Angie era diferente a todas las demás. Nos conocimos en enero y en junio ya estábamos comprometidos. Al comienzo, le dejé muy claro que no quería ninguna atadura, y que el hecho de que estuviésemos juntos, no significaba que fuese a renunciar al resto de mi vida ni, por supuesto, a mi relación con otras mujeres. Estaba acostumbrado a satisfacer siempre todos mis caprichos y, el saberme blanco potencial de las «cazafortunas», dejaba mi conciencia libre de cualquier escrúpulo. Sin embargo, todo cambiaría a lo largo de aquellos meses. Lo primero que hizo fue dejarme claro que no tendríamos relaciones íntimas hasta no haber pasado lo que llamaba el «período de prueba» y, lo más curioso, es que acepté sus condiciones.
Angie me hechizó de tal manera, que incluso llegué a compartir con ella secretos que nadie más conocía. Un hechizo que iba más allá del placer carnal, por el que soportaba con estoicismo la tortura de contemplar su cuerpo escultural en bikini, durante las tardes que pasábamos en mi casa de Los Cayos. La observaba embelesado cada vez que se levantaba de la tumbona para darse un baño, y no podía apartar la vista del tatuaje en forma de trébol de cuatro hojas que lucía en su nalga derecha. Era como si la diosa Fortuna, una vez más, me estuviese señalando aquello, tan valioso, que debía poseer.
Por otro lado estaba Demi, a quien conocí un par de semanas después. Superficial, voluble, imprevisible, pero en cualquier caso, me seguía haciendo disfrutar momentos irrepetibles en cada uno de nuestros encuentros. Desde el primer momento mantuvimos una relación puramente erótica, apasionada y, sin embargo, totalmente blindada a las flechas de cupido. Demi era un espíritu libre que sólo pensaba en disfrutar al máximo todas y cada una de las oportunidades que la vida le ofrecía. Con un carácter agresivo, pero a la vez tremendamente subyugante, resultaba muy difícil resistirse a su atractivo y, aunque lo intenté, no pude renunciar a los juegos sexuales de aquella chica de estética gótica, oscura, que gustaba de la ropa negra y de todo lo relacionado con la muerte, incluso en el morboso diseño de su lencería.
Mi relación con ambas se complementaba a la perfección. Mientras, fijábamos la fecha de la boda. Iba a ser algo sonado. Angie tenía los contactos y yo el dinero. Le di carta blanca para que organizase a su antojo, y una tarjeta de crédito sobre mi cuenta. Ella preparó una fastuosa velada de despedida en la mansión de Palm Beach, mientras que yo, tuve a mi disposición las dos cubiertas del Galante II para mis últimas horas de soltero.
La noche elegida discurrió, entre las brumas del alcohol, por torrentes de lujuria, arrastrando los restos de cordura que el polvo blanco no cubrió. Entonces, cuando la mayoría de los invitados tenían muy mermada su capacidad para apreciar el «show», apareció la guinda del pastel: una preciosidad de rubio platino, vestidito negro de Prada y máscara veneciana con plumas de búho cubriéndole el rostro.
Sonaba «Never gonna give you up», de Barry White, y la «stripper» se acercó despacio, acompasando sus movimientos con el ritmo de la música. Se movió a mi alrededor, estrechando el cerco, hasta que el perfume de su piel se enroscó en mi cuerpo para hipnotizarme. Apoyó una pierna entre las mías, clavando el tacón de su «Manolo» peligrosamente cerca de mi entrepierna. Sus dedos dibujaron el descenso, desde lo alto de su muslo, hasta tocar los brillantes de una tobillera de Graff. Poco después, fue el vestido el que, gracias a un calculado movimiento de hombros y cadera, siguió el mismo camino. El conjunto interior era diseño de Huit en encaje negro. Cuando la «showgirl» desabrochó su top y lo sostuvo, evitando que cayera, un deseo incontenible se hizo dueño de todas mis facultades, pero cuando extendió los brazos y la prenda se deslizó al suelo, una sensación familiar me invadió, como si la visión de aquel cuerpo revelando sus secretos activase algún punto de mi memoria que no era capaz de identificar. En los últimos compases de la melodía, la chica me dio la espalda, se inclinó hacia delante, flexionó un poco su pierna derecha y sujetó el culotte por ambos lados. La fina tela de encaje se fue plegando hacia abajo con exasperante lentitud, al tiempo que descubría dos nalgas perfectas, que me desafiaban a un palmo de la cara. Sobre una de ellas, burlándose de mí, un trébol de cuatro hojas y, sobre éste, una delgada línea negra que surgía de las profundidades y se separaba, rodeando las caderas, para unirse de nuevo en el origen del mundo.
Mis labios se alargaban en forma de sonrisa, acompañando el ondulante movimiento giratorio del cuerpo de Angie que, poco a poco, alineaba su ombligo con mi frente.
En ese punto exacto se congeló la sonrisa, dejando una mueca extraña en mi rostro de piedra. A escasos centímetros de mis ojos, una calavera sobre dos tibias cruzadas, en encaje blanco sobre un minúsculo triángulo de seda negra, se reía de mí a mandíbula batiente.
Justo en aquel instante de promesas infinitas, todo desapareció como si no hubiera existido. Nunca llegué a ver la piel que había bajo la seda. Angie desapareció de mi vida aquella noche. Igual que todo el dinero de la cuenta bancaria. Igual que Demi y todo su guardarropa en blanco y negro.
A pesar de todo, no puedo dejar de aplaudir la jugada. Jamás le hubiera dado acceso a mis datos a Demi, y Angie habría tenido que esperar hasta legalizar nuestra situación, una vez casados. Juntas tuvieron éxito en lo que por separado habrían fracasado. Mientras le vendía mi alma al diablo, un ángel robaba mi corazón… y mi dinero.
Pero algún día las encontraré… y entonces…