lunes, 10 de septiembre de 2018

Arandedo 7. El destino

 
Suso corría veloz por el interminable prado cubierto de manzanilla. Sudaba y jadeaba violentamente. Las diminutas flores esparcían su aroma al ser aplastadas. No sabía cuánto tiempo llevaba corriendo, pero cuando llegó a la orilla de un tranquilo y cristalino lago, frenó en seco. Durante un rato contempló cómo el agua reflejaba el intenso verde de la espesura, hasta que, con un repentino impulso, se metió en ella y siguió andando, sin detenerse, hasta sumergirse totalmente. Buceó hacia la oscuridad, penetrando en las profundidades del lago, donde le esperaban los restos de un pequeño pueblo, anegado por las aguas, y que él conocía muy bien. Se le estaba terminando el aire. Una casa grande, de color blanco, llamó su atención. Avanzó hacia ella, se coló por una de las ventanas apartando las algas y recorrió todas sus estancias buscando algo frenéticamente. Le faltaba el oxígeno. Al fin, entre las cosas que flotaban a su alrededor, descubrió una preciosa muñeca de porcelana antigua cuyos ojos vidriosos le miraron con tristeza, como si pudiesen ver lo que antaño vieran sus ojos humanos. La apretó contra su pecho enamorado. Se ahogaba. Abrió los ojos y tomó una intensa bocanada de aire. Su corazón latía furiosamente. Entonces, sintió el blando contacto de la almohada, de las mantas... y se tranquilizó.
 
Su mente, aún nublada por el sueño, fue reaccionando poco a poco. Lo último que recordaba era estar tendido sobre un cómodo lecho, en casa de Xenia. Ahora también estaba acostado en un colchón de lana, pero indudablemente, la habitación donde se encontraba no era la misma. Al cabo de unos segundos, se percató de que se trataba de su casa, de su cama, de la cama donde había dormido desde que era pequeño. Pero entonces… ¿A dónde pertenecían todos esos recuerdos? ¿Podían no ser más que parte de un sueño, de un largo sueño...?
 
Pero no. De repente todo se volvió real. Un leve movimiento y, un latigazo de dolor en la pierna le hizo recordar. Saltó de la cama y se aproximó al quicio de la puerta, cojeando y llamando a gritos a su madre y a su abuelo.
 
Cuando consiguieron calmarle y hacer que se acostara de nuevo, Gumersindo Castelho se dispuso a contarle lo que había ocurrido: algo más tarde de la hora de comer, y cuando ellos comenzaban a preocuparse seriamente por la tardanza de Suso, uno de los vecinos de la pequeña aldea había llegado corriendo para comunicar el estado, a su juicio un tanto alarmante, en que había encontrado al joven cuando se dirigía a sus tierras de labor, muy cerca del pueblo. Sin tardanza alguna, acudieron al lugar que el hombre les había indicado, y allí, apoyada la espalda en un inclinado y robusto castaño, Suso parecía dormir plácidamente, aunque sus ropas estaban rasgadas, la piel llena de arañazos y una pierna cubierta por extraños apósitos. Intentaron despertarle, pero su sueño parecía muy profundo, así que, dado que se encontraban a poca distancia de la casa, cargaron con él y lo llevaron hasta ella, metiéndolo en la cama.
 
A pesar de los consejos y quejas de su familia, tras escuchar el relato de cómo y dónde lo encontraron, Suso no pudo resistir el impulso de abandonar de nuevo su lecho y salir renqueando hacia el exterior. ¡Tenía que volver! Fuera como fuera, tenía que volver, porque un extraño presentimiento nacía con fuerza en lo más profundo de su alma.
 
Ay Diosiño, fillo! Onde vas agora, tal como estás?—gritaba su madre angustiada desde la puerta, viendo cómo Suso cerraba tras de sí la cancela que daba al camino.
 
—¡Tengo que ir, madre! No te preocupes por mí y métete en casa... Ya volveré.
 
La voz de su madre se oía cada vez más lejos. Una vez más, pese al dolor, que le hacía cojear ostensiblemente, el joven campesino de Couto recorrió el camino que llevaba hasta el valle del Arandedo.
 
Quedaba poco para que oscureciese y la luz había mermado bastante, por lo que el bosque parecía ocultarse tras un confuso velo, haciéndose más tenebroso y opaco, con menos contraste, como si, poco a poco, se fuese difuminando para luego fundirse en la negrura más absoluta. Suso intentaba correr, pero la pierna herida le traicionaba haciéndole dar peligrosos traspiés. Por fin, pocos minutos más tarde de lo que normalmente tardaba en llegar abajo, escuchó el familiar fragor del agua en el estrecho cauce y divisó los prados a través de la tupida cortina de árboles, helechos y arbustos.
 
No esperaba encontrar nada en especial, y ni siquiera tenía la esperanza de ver a Xenia, sin embargo, tenía que ir allá, porque esa era la única forma de calmar su angustia. El haber despertado tan tranquilo en su casa, y el hecho de que su amada, de alguna misteriosa manera, le hubiese llevado hasta el cercano lugar donde le encontraron, quería decir que Xenia había transgredido las normas, y lo había hecho por él.
 
De pie sobre el improvisado puentecillo de madera y tierra apisonada, con los ojos y la boca muy abiertos, fatigado y sudoroso, Suso creyó sentir que su corazón se detenía por unos segundos al contemplar el valle. Allí delante, en el borde del prado, junto al regato, donde antes no había más que un exuberante suelo cubierto de trébol, surgía un imponente y esbelto chopo de corteza oscura y poblado follaje.
 
Era, sin duda, el más orgulloso de cuantos árboles crecían junto al arroyo. Su puntiaguda copa se balanceaba con altanería sobre todas las demás, y sus frondosas ramas vestían de gala un cuerpo que subía derecho hacia el cielo. Suso se acercó lentamente y, con mano temblorosa, acarició la áspera corteza. En ese momento, un hermoso gavilán de plumaje gris-azulado alzó el vuelo ruidosamente desde las ramas más altas, como si un estremecimiento hubiese recorrido de arriba abajo al silencioso chopo. Tan sólo entonces comprendió el joven campesino, en toda su trágica dimensión, las palabras de Xenia. Ahora tenían todo el tiempo del mundo para compartir en aquel valle, prisionero él de su propia condición humana, y ella de su alma vegetal.
 
Suso se acurrucó en las raíces del árbol como el perro fiel que se echa a los pies de su amo, apoyó la mejilla en su rugosa piel de madera y lloró mansamente mientras el día escapaba del Arandedo.
 
 
 
                                                               EPILOGO
 
Las astillas saltaron por los aires ante el certero golpe del hacha. El joven campesino cogió otro leño de la pila que tenía a un lado y lo colocó en vertical sobre el cepo. Situó un pie delante del otro, levantó la macheta por encima de su cabeza con las dos manos y, expulsando con violencia todo el aire de sus pulmones, la descargó con fuerza partiendo en dos, limpiamente, el trozo de madera.
 
A pesar de tener severamente prohibido jugar con las herramientas que tuviesen filo, no podía evitar la irresistible tentación de tomar prestada el hacha de vez en cuando. Le gustaba sentir el pulido mango resbalando entre sus dedos para que el hierro cayese pesadamente y casi sin esfuerzo, hendiendo la madera, y le gustaba jugar a ser poderoso y malévolo, blandiendo su hacha de guerra contra los enemigos invisibles que surgían de entre los árboles para destruirle.
 
—Morrerás, demo do inferno!—gritó el jovenzuelo al tiempo que se daba media vuelta con rapidez y, cogiendo el hacha con una sola mano, asestaba un certero tajo en la higuera que tenía a su espalda, cercenando uno de los prominentes nudos del retorcido tronco.
 
Oe, rapaz!—exclamó una voz desde el camino—. Seguro que a ti no te gustaría que te diesen un hachazo en la pierna.
 
El muchacho dejó caer la herramienta ruborizado, y se asomó al borde del huerto, que se elevaba algo más de un metro sobre el nivel del camino, desde donde le observaba un hombre de edad avanzada, elegantemente vestido con corbata de lazo y bastón.
 
—Pero... si sólo es una vieja figueira...—protestó tímidamente.
 
—No es sólo un árbol, hijo... Es un ser vivo igual que tú—le corrigió Suso Castelho mientras pasaba su mano por el nudo truncado de la higuera, que quedaba a la altura de su rostro en el borde mismo del huerto, apenas contenido por un viejo muro de piedra—¿Ves este líquido que rezuma por el corte que tú le has hecho? Pues ésta es la sangre del árbol... ¡Anda!, remedia algo del mal que has hecho: coge una bosta de vaca y unta bien con ella este tajo. De esa manera, cuando se seque, le servirá de protección y le ayudará a curar la herida. Muchacho... Por si no lo sabías, gracias a los árboles y al resto de la vegetación vivimos nosotros... No lo olvides, rapaz.
 
Antes de que el joven pudiese reaccionar, Suso Castelho siguió de nuevo su camino con paso firme, aunque apoyando su bastón en el suelo de vez en cuando para no dar un traspié. Un camino que conocía muy bien, ya que no pasaba un solo sábado, desde hacía más de cincuenta años, en el que no se levantase con el gallo, se vistiese con su mejor traje, se repeinase su ya canoso cabello, se atusase el poblado bigote, y saliese de casa silbando alegremente alguna cancioncilla, como si acudiese a la cita que esperaba ansiosamente durante toda la semana; o mejor dicho, durante toda la vida, porque nunca había dejado de acudir, hiciese mal o buen tiempo, fuese invierno o verano. Y era ésa una costumbre que no pasaba desapercibida a sus vecinos y al resto de la gente que le conocía, igual que su profundo conocimiento de la naturaleza, o el exagerado fanatismo con que impedía la tala de algún árbol que estorbase la apertura de un nuevo camino para los carros. Características que le habían costado más de un disgusto y algunos rencores, pero que también le habían convertido en un hombre extrañamente respetado por todos.
 
Apartó una larga silva con el bastón y continuó su paseo por un sendero que había permanecido intacto desde hacía muchos años y que serpenteaba por las laderas hacia el hermoso valle que constituía su santuario particular. En cierta ocasión, los restos de un huracán que venía de ultramar soplaron por aquella zona abatiendo los endebles chopos que crecían en el prado. Tan sólo uno, altivo y hermoso, permaneció en pie.
 
Suso Castelho cruzó las vivaces aguas del Arandedo como todos los sábados, se acercó al chopo y extendió un raído mantón a sus pies. Acto seguido, y como si formase parte de un viejo ritual, se sentó con la dificultad propia de los años, apoyando su espalda en la corteza del árbol. En ese momento, su cuerpo se relajó por completo y su rostro se iluminó con una inmensa sensación de paz. Alzó el rostro hacia las ramas que se movían en lo alto, mecidas por la suave brisa, y dejó que le hablasen al oído en un leguaje que, con el tiempo, había llegado a comprender.
 
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15 comentarios:

  1. Me encanta el epilogo y cómo habla en contra de la tala.

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    1. Me alegro que te haya gustado Boris. El epílogo es como el"poso" del relato, aquello que nos invita a reflexionar más allá del cuento
      Un abrazo amigo

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  2. A mí me ha dejado triste y esperanzador a la vez. Yo creo que cada vez hay más Susos que se encuentran a una Xenia que les enseñan a amar la naturaleza y a reconocerse en ella. Creo que esta es una de tus mejores historias, si no la mejor. La voy a echar de menos. Por suerte tengo un chopo cerca, que se ve desde la ventana de mi despacho, para acordarme de tu mensaje. Un beso muy fuerte

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    1. Hola Ana
      Espero que se te pase pronto ese deje de tristeza y que, cuando mires hacia el chopo desde la ventana de tu despacho veas, no solo a esa Xenia de alma vegetal, sino también a ese Suso tan humano que ha de creer en leyendas que den cuerpo a sus sueños.
      Muchas gracias Ana. Encantado de que te parezca uno de mis mejores relatos. Ha sido un placer compartirlo contigo
      Un beso enorme

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  3. Me ha gustado mucho tu relato, con tristeza me dejas,pensando que debemos amar la naturaleza y aprender de ella. Muy bueno.Un abrazo.

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    1. Muchas gracias, Mari Carmen, por tu fidelidad y comentarios a lo largo de este relato por capítulos. A pesar de ese poso triste, me alegra que te haya gustado. A fin de cuentas, de un forma u otra, todos somos parte de la naturaleza, no estamos por encima de ella y, eso cuesta comprenderlo a veces.
      Un fuerte abrazo

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  4. Tu epílogo me ha dejado un sabor agridulce, Isidoro, llevándome en el tiempo a aquel último episodio de David el Gnomo, en el que nuestro pequeño protagonista, su esposa Lisa y otro más de cuyo nombre no me acuerdo, se transforman en árbol al final de su vida para estremecimiento de nuestros jóvenes corazones. ¡Cómo ha cambiado el mundo! Antes nos enfrentábamos a la muerte de nuestros más queridos personajes con total naturalidad, como cuando murió el bueno de Chanquete. Ahora se lo piensan mucho no vaya a ser que los niños cojan una depresión. En fin. Me he ido por las ramas.
    Volviendo a tu relato, no sólo la "muerte" de Xenia me lleva a David. También lo hace su base claramente ecológica, escrita siguiendo las bases de las leyendas. Precioso relato con un muy buen final.
    Un abrazo, compañero. Echaré de menos a Suso y Xenia.

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    1. Hola Bruno
      ¡Es verdad! David el Gnomo, no me acordaba. Por algún rincón perdido debe andar mi viejo álbum de cromos de la serie. Quizás, aún sin haber sido consciente, ello haya influido en los derroteros que decidí darle a mi propio relato. Estoy convencido de que todos esos recuerdos de la niñez ocupan mucho más en nuestro subconsciente que todos los años posteriores. Si no, que se lo pregunten a Freud... Bueno, que yo también me voy por las ramas. Por cierto: estoy de acuerdo con tu reflexión. Muchisimas gracias por tus siempre interesantes comentarios y por tu fidelidad, no solo a esta serie, sino a este humilde blog durante tanto tiempo. Un fuerte abrazo, amigo

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  5. Hola Isidoro
    Veo que he llegado en la última entrada y claro me faltan las precedentes para entender el relato, así que poco a poco voy a leer las entradas anteriores.
    Un beso

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    1. Hola Conxita
      No te apures, se que a muchos de los que me leéis, os he pillado en otras ocupaciones, ja ja... Pero al haber comenzado la serie no quería posponer su continuidad hasta después del verano, para no cortar el ritmo de quién la estuviese leyendo. Te espero cuando tú quieras. Me alegro de leerte. Besos

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  6. Me ha encantado el epílogo con la evolución del joven Suso hasta convertirse en el hombre maduro, sensible a la naturaleza.
    Bien resuelta la serie Isidoro, con un final adecuado y si me apuras hasta hay un subtexto ecológico y respetuoso con el medio.
    En toda la serie completa dejas libre la interpretación con algunos hechos insólitos que dejan abierta la puerta de la imaginación. Buena mezcla entre la practicidad cotidianidad y laboriosidad de los hombres de campo, monte y bosque con los pies plantados en la tierra, y la creencia en las leyendas de seres sobrenaturales habitante de los bosques.
    El comienzo de este último capítulo, con el inicio onírico y el final del abrazo al árbol, tiene encanto mágico y lo has impregnado del hechizo del bosque.
    El final lo has resuelto con maestría, me ha gustado mucho más que si la historia de amor se hubiera resuelto con el clásico final feliz de la pareja unida, aunque creo que la esencia de Xenia está impregnada no solo en el bosque y en el chopo, sino que pasó a formar parte de la forma de ser de Suso.
    Que no se me olvide felicitarte por los dibujos (tuneados o no) que ilustran los capítulos. Me han gustado mucho todos.
    Te doy la enhorabuena por la serie Isidoro... ¡Ay que casi te llamo Suso!, y bueno, has sido el muchacho en los seis capítulo, y un poco tuviste (tienes), que tener algo del espíritu inquieto del chico mientras escribías sobre él.
    Un cariñoso abrazo Isidoro

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    1. Muchas gracias Isabel. Por los elogios y por tan estimulantes comentarios. En realidad no he hecho más que reflejar ese mundo rural gallego (al menos el de antaño), en el que esa laboriosidad y practicidad, conviven con arraigadas creencias en lo sobrenatural (o "intronatural", según se mire), que se mantienen por debajo del manto cristiano que lo cubre todo. Por otro lado, hay otro asunto, y es que Xenia, a pesar de su origen sobrenatural, basa todo su conocimiento en la naturaleza real (no hay conjuros ni magia en su saber) Esa aparente contradicción era un aspecto que quería destacar para llegar a la conclusión final.
      Yo suelo escribir la historia desde el final hacia atrás y, en este caso, aunque el final feliz podría haber quedado bien para el gusto romántico de algunos, no servía al objetivo, que era precisamente el que tú apuntas: el espíritu de Xenia pasa a formar parte de la personalidad de Suso.
      Muchísimas gracias por tus felicitaciones compañera. Es para mí todo un gusto y un privilegio, contar con tu tiempo y tus comentarios. De verdad. Y me alegro que te gusten las ilustraciones. En este caso, la foto la hice yo y luego la modifiqué con Photoshop.
      Hasta pronto. Un abrazo apretado

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  7. Oh!!! Felicidades Isidoro, creo que el final ha sido muy acertado aunque yo sea de finales felices jajaja pero te aseguro que el que tú le has dado es el mejor para la historia, está a la altura de todo el relato y de la evolución de los personajes. El epílogo, de acuerdo con Isabel es muy bueno, nos ayuda a ver la evolución y la vida de Suso que cierra el ciclo. Tarde he acabado, pero me ha gustado mucho.
    Besos.
    Pd ya volveré con las nuevas lecturas.

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    1. Pues, si me pongo a repasar todos mis relatos, no se puede decir que el final feliz sea el más habitual, ja ja. Pero bueno, alguno hay... Creo. En este caso, el epílogo, a mi entender, es casi más importante que el final. Tú has dicho el por qué. Te agradezco muchísimo, Conxita, el esfuerzo que has hecho para ponerte al día y comentarme todas las entradas de este relato. Es un gusto escribir con lectores así. También yo espero ponerme algún día al día, valga la redundancia, con las lecturas que tengo pendientes.
      Hasta pronto. Un beso enorme, compañera

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