lunes, 26 de febrero de 2018

Gatos de hojalata I (Primera parte de dos)

 
Se abrieron las cortinillas de encaje y el rostro de una mujer joven, de pelo ensortijado y cobrizo, se dibujó en el cristal de la ventana, enmarcado por surfinias y petunias.
 
La llovizna empapaba las calles y el cromatismo propio de la plaza en los días de mercado se difuminaba con el gris de la mañana, aunque eso no había impedido a los Champfleury, siguiendo una costumbre ancestral, instalar su carromato de hortalizas en el lugar habitual, frente a Saint Dominique.
 
«Le chat en étain» todavía tenía la verja echada y, en la penumbra de su interior, decenas de personajes metálicos observaban el paso del tiempo a través de los escaparates, esperando a quien los adoptase por unas monedas. Entre ellos, en una vitrina, el más viejo de todos. El único que no estaba en venta. El único que, si tuviera memoria, recordaría aquellos versos.
 
«Tengo un gato de hojalata
que es muy presumido
y para cenar con su gata
va siempre muy bien vestido.
 
Cuando mi gato tiene hambre,
busca alguna ratonera
para los bigotes de alambre
mover así a su manera.
 
Una raspa de sardina
a su novia ha regalado
y como es ella tan fina,
un peine se ha fabricado
 
La boda fue en el tejado,
dormido el sol en su cuna,
y del amor declarado,
solo testigo la luna»
 
La coplilla se repetía en mi mente una y otra vez, al mismo ritmo que los postes del tendido eléctrico pasaban ante mi vista. Llevaba muchos kilómetros al volante del viejo R5 y mis pensamientos se habían reducido a esa especie de mantra hipnótico.
 
Tenía catorce años cuando la escribí. Se trataba de un ejercicio de pronunciación para Véronique, que se había empeñado en aprender castellano. Su sueño era montar un hotel y, en ese proyecto, su aptitud para los idiomas era un potencial importante que podía aprovechar. Ella sabía que mis padres, en casa, hablaban en su idioma natal, por lo que yo podía ser un digno maestro a pesar de mi edad y, junto al inglés de la escuela y las conversaciones cruzadas con los jornaleros austríacos, aportarle unos conocimientos nada despreciables.
 
En cierta ocasión, le pregunté por su interés en particular hacia el español y me contestó, medio en broma, que, aunque su destino fuera París, no descartaba una temporada en Marbella. Yo, por entonces, ni siquiera sabía dónde estaba aquella ciudad y ella, con una sonrisa burlona me dijo: «dans la côte du soleil, mon petit naïf»
 
“The last that ever she saw him
Carried away by a moonlight shadow
He passed on worried and warning
Carried away by a moonlight shadow
Lost in a riddle that Saturday night
Far away on the other side»
 
El último tema de Mike Oldfield sonaba en el auto radio y el sol otoñal, velado por la bruma, descendía de su cénit, mientras ondulados prados de un verde intenso eran sustituidos por tupidos bosques de castaños y robles. Muy atrás quedaban las tierras yermas de Aragón. Aquellas que mis padres tuvieron que abandonar de forma forzosa, después de la guerra.
 
Ellos eran muy jóvenes para tomar parte activa en la contienda, o incluso para tener conciencia política; pero sus familias, como si de unos  «Montesco y Capuleto» se tratase, siempre habían estado enemistadas. Ante aquella relación, aprovecharon la coyuntura represiva de la postguerra para, mediante falsas acusaciones, convertirlos en objeto de persecución del «programa de limpieza» del régimen.
 
Un tío de mi padre les ayudó a cruzar los pirineos y buscar refugio en el sur de Francia. Los primeros tiempos fueron difíciles; él como bracero, dentro de las «Compañías de Trabajadores Extranjeros» que controlaba la gendarmería, y ella como sirvienta en las casas del lugar. Pero los años de la guerra en Europa pasaron más o menos tranquilos en aquél rincón apartado de la «Francia libre» de Vichy, dónde únicamente se atendía a sobrevivir.
 
Cuando yo nací, en el 53, mi madre tenía treinta años, y los dos trabajaban en la propiedad de una acomodada familia de la Dordogne. Por eso mi infancia transcurrió entre dos mundos. Tenía amigos españoles, franceses y belgas. Mis padres me hablaban en castellano y yo hablaba en francés.
 
Ocupábamos una casita aneja a la de los Bonnaterre, a un par de kilómetros de Mompazier, el centro de mercado del departamento. Véronique vivía en la propiedad de al lado. Sus padres tenían una granja de ocas bastante grande, pero la casa familiar lindaba valla con valla con la que nosotros habitábamos.
 
Desde mi cuarto podía ver el jardín trasero, a donde daban los ventanales de su cocina. Allí había un castaño enorme y, bajo él, un columpio de madera. No sé si era la luz del sol en su pelo bermejo, su vestido ligero ondeando al vuelo o el perfume de jazmín que su balanceo traía hasta mi ventana, pero cada día, al atardecer, esperaba oír el familiar crujido en las ramas del árbol centenario. Entonces, oculto en la penumbra, me quedaba contemplándola, adormecido por aquellas sensaciones.
 
«The trees that whisper in the evening
Carried away by a moonlight shadow
Sing a song of sorrow and grieving
Carried away by a moonlight shadow»
 
Cuando la lluvia se hizo más intensa y su repiqueteo comenzaba a adormilarme, paré en un bar de carretera. Un viejo surtidor de «gazole» custodiaba la entrada y unos cubos de hojalata se llenaban con el agua que goteaba de los aleros. Tenía el suelo de madera y la barra tapizada en skay. Dos clientes tomaban «chupines» de vino y jugaban a las cartas junto a la ventana. Había tarta de manzana en las bandejas refrigeradas. —¡Bonsoir Monsieur! Un moment s’il vous plaît— saludó el barman mientras terminaba de secar unos vasos.
 
De «momentos» estaban hechos mis recuerdos. Aparte de aquellos, robados desde el alféizar, había otros que llenaban mis días de adolescencia. Uno de ellos era en las mañanas, de camino a la escuela, cuando Véronique salía por la cancilla de su casa, al encuentro de sus amigas, y yo las seguía a pocos metros, buscando cruzar al menos un saludo. El otro era en las ferias semanales de Mompazier, a donde acudía con mis padres. La familia de Véronique poseía un puesto de venta de plantas ornamentales y patés enlatados, aunque no era eso lo más peculiar. Su padre tenía, aledaño a la casa, un viejo cobertizo, donde pasaba las horas fabricando curiosos «espantapájaros» que luego vendía con su vieja Citroen Type.
 
Se valía de muy diversos materiales, como aspillera, hierro o caucho, pero sobre todo utilizaba hojalata, por su ligereza y su capacidad para reflejar el sol. Aquella actividad le reportaba un extra importante, pues sus esculturas, aparte de la función práctica que desempeñaban en campos y sembrados, eran muy apreciadas como adorno en parterres y jardines. Es por ello que, aunque no fuera ese su oficio, en toda la comarca era conocido por Léon, «le ferblantier», y claro está, su hija era «la fille du ferblantier».
 
Sin embargo, a pesar de aquellos momentos, yo era consciente de que Véronique estaba fuera de mi alcance. No compartíamos aula en la escuela, ni grupo de amigos, ni puntos de contacto. Únicamente el factor de la vecindad jugaba a mi favor, pero la timidez me impedía aprovecharlo. Por suerte para mí, fue ella la que, de la manera más natural, solventó el problema.
 
Era una tarde en la que estaba sentado al pie de un roble, en el altozano al que llamábamos «prado alto», dibujando en mi libreta. Percibí la sombra de alguien a mi lado y, cuando levanté la vista, allí estaba ella.
 
—¿Qué dibujas?—me preguntó—.
 
—Nada importante; tan sólo garabateo un poco— contesté.
 
—¿Dibujas bien?
 
—Más o menos—.
 
Transcurrió un minuto de silencio.
 
—¿Me dibujas un gato?
 
—¿Un gato?
 
—Sí, un gato sentado. Me gustaría que mi padre me hiciera un gato de hojalata, pero tendría que enseñarle un modelo.
 
Así, de la forma más tonta, comencé a dibujar gatos. Aquel primer boceto parecía más bien una rata gorda y Véronique no disimuló su decepción. Una semana después, tenía un cuaderno lleno de felinos en todas las posturas y colores.
 
Su padre fabricó el gato de hojalata, y ella lo colocó en el jardín.
 
Después vinieron cinco años. Cinco años con más de cuarenta mil horas. Véronique me ayudaba con las tareas de clase y yo le enseñaba a hablar español. Ella quería vivir en París y yo soñaba con dibujar un mapa de sus lunares. Ella juraba que nunca se casaría y yo enredaba mis pensamientos en sus rizos.
 
«Four AM in the morning
Carried away by a moonlight shadow
I watched your vision forming
Carried away by a moonlight shadow»
 
La lluvia había cesado. Los clientes del bar se habían marchado. En la mesa vacía, hebras de humo emergían de una colilla mal apagada y dibujaban formas caprichosas antes de disolverse para siempre. Aquellas formas parecían emular los signos que, con Véronique, había ideado para comunicarnos a distancia, yo desde la ventana de mi cuarto y ella sentada en el columpio. Tenía una habilidad especial para balancearse mientras me hacía señales con las manos.
 
Su inteligencia, su espíritu inquieto, eran demasiado vivos para someterse a la tranquila y previsible vida de la campiña pèrigordiense, y yo me convertí en su confidente. Como ella solía decir, en su «pintagatos personal».
 
En cierta ocasión incluso me confesó, ajena a los efectos que en mi ego podía tener, su atracción por un compañero de la escuela, amigo de ambos, mi secreto rival desde ese momento. Sin embargo, también me habló, no sé si para mi alivio o para mi consternación, del miedo a ciertos sentimientos que pudieran poner límite a sus sueños.
 
Por lo que a mí respecta, Véronique se había convertido en el centro de mis pensamientos. Tomé la costumbre de hablarle casi siempre en español, porque me embriagaba la forma que tenía de mirarme y de fijar su atención en mis palabras, como un discípulo extasiado ante su maestro. Incluso escribí coplillas facilonas para que practicase.
 
Me pegaba a la ventana hasta verla aparecer en el columpio, esperaba horas en el camino con tal de caminar con ella, acompañaba siempre a mis padres al mercado, sólo para verla.
 
Ella era para mí, como el sol en los trigales, como la miel en el pan de hogaza. Era el romero en el horno de leña, la brisa en los campos de lavanda. Y los frutos de todo eso fueron las grandes horas a la sombra del roble, en el prado alto, las tardes en el taller del hojalatero, observando juntos su trabajo, o todos los crepúsculos que presenciamos, sentados en el antiguo Beetle sin ruedas que su padre tenía detrás del cobertizo, junto al maizal, donde nos gustaba refugiarnos cuando llovía.
 
Lo cierto es que los «momentos del Beetle» crearon una intimidad diferente, acorde con el desarrollo de nuestra adolescencia. Tengo un recuerdo muy nítido de cierta puesta de sol, acurrucados el uno contra el otro, su rostro pegado al mío, exhalando el mismo aliento. Sus rizos acariciaban mi mejilla, su perfume adormecía mis sentidos. Sin mediar intención alguna, fruto del puro deseo, sus dedos se entrelazaron con los míos y nuestros labios se tocaron, fundiéndose en un beso con la misma ansiedad que la del viajero que apaga su sed en el oasis del desierto.
 
Aquel atardecer fue el último del verano, y el otoño que vino, para nuestro regocijo, fue bastante húmedo. Cuando el cielo se encapotaba y las nubes empezaban a pintear, según la señal convenida, salíamos de casa y nos encontrábamos en la vieja carrocería, para disfrutar en su interior de la segura intimidad que nos proporcionaba la lluvia, ajenos al mundo, mecidos por la rítmica percusión de las gotas de agua en la chapa metálica y en las grandes hojas de maíz.
 
Sin embargo, después de un invierno bueno, no llegó una primavera mejor. Por el contrario, como si de una maldita guadaña se tratase, el buen tiempo vino a segar el tallo, aún tierno, de nuestros sueños. El «brazo ejecutor» fueron mis padres, cuando decidieron volver a España.
 
«Stars move slowly in a silvery night
Far away on the other side
Will you come to talk to me this night
But she couldn’t find how to push through»
 
Cuando salí del café, me crucé con un hombre de unos setenta años, que saludó con marcado acento español. Tenía el aspecto de los cansados, de aquellos cuya vida ha estado siempre marcada por la lucha, por un continuo ejercicio de supervivencia. No todos los exiliados españoles tuvieron la misma suerte o fueron tratados de la misma manera. Muchos terminaron en los campos de concentración del oeste francés. Otros fueron reclutados como «voluntarios» para trabajar en el Westwall de la Organización Todt, con la promesa de recibir en la Alemania de Hitler, lo que en el país vecino se les había negado.
 
Mis padres, por fortuna, habían pertenecido al grupo de los que se habían sentido bien acogidos y, aunque para algunos permanecía latente una contradicción entre la Francia que los había abandonado en su lucha contra Franco y aquella a la que se unían contra el fascismo alemán, ellos carecían de esa perspectiva política. Sin embargo, tampoco eran emigrantes en busca de trabajo y una vida mejor, por lo que, los sentimientos consecuentes con la huida, el desarraigo, la injusticia, moldeaban su carácter y se hacían fuertes en casi treinta años de nostalgia acumulada.
 
Quizás el regreso no estuviera en su intención consciente, pero, cuando a estos factores, se unieron las circunstancias del momento, puede que todo se desencadenara. En la Francia de 1969 todavía estaban dando coletazos las consecuencias de un período de inestabilidad, cuyo reflejo se había visto en las revueltas estudiantiles y obreras del año anterior, y en España, los «planes de estabilización» prometían un desarrollo económico que estaba provocando movimientos de población, sobre todo del campo a las ciudades. El régimen de Franco había suavizado su política represiva, y, como última medida, en marzo de ese año, había declarado prescritos todos los delitos de la guerra civil y, en los consulados, se habían eliminado los trámites del regreso. Y lo más importante: las personas que, directamente, habían sido causa de su desgracia y destierro, o habían muerto, o, como ellos, habían emigrado.
 
Yo tenía dieciséis años, y mis padres, en un país que les había acogido pero que no sentían como suyo, comprendieron que, o volvían entonces, o ya no volverían.
 
Para mí fue como, alcanzada la cumbre, caer hasta el abismo. No entendía nada. Mis padres huyeron juntos y retornaban juntos, pero yo partía solo, y hacia una tierra extraña.
 
El día de salida estaba fijado. Mi futuro, de repente, se había reducido a cuatro semanas. Después, vacío. Las cuatro últimas semanas con Véronique. Durante una semana negué yo, mil veces, que fuese a dejarla. Durante una semana rogó ella, mil veces, que no la dejara. Durante una semana rogué yo, mil veces, que me quedara. Durante una semana negó ella, mil veces, que me quisiera.
 
Mis padres cargaban las maletas en el coche de Mompazier y yo la miraba desde el camino. Ella de pie, junto a sus gatos de hojalata. Uno de sus rizos revoloteaba en su frente. No había palabras. Ya no quedaba nada que decir. Solo promesas, que no sabíamos cómo cumplir. Nuestros ojos se perdieron, sin encontrarse, en el polvo del camino y la distancia.
 
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26 comentarios:

  1. Hola, Isidoro! Un estupendo relato en el que la siempre impertinente guerra se interpone entre esa pareja de adolescentes. Una parte para preparar el terreno hacia ese presente en los que esos gatos de hojalata tendrán un papel importante. De hecho, tu marcado estilo fantástico me hacen dar mil conjeturas. En definitiva, un relato muy trabajado, con un cuidado esmero en el contexto histórico. A ver cómo sigue! Un abrazo

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    1. Muchas gracias David
      Tu compañía y fidelidad es todo un estimulante para mí, en serio. Es este un relato romántico que, como bien dices, se enmarca en un contexto histórico preciso, en el que el exilio, la emigración, el desarraigo, tienen mucho que decir. En cuanto a lo fantástico, aquí lo vas a ver poco, pero espero que te guste igualmente el final. Espero que me cuentes
      Un fuerte abrazo

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  2. Cómo me gusta esta historia, qué bien escrita está. Hay una fusión entre la trama, los sentimientos y las palabras. Se lee con el corazón contagiada de la melancolía de la inocencia del primer amor. Me encanta el ir y venir del presente al pasado acompañado de Mike Oldfield. Un beso y a por la segunda parte

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    1. Muchas gracias Ana
      Esos dos aspectos que mencionas, la melancolía del primer amor y el ir y venir entre pasado y presente junto a la música de Oldfield (una forma de situar cronológicamente ese presente) son importantes en el relato y, sobre todo el segundo, no sabía si podría percibirse con claridad. Tus palabras me dejan mucho más tranquilo en este sentido.
      Espero que tu proyecto vaya viento en popa, Ana, y muchísimas gracias otra vez por seguir ahí.
      Un fuerte abrazo

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  3. Una historia de amor de adolescencia, en un entorno francés y un pueblo acogedor donde nunca se sabe cuánto tiempo dura ese exilio que en guerra. Muchos españoles tuvieron que ir. Una trama muy bien escrita con esas canciones actuales que muestra que la historia está narrada del recuerdo. Esperamos la 2º parte. Un abrazo.

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    1. Bueno... Tanto como actuales... Cómo se nota que tú y yo somos de la misma época, querida Mari Carmen, ja, ja. Bueno, tú seguro más joven. El pueblo sí que resulta acogedor, sí, la verdad. En la segunda parte tendrás la oportunidad de disfrutar de sus rincones un poco más. Espero que te guste amiga
      Besos

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  4. Uy qué ganas de leer la continuación y ver cómo acaban esos amores.
    Me has hecho pensar en esas familias que volvían y esos chicos que no sabían ni de dónde eran, de un país y de un amor al que no querían dejar y camino de una tierra que a saber qué les depararía. Muy bien narrado, me ha gustado mucho cómo has ido envolviendo esa atmósfera entre los dos jóvenes y ese primer amor tan especial enmarcado de recuerdos musicales.
    Besos

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    1. Hola Conxita
      En realidad, este relato lo escribí para leerse completo (y así me lo parece), lo que ocurre es que he pensado que era demasiado largo para el estilo del blog, así que, siguiendo el ejemplo de otro gran compañero y escritor, Jorge Valín, decidí dividirlo en dos. Lo que vengo a decir es que el corte entre las dos partes es, no cono otros relatos que se escriben con el intrigante continuará, a posteriori. Pero bueno, intenté hacer el menor estropicio posible, ja, ja
      Muchas gracias por tu compañía y muchos besos

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  5. Tus relatos tienen la increíble facultad de ser muy visuales, Isidoro, ya te lo he dicho alguna vez. Describes genial la melancolía del personaje que se traslada al pasado mientras conduce, envuelto por la melodía de la música que escucha, que acentúa el tono romántico del texto. Una historia muy bien desarrollada que nos deja con la intriga de cómo continuará, enmarcada además en un contexto histórico real, que quien sabe cuántas historias parecidas se habrá cobrado.

    Espero la segunda parte. Un placer leerte.

    Besos.

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    1. Muchas gracias Manoli
      Ya sabes que a mí me preocupa la ambientación y que cuido mucho los detalles y los datos (bueno, todo lo que puedo) En ese sentido, este relato me llevo sobre todo, tiempo de documentación. Había cosas que ya conocía pero de otras tuve que buscar información, como la vida sobre los emigrantes en esta zona de Francia, la ciudad en cuestión (todos los rincones y calles son reales, sobre todo se notará en la segunda parte). En todo caso, utilicé el entorno de Mompazier porque conozco está ciudad y respire su ambiente. Bueno, ya se que soy un poco maniático con todo esto, pero a mí me produce satisfacción y me gusta escribir así, que es lo que cuenta, ¿no?
      Un placer tenerte por aquí
      Un beso grande

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  6. Guardado a buen recaudo para que no se me escape el gato.
    Volveré marramiau.

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  7. me encanta tu relato es como vos lindo claro largo bello intenso
    Me encantás muchacho
    un abrazo inmenso

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    1. Vas a hacer que me ponga colorado, muchas gracias por los piropos, ja ja,ja. Sobre todo por lo de "muchacho"
      Besos

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  8. Parece Isidoro que nos traes a tu blog una historia romántica, que tan bien se te dan. Así de entrada detecto dos cuestiones que se ven a menudo en tus relatos, por un lado el recurrir a frases en la lengua del protagonista cuando este habla otra que no sea el español, metiéndonos así de lleno en el personaje y su entorno, y los dibujos que me parece forman una parte importante de tu vida. Nos sitúas a medio camino entre los tristes hechos de la guerra civil, tan prolija en historias desgraciadas, y una posguerra que tanto los que se quedaron como los exiliados tuvieron que sufrir. Y en medio ese chaval protagonista como víctima colateral de los vaivenes de unos tiempos convulsos, que va y viene entre el presente y el pasado de su juventud, y en medio una historia de enamorados que no sabemos como acabará (todavía), porque nos dejas con la incógnita de esa pareja truncada por las circunstancias que seguro harán lo posible (aunque quizás no lo suficiente) para seguir juntos. El retrato de la chica encantador, y la ambientación de época estupenda.
    Esperamos La continuación con ansia. Un abrazo Isidoro.

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    1. Hola Jorge
      Pues sí, se trata de una historia romántica en toda su esencia. Y sí, aciertas en todo, para qué lo voy a negar, ja, ja. Me gusta recurrir a frases en el lenguaje original porque me parece que ayudan a crear ambiente. A fin de cuentas, el texto escrito no es gráfico, obviamente, y creo que todos los aspectos "audiovisuales" son importantes para que el lector "vea" la escena. En cuando a los dibujos, pues... Efectivamente, forman parte importante de mi vida, el menos de una etapa de mi vida, y claramente, como tú has detectado, se filtran en mis relatos. Quizá más de lo que quisiera, también te lo digo. No quiero que todos mis protagonistas sean dibujantes, ja, ja. El relato, tal como dices en tu estupendo análisis, ofrece dos aspectos: el viaje hacia el pasado del protagonista con su historia personal y romántica y, el entorno en el que se mueven los personajes. Ambos tienen el mismo peso en la historia. He tratado pintar un cuadro(vaya, otra vez se me ha colado) en el que, acontecimientos, paisaje, personalidad, forman un todo interrelacionado que va a configurar los hechos y las consecuencias. En la parte dos, evidentemente, presente tendrá más líneas que pasado, pero los mismos ingredientes. Estaré deseando conocer tu opinión.
      Un fuerte abrazo paisano

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  9. Amor adolescente unido por la guerra y separado por promesas de un mundo mejor; de una reconciliación entre dos Españas que aún hoy no se ha cumplido al cien por cien.
    Bella recreación de la Francia de posguerra, con su olor a pan caliente, lavanda y tierra húmeda. Espero la segunda parte de este relato que habla de amor, pérdida y... ¿Reencuentro? Lo veremos en el próximo capítulo, de la mano de tus gatos de hojalata.
    Un abrazo, Isidoro.

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    1. Muchas gracias, Bruno
      Una historia tantas veces contada, ¿verdad? Y que en cambio no nos cansamos de repetir. Si es que, en el fondo somos unos románticos, ja ja. En este caso, nos sirve de canal, además, para hablar de esas historias de emigrantes, también tan repetidas
      Un fuerte abrazo, amigo

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  10. GATOS DE HOJALATA
    De gatos conozco una canción de infancia: “Estaba el señor don gaaato, sentadito en su tejado marramamiau miau miau…” y aquel dicho tan grosero de la gata Flora, que cuando se la ...chilla, y cuando se la… llora. Pero ahora en serio, vamos a tus gatos:
    Bien empleado el uso de los tempos, habla la voz del adulto en tiempo presente de la adolescencia en tiempo pasado, si fuera al contrario, si hablara solo el niño, la voz sería limitada, además de que hacer creíble a los niños cuando se expresa es muuuy difícil.
    Buenísima la parte (eres un maestro Isidoro en conseguir estos efectos), en que se repite en la mente la coplilla-manta al mismo ritmo que los postes. También escuché crujir la rama a la vez que la falda de la niña ondulaba. Escuché el repiqueteo de la lluvia, y vi, con toda claridad el viejo surtidor de gazole, y sentí el olor a vino y manzana del interior del bar. Con tus descripciones veo, huelo y escucho, como si estuviera allí. Eres escritor y punto.
    Las acotaciones en otro idioma las justas, no resultan nada pretenciosas y lo justifica sobradamente el tipo de narrativa. Las localizaciones geográficas precisa, que parece que estés contando la historia de tu vida de lo bien que lo narras. Te entretienes en los detalles del paisaje, tanto de la campiña como del patio trasero, en la luz del sol en el pelo, o el perfume del jazmín… y te lo puedes permitir porque es un relato largo (hay como mínimo una segunda parte). Los gatos de Hojalata que dan título al relato, como detonante en el recuerdo del que cuenta, con buen criterio, en primera persona.
    Y como sin querer queriendo, (sin cargar las tintas), nos cuentas la historia de tanta gente de otras generaciones que sufrieron la guerra y las miserias del exilio, ellas casi siempre de sirvientas y ellos en los últimos puestos de la sociedad, mira… lo mismo que ocurre en España con los extranjeros de los países mal llamados del tercer mundo, como si no hubiera un mismo mundo para todos.
    El breve y conciso diálogo conseguido. Una niña curiosa, un niño dibujante y tímido. Un niño soñador de mapas de lunares ¡Pero qué frase!, un muchacho lírico y enamorado de su Veronique.
    Que no me pienso perder, ni muerta, la segunda parte contratante, que lo sepas.

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    1. Isabel, eres como yo. Lees con calma y, cuando comentas, lo das todo. No sabes hacer las cosas a medias. Aunque para escribir, tú consigues imprimir ese aire espontáneo, vivo, fugaz, que da tanta frescura y realidad a tus textos. Para mí es complicado, porque repaso mucho, retoco retoco. Por eso prefiero elegir (en el relato anterior también se ve) la voz del adulto narrando su infancia. Si que es difícil hablar desde la voz del niño, algo que por cierto, tú haces muy bien. En este caso, además, es importante esa narración en dos tiempos, como tú bien aprecias. Los detalles, ya sabes, no me puedo escapar a eso. Igual que a lo trabajado de las localizaciones (podrás comprobarlo en el siguiente) Y, como le comentaba a Bruno, la historia personal pasa a ser colectiva de tantos y tantos emigrantes forzosos. Tú lo has dicho. A veces olvidamos que nosotros mismos lo hemos sido.
      Me encanta tu análisis. Eso sí, a este paso, vas a hacer que me crea un escritor, ja ja.
      Muchísimas gracias por tu tiempo compañera. Es para mí un placer y un privilegio contar con tu compañía
      Un grandísimo abrazo

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  11. Eeepaaa!!!!!!!!!! que yo también repaso un montón (aunque no lo parezca), aunque tengo la impresión de cuando más reviso peor se queda.
    Si que nos parecemos un poquillo tú y yo en algunas cosas, aunque yo no tengo bigote, ni barba (gafas sí) :)))

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  12. Isidoro, he caído aquí como por arte de magia. Estaba mirando las herramientas que nos dió hace unos días David (El Tintero de Oro) y de pronto he aparecido en Francia.
    No estoy preparada para hacerte comentarios tan buenos como los que he leído, pero quiero que sepas que estoy llorando. Me ha llegado al alma tu escrito por muchas cosas.
    Gracias por escribir cosas tan hermosas.
    Un fuerte abrazo.

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    1. Hola, Ana
      He leído lo que nos cuentas en tu perfil del blog y puedo intuir alguna de las razones por las que este relato te ha llegado hondo. Que me digas esto es lo que mantiene vivo el blog. Todos los que escribimos, aunque sea en relatos de ficción, compartimos algo nuestro, y cuando ves que ese algo toca la fibra sensible de quién lo lee, es cuando sientes realmente el profundo alcance de lo que escribes. Muchas gracias a ti, por compartir esto conmigo
      Un abrazo fuerte

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  13. ¡Hola, Isidoro!
    Un relato precioso. Me encanta tu capacidad para escribir sobre amor de forma poética sin llegar a ser ñoño. Yo nunca lo consigo, por eso suelo escribir poco sobre este tema. Además, creas unos personajes tan realistas, que sus sentimientos te calan.
    Voy a leer enseguida la segunda parte. Es lo bueno de conectarme con retraso a los blogs de mis amigos: que si escriben una historia en varias partes, la leo del tirón, ja, ja, ja.
    ¡Un abrazote!

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    1. Hola Noemí
      Encantado de tenerte por aquí
      La verdad es que tampoco escribo así de forma consciente. A diferencia de otros temas, en los que puedo inventar mejor, con el amor, solo escribo si tengo algo que contar. No sé si me explico, pero vamos, que me sale así.
      Me alegro que te guste. A ver la segunda parte
      Besos

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