lunes, 27 de febrero de 2017

Lily Mod 7. Geminoid

 
—Tienes que venir conmigo, Lily… No puedo hacerlo solo.
 
—No les debes nada, Ebisu. Creen controlar la situación, pero sus propias obsesiones se volverán contra ellos… Solo hay que esperar. Confía en mí.
 
La brisa marina refrescaba la noche sofocante de Odaiba y Ebisu agradecía estar allí, en el pequeño malecón de la cantina. Una mirada de soslayo al interior le confirmó que sus nuevos «socios» no les prestaban la menor atención, enfrascados en su propia diatriba contra el mundo.
 
—No lo entiendes… Esas dos ratas son lo que menos me importa… Necesitamos ese suero, Lily. Y necesitamos los drivers de tu sistema operativo. Mucho me temo que son exclusivos. Sin eso, nunca alcanzarás la libertad definitiva… Puede que el tuneado que te han hecho te permita salir a la calle sin que la RP sepa de tu existencia… pero, sin el suero, tu parte orgánica acabará muriendo y… no sabemos cuánto tiempo te queda de…
 
—¿De vida?... Pues entonces ya soy libre, Ebisu… Porque soy como tú. Ambos desconocemos el tiempo que nos queda de… vida.
 
Mientras hablaba, inquieto, Ebisu no podía evitar las miradas furtivas hacia los dos tipos que discutían en el salón de la Chalmu's Cantina. Era la tercera vez que se encontraban allí. En la primera ocasión había quedado, de facto, decidida su extraña asociación y, en la segunda reunión, había tratado de explicarles lo complicado de la empresa encomendada: tuvo que ir con pies de plomo mientras llevaba a cabo sus pesquisas. El sistema de seguridad de la multinacional era prácticamente invulnerable pero, por suerte, un programador, aun siendo de tercer nivel, tenía la ventaja de estar dentro y conocer los canales menos protegidos. A lo largo de esas semanas de trabajo, introduciendo un troyano en el sistema de facturación, había conseguido desencriptar algunas claves de usuario de nivel superior, obteniendo acceso a la información que buscaba: la mención a un proyecto de alta seguridad, clasificado con el nombre en clave «Geminoid», que se llevaba a cabo, en total secreto, en el CID, el Centro de Investigación y Desarrollo. Todos los datos de programación, configuración y síntesis del suero, estaban allí.
 
—¡Imposible!—había sentenciado ante sus «socios»— Necesitamos credenciales, claves de acceso, patrones biométricos para entrar y, por si fuera poco, absolutamente ningún dato puede salir del CID, ya sea en unidades USB, discos compactos, correos electrónicos o lo que se os ocurra.
 
—Y en micropelo—había sugerido Yusuri.
 
—Negativo. Cada vez que entras, se registra una lectura de masa de todo lo que atraviesa la célula en ese instante, y tiene que coincidir al yoctogramo con lo que sale. Por lo demás, el sistema informático carece de comunicación con el exterior, no hay forma de enviar información alguna. La única y absurda manera sería acceder a ella y memorizarla.
 
—Memorizarla dices… Entonces no hay problema—había intervenido Hisoka, sonriendo enigmáticamente.
 
Un segundo, había tardado Ebisu en procesar la información.
 
—No…, ni hablar. Ni se te pase por la cabeza… No puedo meter ahí a Lily.
 
—Estás pensando en ella como lo que era…, no como lo que es. De las credenciales y los patrones me encargo yo. En cuanto a la vigilancia, creo que Yusuri podrá hacer algo. Será una empleada más. Solo falta que tú hables con ella, la metas dentro y… la conectes al sistema.
 
Ebisu había pasado varios días sin dormir desde entonces. Todo lo sucedido en las últimas semanas, daba vueltas en su cerebro, en alocado torbellino de ideas encontradas. En aquellos momentos hubiese dado lo que fuera por volver a su mundo de soledad. Ahora…
 
Desde el malecón se podía ver la inmensa silueta del viejo Gundam recortándose contra el cielo grisáceo, guardián silencioso de la era tecnológica, cuando Odaiba se ponía a la cabeza del mundo. O el sibilante sonido del mono-raíl penetrando en el Rainbow Bridge para atravesar la bahía. Cien años atrás, desde aquel mismo lugar, todavía podía contemplarse la puesta de sol tras el monte Fuji. Ahora, colosos de metal unían sus brazos entre islas artificiales y ascendían en infinita sucesión de reflejos hasta donde alcanzaba la vista.
 
Ebisu se volvió hacia la Call-Girl. Quiso acariciar su rostro, pero no lo hizo.
 
—Lily… Esos pensamientos impuros… Esas ideas salidas de la nada de las que me hablaste… ¡Escapaste a su control! ¿No lo entiendes?... ¡Eso es lo que ha fallado! Su objetivo no era crear un super-robot, sino crear un super-humano. Un cerebro embrionario, programado desde su nacimiento y en un cuerpo inmortal. Imagínate las posibilidades… No es de extrañar que a esos dos les estén haciendo los ojos chiribitas. Pero por alguna razón desconocida, ese cerebro «fabricado» pudo, aún limitado, tomar conciencia y… rebelarse. ¡No fuiste la primera, Lily! Lo debieron de ver jodido para tomar la decisión de abortar el proyecto y eliminar todas las unidades… Sólo faltas tú… O eso que nosotros sepamos… Si tenemos que conocer esos datos no es para saciar el ansia depredadora de esos cretinos, sino porque puede que esto sea el principio del fin de la RP.
 
—Entonces… más que de libertad, estamos hablando de control.
 
—Las dos caras de la misma moneda.
 
—Más bien la misma cara de todas las monedas, porque se trata, no de eliminar ese control, sino de sustituir a quien lo ostenta.
 
—Aprendes rápido… Está claro que la RP comprendió al instante la amenaza que representabais.
 
Lily sonrió con ternura y después,  bajó la mirada. Una pequeña arruga se formó entre sus cejas.
 
—No puedo volver allí, Ebisu… Es como si una fuerza extraña me advirtiese del peligro…
 
—¡Vaya!, alguien diría que eso es intuición femenina… Pero, Lily…, yo estaré contigo ahí dentro…—Por alguna razón que ni él mismo comprendía, Ebisu reprimía el deseo de tocarla, de abrazarla—. Y nuestros amigos nos sacarán.
 
La Call-Girl levantó el rostro, y fijó sus ojos, de un azul de ciencia-ficción, en los ojos de su amigo. Ebisu leyó en su alma artificial.
 
—Nos sacarán, Lily… Tú eres su recompensa.
 
—Tengo la… sensación de que, si hay algún problema, será malo pero, si no lo hay… será peor.
 
—Eso tiene un nombre… Se llama miedo.
 
Esta vez, al girarse, Ebisu captó la mirada de Hisoka desde el interior, medio oculta por el humo de los kiseru. Una mirada cargada de intención, entre interrogante e intimidatoria. Ebisu tenía la certeza de que, ocurriese lo que ocurriese en las próximas horas, ya no había marcha atrás.
 
 
No dejaba de ser curioso que, en una de las primeras megalópolis del planeta, junto a los biplaza aéreos skydrive y los trenes de levitación magnética, todavía compartiesen la red de transporte muchas de esas antiguas vías férreas que unían la capital con las aisladas prefecturas del norte. Y no era extraño encontrarse a un aerotaxi de sofisticado diseño, recogiendo a los pasajeros de un obsoleto convoy herrumbroso repintado de graffitys.
 
La luz del amanecer comenzaba a pintar de ámbar las copas de los árboles cuando, de uno de aquellos trenes, en el solitario andén de Ashio Dozan, se apeó un pintoresco cuarteto. Dos de los individuos vestían uniformes de operario. Uno de ellos, de aspecto huraño, nariz prominente y ojos minúsculos, portaba un maletín de trabajo. El otro, de pelo alborotado y gafas protectoras en la frente, cargaba sobre el hombro una bolsa de viaje de mayores dimensiones. Junto a ellos, otro tipo bajito y rechoncho con un portafolio y una joven pelirroja cuyo atractivo natural no lograban ocultar ni los kanzashi que recogían su pelo ni el sencillo traje masculino de chaqueta que vestía.
 
El peculiar grupo descendió la escalerilla y permaneció en el andén del apeadero, en silencio, como esperando una señal que decidiese su próxima acción. Cuando el convoy partió, dejó de ocultar la oscura silueta de un edificio de grandes proporciones. Una masa grisácea que destacaba contra el verde intenso de las colinas, otrora contaminadas por el ácido sulfuroso de las plantas de fundición, pero que se mimetizaba perfectamente entre las torres abandonadas de aquella ciudad fantasma, antiguo enclave minero agotado hacía siglos.
 
Nada hacía suponer que el lóbrego corredor subterráneo que partía de la pequeña estación ferroviaria, era en realidad el acceso al más moderno centro tecnológico de la Robotic Pleasure.
 
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lunes, 13 de febrero de 2017

Mala fama 3. Moule Rouge


Hubo un tiempo en el que a Nelson le salió la vena emprendedora. Coincidió con aquel momento en el que tuve que dejar Madrid y él, amigo fiel desde el principio, o bien no quiso dejarme marchar o bien vio en ello la oportunidad de cambiar y, aunque su propuesta no fuera demasiado innovadora, por mucho que él pretendiera disfrazarla de un sofisticado «mixing» de sexo y hostelería, he de reconocer que, dadas las circunstancias, era lo mejor que tenía. Incluso consiguió que otras tres chicas se unieran al proyecto.
 
El hasta entonces regente del bar Quito, propuso buscar un pueblo tranquilo, cercano a una carretera transitada, y abrir un «club» de citas con barra americana y otra de coctelería . «El mejillón colorao» pensaba llamarle, imbuido aún por la nostalgia de su receta más señera. Aunque Ninette, que había hecho sus pinitos como bailarina en el Folies Bergère, sugirió el nombre de «Moule Rouge», que viniendo a decir lo mismo, sonaba más chic. Vamos, que era como cambiar una mejillonera donostiarra por un cabaret en el Boulevard de Clichy.
 
Así, a finales del verano, nuestro «jefe» echó la chapa del bar de tapas y, los cinco en su vieja Volkswagen azul celeste, nos lanzamos a la travesía del proceloso mar de la aventura. Si les parece una imagen hortera, imagínense al ecuatoriano con camiseta de rayas horizontales y pañuelo rojo al cuello. Siempre gustó de la estética y el ambiente marinero, y nadie le dijo que se parecía más a un miembro de los apaches parisinos. De haber incluido para nosotras unas boinas y medias de redecilla, hubiéramos podido pasar por un autobús de putas francesas venidas por Irún desde el viejo Montmartre.
 
Quizás fue eso lo que empujó a Nelson a tomar la ruta de los Pirineos, que hubiera cruzado, llevado por su afán aventurero, de no ser porque tropezó con un curioso pueblo, que parecía habitado por hombres tan sólo y que nos recibió como si el mismísimo Titanic hubiese hecho entrada en el puerto de Nueva York. Sólo faltó que el alcalde nos entregase las llaves de la ciudad… y las de su casa. Así las cosas, pensamos que aquel era un sitio inmejorable para asentar nuestro «mejillón»
 
Nos dieron alojamiento y nos trataron como a reinas, hasta que conseguimos un coqueto local aledaño a la Plaza Mayor.
 
Pensamos que, no habiendo ninguna gachí en el pueblo, aquello iba a ser pan comido. Cuan equivocadas estábamos. El primer día organizamos una fiesta de presentación. Nelson no reparó en gastos e incluso improvisó un pequeño discurso, vendiendo el producto que se dice, poniendo claras las tarifas y demás. Quería convertir aquello en un negocio serio, decía. Para nosotras por lo menos, nunca había sido una broma. La velada fue todo un éxito. El alcohol, a cuenta del jefe, corrió como un río… Pero no así el sexo, y eso que abrimos la veda en cuanto notamos calentito el ambiente. Los lugareños, una vez lleno el buche, fueron desfilando a sus casitas sin más. Como mucho, alguno se apretó un magreo con Maca, la mulata de Maracaibo, que se había operado las tetas.
 
Al día siguiente, cuando llegó al pueblo un autocar cargado de mujeres, comprendimos que el caluroso recibimiento de la jornada anterior no había sido más que una equivocación. Confundieron nuestra llegada con la que esperaban y, supongo que fue la charla materialista de Nelson lo que les advirtió del error. Luego que la «caravana de mujeres» se instaló y tuvo lugar el baile y reparto de solteros, ya nada quedó para nosotras en aquel pueblo. Recogimos los faldones y, tal como llegamos, nos fuimos.
 
Decepcionado, Nelson había perdido el norte, así que volvimos grupas hacia el sur. Ya en tierras de Aragón, localizamos un pueblo de más envergadura, población mixta y, sobre todo, sin un «putiferio» en muchos kilómetros a la redonda. Esta vez escogimos una casa en las afueras, que, aun pareciendo la mansión de «Psicosis», resultó bastante acogedora. Los dos primeros meses, hicimos buena hucha. Nelson agitaba la coctelera en la barra horizontal, Maca y Ninette hacían su numerito en la vertical, y Amanda y yo hacíamos las felaciones públicas… Perdón, las relaciones públicas.
 
Lo cierto es que todo salió a pedir de boca y, a los pocos días, el elenco masculino local estaba comiendo en nuestra mano. El cartero siempre llamaba dos veces a nuestra puerta. Una para entregar el correo y otra para tomarse un café y algún extra en la cocina. El médico, atendiendo a su celo profesional, nos chequeaba una vez por semana y no dejaba cavidad corporal por explorar. El alcalde electo vino a izar su gallardete y se fue con la bandera arriada. Hasta el cura párroco quiso hacernos comulgar y salió probando el pecado que vino a exorcizar.
 
Sin embargo… No estábamos solas, y lo descubrimos tarde. La noche de San Valentín, ante la mansión de Psicosis apareció una larga hilera de antorchas humeantes. En realidad eran linternas de camping, pero el espíritu de Norman Bates impregnaba nuestra psique. Poco a poco, iban llegando a nuestros oídos los gritos y los lemas entonados «¡Putones, largaros, venimos para echaros! ¡Maridos, puteros, pendones verbeneros! ¡¿Cornudas? Amén, y al cura que le den!» Naturalmente, no nos quedamos a esperar a aquella horda de amas de casa empuñando sus sartenes. Salimos por la trasera y luego por la tangente, hasta la comarcal, que ya nos daba hasta miedo circular por la nacional con la Camper celeste de Nelson.
 
Dicen que a la tercera va la vencida, y así debió de ser cuando, algunas semanas después de vagar de un lado a otro, conseguimos instalarnos en un barrio nuevo de un viejo pueblo. La población iba en aumento y tenían que habilitarse nuevas viviendas. Esta vez no podían echarnos, pues éramos las pioneras —el barrio no tendría «super», pero sí «puticlub»—y, por otro lado, llegarían hombres y mujeres, casados y solteros… pero de uno en uno o, a lo mucho, de dos en dos.
 
Durante dos años, el pueblo creció y el barrio se llenó. Nuestro pequeño Moule Rouge, con sus grandes letras rojas en la marquesina, se convirtió en un vecino más. Nuestra clientela era de lo más variada, tanto local como foránea, pero en ningún caso llegaban aquí por error ni contra su voluntad… o la de otros. Fueron dos años tranquilos, muy lejos de los oscuros días de Madrid, y el trabajo se convirtió en arte, porque se hacía con placer.
 
Se puede decir, de una forma poética, que aquella aventura terminó con la visita de la diosa Fortuna. Pero claro, nosotras, que somos más putas que poetas, no sólo la invitamos a pasar, sino que la metimos en nuestra cama. Y ese fue el epílogo, porque dicen que la que es puta, es puta, y lo es para toda la vida, y aunque podría discutirse mucho sobre la veracidad de tal afirmación, al cabo de aquellos años, teniendo todas las posibilidades y una vida por delante…
 
Ninette se casó con un señor de Murcia, creo, que le traía gardenias siempre que venía a verla. Él estaba encandilado con su acento parisino y su culito prieto de bailarina y ella, con sus millones… de cualidades y valores… negociables.
 
Maca, la venezolana, puso una frutería de productos tropicales. Muchos clientes echaron de menos sus encantos y se hicieron consumidores habituales de mangos y papayas sólo por el placer de verlos de cerca. Y me refiero a sus encantos. A ella, que nunca fue remilgada, le gustaba más que palpasen su fruta madura a hacer buena caja al final de la jornada.
 
Amanda se metió en política y obtuvo grandes logros precisamente sacando su pasado a la luz, abogando por una total transparencia y un «no» a la discriminación. Hasta que el poder la sedujo y, además de su cuerpo, tuvo que vender su alma, o lo que quedaba de ella.
 
Nelson, por su parte, intentó mantener el negocio a flote y contactó con mafias de la trata. Fue entonces, después de chapotear en el barro, cuando mejor llegó a conocerse a sí mismo. Liberó a las chicas y se compró un camión. Le puso mi nombre, Felicia, y lo pintó de azul, como el mar.
 
En cuanto a mí, siendo honesta, le había cogido gusto al oficio y, aunque estaba harta de la vida provinciana, no quería volver a Madrid, así que, una vez disuelta la compañía, me afilié al S.L.L., Sindicado de Lumis Liberadas, y marché para Barcelona, allí donde «la bossa sona»
 
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