Después de todo lo que había pasado esa mañana, a Suso no le parecía nada increíble el que un erizo le estuviera guiando para salir de aquel intrincado laberinto verde. Ella misma había querido acompañarle, pero como el joven declinara cortésmente su ofrecimiento confiando en su sentido de la orientación, Xenia envió al animal por delante con indicaciones precisas, diciendo que le ayudaría en su camino. Ayuda sin la cual, luego tuvo que admitirlo, no hubiese podido llegar al valle.
Mientras caminaba en pos del inatacable bicho, Suso recordaba con satisfacción aquellas palabras con las que la muchacha le confesaba el amor que sentía, y con indignación el no haber tenido valor para decir que a él le pasaba lo mismo, que veía su sonrisa hasta cuando dormía y que le importaba muy poco que fuese persona, cosa o vegetal. Y es que siempre era lo mismo. Cuando sentía verdaderos deseos de expresar algo muy importante, una especie de bloqueo imposible de superar sellaba sus labios e incluso su mente. En este caso, aumentado por el hecho de saber lo que ahora sabía y el miedo irracional que ello le provocaba. Lo único que le consolaba era la esperanza de un próximo día y una nueva oportunidad… Pero, eso sí, tendría que decirle algo, lo que fuese, con tal de no dejarla igual que esa mañana, triste, borrada la eterna sonrisa de su rostro, como si reflejase la frustración de no haber encontrado respuesta a sus confidencias.
Cuando el erizo desapareció entre unos matojos del camino, cumplida su misión, Suso siguió caminando sin volverse, y no lo hizo hasta que llegó a la parte más alta y despejada del sendero que ascendía por la colina. Desde allí contempló el aterciopelado manto verde que cubría el valle, tan sólo roto por una oscura y sinuosa línea en su centro. Fuera de su vista, encajados allá abajo, estaban los pastos del Arandedo; y más allá, en algún lugar oculto entre toda esa espesura, la casa y el mundo de Xenia.
Se obligó a sí mismo a continuar la marcha y, a medida que se acercaba a su aldea, al mundo conocido, sus pasos se iban tornando más decididos, consciente de que ahora compartía un secreto vedado para todo el mundo. A pesar de todas sus dudas, de todos sus miedos, se sentía tocado por algo especial. Algo que solo le concernía a él. Cuando se despidieron aquella mañana, Xenia le dio un cálido beso en la mejilla y le dijo que el Arandedo siempre estaría entre los dos, como la unión de dos valles y como la barrera de un río. Sus palabras no llegó a entenderlas, pero aquella caricia de sus labios sellaría por siempre un nuevo sentimiento.
No había transcurrido una semana y ya la vida del joven campesino había cambiado por completo. Gumersindo Castelho intentaba descubrir la razón por la que su nieto le había traspasado descaradamente el pastoreo matutino del ganado mientras él desaparecía todos los días, su madre estaba inquieta por la repentina pérdida de apetito que sufría y todo el mundo se sorprendía al oírle silbar mientras se acicalaba por la mañana, cuando antes siempre salía de casa cabizbajo y en silencio sin preocuparse lo más mínimo por su aspecto físico.
Algunos años atrás, cuando todavía era el pequeño de la casa, harto de las burlas y travesuras de sus hermanos mayores, se le ocurrió la idea de construir, en lo alto de un robusto cerezo del huerto, una pequeña plataforma de madera, cerrada por tres de sus lados y cubierta con un tejado de ramas y paja, a la que se accedía por una escalera de cuerda que Suso enrollaba cuando subía. Aquél sería el refugio de su intimidad y sus juegos durante mucho tiempo, hasta que sus hermanos se marcharon y él pasó a tener otras obligaciones propias de la edad. Ahora, después de un largo abandono, había vuelto a limpiar y a arreglar la plataforma, y pasaba horas enteras subido en ella, olvidando por completo los inventos y creaciones de madera que habían ocupado todo su tiempo libre hasta hacía poco.
Uno de esos días en que todo era distinto; uno de esos días en los que creía haber reunido el valor suficiente para declarar todo aquello que sentía, Suso emprendía de nuevo el camino que atravesaba el sotobosque de la parte alta y las profundas forestas que conducían al Arandedo, libre de la comparsa vacuna que antes guiaba hasta sus pastos. Pero ya no recorría el monótono y conocido camino de siempre, sino que disfrutaba de un paseo en el que descubría, a cada paso, nuevas maravillas de la naturaleza que había aprendido a identificar, como las malsanas campanillas violetas de la dedaleira, la euforizante valeriana o herva-dos-gatos, la xesta o retama negra, que inmuniza del veneno de la víbora a las ovejas que la ramonean, el ajenjo y la artemisa, buenos para abrir el apetito y regular el ciclo menstrual, la venenosa hierba mora, de flores blancas y pequeños frutos oscuros y arracimados conocidos como «uvas de can», y una infinidad de otras plantas que estaba harto de ver, pero que tan sólo ahora empezaba a conocer.
Una vez en el valle, Suso se sentó en la orilla del arroyo, con la espalda apoyada en uno de los orgullosos chopos y dejando que los pies rozasen levemente la superficie cristalina del agua, sin volverse hacia el sitio por donde sabía que llegaría Xenia, como si no quisiese dar importancia a un encuentro que esperaba con impaciencia desde el momento mismo en que decidió hablarle con toda franqueza mientras la acompañaba de nuevo hasta su casa a través de aquel bosque, mágico para él, maldito para el resto del mundo.
Esa mañana Xenia no apareció.
Había bastado un día sin la presencia de la joven en el Arandedo para que Suso tuviera tiempo más que suficiente de darse cuenta de lo imprescindible que le resultaba ya su compañía. Pasó en vela una interminable noche llena de obsesivas imágenes y angustiosas divagaciones, convenciéndose a sí mismo de que debía poner toda la carne en el asador de una vez por todas, porque lo que sentía era más fuerte incluso que su asumida y dominante timidez, y al día siguiente estaba de nuevo como un clavo en el pequeño prado, tan nervioso como el primer día de escuela.
Pero todo fue en vano, porque Xenia no dio señales de vida.
El tercer día de largas e infructuosas esperas, mientras daba vueltas como un animal enjaulado por los sitios que antes habían recorrido juntos, destelló en su cerebro el relámpago de una descabellada idea: ir en búsqueda del pueblo perdido. Sin embargo, una razonada prudencia la desechó de inmediato.
Durante mucho tiempo estuvo machacando su torturada mente, buscando una posible explicación al hecho de que su amiga no hubiese vuelto por allí; desde un accidente, una enfermedad o cualquier otro motivo que le hubiese imposibilitado salir de su casa hasta que, simplemente, y por algo que escapaba a su entendimiento, hubiese perdido el interés por su compañía. La única conclusión que pudo sacar era que todo aquello no podía terminar así, aunque tuviese que ir a buscarla en ese maldito bosque.
Esa noche, el suave murmullo de la lluvia le hizo conciliar el sueño con más facilidad, pero no consiguió evitar, a pesar de su persistencia, que acudiera a la cita de todos los días en cuanto un nuevo y triste amanecer hizo su aparición. Cubriéndose apenas con un apolillado paraguas, Suso ignoró la intensa humedad de las piedras y se sentó sobre una pared, con las rodillas pegadas al pecho, esperando, como si esa espera fuese un fin en sí misma, como si todo el sentido de la existencia se concentrase en ese valle. Sus ojos, hipnotizados por el rítmico golpeteo de las gotas de agua en las piedras, en las hojas, en su paraguas, parecían taladrar la neblinosa espesura en busca de una luz que iluminase la oscuridad de su alma.
Seguía lloviendo cuando el joven campesino, totalmente empapado y abatido, se encaminó de nuevo hacia su casa. Estaba seguro de que la muchacha no habría aparecido en una lluviosa mañana como aquella, pero él tenía que superar su propia prueba. Ahora, sabía lo que tenía que hacer.
El sol aún pugnaba con la luna por alumbrar una nueva jornada y la lluvia, que duró un día y dos noches, había cesado hacía rato, dejando que el cielo clareara limpio y diáfano mientras Suso bajaba hacia los prados. Al llegar al punto donde siempre se sentaba a esperar, se detuvo y levantó la vista hacia las ondulantes ramas de los chopos. Un ave rapaz surcó el aire velozmente a gran altura. Quizás fuese ésa la señal que estaba esperando, pensó Suso, y continuó hacia el lugar por donde, días atrás, se internaba con Xenia en un mundo distinto y misterioso.
No iba a ser aquella una empresa fácil pero, ¿acaso tenía otra opción?, se obligó a pensar antes de dar el paso definitivo. Le había estado dando muchas vueltas, sopesando todos los riesgos. Recordó lo que su abuelo le contara, las palabras de Xenia, la vuelta junto al erizo guía, pero al final prevaleció el hecho de saber que ella estaba en algún lugar no muy lejano, esperando quizás que él la encontrase. Con los escasos datos que conservaba en su memoria y un parco sistema para no perderse, Suso creyó posible la victoria contra la leyenda del bosque.
Nada más penetrar en la inquietante foresta, el joven trató de recordar, con la mayor nitidez posible, la dirección que había tomado Xenia el día que él la acompañara. Según caminaba, fue dejando un rastro detectable, por si, llegado el caso, tuviese que retroceder o recomenzar en otra dirección. Al principio no fue demasiado difícil pero, a medida que avanzaba, la cosa se iba complicando. Los enormes y frondosos castaños parecían todos iguales. Las setas, los líquenes, el musgo... surgían espontáneos por doquier, transformando los caminos y vistiendo los troncos de los árboles. Los leñosos carballos elevaban sus imponentes mástiles hacia el cielo en una confabulación secreta para ejercer su dominio sobre cualquier ser que invadiese su reino. El viento susurraba entre las hojas su monótono lamento. Poco a poco, la maleza se iba cerrando cada vez más a su alrededor y los helechos, húmedos aún por la lluvia caída, se acercaban más y más empapando su ropa.
Al llegar junto a un retorcido y centenario roble que le resultó vagamente familiar, corrió hacia una pequeña loma desde la que creía poder divisar la zona de la cañada, pero sólo encontró más bosque. Desalentado, volvió unos metros sobre sus pasos y, cuando levantó la vista del suelo, ya no vio la arrugada y peculiar cara del viejo roble que le había servido de ayuda. Desde aquel nuevo punto de vista no parecía haber ningún árbol especial, diferente a los demás. Su corazón quiso detenerse un breve segundo para luego comenzar a palpitar con más fuerza. Anduvo en círculos alrededor de varios árboles intentando recuperar la perspectiva inicial, pero todo fue inútil; la situación no hacía más que agravarse a cada paso que daba.
¡Ni siquiera llevaba en el bosque media hora y ya se había perdido! ¡Inaudito! El pobre campesino no sabía si enfadarse más consigo mismo por ser tan incauto a la hora de marcar el camino o por no haber sabido reaccionar cuando tuvo la oportunidad en casa de Xenia.
Consciente de que no le sería nada fácil dar con la aldea, supuso que si buscaba una ladera y caminaba siempre en sentido ascendente, llegaría a un punto de máxima altitud desde el que podría ver el arroyo que le conduciría hasta ella. Sin embargo, después de subir durante un buen rato, Suso se percató, por la inclinación del terreno, que la pendiente volvía a descender sin que la masa de árboles le hubiese dejado ver tan siquiera si había coronado la cima de la colina más alta o bien había otras elevaciones más importantes alrededor.
A partir de ese momento, Suso comenzó a notar que los nervios retorcían sus entrañas y un sudor frío empapaba su piel. Ya no seguía una ruta marcada, deambulaba desesperadamente entre los árboles, buscando, no ya la dichosa aldea, sino simplemente una salida de aquel endiablado bosque. De repente, en pocos minutos, el aire se volvió más espeso y húmedo, el cielo se oscureció y una densa bruma comenzó a deslizarse subrepticiamente entre la vegetación. Era como si todo ello formase parte de una horrible conspiración. La excitación de Suso pronto se convirtió en miedo; un miedo irracional que le hacía ver ojos penetrantes observándole desde la espesura, caras grotescas en las cortezas de los robles, retorcidas figuras diabólicas en sus ramas; un miedo que le erizó el vello y le hizo perder la poca sangre fría que le quedaba.
Se esforzaba intentando ver a través de la niebla, que parecía haber engullido incluso el trino de los pájaros o el roce de las hojas movidas por la brisa. Ahora estaba solo con el amedrentado latido de su corazón y la jadeante respiración de sus pulmones, intentando evitar los garfios leñosos que enganchaban sus ropas, las retorcidas raíces que surgían del suelo para atraparle, los miles de dedos vegetales que querían tocarle y pegarse a su piel.
Corría alocadamente, sin rumbo ni dirección fija, volviendo la cabeza de continuo, hasta que, de repente, notó que algo bajo sus pies se movía y lo llevaba al fondo de un escarpado terraplén oculto bajo la niebla. A partir de entonces, sólo hubo oscuridad.
Pasó un buen rato hasta que Suso recuperó la suficiente consciencia como para darse cuenta de su situación. Se liberó torpemente de las zarzas que se habían enganchado a su ropa en la caída e intentó erguirse, pero en cuanto apoyó el peso del cuerpo sobre su pierna izquierda, un dolor lacerante le hizo caer de nuevo. Después de eso, el pobre campesino ya no hizo ningún esfuerzo por levantarse. Se quedó tumbado en el lecho de silvas y ortigas, ignorando la urticaria que éstas le habían producido en diversas zonas del cuerpo. Muy cerca de él, un pequeño insecto hacía vibrar una telaraña con sus agónicos movimientos, sacudiendo las minúsculas gotas de agua que habían transformado la mortal trampa en un rosario de finas perlas. No pudo evitar un escalofrío al pensar en la poca diferencia que existía entre la desdichada víctima y él mismo. Había puesto demasiado interés en que nadie supiera a donde iba todas esas mañanas y aun cuando lo echaran en falta, nunca supondrían que se hallaba en ese recóndito lugar, desconocido y maldito para todo el mundo.
Perdido, herido y sin esperanza alguna de ayuda, Suso sintió que las fuerzas le abandonaban, como si el bosque influyera letalmente en su ánimo y le hiciera vivir una pesadilla de la que era imposible salir. Una pesadilla en la que, hasta los recuerdos más agradables le martirizaban, en la forma de una familiar silueta que se dibujaba en la bruma.
No sé qué me ha gustado más, si la aventura o la forma de contarlo. Me ha gustado mucho cómo va cambiando la percepción de la naturaleza al compás de los sentimientos. Al principio, como está lleno de amor por Xenia, va distinguiendo las plantas curativas: “las malsanas campanillas violetas de la dedaleira, la euforizante valeriana o herva-dos-gatos, la xesta o retama negra, que inmuniza del veneno de la víbora a las ovejas que la ramonean, el ajenjo y la artemisa, buenos para abrir el apetito y regular el ciclo menstrual, la venenosa hierba mora, de flores blancas”. Parece poesía. Luego, la espera, la angustia, la búsqueda hasta perderse, el miedo, transforman la naturaleza en un bosque amenazante : “Las setas, los líquenes, el musgo... surgían espontáneos por doquier, transformando los caminos y vistiendo los troncos de los árboles. Los leñosos carballos elevaban sus imponentes mástiles hacia el cielo en una confabulación secreta para ejercer su dominio sobre cualquier ser que invadiese su reino. El viento susurraba entre las hojas su monótono lamento. Poco a poco, la maleza se iba cerrando cada vez más a su alrededor y los helechos, húmedos aún por la lluvia caída, se acercaban más y más empapando su ropa”. Es precioso, Isidoro. Me está encantando esta historia. Y Suso me enamora. A ver el siguiente capítulo.
ResponderEliminarUn beso y felices vacaciones😊
Hola Ana
EliminarSiento haber tardado, he he estado unos días desconectado, ya sabes, y los relatos se han ido publicando porque estaban programados, ja ja. Ahhhhhh, el verano. En fin, ya terminó, y empieza la vuelta al cole, jaaa
Me encanta que te encante, de verdad, porque es una historia sin pretensiones, de amores inocentes y magia de cuento infantil. Eso si, que he disfrutado mucho escribiendo y ya te puedes imaginar por qué. Terminara casi al mismo tiempo que el verano y solo espero que a los incondicionales que la habéis seguido, os deje el grato recuerdo de una deliciosa lectura veraniega. A ti, agradecerte tu siempre estimulante presencia, para mí un imprescindible después de estos años. Aunque lo parezca, esto no es una despedida, solo un, ¡Hasta el próximo comentario!ja ja
Un beso enorme
Me encanta como describes esta historia de Suso y Xania. Cómo describes las plantas y se vé que las conoces. Ese amor que le tiene y hace que le espere a pesar de la lluvia. Perdido en el bosque pasa por esa oscuridad y ha caído en esa espesura que parece que algo bueno le ocurrirá en el próximo capítulo. Eso espero por que lo malo le ha pasado ya. Un abrazo.
ResponderEliminarHola Mamen, perdón por no haberte contestado antes... Ya sabes, todos necesitamos desconectar un poquito de vez en cuando. Me alegra mucho que te esté gustando el relato y que me acompañes con tus siempre amables comentarios. No es que conozca muy bien las plantas medicinales, pero reconozco que es algo por lo que me he interesado en alguna ocasión, y algo queda. El resto, documentación, ya sabes, ja ja
EliminarUn fuerte abrazo, compañera y en breve te leo de nuevo
No la pasa nada bien Suso en el bosque, espero que le pueda declarar a su amor a la chica y encuentre el valor para hacerlo.
ResponderEliminarUn placer leerte por aquí, Boris. Muchas gracias por tu comentario y por seguir la historia. Espero que te esté gustando
EliminarUn fuerte abrazo
¿Qué tal Isidoro? ¿Cómo llevas este mes de agosto?
ResponderEliminarBueno, de este cap. de la esupenda serie destaco tres cosas:
1.- Que ya empieza a asomar la magia pura y dura (el erizo-guía acorazado que enseña a salida del bosque encantado a Suso)
2.- El conocimiento del bosque de Xenia, de Suso y sobre todo del padre de las criaturas (Isidoro Valcarcel), quien tuvo que estudiar sobre yerbas y demás hierbas para ponerlas a disposición del relato.
3.- Y lo que más me ha gustado, el clima o climax que has logrado cuando el muchacho se perdió, reminiscencia de los cuentos infantiles de bosques encantados donde las ramas secas y de espino agarran a quienes osan penetrar en el umbrío bosque encantado. ¡Qué bien contada esa parte compañero!
Y bueno… a ver que pasa…
Hasta pronto.
Hola de nuevo Isabel
EliminarLas vacaciones son necesarias, pero lo cierto es que, volver es un gusto... Para esto claro. Además, he dejado los episodios del relato programados, para no hacer un corte veraniego en la historia... Bueno, como voy retrasado ya te has leído el siguiente capítulo, así que solo decir, aunque este mal que yo lo diga, que estoy de acuerdo con tu apreciación sobre la parte en la que Suso se pierde en el bosque: es lo mejor!! Y me ha quedado muy bien, a que si?, Ja ja. Concretamente estoy satisfecho, más que por la imagen irreal y tenebrosa, porque creo que resulta bastante verosímil la forma de perderse en el bosque y como gestiona Suso la situación.
Bueno, un abrazo, compañera. En breve nos leemos
Vengo algo atrasado de las vacaciones, así que salgo ahora mismo para el próximo capítulo. Allí nos vemos, Isidoro.
ResponderEliminarSin problema compañero, que así estamos todos, ja ja
EliminarUn abrazo
Emocionante y angustiosa esa búsqueda y pérdida en el bosque, consigues transmitir la desorientaciòn y el miedo perfectamente.
ResponderEliminarSigo a ver qué nos depara el siguiente capítulo.
Besos
Precisamente quería una sensación lo más real posible de esa desorientación y perdida en el bosque. Me alegro mucho que te haya gustado, Conxita. Un fuerte abrazo
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