mía. Prácticamente habitaba en tu vecindario, con la esperanza de encontrarte en la calle o en el supermercado, y poder hacerte algún recado que me permitiese acompañarte a casa, y que me invitases a un té frío o a un zumo de naranja, y que te sentases conmigo en el sofá de la tele, rozando con tu mano mi antebrazo mientras me hablabas de la práctica en el laboratorio de biología. Conocía tu guardarropa al detalle, con todos sus complementos, los colores de tus barras de labios, e incluso los criterios que seguías para maquillarte. Sabía deducir tu estado de ánimo por la ropa que llevabas puesta. Cada vez que tenía la oportunidad de entrar en tu casa, registraba todos los datos e incluso abría subrepticiamente algunos cajones en busca de una intimidad que sólo yo pudiese recordar. Recopilé fotos tuyas del anuario del instituto, de la revista de ciencias, de los eventos deportivos, de las actividades, y pedí una ampliación de la que nos hicimos juntos en el campamento de verano.
Aunque te cuente todo esto, no pienses que soy un iluso. Sé perfectamente que no me ves como yo te veo a ti. Existen demasiadas diferencias entre nosotros como para pensar otra cosa. Me hubiera conformado con estar siempre cerca, en el anonimato, haciendo lo que me pidieras, siendo tu esclavo, tu perro fiel, sin que tú supieras nunca de mis verdaderos sentimientos. Sin embargo, éste es mi último año en el instituto, y dejaremos de vernos todos los días en clase. Todo contacto se hará más difícil y tú, con el tiempo, me olvidarás. Pero he tenido tiempo para pensar, y para planificar cuidadosamente nuestro futuro.
Durante este tiempo he conocido a tu hija, muy distinta a ti, por cierto. Tú no lo sabes, pero mi relación con ella ha ido creciendo en los últimos meses, hasta el punto de que nos hemos comprometido formalmente. Reconozco que ha sido una sorpresa incluso para mí. Yo sólo quería acercarme a ti, y puse todo mi empeño en esa relación, pero nunca pensé que ella podría implicarse tanto y tan rápido. El caso es que, este fin de semana piensa hablar con vosotros, y comunicaros nuestra decisión. Ya ves, estaremos juntos a pesar de todo.
Si te preguntas por qué te cuento esto ahora, piensa que, a partir de este momento, ya no me verás de la misma manera y, quizás, tus sentimientos hacia mí también cambien. No sé muy bien porqué, pero prefiero que lo sepas todo antes de que ocurra lo que, en cualquier caso, es ya inevitable. Al fin y al cabo, yo sólo quiero ser tu perro fiel. “
El reloj de pared marca las doce en punto. De repente, tus palabras rasgan el silencio del aula:
-¡Chicos, el examen ha terminado! Dejad las redacciones sobre la mesa y no os olvidéis de poner vuestro nombre.