jueves, 29 de octubre de 2015

Premio "The Versatile Blogger Award"



Quiero agradecer las nominaciones que a este premio me han hecho mis compañeros:
 
José Carlos García en su blog "La burbuja literaria", de quien todavía he leído pocos relatos pero que ya puede contarme como a uno de sus fervientes seguidores pues despierta un buen rollo, buen hacer y compañerismo difícil de superar.
 
Ana Madrigal Muñoz en su blog "El crujir de la escarcha", de quien ya soy fan incondicional pues sus Grandes Relatos son una droga (blanda, por supuesto) de la que me considero adicto incurable.
 
Jorge Valín en su blog "Entre las brumas de Gallaecia", quien, igualmente, me atrapó desde el primer relato que le leí.
 
Todos ellos grandes escritores que merecen mi admiración, mi gratitud y vuestras visitas en su blog.
 
Este premio se otorga por la calidad de la escritura, la singularidad de los temas tratados, el nivel de amor que se muestra en las palabras que se escriben y la calidad de las fotografías. Sus reglas son las siguientes:
 
  • Reconocer a la persona que te nominó
  • Contar siete cosas sobre mí.
  • Nombrar otros Blog
  • Poner el logo del premio en tu Blog.
 
Así que manos a la obra:
Siete cosas sobre mí:
 
1. De pequeño era un despiste con patas. Mi profe de "Sociales" decía que siempre estaba en la higuera. Y ahí sigo. Se ve la vida de otra manera entre los higos.
 
2. Siempre me gustaron las ciencias y el cielo. Desde pequeño quería ser astronauta. De hecho, comencé a estudiar Ciencias Físicas. De mayor me enamoraron las letras. Nadie dice que sean incompatibles.
 
3. Me gusta el cine, el cómic, la literatura de todo género, la historia. No soy de ver televisión.
 
4. Se me da bien el dibujo y la pintura (o eso dicen) aunque lo tengo abandonado desde hace algunos años. Ahora me gustaría iniciarme un poco en la "pintura digital" (si tuviera tiempo, claro)
 
5. Soy gallego de nacimiento y amo esa tierra.
 
6. Mi frase favorita es "Vive como si fueras a morir mañana y aprende como si fueras a vivir siempre" (Gandhi)
 
7. Lo confieso, me he leído varias veces todas las novelas de "Viajes extraordinarios" de Julio Verne (bueno, casi todas)
 
Y ahora, mis nominaciones:
 
1. Alejandro Gallardo, por "De guionista a cuentista"
2. Ricardo Zamorano, por "Palabras narradas"
3. B.A. por "Mensaje de Arecibo"
4. Federico Rivolta por "Relatos oscuros"
5. Conxita Casamitjana por "Enredando con las letras"
6. Soledad Gutiérrez por "Pampiroladas"
7. Fritzy y Aldo por "Trébol de Izary"

A todos ellos, a los que nomino y a los que me han nominado, mi más sincera enhorabuena por su trabajo y muchísimas gracias por su acogida, su apoyo y sus cariñosas palabras.
 

viernes, 23 de octubre de 2015

Sizigia


Pleamar.

Bernardo «Pelapedras» vivía bajo una barca tumbada panza arriba en la playa de Area Gorda, la más protegida, la que queda entre el puerto y las rocas de Os Garfos. Tenía un perro llamado Humberto en recuerdo de no sé que primo de La Habana que un día varó por aquellas costas, como por casualidad, y se quedó a vivir con él hasta que una sirena sin corazón le robó el sentido. Fue entonces cuando dio la vuelta a la barca y mudó sus enseres de la cutre chabola que él mismo había construido al amparo de Os Garfos. A quien le preguntaba, solía decir que la mar ya no traía nada bueno, pero él seguía peinando las rocas de la playa, recogiendo los restos que las olas escupían como si fueran huesecillos del banquete de Saturno. Algún día encontraría algo de valor, algo que de verdad valiese la pena, y entonces compraría una nueva barca, y se iría a cazar sirenas aunque no supiera muy bien donde buscarlas. Bernardo no se había alejado nunca de la costa, de aquella costa; al fin y al cabo, él siempre había estado allí, como las rocas, como la arena; era la mar quien iba y venía, caprichosa, insolente, femenina, llevándose siempre aquello que antes había regalado.

Humberto, el perro, no siempre había sido Humberto. Como todo lo que hasta Bernardo había llegado, un día apareció en la playa, famélico, cansado, y Bernardo «Pelapedras» lo recogió en su barca-refugio. Después sabría por Xan que Humberto venía de ser Odín, uno de los perros más viejos de don Cosme, destinado al sacrificio pero que, sin embargo, una de aquellas noches había podido escapar a su fin y se había arrastrado hasta allí buscando algún que otro confiado molusco que llevarse a la boca.

El día que Bernardo «Pelapedras» encontró a Humberto-Odín en su playa, también descubrió a Xan encaramado a las rocas, dejando que la espuma le lavase los pies desnudos. Xan pasaba horas mirando al mar desde el promontorio de Os Garfos. Xan pasaba incluso días mirando al mar. Ahora había mareas vivas. Luna, Tierra y Sol estaban alineados, en sizigia. Xan no entendía de esto, pero si sabía que ahora la mar subiría más que nunca, tapando incluso las rocas donde se sentaba, para luego bajar hasta descubrir aquellos peligrosos bajíos que les daban nombre y temida fama. Xan sí sabía que era un tiempo en que las cosas opuestas se encontraban, como si el negro sólo fuese negro al pintarlo sobre blanco o como si el mal sólo fuese mal por ocultar el bien.

Bernardo «Pelapedras», envió razón a don Cosme por medio de Xan, muchacho por lo demás no muy espabilado, así que la razón, que había de ser una petición con toda cortesía para quedarse con el perro desahuciado, en la firme promesa de mantenerlo alejado de la casa, fue una especie de balbuceo nervioso que terminó por crispar los nervios de don Cosme, que optó por echar a patadas al recadero sin querer saber nada más, ni de él, ni de su mensaje.

Bajamar.

Don Cosme Garrido podía permitirse el lujo de no saber nada de nadie, o al menos de quien él considerase nadie. Don Cosme era de tierra adentro, productor y mejor catador de los buenos caldos orensanos, aquellos que habían labrado primero su fortuna y luego su hígado, o viceversa, aunque esto último no es muy demostrable dado que no parece un orden muy natural. El caso es que don Cosme tan sólo salía de su hacienda, sus viñas, su coto privado de caza, para pasar el verano en su residencia de la costa; aquella soberbia casona que dominaba el pueblo, el puerto, las playas, el mar, la vida. Don Cosme solía pasear diariamente después de comer, con sombrero y bastón, luciese el sol o estuviese nublado; si había viento se ponía un sombrero tejano sujeto al cuello con un cordón; lo que nunca hacía era pisar la arena de la playa pues él era un hombre de tierra adentro, aunque tuviese que dominar la mar de fuera para seguir siendo un hombre. Todas las tardes no, pero sí una de cada cinco, el paseo terminaba donde «la Milagritos». La fulana se hacía una serie de trabajos manuales de muy buena factura para regodeo de la vista y, de regalo, le limpiaba la escopeta, que aunque ya no estaba para muchas cacerías, sí podía pegar algún que otro tiro al plato.

Al volver de su paseo, uno de cada cinco atardeceres, don Cosme compraba queso y dulce de membrillo, no para su mujer, doña María Luisa, que no pudo o más bien no supo darle hijos, sino para sus tres gatos, que quería como si fuesen hijos. Algunos días reparaba en la mirada vacua de Xan, sentado en la pared del huerto de la casa de Fidalgo, donde había que buscarle cuando no estuviera en lo alto de las rocas de Os Garfos. Algún día, los de Fidalgo tendrían que hacer algo para que ese atolondrado dejase de frecuentar su pared. Para él, simplemente no era nadie, así que omitía su presencia y se dirigía a la joven Nina, que recogía berza vieja para los puercos al otro lado del muro.

Cuando Nina se irguió para enjugarse el sudor don Cosme ya estaba a su lado, calibrando sus curvas con ojo avaricioso. El hombre llevaba el traje de lino muy arrugado y dos manchas oscuras le afeaban las axilas. Nina lo miró con desprecio. Hacía tiempo que don Cosme iba detrás de ella, y tan sólo la salvaba de un ataque más directo el hecho de que siempre la veía después de haber descargado la escopeta donde «la Milagritos». «Mi Luisa necesita una mano más en casa, y se te pagará lo que conviene», le ofrecía don Cosme Garrido en cada una de las ocasiones, con un tono de voz y una actitud que venía a decir: «¡ Necesito meterte mano! Vente a mi casa y te pagaré incluso más que a “la Milagritos”». Cada una de esas veces, Nina buscaba a su madre con la mirada, disimulaba el asco que sentía y ensayaba una tímida excusa: «Tengo que hablar con mi madre, don Cosme, y quizás después del verano... »

Nina Fidalgo esperaba que ese verano no terminase nuca. Nina Fidalgo esperaba que a ese cerdo de don Cosme lo partiese un mal rayo. Nina Fidalgo esperaba que su madre, por una vez en su triste vida, dijese «¡no!» a la constante humillación. Nina Fidalgo esperaba que Solveig se la llevase lejos, por lo menos al otro lado del mar, de donde había venido el primo de Bernardo «Pelapedras». Cuando Nina Fidalgo vio a Xan subido en la pared, observándola con esos ojos lánguidos, un deseo apremiante surgió de algún recóndito lugar. «¡Xan, por favor, vete corriendo y avisa a Solveig! Dile que esta noche nos vemos donde siempre, bajo los hórreos».

La señora Filomena vio saltar a Xan desde la tapia. Algún día tendrían que hacer algo para que ese desdichado y bueno para nada dejase de olisquear a su hija como si fuera un zorro atraído por el culo de una gallina. Nina estaba hecha para otra vida, por mucho que ella quisiera cerrar los ojos. Don Cosme era un principio. Quizás sus intenciones no fuesen del todo honrosas, pero ella había tenido que hacer casi lo mismo para terminar con un muerto de hambre. Su hija, por lo menos, entraría en una casa rica y si se sabía camelar a don Cosme podía sacar mucho —todo el mundo conocía su debilidad por la niña, y de paso, su debilidad en otros asuntos íntimos que «la Milagritos» se encargaba de airear junto a su ropa interior—.

Pleamar.

Xan bajó por la calle embarrada directo a la cantina de Pepiño, la única del pueblo y de los alrededores, donde todo el mundo iba a comprar vino, licores, especias, chocolate, o a beber la mejor cerveza de la ría. Al llegar a los últimos hórreos, Xan atravesó un estrecho pasadizo que acumulaba todo el olor a pescado del puerto, ya sobre el malecón, y se introdujo por una puerta poco conocida.

En el fondo de su ser, Xan odiaba el papel de recadero, y este recado en particular cien veces más. ¿Por qué lo hacía entonces? Quizás la respuesta estuviera en los ojos claros de Nina, en la espuma de las grandes olas o en algún lugar de ese inmenso mundo que había tras el mar, de donde había venido Solveig. ¿Se podía admirar a un noruego de pelo encaracolado y gorra de fieltro que hubiera enamorado a tu mejor amiga?

Solveig Carlsson había llegado hacía algunos años en un gran ballenero noruego que tropezó con los escollos de Punta Gallosa. Cinco semanas tardaron en reparar los desperfectos. Cinco semanas bastaron a Solveig para hacerle olvidar la mar. Ahora tenía un pequeño taller en el que fabricaba objetos de madera labrada, recuerdos que periódicamente distribuía por las tiendas de «souvenirs» de la capital y que, junto con su gorra de fieltro y sus historias de batallas con inmensos cetáceos, era lo único que le quedaba de su pasado marinero. Solveig nunca quiso aclarar la razón de su retirada, pero todos intuían en ella el poderoso influjo de las faldas, o más bien de sus propietarias.

José Manteca, conocido por todos como Pepiño, vio entrar a Xan por la puerta del almacén con la intención de dirigirse a la escalera que daba al segundo piso. Conociendo la habilidad del chico para meter la pata, se interpuso en su camino y le retuvo por una oreja, indicándole que no era el momento indicado para molestar a nadie. Xan protestó pero una patada en el trasero en dirección a la puerta dilucidó la cuestión sin que el muchacho diese muestras de querer insistir.

Pepiño era el tabernero del puerto. En la guerra del 36 había luchado en el bando republicano, obteniendo como recompensa unos cuantos trozos de metralla y una cojera vitalicia con doble paga en el invierno. Antes de aquello, y después también, Pepiño había desempeñado multitud de oficios, como carpintero, mariscador, cestero, enterrador, arriero, hasta que un buen día, o malo según se mire, la metralla de su pierna cambió de posición y le dejó medio impedido por la cojera. Desde entonces, habitaba en la cantina como uno más de sus barriles, ajeno al mundo exterior, del que consideraba que tenía bastantes noticias por boca de su variopinta clientela.

La taberna de Pepiño, a esas horas de la noche, era como un rompeolas, como un centro de conjunción y oposición de ideas, caracteres, modos de vida, donde se daban cita gentes de la mar, gentes de tierra, ricos y pobres, fulanas y damas, contrabandistas y clérigos. En uno de los rincones, en torno a una vieja baraja, don Cosme, don Cayo —el practicante— y don Silvestre, el párroco de Santa Mariña, se sentaban casi a diario para poner orden en el mundo. Mientras don Cayo le preguntaba a Cosme Garrido el por qué de haber dejado a su viejo perro Odín en manos del desarrapado Pelapedras, tal como a él le había parecido ver esa mañana en la playa, el interpelado, casi ausente en toda la conversación, fijaba su mirada en la escalera que conducía al segundo piso.

Justo encima de las cabezas de los que jugaban la partida, unas pocas habitaciones daban cobijo a quienes conocían la discreción y flexible moral de Pepiño y eran azotados por el básico deseo carnal. Nadie sabía quien entraba y salía de aquellos cuartos, salvo que fuera la misma persona que accedía a su lujuriosa penumbra. En aquel momento, en el interior de una de ellas, la que daba al mar, Solveig el noruego y María Luisa Do Castro se entregaban a la pasión más desenfrenada que aquellas viejas paredes pudieran haber visto.

María Luisa Do Castro Goyanes había nacido en Santiago, en casa de buena familia. Nunca le había faltado de nada: Educación, saber estar, hermosura, personalidad y, por supuesto, buena posición. Una joya en bruto, mimada por la vida, que sin embargo también habría de someterse a los designios que marcan las conductas sociales. Casada con don Cosme a los diecisiete años por conveniencia familiar, había tenido que encerrar su vitalidad en la triste hacienda orensana durante diez largos años. Tiempo en el que su esposo se encargaría de machacar su juventud, su posición, sus ansias de volar. Años en los que María Luisa aprendió a callar, a sufrir con la luz apagada, a vivir en las cosas pequeñas, a trabajar en las cosas grandes. Tiempos que terminaron aquel día en que don Cosme decidió comprar la casona de la costa.

Bajamar.

Desde que Solveig conoció a María Luisa, el tierno y morboso placer que sentía junto a Nina tendría que demorarse antes de su consumación, pues un volcán ansioso por derramar su fuego solicitaba toda su energía y capacidad. Para la esposa de don Cosme, el ballenero noruego venía a ser la llave que abría su cuerpo a la vida y llenaba su espíritu de libertad. 

Cuando aquella noche, una figura envuelta en su capa salía por el pasadizo de los hórreos, don Silvestre atajó su paso con nerviosa decisión. Doña María Luisa, sobresaltada, descubrió su rostro y una pequeña sombra femenina, oculta bajo los graneros en espera de su amado, sintió como sus
sueños se perdían en el mar, mientras los del joven Xan, que también presenciaba la escena, encontraban nuevos derroteros por los que caminar.

Para don Silvestre, el consejo que aquella mujer necesitaba, aún a pesar de los deslices de su castidad, era pagado con la generosidad de su bolsillo y la dulzura de su voz tras la rejilla del confesionario. Hacía muchos años que el cura guiaba las almas de aquella parroquia con un criterio propio, muy distinto a las nuevas ideas progresistas que venían de Santiago, y esa alma en particular, tan devota y a la vez tan turbadora, necesitaba de su especial apoyo para salir de ese trance tan... desagradable cuando menos. Y ese apoyo, para ser de verdadera utilidad, había que prestarlo en el momento oportuno.

Cuando el párroco y doña María Luisa, cogidos del brazo, llegaban al camino que subía hasta la casona, Xan salía de casa de «la Milagritos». Don Silvestre miró con aversión hacia la cancela. La mujer que allí vivía en continuo pecado, ejerciendo su degenerada labor con todo descaro, sin el más mínimo respeto hacia su cuerpo o el alma de aquellos incautos aldeanos, no merecía siquiera su conmiseración. Y a ese desarrapado muchacho más le valdría buscar trabajos más nobles que los que venía desempeñando.

A «la Milagritos» también la conocían como «a virxe», según unos debido a su especial mano para recomponer, con hilo y aguja, virgos maltrechos de desconsoladas mozas o avispadas alcahuetas, según otros debido a su «especial», y no por cordial, relación con el cura párroco, y según la mayoría, el apelativo era la exclamación que los nuevos clientes proferían en cuanto la fulana se quitaba el sostén. El caso es que la mayor parte de la población masculina de los alrededores había compartido su lecho, todos muy agradecidos y con la sensación de haber logrado lo mejor de sí mismos. «La Milagritos» no dudaba en usar ese agradecimiento en su provecho, aparte del consabido pago por los servicios prestados, y algunas veces, sin dejar que fuese demasiado frecuente, también en el provecho de otros. Esa noche, igual que muchas otras, el bueno de Xan la había puesto al corriente de la vida del puerto y de algunas otras cosillas, mientras ella sofocaba, esta vez sin contraprestación monetaria, algo de su juvenil ardor. Xan no sería, sin embargo, su último cliente de aquella noche. Don Cosme, borracho como una cuba y como atendiendo una llamada de Lucifer, se presentaba ante su puerta un rato después.

Amanecía detrás de las últimas casas del pueblo. Bajo la lluvia, ante la verja de entrada de la gran casona, una muchacha encorvada esperaba que saliesen a recibirla. Nina Fidalgo no lloraba, pero la lluvia resbalaba por su rostro de piedra.

Los perros ladraban, y a don Cosme parecían querer estallarle los oídos bajo las mantas de su cama. Esa mañana no quería saber nada de nadie, y ningún otro día mientras no sanase cierta parte de su cuerpo, o al menos de su orgullo, malograda por el rabioso bocado que una furcia loca tuvo a mal obsequiarle en lo mejor de su éxtasis.

La mar ya rompía con fuerza contra las rocas de Os Garfos. En la playa de Areas Gordas, un viejo perro yacía muerto junto a unas redes de pesca, degollado. Cerca del mismo, un bote boca abajo y, recostado en su panza, un hombre malherido. Bernardo «Pelapedras» mantenía su mirada, cargada de odio, de desconsuelo, fija en el horizonte. «A Don Cosme nadie le roba los perros» había tenido que escuchar mientras llovían palos sobre sus costillas.

Sobre las rocas, Xan dejaba que las olas empaparan sus pies descalzos, una y otra vez, con terquedad, como si quisieran lavar sus pecados.

Pleamar.
 

 
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sábado, 10 de octubre de 2015

The kiosk


No había terminado el sacerdote de impartir las bendiciones, cuando ya estábamos corriendo iglesia abajo ante la atónica mirada de todos los invitados.

Salimos a la calle cogidos de la mano, mirando en todas direcciones, ella sujetando el vestido a la altura de las rodillas y yo intentando detener el tráfico para cruzar Newgate Street. Dos manzanas más allá encontramos el callejón Bishop y, al fondo, la providencial cabina roja.

Escasos centímetros para tanta premura, pero nos quitamos la ropa el uno al otro como en un acelerado show de striptease. Una enorme cantidad de gasa blanca nos envolvía como una nube y llenaba el espacio acristalado preservando nuestra intimidad. El cordón telefónico quiso amordazar nuestra ansiedad, pero ya no había nada que nos pudiese parar.

Embutidos en nuestras mallas de vivos colores, abandonamos la cabina y ascendimos al cielo londinense. 

¡Qué dura es la vida del superhéroe!
 
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